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la creación literaria

Luis Spota

El rostro del sueño

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siglo xxi editores, méxico
CERRO DEL AGUA 248, ROMERO DE TERREROS, 04310 MÉXICO, DF
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siglo xxi editores, argentina
GUATEMALA 4824, C1425BUP, BUENOS AIRES, ARGENTINA
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anthropos editorial
LEPANT 241 -243, 08013 BARCELONA, ESPAÑA
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PQ7297.S76

A6

2017 Spota, Luis

Novelas / Luis Spota. — Ciudad de México : Siglo XXI Editores, 2017.

2,758 p. – (La costumbre del poder)

Contenido: v. 1. Retrato hablado – v. 2. Palabras mayores – v. 3. Sobre la marcha – v. 4. El primer día – v. 5. El rostro del sueño – v. 6. La víspera del trueno.

ISBN: 978-607-03-0856-7 (volumen 5)

1. Literatura mexicana – Siglo XX. I. t. II. ser

primera edición, 2017

© siglo xxi editores, s.a. de c.v.

isbn 978-607-03-0826-0 (obra completa)
isbn 978-607-03-0856-7 (volumen 5)

derechos reservados conforme a la ley

a Francisco Vizcaíno Murray

…Ay del que sueña comenzar la historia.

Manuel Machado

…No hay luces esta noche, hay bronca en el corazón de la tierra.

Bruce Springsteen

…la temporada de la pasión y de la violencia.

Rafael Solana

Nada puede ser hoy más importante que la Revolución.

Martin Oppenheimer

…Yo soy testigo de esa sangre.

Efraín Huerta

No podrá decir más de lo que sabe, más de lo que vive.

J. Cayrol

…la Revolución: todo lo que no es ella, es peor que ella…

André Malraux

¿ Quién soy yo, si no hay otro como yo que me vea y me lo diga?

Gerold Frank

…porque nada ha sido inútil aunque nada haya sido tampoco como estaba previsto ni como estaba soñado.

Jorge Semprún

…el resto es cuestión de paciencia.

Cesare Pavese

…como serán golpeados conocen el riesgo…

Herbert Marcuse

…libertad para pedir la libertad. Libertad para exigir la libertad. Libertad para luchar por la libertad.

Mauricio González de la Garza

a

Exactamente a la hora prometida en repetidos boletines de radio y televisión, y confirmada por avisos en matutinos y diarios del mediodía, entra en el valle, lento ya y no muy alto, el gran jet italiano. Con las dos Torres Olid como referencia, enfila hacia la pista cinco del Aeropuerto Internacional Maclovio Borges.

Ese año también uno entre “Los diez hombres mejor vestidos de la República”, Jacinto Olmedo, de TV-Olid 9, describe para el auditorio del país, “el más numeroso reunido en la historia de nuestra televisión”, lo que de interesante ocurre en la plataforma central (ocupada por prelados de Roma, Turín y América; autoridades del ayuntamiento; miembros del gabinete y del cuerpo diplomático; banqueros, industriales, y expertos en cuestiones de seguridad que a su cargo tienen garantizar la de tantos personajes) y en las espaciosas tribunas metálicas, instaladas por la alcaldía para acomodar en ellas a quienes, “quizá unos quinientos mil fervorosos y entusiastas’’, adquirieron, a cambio de un donativo, derecho a asistir, desde ese lugar de privilegio, a la ceremonia.

—…y de este modo, al tocar tierra nacional el aparato que nos trae El Santo Sudario, se origina en el graderío una conmoción indescriptible; una trepidación semejante a la que provocaría un terremoto, al tiempo que de cientos de miles de gargantas se levanta, como un borbotón de fe, el clamoreo gigantesco…

Guarda su propia voz. Desaparece su imagen para que las cámaras, colocadas dentro y fuera del aeropuerto, muestren otras escenas: hombres y mujeres, niños y ancianos, cantando, agitando banderitas, orando puestos de rodillas, los brazos en cruz, las manos frente al pecho unidas por las palmas; las campanas de la Catedral Metropolitana en pleno vaivén; los silbatos de las locomotoras enviando su saludo; los bocinazos de millares de taxis, autobuses, colectivos y coches particulares; el ulular de las sirenas de fábricas, refinerías y fundidoras.

Reaparece el rostro de Olmedo:

—Es el canto, la expresión total del júbilo de una muchedumbre reunida aquí, en el aeropuerto y en la ciudad, para dar la bienvenida a La Sábana Santa, a La Divina Mortaja, que envolvió el Cuerpo del Salvador. El Lienzo que por primera vez, en dos milenios, sale de tierras de Oriente o de Europa, y viene a pasar tres días entre nosotros… Tres días que dejarán profunda huella en el Libro de la Historia; que habrán de ser inolvidables para quienes, en vivo como los presentes, contemplan el desarrollo de este evento; o para quienes lo siguen por la televisión, ese otro milagro de la tecnología que anula fronteras y distancias… Tres días que estará expuesta a la veneración del pueblo en la Basílica del Santo Sudario, que mañana habrá de ser consagrada en solemnísima ceremonia, y que fue construida por el filántropo don Miguel Rebul como homenaje a la memoria de esa dama admirable que fue, en vida, su señora esposa, doña Érika de Rebul…

Peligrosamente, la más extensa de las tribunas, la que de lleno recibe el sol de las cuatro y media, se cimbra cuando los miles que la ocupan se levantan a un mismo tiempo. Los gritos, las porras, los vivas, ahogan el rechinar de los hierros, el crujir de algunos soportes, el ruido que al ceder un poco producen los pernos de sostén.

