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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2009 Brenda Novak. Todos los derechos reservados.

PAREJA PERFECTA, Nº 7 - abril 2012

Título original: The Perfect Couple

Publicada originalmente por Mira Books, Ontario, Canadá

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

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I.S.B.N.: 978-84-687-0020-5

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

El amor es el demonio. No hay más ángel malo que el amor.

William Shakespeare

Trabajos de amor perdidos

Capítulo 1

Sacramento, California

El golpe que se oyó en el maletero del coche sorprendió a Tiffany de tal manera que estuvo a punto de salirse de la carretera y chocar contra una de las casas que se alineaban a su derecha. ¿Qué estaba pasando? Se suponía que el adolescente de catorce años al que su marido y ella habían bautizado como Rover estaba muerto. ¡No podría deshacerse del cadáver si continuaba con vida!

¿Qué podía hacer? Se aferró con tanta fuerza al volante que sus nudillos palidecieron bajo la piel. Necesitaba parar el coche y averiguar lo que estaba ocurriendo. ¿Cómo podía resucitar alguien muerto? ¿Habría recuperado Rover la conciencia y estaría sufriendo un ataque de pánico al descubrirse encerrado en un espacio tan oscuro? ¿O estaría intentando destrozar las luces traseras para llamar la atención del coche que los seguía?

Le parecía imposible que todavía estuviera vivo y conservara la coherencia suficiente como para ejecutar un plan. Era demasiado joven para ser tan inteligente y estaba demasiado asustado como para desafiarlos. Pero en el caso de que estuviera vivo, debía de ser consciente de que aquel era el final. Y si no hacía algo, no volvería a ver a sus padres nunca más. ¿No bastaría eso como acicate para correr cualquier riesgo?

Tiffany no estaba segura. Siempre le había sorprendido lo sumisos y manejables que eran los adolescentes que su marido llevaba a casa. Colin tenía un talento especial para los adolescentes, sabía exactamente qué clase de individuos debía elegir.

Otro golpe en el maletero y comenzaron a sudarle las palmas de las manos. ¡Maldita fuera! Se suponía que aquello no tenía por qué ocurrir. Desde luego, jamás había sucedido nada parecido.

¿Podría oír alguien el ruido que estaba haciendo Rover?

Miró por el espejo retrovisor. El cuatro por cuatro de color negro que llevaba siguiéndola durante varios kilómetros continuaba allí. La conductora, una mujer de mediana edad con gafas de sol, había bajado la ventanilla para disfrutar de la temperatura primaveral del día. El viento echaba hacia atrás su negra melena, revelando un rostro ovalado de labios llenos, un rostro que probablemente Colin encontraría atractivo, a pesar de su obvia diferencia de edad. Afortunadamente, aquella mujer no parecía más interesada en su coche que minutos antes.

O quizá sí, porque estaba comenzando a acercarse.

Un nuevo golpe puso todo los nervios de Tiffany en tensión. Sabía que tenía que detenerse. Pero si la conductora del cuatro por cuatro había visto u oído algo, también pararía. ¿Y cómo podría justificar ella el hecho de llevar a un adolescente en el maletero? Sobre todo un adolescente en las condiciones en las que estaba Rover.

Se obligó a pensar. Lo mejor era continuar conduciendo. Giraría en el próximo cruce y con un poco de suerte, el cuatro por cuatro continuaría recto. Había diferentes formas de llegar a la autopista. Y una vez fuera de la ciudad, en cuanto pasara Placerville, podría detenerse en cualquiera de las carreteras secundarias que cruzaban la sierra y esconderse en un pinar.

¿Y después qué? Una cosa era deshacerse de un cadáver y otra muy diferente ser la razón por la que esa persona no podía continuar viva.

El ruido procedente del maletero era cada vez más fuerte, más insistente. Aunque la conductora que la seguía no lo oyera, podría oírlo cualquier peatón.

Tiffany tomó aire. Tenía que arreglar ese asunto cuanto antes si no quería que Colin se enfadara. Porque como lo fastidiara todo, irían los dos a prisión.

Con el corazón martilleándole el pecho, alargó la mano hacia el bolso y hurgó en su interior hasta localizar el teléfono móvil. Presionó la tecla de marcado rápido para llamar a su marido.

–¿Diga?

–¡Colin, está vivo! –estalló tras la pausa que siguió a la pregunta.

Pero casi inmediatamente, la grabación del otro lado de la línea se cortó y Tiffany comprendió que estaba hablando con el buzón de voz.

–Lo siento, en este momento no puedo atender su llamada.

Frustrada, puso fin a la llamada. Colin se creía muy gracioso al hacer que la gente pensara que era él el que atendía el teléfono. Normalmente, hasta a ella le hacía gracia cuando caía en la trampa. Pero aquel día no tenía ganas de reír. Necesitaba a Colin inmediatamente.

–¡Socorro! ¡Mamá! ¡Papá! ¡Que alguien me ayude!

¡Eran los gritos de Rover!

Tiffany giró en el siguiente desvío a la derecha pisando el acelerador. Al oír el chirrido de los neumáticos, dos repartidores de una empresa de iluminación alzaron la mirada hacia ella, haciéndole arrepentirse inmediatamente de aquel acelerón.

Por lo menos, el cuatro por cuatro continuaba bajando por la calle Madison. Aquello le proporcionó un ligero alivio.

La mano le temblaba cuando volvió a marcar el número del trabajo de Colin.

–Vamos, deprisa. Necesito hablar con mi marido –musitó mientras sonaban los pitidos de espera.

Por fin, Misty, la recepcionista de pelo crespo y rojizo, descolgó el teléfono.

–Despacho de abogados de Scovil, Potter & Clay, ¿en qué puedo ayudarle?

–¿Misty? Soy Tiffany Bell, ¿está mi marido en el despacho?

–Déjeme ir a ver –se produjo una larga pausa tras la que Misty regresó al teléfono–. Está en una reunión.

–¿Te importaría llamarle?

–Está reunido con el jefe.

Colin, que había tenido la suerte de que le contrataran en el despacho solo un año después de haber salido de la universidad, tenía que procurar mantener contentos a los abogados de la firma, sobre todo a Walter Scovil, el más veterano de los socios. Pero en aquel momento, no podía haber nada más importante que el problema de Rover.

