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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2006 Natasha Oakley

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Por orden del príncipe, n.º 2123 - mayo 2018

Título original: Crowned: An Ordinary Girl

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9188-180-3

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

ESTÁS leyendo a Chejov. ¿Has leído algo de Tolstoi?

La doctora Marianne Chambers se detuvo a mitad del segundo párrafo del trabajo que estaba corrigiendo. En su frente apareció una arruga al reconocer el extraño eco de una vieja conversación.

No podía ser. ¿Qué podría estar haciendo él en el Hotel Cowper durante una conferencia académica? Era ridículo.

Pero…

El recuerdo de aquella soleada tarde no desapareció de su mente y arrugó el entrecejo un poco más. Era el mismo acento británico de clase alta, con ese toque extranjero imposible de definir.

Y eran exactamente las mismas palabras.

Marianne las recordaba textualmente, del mismo modo que recordaba todo lo que Seb Rodier le había dicho desde el momento que la había visto leyendo a Chejov en las escaleras de la catedral de Amiens.

Una sombra invadió la página del libro y la voz que había a su espalda continuó hablando:

–¿O de Thomas Hardy? Puede resultar deprimente, pero si te gustan ese estilo...

«Dios, no...».

Marianne levantó la mirada y se encontró con un rostro sonriente. Mayor, quizá también más resuelto, pero seguía siendo el mismo rostro del hombre que le había desbaratado la vida por completo.

Entonces había ido ataviado con vaqueros gastados y camiseta y le había parecido otro estudiante de intercambio, como ella. Ahora, sin embargo, se encontraba frente a ella con un traje hecho a medida y con aspecto de millonario.

No le sorprendía, pues en los últimos años debía de haber visto cientos de fotografías del príncipe Sebastian II. Sin embargo, ninguna de ellas la habría ayudado a estar preparada para sentir aquella increíble sensación de… deseo que la invadió al encontrarse con la mirada de sus ojos oscuros.

–Hola, Marianne –dijo él con voz suave.

«¡Seb!».

El nombre estalló dentro de su cabeza al tiempo que volvían a su memoria todos los momentos que había pasado con él hacía años.

Todos los sueños.

Todo el dolor.

En una décima de segundo se sintió transportada en el tiempo. De pronto volvía a tener dieciocho años, volvía a estar lejos de casa, viviendo con una familia a la que apenas conocía. Se había sentido tan asustada... Esperándolo, esperando su llamada de teléfono…

Cualquier cosa.

Había estado deseosa por entender lo que estaba sucediendo. Deseosa de él, desesperadamente deseosa de él.

Se había preguntado miles de veces lo que sentiría en aquel momento, pero jamás habría imaginado que lo experimentaría de veras. Él se había marchado... y sus caminos no habían vuelto a cruzarse.

¿Por qué habrían de hacerlo? Los modestos profesores universitarios no solían codearse con la aristocracia, y mucho menos con un miembro de la realeza.

–¿Seb? –resultaba muy difícil hacer que las palabras atravesaran el nudo que se le había formado en la garganta–. A lo mejor no debería llamarte así. ¿Debería llamarte alteza o... alteza real? No sé... yo... –se llevó la mano a la frente, donde sentía un dolor punzante insoportable.

Él se acercó un poco más y habló con voz baja.

–En realidad es alteza serenísima, pero Seb está bien. Me alegro de verte. ¿Qué tal te ha ido todo?

En algún lugar, Marianne podía oír risas y ruido de tazas, los sonidos de la normalidad mientras a ella le daba vueltas la cabeza.

–Bien. Todo me ha ido muy bien –mintió–. ¿Y a ti?

–Bien –dijo colocándose frente a ella–. Cuánto tiempo.

–Sí.

Él la miró y sus ojos castaños hicieron que se le derritiera todo el cuerpo.

–Estás increíble. Increíble.

–Gra… gracias. Tú también –«maldita sea»–. Quiero decir que… estás… –dejó de hablar, insegura de todo excepto de que no podía hacerlo. No sabía el qué, pero sabía que no podía.

–¿Puedo sentarme contigo?

«¡No!».