Se alzan también, pero su acción sólo origina un modesto desorden en las sillas con asiento y respaldo de bejuco, los invitados de honor: unos quinientos hombres de frac, chistera y condecoraciones, los diplomáticos; de traje de calle gris oxford o azul marino republicano, los funcionarios y políticos; ancianos casi todos (y ninguno más que su ilustrísima Maximiliano Cardenal Castro y Antuñano) envueltos en purpúreas sedas esplendorosas y tocados con centelleantes bonetes, los religiosos que acudirán a recibir, al pie de la escalerilla de la aeronave, el arca de madera, “que sólo puede ser abierta por las llaves que poseen el Príncipe de Saboya, el arzobispo de Turín y El Curador de la Sábana Santa, dentro de la cual se halla guardada desde 1578”, como menciona Jacinto Olmedo, “la más Venerada Reliquia de la Cristiandad…”

Como si fueran ajenos a tanto rebumbio, don Miguel Rebul, director general ejecutivo del Grupo Olid y de la Fundación Rebul, y su hijo Eugenio, que preside el Comité Pro-Construcción de la Basílica del Santo Sudario, se mueven apenas. Sólo Jovita (Jo) Balda de Rebul, esposa de Eugenio y nuera de Miguel, y Rafael Balda, consuegro de aquél y abuelo de sus nietos, se levantan; ella, curiosa y un poco fatigada a causa de su sexta preñez consecutiva; su padre, para estirar la pierna con la que al caminar renquea. Miguel Rebul no disimula su tedio ni lo molesto que le resulta llevar casi una hora sentado allí, bajo el toldo azul con listas rojas, oliendo sudores, alientos agrios, humo de tabaco. Le duele el estómago como siempre, y siente estar lleno de gases.

La banda de la Marina, aportada por el ministro Nelson Covarrubias, inicia el Popurrí de América, compuesto para la ocasión por el maestro Bruno Mendizábal (sacerdote de la orden de los descalzos) con partes de canciones profanas, del pasado y del presente, de cada región del hemisferio. A cargo del coronel Angélico Farías, los Coros de las Fuerzas Armadas entonan las estrofas.

—Que sepamos —hace notar Jacinto Olmedo, así que el jet se aproxima a la plataforma— es ésta la primera ocasión, desde que el Estado y la Iglesia nacionales trazaron la línea que aún los separa, que Nuestras Gloriosas Fuerzas Armadas participan, oficialmente, en un acto como el que presenciamos. Que así sea debe ser interpretado, supongo, como el reconocimiento que el presidente Ávila Puig, y el gobierno federal, rinden a la fe de los millones de católicos de este país que siempre responden, generosamente, cuando hace falta, al llamado de nuestros líderes civiles…

El jet se detiene suavemente. Cesa el silbar de sus turbinas. Ningún grito aturde cuando el coro y la banda terminan. Todo queda en silencio. Aun Jacinto Olmedo baja la voz en su cubículo de cristales. La multitud deja de moverse.

Los Rebul se levantan entonces. En estado de alerta entran los miembros de las escoltas numerosas. Ha habido bombazos dos noches antes. Es razonable temer atentados contra embajadores y eclesiásticos, magnates y ministros. Laboriosamente, pues sus rodillas están muy débiles a los noventa y tantos años, cuatro Caballeros de Colón ponen en pie al cardenal Castro. Otros religiosos de rango similar le hacen marco. Serán, aventura Olmedo, unos cincuenta. Tras ellos se forman los arzobispos primados de los países amigos, y docenas de obispos locales.

La puerta del tetramotor es removida. Los Príncipes de la Iglesia, como los designa el narrador, caminan a medidos pasos, por el centro de la ancha alfombra escarlata, hacia el aparato.

Subraya Olmedo –su voz y su imagen llegando a un teleauditorio de casi setecientos millones de personas:

—Venturosamente han terminado para esta enorme, emocionada muchedumbre, las horas de la espera…

En el momento en que al fin aparece el arca a hombros de seis príncipes de ornamentados uniformes, y que la multitud abandona las tribunas y vulnera con sus gozosas embestidas las vallas de gendarmes y cadetes, termina también, para los cuatro que en el silencio de la Casa de Seguridad asisten por televisión al espectáculo, otra espera que dura ya meses y que se inició cuando Roque Morales, (a) El Paisa, luego de leer por segunda vez el periódico que le había mostrado Carlos Palmer antes del amanecer, decidió consumar el más ambicioso secuestro intentado por una guerrilla urbana: el de la tela del Calvario, que haría célebre en el mundo la sigla FR 210 (Frente Revolucionario 2-10, en recuerdo de las matanzas de un 2 de octubre y de un 10 de junio, aún impunes) y que forzaría al gobierno a pagar con la libertad de los presos políticos que retenía en cárceles, campos militares y hospitales psiquiátricos, el rescate del lienzo con que José de Arimatea envolvió el cadáver de Cristo. Uno de esos presos políticos sería Luis Álvaro Palmer Garnica, recluido sin sentencia en el penal de Santa María del Mar Pacífico desde que lo declararon trastornado de sus facultades mentales por haber pretendido asesinar al entonces candidato, y ahora Presidente de la República, doctor en ciencias económicas por la Universidad de Londres, Víctor Ávila Puig.

Por razones de seguridad, sólo Palmer conoce el plan que verdaderamente se propone ejecutar El Paisa. A Elías Espinosa, El Cura, y a Dionisio Velarde, (a) Manolo, les informó El Paisa Morales que había resuelto cavar un túnel y, a través de él, penetrar en la sucursal 119 del sistema Olid para apropiarse, con la ayuda de cierto “compañero de adentro” de cuarenta o cincuenta millones de pesos, suma que les permitiría intensificar la acción revolucionaria del FR 210 en el país. Acostumbrados a la obediencia, ninguno quiso saber más.

Hay satisfacción en la sonrisa que El Paisa entrega a Carlos Palmer al levantarse del sofá sobre el que ha estado tendido. Palmer le devuelve la sonrisa y quizá, como él, también piensa que han valido la pena tantas largas, dolorosas, siempre agotadoras y difíciles jornadas de trabajo, que les ha tocado compartir –jornadas que en unas horas más culminarán con la libertad de su propio hermano, probablemente con la de Eva, y con la de otros muchos que él no conoce, de los que nunca ha oído hablar, y que no lograron conseguir para ellos los que han muerto, peleando, al intentarlo: Mayo, Sancho, Luisa, Elvia, recuerda.

—Hay que ir a recoger ya ese dinero —dice El Paisa—. Guarden todas las cosas…

—Espera a ver cómo acaba esto… —pide El Cura, de codos sobre la mesa, fascinado por las cambiantes imágenes que van ocupando la pantalla.