–Lo siento, es una emergencia.

–¡Oh! ¿Estás bien?

Esperando ser capaz de sofocar las lágrimas que ardían tras sus ojos, Tiffany parpadeó varias veces.

–Eh… su madre se ha caído, está ingresada.

Colin odiaba a su madre. No habría sido capaz de cruzar una calle para verla ni estando ella en su lecho de muerte, pero eran pocos los que lo sabían. No era la clase de información que uno solía compartir. Ambos sabían lo que podían pensar los demás si le oían referirse a su madre con los apelativos que normalmente utilizaba.

–Lo siento mucho –dijo la recepcionista–. Ahora mismo voy a buscarle.

El semáforo se puso en rojo y los coches que precedían a Tiffany comenzaron a detenerse. Tiffany estudió la intersección, preguntándose si podría desviarse al carril de la derecha o sería preferible girar a la izquierda, como todavía le permitía hacer la flecha en verde del semáforo. Cualquier cosa para evitar detenerse. Pero había demasiados coches bloqueándole el paso. De modo que no tenía otra opción que esperar a que cambiara el semáforo.

Se mordió el labio, pisó el freno… y no volvió a respirar hasta que comprobó que no se oía nada en el maletero. ¿Significaría aquel silencio que Rover había muerto?

–Tiffany, ¿por qué me llamas al despacho?

Al oír la voz de su marido, Tiffany perdió la batalla que estaba librando contra sus emociones. Mientras se secaba las lágrimas que descendían por sus mejillas, vio que el hombre que conducía la camioneta que tenía a su lado la estaba mirando fijamente y desvió la mirada.

–Es Rover –susurró al teléfono.

–¿Qué ocurre?

–Está vivo.

–¿Qué?

–¡Esta vivo!

–Imposible.

–Está vivo. Está dando golpes en el maletero y pidiendo ayuda.

–¡Entonces para el coche y sácale inmediatamente!

–¿Aquí? ¿En medio de Fair Oaks?

–¡Mierda! No, claro que no –Colin permaneció durante unos segundos en silencio–. ¿En qué calle estás?

–Me dirijo hacia el sur por Hazel. Quiero llegar a la autopista Cincuenta.

–No hagas nada hasta que no salgas de la ciudad. Entonces, para y ocúpate del problema.

Tiffany sabía que era eso lo que tenía que hacer. Pero era lo que ocurriría a continuación lo que realmente la preocupaba.

–¿Qué quieres decir con que me ocupe del problema?

Colin bajó la voz para responder.

–Haz lo que te he dicho. Termina el trabajo.

¿Le estaba pidiendo que matara a Rover? El estómago le dio un vuelco. Aquel chico había sido el juguete de Colin. Era a él a quien le correspondía poner fin a esa situación.

–Pero… no tengo ningún arma.

–Utiliza una rama gruesa. O una piedra. No es tan difícil. Tiffany se quedó boquiabierta. ¿Cómo era posible que lo que había comenzado como una pequeña diversión hubiera terminado de aquella manera? A veces permanecía despierta por las noches, incapaz de creer que su vida hubiera escapado de tal manera a su control. No tenía idea de cómo detener aquella situación y Colin ni siquiera parecía dispuesto a intentarlo. Era un adicto a la adrenalina, a la excitación sexual, al poder, y la había arrastrado con él repitiendo siempre la misma promesa: «solo una vez más y después lo dejaré».

Ella ya solo participaba de forma secundaria. Solo intentaba atar los cabos sueltos dejados por Colin.

–Estás bromeando, ¿verdad? Sabes que yo no tengo valor para hacer algo así.

–¡No te queda otra opción!

El semáforo se puso en verde. El hombre que conducía la camioneta de al lado le dirigió una sonrisa de admiración mientras ambos aceleraban, pero a Tiffany ya no le preocupaba que pudiera pensar que estaba haciendo algo sospechoso. Rover llevaba varios minutos en silencio.

–Pero…

–O lo haces, o te juro por Dios…

No terminó la frase. No hacía falta que lo hiciera. Tiffany sabía lo que ocurriría si no solucionaba aquella situación. Tras haber perdido a su mascota, Colin la castigaría a ella.

–De acuerdo. Ya lo he entendido. Pero lleva un rato sin moverse.

–¿Entonces me has llamado por nada? –suspiró al otro lado del teléfono–. Eres patética.

–¿Cómo puedes decirme eso después de todo lo que he hecho por ti?

–No empecemos. Sin mí, no serías nada. Cuando te conocí, solo eras una gorda dejada –volvió a bajar la voz, pero Tiffany sospechaba que estaba en el despacho con la puerta cerrada. Si no hubiera sido así, no hablaría con tanta libertad–. No había un solo tipo en el instituto que te mirara siquiera, con ese pelo grasiento y esa ropa inmunda. Y ahora todos mis amigos babean al verte. Te he convertido en una modelo. Te he enseñado a cuidar de ti misma.

Desgraciadamente, cuidar de sí misma era un esfuerzo supremo que la obligaba a pasar dos horas al día haciendo ejercicio. Colin la pesaba regularmente y controlaba todo lo que comía. Quería que se mantuviera siempre en los cincuenta y cinco kilos y que tuviera los senos del tamaño de una sandía, así era como lo decía él. Las medidas de Tiffany no estaban a la altura de sus aspiraciones, pero, afortunadamente, Colin estaba más preocupado por mantener las apariencias que por satisfacer sus fantasías sexuales. Eso la había ayudado a minimizar las intervenciones del cirujano plástico en su cuerpo. Al final, se había conformado con un aumento de pecho que le permitiera llenar una copa D, un arreglo de nariz y una elevación de pómulos. Todavía tenían que cargarles nueve mil dólares en la visa por aquellas mejoras, pero a Colin no parecía importarle aquel gasto. Le encantaba que se hubieran convertido en la pareja más admirada tanto de la firma como de su vecindario.

–Lo que puedan pensar otros no me importa –contestó Tiffany.

Y era cierto. Colin era la única persona que tenía alguna importancia para ella. La única que la había querido, y no quería perderle.

–Si tanto significo para ti, ¡haz lo que te he dicho!

Al haber dejado de oír ruidos en el maletero, Tiffany comenzaba a tranquilizarse. Bajó la ventanilla para que entrara un poco de aire en el coche y separó la blusa de su cuerpo empapado en sudor.