¿Qué estaba haciendo? No eran dos simples amigos que acabaran de encontrarse. Ni mucho menos. Quizá ella no tuviese demasiada experiencia en reencuentros con ex amantes, pero sabía que no podía sentarse a charlar como si no supiese el aspecto que tenía aquel hombre completamente desnudo.

Guardó las hojas ya corregidas en la carpeta.

–Supongo que no puedo impedírtelo –entonces se fijó en los dos hombres de traje gris que los observaban a una distancia respetuosa. Seguramente eran sus guardaespaldas–. Deduzco que ésos son los que se encargan de que consigas todo lo que desees.

–Georg y Karl.

–¿Les has puesto nombre?

Su boca esbozó una ligera sonrisa.

–En Andovaria seguimos creyendo que poner nombres a la gente es prerrogativa exclusiva de los padres –se sentó frente a ella alegremente, como si los últimos diez años no hubieran existido–. No como en Dinamarca, donde la reina tiene que conceder permiso para utilizar cualquier nombre que no figure en la lista aprobada.

–Qué modernos sois.

–Eso nos gusta creer.

Marianne meneó la cabeza como si así pudiera hacer que los planetas recuperaran el rumbo acostumbrado. Había pronunciado el nombre de su país con naturalidad, como si nunca le hubiera mentido. Parecía dar por hecho que ahora ella ya lo sabía y lo cierto era que Marianne sabía que no ganaría nada fingiendo que no era así.

Sus fotografías estaban por todas partes. Marianne lo había visto esquiando, caminando por la montaña y en bodas reales… incluyendo la suya.

Recordaba incluso el nombre de la chica con la que se había casado… y después divorciado, aunque lo habían llamado anulación. Amelie. Amelie de Saxe-Broden. Aquella boda parecía haber atraído la atención de los medios del mundo entero y Marianne no había sido capaz de no darse por enterada.

Aquél había significado el empujón que había necesitado para seguir adelante con su vida.

Marianne respiró hondo antes de hablar.

–¿Y qué te trae por Inglaterra? ¿Hay algún acto real?

Sebastian negó con la cabeza.

–Es una visita completamente privada.

–Qué bien –exclamó con un tono sarcástico que le sorprendió incluso a ella.

¿Qué le ocurría? Se sentía como un trozo de tela que se deshilachaba. Se agachó a guardar la carpeta en el maletín y entonces notó que los ojos se le llenaban de lágrimas… lágrimas de rabia y tristeza acumuladas durante años. Parpadeó rápidamente para ahuyentarlas.

No podía echarse a llorar. Ya había llorado más que suficiente, pero era como si al volver a verlo se hubiera abierto un boquete en la muralla que había levantado para protegerse de las emociones.

–¿Viajas de incógnito esta vez? –dijo levantando la mirada hacia él–. Supongo que te resultará difícil con esos dos –añadió echando un vistazo a Georg y a Karl.

Seb le lanzó una mirada aún más oscura de lo que la tenía normalmente.

–Sigues enfadada conmigo.

Algo estalló dentro de ella.

–¿Y qué esperabas?

–Supongo que… –Seb dio un par de vueltas al anillo que adornaba su mano derecha y miró al vestíbulo para asegurarse de que no había nadie cerca–. Supongo que esperaba que…

–¿Qué? ¿Qué es lo que esperabas? ¿Que hubiera olvidado que te marchaste de pronto y ni siquiera te molestaste en volver a ponerte en contacto conmigo? ¿Que me mentiste? Te parecerá curioso, Seb, pero ese tipo de cosas no suelen olvidarse.

–Yo…

Marianne se apresuró a interrumpirlo.

–Esto ha sido muy agradable, pero me temo que tengo que irme. Tengo muchas cosas que hacer y… –se puso en pie y Seb hizo lo mismo– tengo que concentrarme.

–Marianne, yo…

–¡No! –apretó bien la mano alrededor del asa del maletín–. Ni se te ocurra. Hace toda una década que no me interesa nada de lo que tú puedas decir.

–Yo no te mentí.