—Lo sabrás por los periódicos… Apaguen eso, y empáquenlo…

Prácticamente nada queda por guardar, por recoger. Todo ha sido llevado por Roque Morales, en discretos acarreos, al refugio del establo (como lo nombran por hallarse cerca de uno que de día y de noche, haga calor o frío, les envía sus olores a estiércol y pastura y sus enjambres de moscas), en el que pasarán, ya la Sábana en su poder, el tiempo que consuman las negociaciones con el gobierno: cárcel voluntaria en la que habrán de ocultarse mientras millares de policías, con el apoyo de los delatores a sueldo que integran los COVISEC (Comités de Vigilancia Sectorial) creados por Ávila Puig para espiar a quienes viven en cada manzana de la metrópoli, escudriñan todas las casas, departamentos y cuchitriles, en busca de esos elusivos miembros del FR 210, que han robado La Prenda de la Pasión y que al hacerlo han puesto en gravísimo predicamento al país y a quienes lo dirigen.

El Paisa va colocando en una cesta lo que saca de cajones y alacenas: latas de jugos, salchichas, sardinas y frutas en almíbar; cajas de huevos y rebanadas de jamón; trozos de queso y un tarro de miel. En el refrigerador, que desconecta, abandona una botella llena a medias de leche.

Manolo deja en el pasillo el televisor portátil, junto a las tres maletas con los explosivos y el resto de las armas, y el pequeño mimeógrafo en el cual han impreso, para despacharlo por correo esa misma noche a periódicos y difusoras, el Comunicado con el que el Comando FR210 se acreditará tan inusitada acción revolucionaria, y la lista con los nombres de las personas, presas o desaparecidas, cuya inmediata libertad se exige, y la suma que a cada una de ellas habrá de entregársele, en billetes norteamericanos, al abordar el avión que ha de llevarlas al país que se avenga, por humana solidaridad, a otorgarles asilo –quizá, México.

Palmer levanta los periódicos del mediodía, dispersos sobre la mesa y el piso. Los han leído cuidadosamente. Esperaban hallar entre sus titulares mayores, algunos relativos a las bombas que el comando fue a plantar a Nogales, La Palma, Moncada y Villaverde. Sólo encontraron, en la tercera página de Crítica, y en la octava de La Hora, vagas referencias a petardos que estallaron en varias comunidades de provincia. De los muertos, nada. De los destrozos en la terminal de autobuses, tampoco. En las planas de noticias, y en las columnas editoriales, sólo se habla del Sudario. De espaldas al sol, a un lado de la piscina, el ministro del Interior, Marco Tulio Cimarrosa, y el CPT Fabio Castro, que dirige la Brigada de Actividades Anti Subversivas, BAAS, aguardan a que el doctor Víctor Ávila Puig termine de recorrer los últimos cincuenta de los tres mil metros que nada todas las mañanas, entre las seis y las siete.

Ningún guardia de seguridad está a la vista, pero el contador Castro los adivina ocultos entre los arbustos, recatados detrás de las estatuas con que generalísimos y presidentes poblaron el parque de Los Arcos; confundidos con los blancos a los que El Señor acribilla cuando se ejercita en el tiro con ballesta. Son suyos. Él los llevó y más obediencia le deben que al mandatario cuya vida protegen.

Junco a la escalerilla espera el hombre casi anciano, de pelo pardo y rostro indígena, que el presidente tanto estima: Domingo: el que cuida su guardarropa; lo asiste en sus habitaciones privadas (es sabido que el doctor Ávila Puig no comparte cama ni alcoba con la primera dama, doña Isabel Vértiz) y le tiene siempre a punto el café que bebe después del ejercicio matutino y, a las once, sea allí en la casa o en Palacio, el vaso con vodka y jugo de lima.

El jefe del ejecutivo abandona el agua que humea y permite que Domingo, con seriedad de ídolo, le eche sobre los hombros la viejísima bata que de lo remendada parece harapo, y le friccione la espalda:

—¿Correrá el señor?

El presidente mete los pies en las sandalias:

—Hoy no, Domingo. El café lo tomaré después, adentro.

Más que retirarse, Domingo desaparece cuando Ávila Puig, atezado y vigoroso, hace señas al ministro del Interior y al contador Castro para que se aproximen. Gruñido más que dicho, mientras con la toalla se cubre la cabeza húmeda, le escuchan un “Buenos días, señores”, algo frío, y luego del “Buenos días, señor presidente”, con que le responden, demanda:

—¿Qué está pasando ahora, coronel…? —Como todos, a causa de la costumbre, también Ávila Puig atribuye al CPT Fabio Castro un grado militar que nunca ha tenido—. ¿Bombas otra vez?

—En efecto, señor. Bombas.

—¿Puestas por gente nuestra?

—No ahora, señor.

Tercia el ministro Marco Tulio Cimarrosa:

—Cohetones más bien… Obra de aficionados, sin duda…

El presidente lo mira con dureza:

—Cohetones que mataron, ¿a cuántos, coronel?

—A nueve, señor presidente.

Trata Cimarrosa de justificarse:

—Quiero decir, señor… En fin, esos estallidos para hostigar al gobierno han ocurrido, como siempre, en vísperas de un evento de significación…

Caminan alrededor de la alberca, y sus sombras, largas y claras, varían de tamaño y de dirección al tiempo que ellos se mueven.

—Se me había dicho, coronel, que después de Lomas del Pinar y, sobre todo, después de Puerto Gardenia, la guerrilla había sido descabezada… Por lo que ha sucedido en Nogales, La Palma, Moncada y Villaverde, veo que no fue así… ¿Quiénes forman ahora el Frente Revolucionario 210 que reivindicó los atentados…?