–Sí, de acuerdo. Ya lo he comprendido.

La entrada a la autopista estaba justo a la derecha y Tiffany aceleró en la vía de acceso. Sería difícil que alguien pudiera oír a Rover una vez estuvieran en la autopista.

–Es solo que me he asustado.

–Lo sé, pequeña. Pero eres más fuerte de lo que piensas. Y eres mía, ¿verdad? Todo lo que piensas, todos tus movimientos, dependen de mí. Y yo te he preparado para que puedas hacer esto perfectamente.

Tiffany sabía que Colin era un hombre posesivo, pero se consideraba una mujer afortunada. Su marido la hacía sentirse deseada, atractiva y segura. La llevaba de vez en cuando a un salón de tatuajes para tatuarle su nombre en diferentes partes del cuerpo. Hasta entonces, lo llevaba inscrito en los senos, en el trasero y en la parte inferior de los muslos. De Colin, decían los tatuajes. Pero a Tiffany no le importaba. Colin no invertiría tanto tiempo y tanto dinero en ella si no fuera una parte importante de su vida. Y Colin solo tenía problemas con las personas que intentaban oponerse a su voluntad.

Recordó temblando el incidente que había puesto fin a su relación con Rover. Había sido culpa del chico, se dijo a sí misma. Rover conocía a Colin, sabía lo que este quería. Si Rover hubiera obedecido, como hacía siempre, quizá habría sufrido algún daño, pero al final, se habría recuperado. Colin no habría tenido motivos para matarle.

Pero por su culpa, ella se encontraba en aquel momento conduciendo hacia algún paraje remoto para deshacerse de su cadáver.

–¿Qué quieres que cenemos esta noche? –preguntó, esperando que Colin respondiera de forma favorable a un cambio de tema.

–No lo sé. Tengo que volver a una reunión.

–De acuerdo –continuaba teniendo que encargarse de aquella terrible misión, pero por lo menos se había puesto en contacto con Colin y había recibido sus instrucciones–. Buena suerte.

–Gracias por ayudarme, Tiff. Esta noche te demostraré lo mucho que te quiero –y dicho esto, colgó el teléfono.

Tiffany sonrió y guardó el móvil en el bolso. Una vez desaparecido Rover, volverían a estar los dos solos, como a ella le gustaba. Sabía que era absurdo sentir celos de los juguetes de su marido, de sus mascotas, como él prefería llamarles, pero no le gustaba lo mucho que disfrutaba Colin con las cosas que les hacía. Sobre todo con los chicos. Parecían satisfacerle más que ella con aquellos senos falsos, los tatuajes y los peligrosos juegos de dominación en los que estaban comenzando a embarcarse. A veces Tiffany tenía la impresión de que solo la quería por su aspecto. Era parte de su imagen, un trofeo que podían admirar sus amigos y compañeros.

Pero no, eso no podía ser cierto. Colin lo compartía todo con ella, incluso a sus mascotas. De hecho, Rover había estado haciendo las tareas de la casa durante semanas.

Al borde de las lágrimas, subió el volumen de la radio y comenzó a cantar. Aquello no tenía por qué ser especialmente difícil. Pasaría delante de la cabaña que habían alquilado en una ocasión para pasar el Día de Acción de Gracias, antes de que el padre de Colin hubiera comprado una casa en el campo. Se adentraría en el bosque y se desharía del cadáver. En cuanto terminara, conduciría hasta el supermercado y compraría todos los ingredientes necesarios para prepararle una cena romántica a su marido. Después, dejaría que Colin la encadenara y le diera unos cuantos latigazos. Con un poco de suerte, se olvidaría de Rover y la perdonaría que le hubiera molestado cuando estaba en el despacho.

Para cuando encontró lo que parecía ser un lugar seguro, Tiffany ya se había recuperado casi por completo. No había vuelto a oír a Rover desde que le había oído llamando a sus padres. Tenía que estar muerto, después de lo que le había hecho su marido.

Pero no lo estaba. Y cuando Tiffany abrió el maletero, se abalanzó sobre ella. Con el ojo izquierdo cerrado por la hinchazón, los labios desgarrados y el rostro cubierto de moratones y cortes, el adolescente parecía una especie de monstruo salvaje. Le dio un puñetazo para derribarla, pero después no atacó. Salió corriendo a una velocidad de vértigo, llorando y pidiendo ayuda.

Gritaba de tal manera que Tiffany no se atrevió a seguirle. Después de incorporarse con cierta dificultad, regresó al coche y lo puso en marcha ignorando los quejidos del BMW al rodar sobre los baches. En aquel momento, el coche era lo último que le importaba. Tenía que desaparecer de allí antes de que Rover consiguiera que alguien le prestara atención.

Y tenía que pensar la manera de darle la noticia a Colin.

Capítulo 2

Samantha Duncan no había estado tan aburrida en toda su vida. Al principio, había pensado que sería divertido no tener que ir al colegio. Pero la diversión había terminado la primera semana. Con su madre todo el día en el trabajo, todo se le antojaba demasiado silencioso y solitario. Sobre todo en aquella casa. Aunque era con mucho la mejor casa en la que habían vivido nunca, a ella no le compensaban todas las ventajas que supuestamente aportaba. Ella se sentía como un exceso de equipaje. Como una especie de inconveniente que Anton Lucassi soportaba a cambio del privilegio de compartir la cama con su madre.

Pero no quería pensar en ello. Le provocaba dolor de estómago, además de un profundo cansancio. Tenía que intentar pensar en algo constructivo, como decía su madre. Era otra de sus frases preferidas desde que había empezado a salir con Lucassi. Aunque nunca le habían explicado qué era exactamente algo constructivo. En cualquier caso, sabía que tenía que encontrar alguna manera de divertirse. Solo era lunes. No estaba segura de cómo iba a soportar otros cuatro días hasta que llegara el fin de semana, vagando sola en aquella casa. Le bastaba pensar que llevaba tres semanas, y estaba a punto de comenzar la cuarta, en aquella situación tan triste, para que se le saltaran las lágrimas. En aquel momento, los adolescentes de su edad que trabajaban como esclavos en el colegio le parecían unos privilegiados.