Marianne se detuvo en seco al oír aquello. ¿Cómo se atrevía? ¿Cómo se atrevía a decirle algo así? Durante unos segundos se quedó demasiado atónita como para responder. Pero entonces la rabia la hizo reaccionar.

–¿En serio? Entonces debe de ser que no te oí cuando me dijiste que pertenecías a la familia real de Andovaria. ¿Cómo es posible que se me pasara por alto? ¡Qué estúpida que soy!

Seb hizo un gesto como si le acabara de dar una bofetada pero, extrañamente, eso no la hizo sentir tan bien como ella habría imaginado. Aun así, continuó despiadadamente:

–Y pensar que llevo años pensando que eras un sinvergüenza...

Seb se puso recto, con tensión.

–Admito que no te dije que era el príncipe...

–¡No, no lo hiciste!

–Pero tenía motivos para hacerlo.

Marianne apenas podía controlar su ira. Ni siquiera a los dieciocho años había sido necesario demasiado esfuerzo para llegar a esa conclusión. Al descubrir que su Seb Rodier estaba a punto de convertirse en el soberano de su país, Marianne había imaginado cuáles habían sido esos motivos. Pero nunca había creído que eso lo justificara. Jamás. Príncipe o no, nadie tenía derecho a tratar a otra persona como él la había tratado a ella.

–Rodier es el apellido de mi familia, no te mentí…

–Claro, eso lo cambia todo –dijo irónicamente, haciendo un esfuerzo por no levantar la voz–. Sabías que yo no tenía la menor idea de quién eras y me lo ocultaste deliberadamente. Ni siquiera sabía que no fueras austriaco, ni tampoco había oído nunca hablar de Andovaria. Pero tú nunca lo mencionaste y me atrevo a decir que te aseguraste de que Nick tampoco lo hiciera.

–Yo nunca te dije que fuera austriaco.

–Dijiste que vivías cerca de Viena.

–Y es cierto. Yo…

Marianne cerró los ojos. Aquella conversación no tenía ningún sentido y ella había llegado al límite de lo que podía aguantar. Levantó la mano como si tuviera el poder de silenciar lo que él fuera a decir.

–Sinceramente, ya no me importa cómo te llames o si vives en Saturno; eso no cambia nada. Me mentiste y no te he perdonado –y no lo perdonaría mientras viviera.

–Marianne…

–¡No!

Lo único que podía pensar con serenidad era que necesitaba escapar de allí; no importaba adónde, sólo necesitaba alejarse de su maldita alteza serenísima.

Mantuvo la cabeza bien alta mientras caminaba hacia la recepción. Necesitaba aire urgentemente. Se dirigió hacia las amplias puertas dobles y prácticamente bajó corriendo los escalones.

Seb. Seb Rodier. Por mucho que supiera que era el príncipe que gobernaba un rico principado alpino, no conseguía verlo de ese modo. Para ella seguía siendo el estudiante de idiomas de diecinueve años al que había conocido en Amiens. El mismo con el que había comido crêpes, con el que había paseado a las orillas del Sena y… al que había amado.

Marianne se mordió el labio inferior con tanta fuerza que se hizo sangre. Dios. Sólo quería que todos aquellos recuerdos desaparecieran de su cabeza.

Aminoró el paso porque no tenía otra elección; el tráfico de Londres le impedía llegar a la cafetería a la que se dirigía, situada al otro lado de la calle.

Pero, ¿por qué huía? Sabía por experiencia que escapar no haría que dejara de sentir dolor. Cruzó la calle más despacio.

Café. Eso era todo lo que quería en aquel momento. Café y tiempo para recuperar la calma. Sonrió con tristeza. Necesitaba tiempo para volver a colocarse la máscara en su lugar.

 

 

Seb contuvo la respiración mientras veía cómo Marianne se alejaba y tuvo que resistir la tentación de salir corriendo tras ella.

Las cosas podrían haber salido mejor. Hacía mucho tiempo que nadie le hacía sentirse tan tonto. ¿Cuántas frases había conseguido terminar a lo largo de la conversación? ¿Dos? ¿Quizá tres?