—Aún lo ignoramos, señor…

Aporta Cimarrosa:

—Se les busca activamente…

Las manos a la espalda, algo gruesas y siempre afables, el director de la Brigada de Actividades Anti Subversivas, continúa:

—Están siendo sometidas a interrogatorio, aquí y en toda la República, cuantas personas hayan tenido algún tipo de relación, en los últimos quince años, con quienes de un modo u otro formaron parte de los grupos guerrilleros, urbanos o rurales, que han operado en el país…

Dura, amenazante, les parece la voz de Ávila Puig:

—No quiero líos con la casa llena de visitas… A los que están siendo investigados, apriételes… Hable también, si no lo ha hecho ya, con quienes firmaron el papelucho ése que apareció en las paredes de la ciudad… Se nos censura por haber permitido la celebración de la ¿cómo la llaman?, “lamentable mascarada de la mochería internacional para regocijo de la beatería nacional”… Con esos pendejitos, rigor, coronel Castro… Establezca la posible relación entre su documento y los actos terroristas de anteanoche…

Pacientemente, lo escucha Fabio Castro. Nunca, desde que dirige la BAAS, lo han preocupado los ultras que colocan su nombre al pie de una inconformidad publicada, a tanto la línea, en los periódicos, o, como era el caso, pegada en las fachadas. “A todos ellos, los conocemos. Sabemos dónde están, dónde se esconden cuando presuntuosamente se suponen perseguidos por las fuerzas de la represión. Les ponemos las manos encima cada vez que hace falta. Algunos, los que lucen más belicosos, terminan por convertirse en informadores nuestros… No pocos consiguen canonjías en la Presidencia o en los ministerios… Los de peligro son los otros: los que no hablan pero zumban… A esos clandestinos, a esos invisibles, ¿cómo anularlos?, ¿de qué agujero sacarlos? En las últimas treinta horas hemos hablado con un millar de simpatizantes de la subversión, incluso con los que tenemos en penitenciarías, cuarteles y hospitales, y ninguno sabe que exista un Frente Revolucionario 210; es más: no quieren que se les relacione con él, si es que de verdad hay uno. Temen que se trate de una celada que el gobierno arma para que delaten cómplices y encubridores… Nada positivo aportan las computadoras; nada… Supone el Presidente que el FR 210 es un grupo que la BAAS ha puesto a funcionar, como lo hacemos cuando conviene regar una poca de sangre y producir algo de ruido para lograr contacto, y poder atraparlos, con los verdaderos activistas. No es así, por desgracia… Alguien dejó las bombas. Alguien mató a nueve personas con ellas. Alguien quiere significarse hoy que tenemos, en las palabras del doctor Ávila Puig, la casa llena de visitas…”

—Así se hará, señor.

Aclara Marco Tulio Cimarrosa, el sol brillando en su calva pálida:

—Cada uno de nuestros visitantes dispone ya, señor, de un equipo de seguridad personal…

Se detiene Ávila Puig bruscamente y también lo hacen ellos. Mira a Cimarrosa, mira a Castro, con el ceño encrespado:

—¿Por qué sólo pensamos que los pueden secuestrar?, ¿por qué no consideramos la posibilidad de que quienes plantaron esas bombas estén tramando una matanza de cardenales, arzobispos, diplomáticos y demás…?

—Podría ser, señor… —dice Cimarrosa, para complacerlo.

Prosigue el Presidente de la República:

—De madrugada me ha telefoneado don Miguel Rebul… Está intranquilo, porque a su vez lo están los prelados que él y su hijo Eugenio han traído de todo el mundo… Le di palabra de amigo y de presidente de que nada pasará; nada que amenace la vida, la integridad física de esas personas… Anoche me ha visitado también, para expresarme inquietudes semejantes, el embajador Simón R. Bravo… Antes había recibido a ese difícil diplomático que es el embajador de Italia. En su país, me ha dicho, corren rumores alarmantes según los cuales algunos extremistas pudieran encontrarse ya aquí para intentar el asesinato de alguno, o de todos los cardenales que vendrán escoltando La Sábana, o el secuestro del Príncipe de Saboya… Se me presiona. Se me exigen seguridades que estoy prometiendo sin saber si podré cumplirlas y que, eso es incuestionable, no cumpliremos si las medidas tomadas por ustedes no son las adecuadas…

Con su suave voz tranquila expresa Fabio Castro:

—Lo son, señor Presidente… Don Miguel Rebul, don Eugenio y los miembros del Patronato… El nuncio, los embajadores, pero, sobre todo, usted, deben estar seguros de que nada que pueda ser humanamente evitado, pasará…

—y no pasará, señor presidente, porque tenemos ya todo bajo control… —resume Cimarrosa, y ve que una suave sonrisa, o algo que se le parece, se detiene en los labios de Ávila Puig, que ha recordado cómo, durante su gira electoral de candidato del Partido Unificador Revolucionario, estuvo a punto de morir abatido por los balazos que en la plaza de toros de Cárdenas le disparó a quemarropa un loco, después de que el gobernador Beltrán y los responsables de su seguridad personal le garantizaron que todo estaba bajo control esa tarde.

Se cubre el pecho con la bata:

—Espero que nada capaz de estropear la fama del país, suceda en estas setenta y dos horas de alerta que empiezan a las cuatro y media… Siga pasando bien su día, coronel Castro. Manténgame informado…

—Gracias, señor…

—Sería bueno, don Marco Tulio, que personalmente se ocupara usted de tranquilizar a los amigos de quienes les he hablado…

—Inmediatamente, señor…

Reaparece Domingo y se coloca atrás del presidente Víctor Ávila Puig. Cimarrosa y el director de la BAAS hacen una leve reverencia al despedirse y se marchan, a través del jardín, por donde llegaron. Casi imperceptiblemente, un guardia de seguridad mueve el follaje. Otro, también oculto, atisba a su jefe. De uno más, mota de luz entre la luz, escucha Fabio Castro la pisada que hunde la grama.

En silencio los cuatro, serios y ya preocupados, empiezan a desnudarse. Con la ropa que colocan sobre la cama de El Paisa. formarán un solo bulto.

—¿Qué falta…? —pregunta Roque Morales.

“Una vez más, la última, esta angustia: la prueba a que he de someter mi cobardía; el terror a la profundidad del túnel; el horror húmedo y a oscuras de allá abajo. La náusea’’, piensa Carlos Palmer. Por el frío se le contrae el escroto. Seca primero, la boca se le llena de saliva incontenible. Manos y pies se le han helado. “Lo peor ha sido siempre esto: meterme entre la tierra…” No quiere recordar. Tampoco permitir que el miedo, ya tan cerca del fin, lo paralice. “Aguantar una, dos horas, y terminar con todo.”

—Nada —responde Manolo.

Lo que usarán en el colector, está allí: el cilindro de plástico hermético en el que meterán, enrollado, el lienzo; las palas y los picos de minero; el talego con las armas (dos pistolas, la escopeta de cañones cortos; el explosivo con que El Paisa, de ser necesario, cubrirá la huida del grupo). Todo.