Sonó el teléfono. Sam se levantó de la tumbona, se protegió los ojos con la mano para defenderse del resplandor del sol sobre la superficie de la piscina y gimió. Era el prometido de su madre. Otra vez. Anton era insoportable. ¿Qué querría en aquella ocasión?

Estuvo a punto de no contestar, pero sabía que volvería a llamar.

–¿Por qué habrá tenido que enamorarse mi madre de ti? –gruñó antes de descolgar–. ¿Diga? –contestó con voz somnolienta, para hacerle pensar que la había despertado de una siesta.

Pero a Anton no pareció importarle.

–¿Sam?

¿Esperaba que contestara otra persona?

–¿Sí?

–No te estarás pasando todo el día delante del proyector de la televisión…

¿Para eso llamaba?

–No.

–Estupendo, porque la bombilla no dura mucho y cuesta cerca de trescientos dólares cambiarla.

–No lo sabía –contestó.

Pero en realidad, aquella era su manera de desafiarle sin buscarse problemas. Anton le había dicho a su madre lo de la bombilla cerca de cien veces. De hecho, su madre tenía tanto miedo de que pudiera llegar a romper aquel estúpido proyector que había terminado comprándole un DVD y le había pedido que no utilizara la televisión de la casa. Afortunadamente, a Sam le encantaba el cine. Y también le gustaba leer. Aunque le divertía ver algún programa de televisión de vez en cuando para romper la monotonía. Y tampoco tenía una fuente ilimitada de libros y películas.

–No es un juguete –le recordó Anton.

¿Acaso ella la utilizaba como si lo fuera?

–Sí, ya lo sé.

–¿Y qué estabas haciendo ahora?

–No estaba destrozando nada –musitó.

–¿Qué?

Sam apenas había susurrado aquella respuesta, porque sabía que no habría sido inteligente que Anton la entendiera.

–He dicho que estaba durmiendo.

Una vez más, Anton ignoró la oportunidad de disculparse por haberla molestado.

–No estarás afuera, en la piscina, ¿verdad?

¿Tampoco podía utilizar la piscina?

–Pues la verdad es que sí. He pensado que no me vendría mal broncearme un poco mientras duermo.

–Procura no manchar de aceite los cojines de las tumbonas.

–Son muy caros –le imitó Sam moviendo los labios y elevó los ojos al cielo–. No me he puesto crema.

–No estarás molesta, ¿verdad? Solo estoy intentando enseñarte a cuidar las cosas de la casa.

Así que había notado su tono. Sam apretó los ojos con fuerza y concentró todas sus energías en disimular la irritación que le hacía desear gritarle que la dejara en paz y no volviera a hablarle jamás en su vida. Si no hubiera sido por su madre, lo habría hecho encantada. Pero Zoe era muy feliz porque por fin había conseguido tener algo, ser alguien. Samantha no quería arruinarle aquella oportunidad. Ya le había destrozado la vida con el mero hecho de nacer.

–No, no estoy molesta.

–Buena chica. ¿Te ha llamado tu madre?

Ni la mitad de veces que él, aunque las llamadas de su madre eran más que bienvenidas.

–Llama para ver cómo estoy cada vez que puede. Si la gente con la que trabaja no fuera tan estúpida, podríamos hablar más.

Su madre había intentado comer con ella durante la semana anterior y habían estado a punto de despedirla porque la distancia que la separaba de la casa le hacía llegar tarde al trabajo.

–No son estúpidos, Sam. Así es el mundo real. Tiene que ser responsable en su trabajo, del mismo modo que tú tendrás que serlo en el tuyo algún día.

«Gracias por el consejo», pensó Sam. ¿Cómo podía soportar su madre a aquel tipo?

–¿Sam? –preguntó Anton al ver que no contestaba.

–Sí, estoy aquí… Y muy cansada

–De acuerdo, te dejaré dormir.

–Gracias. Por cierto, he apagado todas las luces de la casa –se estaba burlando de él, pero Anton no lo comprendió.

–Me alegro de que me estés haciendo caso. Nos veremos más tarde.

Sam esperaba que fuera suficientemente tarde, pero se obligó a terminar la conversación en tono positivo, particularmente porque le parecía divertido mostrarse exageradamente educada.

–Gracias por llamar.

Sonrió. Anton no tenía ni la más remota idea de lo que sentía por él. Y tampoco era consciente de que ella sabía exactamente lo que sentía por ella, a pesar de lo que fingía delante de su madre.

Al colgar el teléfono, le distrajo el sonido de la puerta de sus vecinos al abrirse. Tiffany y Colin Bell normalmente no estaban en casa durante el día.

Atraída por aquellas señales de vida tan cercanas a su solitaria existencia, Samantha se levantó y cruzó el césped recién cortado. Todavía estaba muy débil y caminaba lentamente, pero el médico le había asegurado que pronto recuperaría las fuerzas. Habían pasado ya dos semanas de lo que el doctor había dicho sería un ciclo de cuatro, aunque ella no entendiera muy bien lo que eso significaba. Y siempre que pudiera regresar al colegio, no le importaba.

Consiguió llegar hasta la cerca. Podía imaginarse a Anton mirándola con el ceño fruncido por haber pisado las flores que había plantado un mes atrás, pero ignoró intencionadamente el hecho de que aquello le pondría furioso. Por culpa de aquellas estúpidas flores y de otras que había en el jardín, había tenido que renunciar a su perro. Y todavía le costaba creer que su madre hubiera consentido una cosa así.

Esperando que quien fuera que hubiera salido de la casa estuviera todavía en el jardín, miró a través de un agujero entre los setos. La esposa de la atractiva pareja con la que había hablado muy de vez en cuando, estaba allí. Pero Tiffany Bell no iba con la ropa de trabajo, como cabría esperar. Como empleada de una residencia de ancianos, normalmente iba de uniforme, con batas de colores alegres y zuecos blancos. Sin embargo, aquel día iba vestida con unos vaqueros agujereados, unas playeras viejas y una camiseta tan estrecha que sus senos parecían más grandes que bajo la bata de enfermera.

–Estoy segura de que son falsas –musitó, bajando la mirada hacia su pecho plano.