No había precedentes de algo parecido; al fin y al cabo, Seb era conocido por su habilidad para encontrar la palabra adecuada en cualquier situación. Del mismo modo que no había precedentes de que alguien se hubiera dirigido a él sin la deferencia que exigía su posición. Afortunadamente, en aquel vestíbulo no había habido nadie excepto su propia gente.

Seb miró a sus dos guardaespaldas.

–¿Qué habéis oído?

Vio cómo empezaban a temblarle los labios a Karl. En cualquier otra persona, no habría sabido cómo interpretar aquel gesto, pero en Karl sabía que era risa contenida.

Seb se pasó la mano por el pelo con exasperación.

–Bueno, pues intentad olvidarlo –dijo al pasar a su lado.

No era necesario que les diera tal orden, pues Karl y Georg jamás divulgarían ningún tipo de información sobre su vida privada a la prensa, ni siquiera a cualquier otro miembro del equipo. En realidad el que necesitaba aquella orden era él mismo; tenía que olvidar aquella conversación y concentrarse en lo que lo había llevado hasta allí.

Pero, ¿cómo podría olvidarlo?

Sonrió con cierta ironía. Era mucho más difícil decirlo que hacerlo. Si con sólo leer el nombre de Marianne Chambers todo su cuerpo se había quedado bloqueado, no era nada comparado con lo que había sentido al verla. Hasta ese momento no había creído del todo que la protegida del profesor Blackwell fuera realmente la estudiante de idiomas a la que había conocido en Francia años atrás. Sin embargo, la había reconocido de inmediato. Vestida con vaqueros y camiseta blanca, le había recordado enormemente a la joven de dieciocho años del pasado.

Además, la había encontrado leyendo. Diez años antes, siempre había estado leyendo. Incluso aquella primera vez, cuando Nick había intentado impedirle por todos los medios que hablara con ella.

Era la única excusa que había tenido para acercarse a ella. Si hubiera habido alguien cerca… Seb volvió a pasarse la mano por el pelo. Sólo Dios sabía lo que habrían publicado los periódicos.

–Alteza serenísima…

Seb se volvió a mirar al atribulado hombre que se acercaba a él acompañado de su secretario personal.

–No sabíamos que hubiera llegado ya. Tenía intención de que hubiera alguien pendiente de usted y…

–No tiene la menor importancia, señor…

–Baverstock. Anthony Baverstock. Soy el director, alteza serenísima.

–Baverstock –repitió Seb tendiéndole la mano–. Le agradezco mucho el detalle –observó la satisfacción que se reflejó en el rostro del hombre y se resignó a enfrentarse a lo que sabía por experiencia que lo esperaba a continuación.

–Es un placer, alteza serenísima. El hotel Cowper se enorgullece del servicio que ofrece a sus clientes. El profesor Blackwell está en la sala del primer piso. Si su alteza serenísima tiene la amabilidad de acompañarme…

Seb dejó que su mente divagara libremente mientras decía todo lo que su difunto padre habría deseado que dijera. ¿Cuántas veces le había dicho aquel hombre increíble que no debía olvidar que la gente que lo conociera personalmente recordaría la ocasión el resto de sus vidas?

Y debía de ser cierto; las cartas de condolencia que había recibido su madre tras su muerte habían dado fe de ello. Había varios centenares que comenzaban diciendo Conocí al príncipe Franz-Josef y me estrechó la mano…

Incluso después de ocho años y varios meses, aquella responsabilidad seguía resultándole muy incómoda. Pero la preparación lo era todo y aquél había sido su destino desde el momento de nacer. Un destino del que no podía escapar. Aunque había momentos en los que habría pasado la responsabilidad a cualquier otra persona.

A Viktoria, por ejemplo. A su hermana mayor siempre le había resultado mucho más fácil participar en aquellas coloridas tradiciones. A ella le encantaban la solemnidad y el protocolo.

Seb esperó mientras el director del hotel anunciaba su llegada a la sala del primer piso:

–Su alteza serenísima, el príncipe de Andovaria.

Allí, el hombre al que había ido a ver se puso en pie de inmediato.

–Alteza serenísima…

Seb extendió la mano al acercarse a él.