—Revisen las lámparas…

El haz de cada una es blanco y potente, porque las baterías han sido renovadas la víspera. Como El Cura Espinosa, Palmer y Manolo, El Paisa Morales se ha puesto un ceñido calzón de baño. En el túnel no usan camiseta o prendas de abrigo porque estorban el progreso de su avance.

—Vámonos, pues…

Friolentos y descalzos, pasan al cuarto de la planta baja donde, meses atrás, empezaron a excavar. Allí dentro huele a tierra fresca, a cosa podrida, y, por lejos que se encuentren de la corriente de aguas negras, también a carroña, excrementos y gases sulfurosos. Manolo retira la tarima que cubre la boca, quizá de un metro de diámetro. El viento oculto parece zumbar buscando una salida: se le siente en la cara, en las manos, en el pecho, pegajoso y húmedo.

Colocan la escalera. El Paisa es el primero en descender, y perderse en el fondo de ese pozo que lleva a la galería por la que habrán de llegar, seiscientos metros hacia el norte, al principal de los dos colectores. Palmer, el último. “Muchísimas veces he bajado y no he conseguido nunca acostumbrarme, ni vencer el terror que me producen el encierro, la sensación de ser una lombriz que se arrastra, un niño abandonado en un cuarto a oscuras que quisiera llorar porque el pánico, su pánico, es superior a su ansia de reparar un daño que no causó, vengar una muerte que no pudo evitar, pero de la que se siente responsable.” Empieza a ahogarse cuando sus ojos pierden contacto con el nivel del piso. Respira ansiosamente. Escucha voces; palabras que no entiende; risas que reverberan.

Una luz sube a su encuentro. Estará a unos cuatro metros del fondo, pero siente que va cayendo, como en el sueño, por un agujero sin fin. Los peldaños le lastiman la planta de los pies y en algún momento, allí donde no lograron ensancharla más, la pedregosa pared le raspa la espalda. “Ésta, la última vez, y ya.” Las tetillas se le han endurecido tanto que le duelen. Así le dolían cuando, siempre de madrugada, los hombres de Emeterio Piñeiro, El Sapo, lo llevaban a zambullir en la pileta de agua-hielo para que confesara lo que ignoraba y delatara a los que desconocía.

“La misma asfixia de entonces. El mismo saber que en una de ésas vas a morir, a dejar de respirar, a quedarte quieto, inútil ya, en ese, en este, frío…”

1

También aquella noche hacía frío –frío de aire libre que bajando de la Sierra de las Vírgenes se resecaba al pasar sobre el desierto: llegaba a la ciudad de Salvatierra: se perdía en sus callejones antiguos y empedrados: se juntaba en la Plaza Mayor, frente a la Catedral y el barroco Palacio de Gobierno–. Fresco ya a esa hora, pronto sería helado y cortante ese viento tenaz que golpeaba, desde temprano, a la gente reclutada en haciendas y villorrios; traída desde los aserraderos en largos convoyes de autobuses; recogida en lejanas fábricas y aun en remotos minerales, para animar el mitin de masas organizado por el Partido Unificador Revolucionario en apoyo del desconocido que por decisión (y capricho, decían los descontentos) de don Aurelio Gómez-Anda, sería sucesor suyo en la Presidencia de la República.

Los equipos de sonido funcionaban mal y pocos, de los miles allí reunidos, escuchaban con claridad a los oradores: uno, del sector obrero; otro, el que estaba hablando, Timoteo Ángeles Velour, de la Liga Campesina Provincial. Un hedor a sobaquina era empujado a veces, por el viento, hacia el alto templete que ocupaban el candidato Ávila Puig, el gobernador Ayala-Santana, el alcalde Nemesio Espíritu, sus ayudantes, comisiones de líderes y miembros de las Cámaras Industrial, Minera, Agrícola y de Comercio; los elementos de los medios informativos, y cuantos lograron colarse.

—…y ahora, como un solo hombre, con revolucionaria unanimidad y patriótica conciencia partidista, demos un vivo aplauso a Nuestro Hombre para la Primera Magistratura de la Nación, el señor doctor Víctor Ávila Puig…

Timoteo Ángeles Velour (dueño de cuatro espléndidos ranchos, dos establos y una quesería, que esa noche iba vestido de verde y que codiciaba una diputación federal) inició el aplauso, que tardó en propagarse pues sólo unos cuantos, los que estaban cerca, habían alcanzado a escuchar la orden de batir palmas por ese hombre, aún joven, arropado con una chaqueta de cuero, que se levantaba para meterse con desgano en el abrazo que le ofrecía el que acababa de hablar.

En la acera este, de espaldas a las rejas de la Catedral, los que componían el contingente de la sección 79 del Sindicato de Trabajadores del Magisterio Nacional, empezaban, como todos, a cansarse; a negar su atención a las palabras que sobre ellos echaban los altoparlantes instalados en las azoteas.

Llevadas por hombres a los que la experiencia había vuelto previsores, circulaban discretas cantimploras o petacas con mezquil o brandy, y de ellas participaban también, aunque beber a nadie le estuviese permitido, los encargados por la jerarquía sindical de impedir que ningún miembro de la 79 se marchara antes de que concluyese el mitin: celosos responsables de unidad que habían pasado lista a las cinco de la tarde (hora en que se anunció la concentración) y que la pasarían luego de escuchar el discurso del candidato, para poder reportar a los superiores que nadie había desertado de ese Acto-Político-de-Solidaridad-y-Apoyo-al-doctor-Ávila-Puig; asistencia que les valdría puntos buenos en su hoja de servicios y les evitaría, con las notas malas, suspensiones o multas equivalentes a una decena de salarios.

Alcanzada por una racha, Eva Palmer se estremeció involuntariamente y apretó el brazo de su hermano Jorge.

—¿A qué horas acabará esto? —murmuró, tiritando.

—Ya pronto —dijo Jorge Palmer, no muy seguro. Se sabía que el candidato, no acostumbrado a hablar en público, leía mal sus discursos y que cuando improvisaba prolongaba irritantemente sus palabras, pues carecía de habilidad para alcanzar con unas pocas de ellas un final airoso.