A los trece años, todavía no tenía motivo alguno para perder la esperanza, pero no estaba desarrollándose a gran velocidad. Su mejor amiga, Marti Seacrest, ya utilizaba una copa B, pero ella ni siquiera necesitaba sujetador. Su madre le decía que florecería más tarde, como si eso no tuviera ninguna importancia. Pero los chicos del colegio ignoraban a las que eran como ella. Algunos, los pocos que reparaban en ella, la llamaban «cerebrito», pero no la miraban como miraban a Marti.

–¿Qué voy a hacer ahora? –gimió Tiffany.

Samantha miró a su alrededor. No había nadie en el jardín. ¿Sería posible que Tiffany estuviera hablando con ella?

–¿Perdón? –preguntó.

Tiffany volvió la cabeza tan bruscamente que a Samantha le pareció oír crujir los huesos de su cuello.

–¿Quién es? ¿Quién anda ahí?

Sam se dio inmediatamente cuenta de su error, pero ya era demasiado tarde. Apoyó las manos en la madera de la cerca y se inclinó hacia delante. Su vecina permanecía en una zona de sombra.

–Soy yo, Sam. Hoy no he ido al colegio. En realidad, ya llevo varias semanas en casa.

–¿Por qué?

–Estoy enferma.

–Pues a mí me parece que estás bien.

–Voy mejorando.

–¿Y qué hacías mirando a través de la cerca?

–Estoy aburrida.

Echaba de menos a sus amigas. Y más todavía a su madre.

Tiffany no contestó. Permanecía en el porche, tamborileando la barandilla con las uñas. Desde donde estaba, Sam no la oía, pero veía el movimiento de sus dedos.

–¿Qué te pasa? –le preguntó.

–¿Qué te hace pensar que me pasa algo?

No era solo la actitud extraña de Tiffany, sino también que iba vestida como una vagabunda. Ella, que jamás descuidaba su aspecto. Cuando no iba al trabajo, siempre vestía vaqueros de marca, tacones, sudaderas preciosas o exquisitas blusas de verano.

–Pareces… nerviosa. Y normalmente no estás en casa a esta hora del día.

Su vecina alzó entonces la voz.

–¿Es que controlas mis horarios?

–No, en realidad…

–Acabas de decir que normalmente no estoy aquí a esta hora del día.

–Porque… ¿no trabajas?

–Eso dímelo tú, puesto que parece que te dedicas a seguirme.

–Yo no sigo a nadie.

–¿Y qué te hace pensar que estoy nerviosa?

Sam estaba segura de que estaba nerviosa. Pero también sabía que se había equivocado al mencionarlo.

–Lo siento, no quería molestarte.

–¡Espera!

Sam no tenía ningún interés en seguir hablando con ella, pero Tiffany la llamó antes de que hubiera podido alejarse.

–¿Desde cuándo estás enferma?

El recelo que reflejaba su voz la hizo sentirse incómoda. No era la primera vez que oía a un adulto hablar en ese tono, sobre todo desde que Anton formaba parte de sus vidas. Pero ella no había hecho nada malo.

–Desde hace diez días.

Su vecina salió entonces de entra las sombras. Al verla bajo la luz del sol, Sam comprendió que había estado llorando. Se le había corrido el rímel y tenía los ojos hinchados.

Por lo menos, de ese modo comprendía por qué su vecina, normalmente tan amable, se estaba comportando de una forma tan misteriosa. No quería que la viera llorar.

–¿Puedo ayudarte en algo?

Tiffany cruzó el jardín. Los Bell no tenían piscina. Ni siquiera una barbacoa.

–¿Con cuánta frecuencia haces esto?

–¿El qué?

Tiffany señaló hacia la casa.

–Espiarnos.

Sam estaba cada vez más asustada.

–Ya te he dicho que no te espío.

–Pero ahora me estabas espiando a través de la cerca, ¿no es cierto?

–No. No en realidad, no. Pero te he oído salir y como estaba aburrida… –se aclaró la garganta–, se me ha ocurrido salir a saludar.

Tiffany estaba cada vez más cerca, lo suficiente como para que Samantha pudiera ver la mancha que tenía en la camiseta. Parecía… sangre. ¿Se habría cortado? A lo mejor estaba llorando por eso.

–¿Estás herida?

Tiffany la miró con los ojos entrecerrados.

Sam se mordió el labio.

–¿Eso no es sangre?

Su vecina bajó la mirada, se inclinó hacia un lado y se frotó la frente.

–¡Mierda! ¡Mierda! Yo… ¡No me había dado cuenta!

–¿Necesitas ayuda?

–No puedo… No sé qué hacer… Ha sido un día terrible.

–Puedo llamar a un médico.

–¡No llames a nadie! –las lágrimas volvieron a trazar nuevos surcos sobre los restos dejados en sus mejillas por el rímel–. Solo dile a mi marido… que necesito que vuelva a casa.

–¿Dónde está? ¿En el trabajo?

Tiffany se quitó la camiseta y la tiró al suelo, como si no pudiera soportar su contacto. No contestó.

Aunque sorprendida al ver a su vecina en sujetador delante de ella, un sujetador varias tallas más pequeño del que necesitaría, Samantha volvió a intentarlo:

–¿Qué número de teléfono tiene?

–¿Qué número…? Ahora no soy capaz de recordarlo.

De pronto, se dobló sobre sí misma, tomó aire y vomitó sobre la hierba.

¿Qué estaba pasando allí? Samantha no tenía la menor idea, pero, obviamente, era algo serio. Tenía que localizar a Colin. Él sabría qué hacer.

–¿El número de teléfono de tu marido está en la guía de teléfono? ¿Lo tienes en el móvil?

–Sí, eso es –a Tiffany le costaba respirar, pero se limpio la boca e irguió la cabeza como si hubiera superado ya las ganas de vomitar–. El móvil.

–Muy bien, no te muevas.

Sam corrió hacia la puerta que separaba los jardines de sus casas, pero se detuvo cuando Tiffany comenzó a llorar.

–Lo siento –gemía sin dirigirse a nadie en particular–. Lo siento mucho.

El llanto atormentado de Tiffany le hizo regresar a la cerca.

–¿Qué sientes? Tiffany, todo saldrá bien.

Tiffany, sentada en la hierba, se mecía en silencio.

–Sí, todo saldrá bien. No ha sido culpa mía. No puede culparme de nada.

–¿De qué estás hablando?

Tiffany se sorbió la nariz y se secó los ojos, extendiendo la mascarilla todavía más.