De su ronda (había ido a dejarse ver por los responsables de unidad que lo vigilaban a él y a otros responsables) volvió a reunirse con los hermanos Palmer, Saúl Pérez Vivar, miembro de la Comisión de Honor y Justicia del capítulo local del sindicato. Ofreció su brazo, para que en él enganchara el que tenía libre, a la trabajadora social Eva Palmer Garnica con la que compartía, algunas tardes por semana, su departamento de soltero en el piso sexto del Bloque de Viviendas “Profesor Manrique” del Conjunto Habitacional “Magisterio Revolucionario”

—Vámonos ya, Saúl. Me estoy muriendo de frío… —rogó ella.

—No nos dejarían salir, Evita… —Pérez Vivar le hizo un guiño a Jorge Palmer, para quien había conseguido en marzo una plaza de maestro de primaria en la Cementera Domenech—. Si nadie se ha movido de aquí, tampoco podemos irnos nosotros, ¿verdad, cuñado?

Las mantas, cientos de ellas; los estandartes, miles de ellos, todos con el nombre de Ávila Puig y no pocos con su retrato, eran agitados repetidamente por el viento.

—Aguántate un ratito más —sugirió Jorge.

En algún lugar de la Plaza Mayor ocurría otra pelea: una más de las que habían estado produciéndose y que eran sofocadas (rápidas descalabraduras con macanas de hule; narices reventadas con boxers de acero; testículos machacados a rodillazos; nada de importancia) por los encargados de mantener el orden y proteger al candidato, a los miembros de su crecida comitiva; al gobernador y a Los Notables de Salvatierra que asistían, ellos también entumidos, al acto. Pequeñas escaramuzas entre estudiantes y guardias de civil a las órdenes de los oficiales del escalón avanzado que se ocupó durante toda la semana, pues tal era uno de sus trabajos, de practicar redadas y allanamientos para detener a quienes figuraban en las listas de peligrosos a los que debía confinarse mientras El Hombre estuviera de visita en la provincia: comunistas, fanáticos derechistas, anarquistas o, como los había calificado el obispo Teódulo Botello en su homilía del domingo anterior, “truhanes de la peor laya, individuos antisociales, majaderos contumaces, de no importa qué signo…”

En la acera poniente volvieron a estallar gruesos petardos y a levantarse nuevas porras, que quizá no tuvieran sentido para Ávila Puig y los cientos de forasteros que en el Tren Azul habían llegado con él, pero que sí lo tenían, desagradable, para el gobernador Ayala-Santana, el comandante Emeterio Piñeiro, los líderes que asediaban al candidato y los políticos de la provincia que se arracimaban en la tribuna adornada con los colores del Partido que eran también los de la bandera nacional. Algo más allá, otros jóvenes (trescientos, se diría después) zigzagueaban entre la muchedumbre tomados por la cintura, como una ruidosa culebra, al tiempo que muchos más, igual de alharaquientos, coreaban:

—Muera el viejo matón… ¡Muera! —aludiendo al presidente Gómez-Anda; y

—Largo al hijo cabrón… ¡Laaargo! —al candidato.

Con los brazos abiertos, más como si pidiera perdón que silencio, Ávila Puig aguardaba ante la multitud soñolienta, ya fatigada de palabras, que se habría desbandado, dejándolo solo, de no ser tantos los policías (secretos, civiles con su estampilla de papel fluorescente en el pecho para identificarse; judiciales y gendarmes) que bloqueaban las bocacalles y no autorizaban a nadie a abandonar la plaza.

Molesta, saltando de un pie al otro para evitar que las piernas terminaran por congelársele a pesar de las medias de lana y del abrigo, Eva Palmer gruñía:

—Si no lo dejan empezar, ¿cómo quieren que acabe…?

Al fin pudo hablar el candidato.

—Ciudadanos de Salvatierra… Hermanos… —Pedradas, las palabras de Ávila Puig golpearon las paredes de los edificios, ninguno más alto de dos pisos, que circundaban ese cuadrángulo de cantera amarilla y oscuras verjas de hierro colonial—. Amigos. Escúchenme…

Hubo un chisporroteo; cuatro o cinco flamazos: una humareda en la consola desde la que se les manejaba, y quedaron definitivamente inservibles micrófonos y altoparlantes. Luego se apagaron, quizá fundidos en serie, las ristras de focos que alumbraban el estrado.

—Silencio… Orden… Por favor, señores…

Tampoco avanzó mucho su grito, el ruego que su grito llevaba. Lo escucharon, tal vez, los de las primeras filas: policías de seguridad casi todos, pero no los de más allá; los de más adentro de la multitud. La gente empezó a abatir mantas y pancartas, estandartes y pendones. Quizá pensara que el mitin había concluido, que era hora ya de volver a los vehículos y largarse de allí.

—Por favor: orden… Silencio… Hablemos…

En lo más alto de la grita que ahora repudiaba la invitación al diálogo; de la silbatina que se oponía con su exceso al silencio; del reventar de otros cohetes y de las porras de la muchachada, estalló ruidosamente uno de los grandes reflectores. Segundos después se oscurecieron los otros ocho. La plaza fue entonces una súbita penumbra.

—Echen una luz…

—Con un carajo, ¿qué esperan para traer esa luz?

En ese momento golpeó en el pecho de Ávila Puig una de las muchísimas medias llenas de anilina de color que los revoltosos, a pesar de la cerrada vigilancia policiaca, se habían estado lanzando, juguetonamente, unos a otros, antes de que sobre todos cayera la amenaza de la oscuridad.

Alguien, cerca del candidato, atrás o a su lado, gritó:

—Ya lo hirieron…

Al tiempo que se escuchaban las primeras explosiones (¿disparos de pistola; repetido reventar de los últimos focos del alumbrado público o de los triquitraques que los boyscouts del Colegio Saleciano debían encender cuando en la terraza del Ayuntamiento empezaran los juegos de luces y fuera una vistosa incandescencia el retrato monumental del doctor Ávila?) Eva Palmer Garnica, temblorosa de miedo, se apretó más contra el cuerpo de Jorge.

El contingente de los maestros empezó a dispersarse entre gritos, carreras y empellones; entre los fogonazos de las armas y el olor a pólvora.

—Saúl… —alcanzó a llamarlo, antes de que se sintiera arrastrada, arrollada, levantada, zarandeada. La mano que retenía firmemente la suya, ¿era aún la de Jorge?

b

Le resulta desagradable hundirse hasta los tobillos en el fango que ocupa el fondo del socavón. Nunca han podido averiguar de dónde se trasmina el agua constante que lo mantiene anegado y pantanoso. “Mientras no haya peligro de que nos inundemos, ¿qué importan las filtraciones?” Lo dijo Roque, y como el nivel del lodo negruzco nunca creció, dejaron de preocuparse.

—Pon eso ahí… —indica El Paisa Morales, señalando con la luz de su lámpara el lugar donde Carlos Palmer debe dejar las botas, sobre las de El Cura y Manolo. A éste—: Vete ya…

Dionisio Velarde, Manolo, se coloca de rodillas y procede a penetrar en el hueco que huele a pudridero. Morales apoya su pie en el trasero blanco y rojo que no acaba de salir, y le da un golpecito. Cuando las piernas de Manolo desaparecen, pregunta Elías Espinosa, El Cura.

—¿Yo?

—Tú.

Para él, poco más corpulento que Manolo, pasar a través de la boca del túnel es menos fácil: debe recoger el cuello, apoyar la barba y los codos en el centro del pecho, y reducir así la anchura de sus hombros y el volumen de su torso.

Un momento después, ahogada y como muy lejana, escuchan su voz apresurando al que va delante de él:

—Muévete…

La luz de la linterna busca, ahora, la cara de Carlos.

—¿Cómo te sientes?

—Bien.

—¿Seguro?

—Claro. Bien.

—Hoy acaba todo esto.

—Sí. Hoy.

—Baja…

—Bueno…

Para Carlos Palmer es un alivio que El Paisa Morales haya apagado la luz. “Sabe que tengo miedo, miedo y asco. Me ha dicho que se me ven en la cara, pero comprende por qué y no se burla.” Por el frío, la piel de la espalda, del pecho, de los brazos, de los muslos se le ha puesto como papel de lija. El vello, de alambre. Titubea: frente a él, como un misterio, la embocadura.

—Entra.

El Paisa irá al último, cerrando la marcha. Ha terminado de atar con una larga cuerda de nailon la bolsa con las armas, el equipo de excavar, y el cilindro de plástico. Una semana antes hizo un recorrido, desde allí hasta el segundo colector, que le sirvió para corregir, a la altura de las enormes cimentaciones olvidadas, el trazo de la galería en un sitio por el que les hubiera sido imposible pasar con el tubo dentro del que guardarán el Sudario.

Palmer siente que El Paisa le coloca una mano en el hombro y se lo oprime. Al descifrarla, agradece lo que está comunicándole, con esa presión de sus dedos en la carne desnuda, el amigo, el compañero, el que ha trabajado con él y con los otros, para ayudarlo a rescatar a Luis Álvaro, más de cien días y de cien noches, en la etapa final de la aventura que está por concluir. Ladea la cara. Aunque Roque Morales no pueda verlo, le sonríe.

—Voy.

A pesar de que desea sobreponerse, se resiste, como siempre, “y no porque el agujero huela a mierda, sino por el horror que me produce sentirme encerrado dentro de él; prisionero e indefenso en este largo intestino por el que deberé arrastrarme mientras sigo padeciendo, peor cada metro, la sensación de ahogo; la certeza de que mis pulmones terminarán por reventar, o por plegarse, no lo sé, cuando el aire llegue a faltarles del todo…”

Dos o tres metros delante de él (tendidos bocabajo es agotador valerse de los codos, las rodillas y los talones para avanzar treinta o cuarenta centímetros cada vez) jadean El Cura y, algo más allá, Manolo, que alumbra las paredes irregulares del túnel con la luz de la lámpara que lleva sujeta a la frente por medio de una ancha correa elástica. Se hacen bromas, y Carlos no entiende que les importe tan poco el riesgo de muerte que están corriendo metidos en ese hoyo de topos no más ancho, allí, que el de su tumba.

“Voy a vomitarme.” La babita que no puede contener le escurre sobre el pecho. Hace frío allí dentro, pero su piel, y sus orejas, están ardiéndole. Aprieta las mandíbulas. ¿Tiene caso llevar abiertos los ojos en esa tiniebla que se ha vuelto ahora más pequeña pues El Paisa acaba de entrar en ella y le ha cerrado toda posibilidad de retroceder?

2

Sobre los miembros de la Sección 79. Sobre las mujeres de la Brigada Sindical de Bordadoras a Mano, formadas junto. Sobre los cooperativistas de La Favorita que habían llevado un combo de música tropical, y sobre cuantos en ese momento ocupaban aún la acera, cayeron los hombres que formaban el dispositivo de seguridad del candidato Ávila Puig. Se voceaban contraseñas. Muchos blandían pistolas y, a causa del barullo y de los disparos, todos parecían estar nerviosos y coléricos.

—No te sueltes de mí.

—Jorge, Jorge.

A gritos, culatazos y vigorosos empellones, fueron cercándolos, reuniéndolos en el portal del Santísimo, en el atrio de la Catedral, y al grupo más numeroso, el de los maestros y las bordadoras, en el solar donde el Ayuntamiento guardaba sus patrullas, los autos chocados en accidentes o los vehículos cuyos propietarios merecían multa.

—¿Qué nos van a hacer, Jorgito?

—Shhh…

En esa tiniebla, ¿cómo saber dónde habían quedado los otros: Saúl, don Tacho Téllez, secretario general de la 79 que sabría abogar por todos; los demás compañeros?, ¿acusados de qué se les retenía allí; se les obligaba a formarse atropelladamente; se les ordenaba, a gritos, callarse y dejar de protestar?

Siempre a oscuras, los que mandaban procedieron a examinar con la luz de sus linternas a los que habían caído en la redada; a los que en defensa de sus derechos, como alguno vociferaba, seguían invocando sin que nadie les hiciera caso, leyes, garantías, respetos.

—Usted…

—Usted… Usted también… pueden retirarse. Vamos, vamos, aprisita… —y los que así, de pronto, recobraban la libertad, personas mayores todos, ancianos algunos, se alejaban a tropezones, aprisita, aprisita, en busca de la puerta por la que en rebaño habían entrado.