–Nada. No me encuentro bien. No soy capaz de pensar…

–No te preocupes. Voy hacia allí –contestó Sam, y corrió para ver en qué podía ayudarla.

Capítulo 3

Zoe colgó el teléfono con el ceño fruncido. Llevaba dos horas intentando localizar a su hija, pero no conseguía que Sam descolgara el teléfono. ¿No lo oiría? ¿Se habría quedado dormida con la radio encendida…?

–¿Perdón?

Jan Buppa, la jefa de personal, estaba frente a su escritorio. Zoe estaba tan preocupada que no la había oído acercarse. Tampoco era sorprendente, puesto que estaba sentada en un espacio abierto, junto al resto de los empleados de la oficina, y había aprendido a ignorar el movimiento y los ruidos para poder concentrarse en el trabajo.

Normalmente, era preferible ignorar el caos, pero también convenía reparar en que Jan se acercaba.

–Odio interrumpirla cuando está tan ensimismada, pero supongo que piensa terminar esos contratos antes de irse a casa, ¿verdad?

Señaló con un gesto la pila de carpetas en las que Zoe había estado trabajando desde que había llegado. Era suficientemente alta como para tenerla ocupada durante tres días, y Jan pretendía que la acabara antes de las cinco.

Zoe se acordó de Anton diciéndole la suerte que tenía al poder trabajar con Tate Commercial y forzó una sonrisa. El propietario de aquella empresa era cliente de Anton. Tenía que ser prudente y evitar que su conducta pudiera perjudicarla.

–Por supuesto. Les prometió a sus agentes que estarían listos para mañana por la mañana y lo estarán.

–Me alegro de oírlo. Solo quería asegurarme de que no había olvidado que trabajamos con los plazos marcados.

Zoe apretó los dientes cuando Jan giró sobre sus talones para volver a su mesa y deseó, una vez más, no necesitar aquel trabajo. Si se quedaba a terminar aquellos contratos, saldría más tarde de lo habitual. Y no le gustaba dejar a Sam tanto tiempo sola.

Se imaginó mandando a Jan al infierno y aquello le sirvió de distracción durante varios segundos. Pero, como le ocurría habitualmente, aquella tentación fue amortiguada por la voz de Anton recordándole: «Jan está enfadada porque te dieron el puesto a ti en vez de a su nuera. En cualquier caso, aunque el primer año sea duro, por lo menos podrás adquirir experiencia hasta que consigas la licencia. ¿En qué otro lugar podrías prepararte mejor para ser agente inmobiliario? Para triunfar, hay que sacrificarse».

Se lo decía como si él supiera todo sobre el sacrificio. A Zoe le irritaba que se mostrara tan paternalista con ella cuando en realidad, nunca le había faltado una buena casa y un plato de comida caliente en la mesa. Pero, en cierto sentido, tenía razón. Si pretendía mejorar significativamente su situación laboral, tenía que hacer concesiones. Excepto por Jan, le gustaba trabajar en Tate Commercial. Sabía que era el lugar ideal para iniciar su carrera profesional. Zoe quería hacer las cosas bien, demostrarse a sí misma que podía ser todo lo que su padre no era. Pero estaba muy preocupada por Samantha…

A pesar de las miradas inquisitivas de Jan, llamó a su prometido.

–¿Diga?

–¿Anton? ¿Has hablado hoy con Sam?

–La he llamado al medio día, ¿por qué?

–No consigo hablar con ella.

–Estará durmiendo. Cuando la he llamado, la he despertado de la siesta.

Zoe miró el reloj de la pared. Habían pasado tres horas desde entonces.

–Tiene una mononucleosis infecciosa, Anton.

–Y esa es la razón por la que está durmiendo. No es nada raro.

Su tono de voz le indicaba que pensaba que estaba exagerando. A lo mejor era cierto, pero no podía arriesgarse.

–¿A qué hora volverás a casa?

–A las seis o las siete.

–¿Por qué tan tarde? Ya ha pasado la temporada de impuestos.

–Y ahora estoy ocupándome de los clientes que han presentado reclamaciones.

–Vamos, Anton ¿no puedes pasarte unos veinte minutos por casa y llamarme para decirme si está bien?

–¿Quieres que vaya hasta casa?

Zoe llevaba todo el día luchando contra un dolor de cabeza. Se frotó la sien con expresión ausente, intentando aliviar el dolor.

–Sí.

–Pero es ridículo. ¿Qué puede haberle pasado?

–No lo sé. Por eso quiero que vayas a verlo. A lo mejor… a lo mejor ha decidido darse un baño y se ha dado un golpe en la cabeza.

–No puede bañarse en la piscina. Y, de todas formas, el agua está demasiado fría.

La luz del sol, procedente de los ventanales iluminaba el escritorio de Sam.

–Desde hace varias semanas está haciendo un tiempo razonablemente caluroso.

–No tanto como para bañarse. Además, Sam ya tiene trece años. Es suficientemente prudente como para no meterse en la piscina.

–Anton, si pudiera, iría yo misma, pero tendré que quedarme aquí encerrada hasta… –inclinó la cabeza para que Jan no viera que estaba enfadada–, quién sabe cuándo terminaré.

Aquella contestación fue seguida por una larga pausa y un suspiro.

–De acuerdo, me acercaré a casa. Pero solo te llamaré si ha ocurrido algo. La semana pasada ya te advirtieron que reservaras las llamadas personales para la hora del almuerzo.

Pero ni su trabajo ni la reputación de Anton le importaban a Zoe tanto como Sam.

–Llámame de todas formas. Siempre y cuando termine todo el trabajo que tengo encima de la mesa antes de irme a casa, no pasará nada.

–De acuerdo. Te llamo dentro de veinte minutos.

En cuanto Anton colgó el teléfono, Zoe volvió a fijar la atención en el ordenador, donde estaba insertando unas cláusulas especiales en el contrato de un local comercial en la zona de South Natomas. Terminó el documento y lo imprimió. Comenzó con el siguiente y Anton todavía no le había llamado. ¿Habría olvidado que le había prometido ir a ver cómo estaba Sam?

El reloj indicaba que habían pasado ya veinticinco minutos desde que había colgado el teléfono.

«Ya llamará», se dijo a sí misma, y decidió esperar diez minutos más. Si para entonces no había tenido noticias de Sam, volvería a llamar a Anton, aun a riesgo de discutir con él.