Los más jóvenes, los que usaban largo el cabello y exhibían las manos pintadas por la anilina o símbolos extraños en la chaqueta, eran retenidos, reagrupados, vueltos a examinar. Alguien (del que sólo escuchaban la voz porque se escondía detrás del resplandor) iba señalando a medida que recorría la fila:

—Ése no… El que sigue, sí…

—La gorda y el peludo de junto…

—Aquellos cuatro… —y al terminar la delación, el que los cegaba con su luz, decidía:

—Llévenselos… —y los que la voz anónima iba marcando eran arrancados de la fila, de la irrisoria protección del grupo, y arrastrados hacia la oscuridad.

Se reanudaba, siempre al paso, el trámite de la identificación:

—Ese tampoco…

—Tú, cojo, lárgate… —y el chico del politécnico que estudiaba matemáticas y que había perdido una de sus muletas, se marchó penosamente, abriendo con la punta del zapato que arrastraba un surco de la tierra del solar.

—¿Qué nos harán, Jorge…?

—Nada. Tranquila…

Mucho hacía ya que la Plaza Mayor había quedado a oscuras y en silencio. La ocupaban solamente los autos de la Región Militar; los civiles del escuadrón avanzado, y los judiciales. Sin más heridos que recoger, las ambulancias habían hecho su última ronda. En la morgue del Hospital Municipal, los cadáveres aguardaban turno de autopsia. Una escuadra de barrenderos iniciaba la limpieza. Otra, de carpinteros, desmantelaba a martillazos la tribuna.

—¿Dónde estará Saúl?, ¿qué le habrán hecho? —se angustiaba Eva. No había vuelto a verlo; tampoco a ninguno de la 79. ¿Qué habría sido de él? ¿Se contaría entre los muchos que habían muerto, de creerle a los rumores? ¿Por qué no llegaba a rescatar a quien era su mujer, aunque no los obligara ningún papel?

Con su mano helada y endurecida, Palmer cubrió la fría mano temblorosa que Eva no lograba mantener quieta sobre su brazo.

—Ya aparecerá…

Les tocó el turno. De lleno recibieron el brillo cegador de la luz. El que delataba dudó un instante. Aunque llevara corto el pelo y no usara ropa de vagabundo, Jorge Palmer Garnica parecía ser uno de los revoltosos.

—Él y ella, también. Los dos.

De la oscuridad que empezaba detrás del resplandor saltaron, a un mismo tiempo, diez, veinte manos, que se apoderaron de sus cuerpos; que los sometieron rápidamente; que en cierto momento los alzaron en vilo para terminar de dominarlos.

Gritaba Jorge y gritaba también, pataleando, su hermana Eva.

—Somos maestros…

—No hicimos nada…

Alguno de los que se ocupaban de custodiarlos entre la confusión y la penumbra, el tipo con el maquinoff a grandes cuadros blancos y negros, debió impacientarse, pues su puño golpeó, certero y potente, el cuerpo de Palmer.

—Te me vas callando, cabroncito… —fue lo último que Palmer alcanzó a escuchar antes de que el zumbido que parecía originarse en algún secreto interior de sí mismo, lo ensordeciera; antes, también, de que su pierna derecha, de pronto del todo ajena como si se la hubieran amputado, empezara a agitarse a causa del dolor que la trastornaba: una especie de calambre muy agudo.

—Suéltelo… No le pegue… —demandó Eva, tratando de ampararlo como muchas veces, de niños, lo había hecho.

El del maquinoff a cuadros no la golpeó; se limitó a decirle:

—Usted también cállese, pendeja…

c

Sigue arrastrándose muy lentamente; lastimándose los codos, el vientre, los muslos, al apoyarlos o frotarlos en algo con filo o punta, que no puede ver. “¿Por qué no se callan?” Como siempre que lo somete a la tensión de llevarlo recogido, le duele el cuello. Del mismo modo, le duele la parte baja de la espalda. “Ésta es la última vez.” Eso lo anima. “Una más de regreso, y ya.”

Manolo y El Cura Espinosa se detienen:

Paisa… —habla uno. Difícil establecer allí adentro la identidad de la voz.

—¿Qué? —la pregunta de Roque Morales pasa sobre Carlos Palmer.

—¿Cuánto pesarán todos esos millones?

—¡Yo que sé…!

—¿Podremos cargarlos…?

—Sí…

Palmer escucha después, ahora que han vuelto a avanzar, los que podrían ser gritos, pero que, lo sabe, sólo son las exclamaciones de costumbre cuando llegan a ese punto de la galería donde siempre los estremece el rocío helado que rezuma la tierra.

—Síganle…

Allí, recuerda, se estancó durante días su trabajo porque las paredes del hueco que iban cavando con herramientas inapropiadas se desmoronaban peligrosamente a causa de la humedad. En las semanas que llevan pasando por ese lugar no han podido descubrir de dónde proviene la intensa, invariable corriente de agua, ni el chorro de aire a presión que la pulveriza. Para superar el obstáculo, y neutralizar el peligro que representaba la inconsistencia del terreno, fue necesario que El Paisa consiguiera tablas, vigas y fuertes ménsulas metálicas con las que creó una bóveda y unos muros de madera capaces de ofrecerles cierta seguridad de paso.

Otra precaución tomó: en todos los sitios del túnel donde pueden producirse derrumbes ha dejado palas de corto mango y picos de minero. “Si algo pasa y nos quedamos dentro, por lo menos tendremos con qué abrir un hoyo para salir…”

3

Grandes autobuses seguían entrando en el depósito de automóviles por la puerta tranquera que vigilaban gendarmes con metralletas. A gritos y silbidos, y con las luces intermitentes de unas linternas, media docena de hombres (de paisano, dos; con ropa militar los otros) dirigían la maniobra de acomodarlos, uno tras de otro, a lo largo de la blanca pared desconchada.

—¿Cómo te sientes?

—Bien —gimió Jorge Palmer Garnica, con el estómago descompuesto.

—Salvajes —repitió Eva.

—Shhh. Ya… —Hablar le avivaba el dolor en el vientre. Recordó que en la bolsa trasera del pantalón llevaba la fotocopia de Revolución y lucha de clases: Apuntes críticos sobre un texto de N. Lenin