Los segundos pasaban lentamente. Muy lentamente. Con cada minuto iba creciendo la ansiedad.

Ocho minutos después, sonó su teléfono móvil y descolgó rápidamente. El identificador de llamadas indicaba que era el teléfono de su casa.

–Anton, ¿está bien?

Le contestó un silencio al otro lado de la línea.

–¿Anton?

–No la encuentro.

Zoe podría haber pensado que se estaba burlando de su preocupación, pero estaba demasiado serio como para que fuera una broma. Sus palabras fueron como un puñetazo en el estómago. Un puñetazo tan fuerte que tardó algunos segundos en recuperar el habla.

–¿Qué quiere decir que no la encuentras?

–He mirado por todas partes. La puerta de atrás está cerrada y hay un libro en la piscina, pero ha desaparecido.

El corazón de Zoe latía con tanta fuerza que ahogaba el repiquetear de las teclas de los ordenadores, el sonido de las conversaciones y el zumbido de la impresora.

–¿Ha dejado alguna nota?

–Si ha dejado una nota, yo no la he encontrado.

–Pero… no tiene sentido. ¿Adónde ha podido ir? Sabe que no puede salir de casa. El médico dijo que continuaba teniendo peligro de contagiar a otros.

–Supongo que habrá salido al Quick Stop a comprarse un dulce. Ahora mismo voy hacia allí.

–¿Has mirado en la piscina?

–Sí, he mirado en la piscina.

Gracias a Dios, no había encontrado a su hija flotando en la piscina.

–¿Has visto algo que pueda indicar que ha habido una pelea?

–No, nada, pero no pienses nada raro, Zoe. Ya sabes que vivimos en un barrio muy tranquilo.

Sí, Rocklin era uno de los mejores barrios de la zona metropolitana de Sacramento, los índices de delincuencia figuraban entre los más bajos de California. Era una experiencia completamente diferente a la de vivir en el sórdido parque de caravanas de Los Ángeles en el que ella se había criado. Los secuestros, los robos y los asesinatos eran algo frecuente en el barrio de su infancia, pero no allí.

–Es posible que hayan venido a verla sus amigas al salir del colegio –estaba diciendo Anton–. No hay ningún motivo para precipitarse a sacar conclusiones.

–Llamaré a los padres de Marti.

–No llames desde el trabajo.

–¿Cómo no voy a llamar por algo así?

–Yo me encargaré de todo. Si no tienes cuidado, perderás tu empleo, ¿y cómo te sentirás al enterarte de que esto solo ha sido la típica travesura de una adolescente?

Aquel no era el comportamiento típico de Sam, pero Zoe sabía que en cuanto lo dijera, Anton le recordaría que en una ocasión le había dicho que iba a ir a un concierto de música y, en realidad, había ido con su mejor amiga a casa de un chico. «Los adolescentes son adolescentes, Zoe», le había dicho entonces, «tendrás que soportar más episodios de este tipo». ¿Sería una madre demasiado protectora?

–No estaría tan preocupada si supiera que está bien. Pero se supone que no debe cansarse.

Era un argumento razonable, un razonamiento que Anton podría comprender. Pero Zoe sabía que, en cualquier caso, ella estaría preocupada. Había vivido experiencias terribles en su infancia, experiencias de las que había intentado proteger a Sam. La violación que había sufrido a los quince años y de la que su hija era fruto, era la primera de ellas. Le bastó imaginar a su hija en los brazos de un hombre como el que la había forzado en el suelo de la caravana en la que vivía para empezar a sudar. ¿Habría visto alguien a Sam cuando había salido de los grandes almacenes y habría decidido seguirla a casa?

Zoe no fue consciente de que tenía los ojos cerrados hasta que volvió a oír la voz de Jan.

–¿Qué es lo que le impide trabajar hoy, señorita Duncan?

–Yo… –Zoe tragó saliva y alzó la mirada–. Problemas personales.

–No tenemos tiempo para problemas personales.

–Me temo que no puedo evitarlo. Sé que… sé que esos contratos son muy importantes…

¿De verdad eran tan importantes?, se preguntó. En aquel momento, no había nada comparable al miedo que sentía por Zoe, pero no quería reaccionar de forma exagerada. A lo mejor Anton tenía razón y Zoe solo había salido porque estaba aburrida.

–… pero… ¿podría irme una hora a mi casa y volver esta noche para terminar el trabajo?

–¿Quiere irse a media tarde cuando tiene en el escritorio una pila de contratos de más de medio metro?

–Sí –y desesperadamente.

De hecho, Sam no era capaz de pensar en otra cosa. Jan sacudió la cabeza.

–Las mujeres como usted son todas iguales.

–¿Las mujeres como yo? –repitió Zoe.

–Sí, las mujeres como usted. Se presentan en la entrevista batiendo con coquetería las pestañas y mostrando su figura voluptuosa con una minifalda, intentando aprovecharse de su aspecto –comenzó a mover el trasero, como si estuviera imitando el caminar de Zoe–, y después, en cuanto las contratan, se pasan el día hablando por teléfono o pintándose las uñas.

–Mientras que otras mujeres, menos atractivas, pero que se merecen el puesto, languidecen aburridas en sus casas, ¿no es cierto? Mujeres como la obesa de su nuera.

Zoe no estaba segura de quién se sorprendió más, si Jan o las secretarias que estaban sentadas suficientemente cerca como para oírla. Las tres dejaron de teclear al unísono y la miraron formando con la boca una perfecta O.

Jan enrojeció. Los ojos parecían a punto de salírsele de las órbitas.

–¿Qué ha dicho?

–Ya me ha oído –le espetó Zoe–. Y para su información, ni batí las pestañas en la entrevista ni me presenté con una minifalda. Y jamás me he pintado las uñas en el trabajo.

–¡Tampoco ha hecho el trabajo para el que la contrataron!

–¡Eso no es cierto! Si no hubiera hecho mi trabajo, hace tiempo que me habría despedido. Lleva buscando una excusa para hacerlo desde el día que empecé a trabajar –respondió.

Agarró el bolso, se levantó, cerró con fuerza un cajón de la mesa y se dirigió hacia la salida.

–No se le ocurra salir de aquí –le advirtió Jan–. Si cruza esa puerta, no podrá volver a entrar.

Zoe se volvió hacia ella.

–Pues no volveré.

Intentaba aparentar calma y frío control mientras daba la espalda a los agentes y las secretarias de la zona de recepción. Sabía que renunciar implicaba una seria discusión con Anton. Si ponían fin a su relación, Samantha y ella tendrían que abandonar su casa. Zoe no podía pagar una casa en un barrio como aquel, ni siquiera en el suyo, sobre todo después de haberse quedado sin trabajo. Eso significaba que Samantha tendría que volver a cambiar de colegio y el ciclo volvería a empezar. El mismo ciclo que Zoe pretendía romper. Cada vez que subía un peldaño en la escalera del éxito, volvía a caer.

–¿Por qué habré dejado que esa bruja me saque de mis casillas? –se preguntaba una y otra vez mientras se dirigía hacia el coche.

Aquello la ayudó a distraerse de su verdadero problema, que no era otro que la falta de noticias de Anton. ¿Por qué no habría llamado todavía?

Intentó localizarle en cuatro ocasiones, pero continuaba contestándole el pitido que le indicaba que estaba hablando. ¿Con quién hablaría?

Probablemente estaba con Sam, pero atendiendo alguna llamada del trabajo. De lo contrario, tendría el teléfono disponible.

Pero cuando llegó a casa, descubrió que no era así. Encontró a su prometido sentado en los escalones de la entrada, con la cabeza gacha. Al acercarse a él, comprendió que estaba absorto en la conversación.

Estaba hablando con el departamento de policía, informando de la desaparición de Sam.

Zoe se llevó la mano al cuello, desesperada.

–¡Dios mío, no!

La preocupación marcaba las arrugas de la frente de Anton cuando alzó la cabeza tapando el teléfono.

–No la encuentro, Zoe. No aparece por ninguna parte. Zoe se arrodilló en el camino de la entrada.

–Pero estoy buscando ayuda –parecía estar suplicándole con la mirada que comprendiera lo mal que se sentía por haberse tomado la situación a la ligera–. Por eso no he vuelto a llamarte. Quería poder decirte algo positivo… Quería conseguir un detective lo antes posible.

–¿Un detective? –susurró Zoe, incapaz de asimilar el hecho de que su hija hubiera desaparecido.

–No te asustes.

Le pidió a la persona con la que estaba hablando que esperara un momento y dejó el teléfono en el suelo. Se inclinó hacia Zoe, le hizo levantarse y la acompañó al interior de la casa. La dejó sentada en el sofá y salió a buscar de nuevo el teléfono, como si pudiera hacerse cargo de todo, como si todo fuera a solucionarse. Pero no era así. La verdad era que nada volvería a ser como antes.

Capítulo 4

Samantha intentó ver algo a través de la mirilla de la puerta, pero fue inútil. Era imposible ver nada. Y tampoco oía nada. ¿Se habría marchado Tiffany?

Esperaba que no, porque tenía ganas de hacer pis. Llevaba un buen rato llamándola, pero Tiffany no había respondido. Después de ayudar a su vecina en el jardín, le había preguntado por la forma de localizar a Colin. Tiffany le había dicho que tenía el teléfono móvil en el piso de arriba. Samantha había ido a buscarlo y Tiffany la había seguido para indicarle que estaba en el dormitorio, en la habitación que había encima del garaje. Pero allí no había nada, salvo un colchón desnudo. Cuando Sam se había dado la vuelta para preguntarle a Tiffany qué significaba aquello, Tiffany le había dado un empujón y había cerrado la puerta.

Samantha era incapaz de imaginar por qué. Evidentemente, Tiffany estaba sufriendo algún problema mental. A lo mejor se había vuelto loca.

Era una posibilidad aterradora, el argumento perfecto para una película. Se imaginó a sí misma en el colegio, contándoles a sus amigas la dramática historia de cómo su vecina la había encerrado en un dormitorio y después habían tenido que encerrar a aquella mujer en un manicomio. Aquella idea la mantuvo entretenida durante un rato. Por lo menos el drama de aquella tarde había roto la monotonía de los últimos diez días. Pero llevaba allí tanto tiempo que estaba comenzando a asustarse. ¿Por qué no le permitiría Tiffany volver a su casa? ¿Y dónde estaba Colin? ¿No debería haber vuelto ya del trabajo?

Estaba segura de que se avergonzaría cuando se enterara de lo ocurrido, pero Sam tenía miedo de terminar mojándose el bikini antes de que la encontrara.

Gimiendo de frustración, se apartó de la puerta y recorrió de nuevo la habitación. Ella siempre había pensado que sus vecinos, con aquel jardín tan ordenado, su ropa pija y su BMW, eran personas de muy buen gusto. Pero desde luego, aquella habitación no lo demostraba. No podía decir nada en contra del suelo. Era el mismo suelo de parqué que el de la casa del novio de su madre. Y el ventilador del techo era bonito. Pero aquel colchón manchado era más que cuestionable y los murales que cubrían las ventanas parecían pintados por un niño de seis años.

Se detuvo delante de uno de aquellos dibujos en el que aparecían varias pilas de heno con un color más parecido al del limón que al del trigo, un cielo de color azul y nubes algodonosas e intentó colocar la mano a modo de cuña detrás del mural. Tenía que haber un cristal bajo la madera. Desde el camino de entrada a la casa, aquellas ventanas parecían tener persianas. Si conseguía alcanzar el cristal, podría romperlo y gritar para pedir ayuda. Entonces, Tiffany tendría que enfrentarse a un serio problema.

Pero no tardó en descubrir que el mural estaba pintado sobre unos tablones gruesos clavados al marco de la ventana. Sam no tenía ninguna posibilidad de arrancar los tablones. De hecho, se rompió una uña al intentarlo.

–¡Ay!

Dio un puñetazo con el puño a la madera y se llevó el dedo a la boca. ¿Por qué habrían bloqueado las ventanas? Anton también tenía una habitación como aquella encima del garaje, pero la había utilizado para colocar una mesa de billar y un minibar.

–Eso es lo que hay que hacer con una habitación como esta –gruñó, sacudiendo la mano para intentar aliviar el escozor–. Y también dejar que la gente la utilice –añadió.

Llegó hasta ella una música procedente del piso de abajo. Había alguien en casa. ¿Sería Colin?