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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2006 Jill Shalvis

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Pruébame, n.º 236 - septiembre 2018

Título original: Just Try Me…

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-210-4

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Prólogo

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Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

 

 

 

 

Lily Peterson, bombero forestal, estaba en el borde de un precipicio de Montana. Tenía una vista de trescientos sesenta grados de lo que habían sido unas gloriosas montañas y ahora sólo eran picos ennegrecidos y humeantes.

Estaba sofocando los rescoldos, lo que significaba caminar de un lado a otro e investigar cualquier rastro de humo, por pequeño que fuera. Un trabajo arduo, sucio, agotador. Había llegado a uno de los extremos del frente del incendio y se encontraba entre la zona devastada y la que se había librado. Su labor consistía en impedir que el fuego se reavivara. Y no era nada fácil, porque el suelo todavía irradiaba calor.

Los árboles que estaban por encima y por debajo de ella eran simples esqueletos. Se habían perdido bosques de varios siglos por culpa de algún cretino que no había apagado bien una hoguera; pero tras un esfuerzo de varias semanas, habían conseguido salvar una parte. Lily estaba exhausta y apenas tenía fuerzas para seguir de pie. Sin embargo, habían hecho un buen trabajo.

El sol empezaba a salir por el horizonte y la luz le hizo daño en los ojos por la falta de sueño. Buscó las gafas de sol en los bolsillos, pero al parecer se las había dejado en los barracones. Alzó la cabeza, se cubrió los ojos con una mano, a modo de visera, e intentó localizar a los demás. No los veía y se acercó un poco más al borde del precipicio, a unos treinta metros por encima del valle. Matt y Tony estaban abajo, a un kilómetro de distancia, separados el uno del otro por varios campos de fútbol. Avanzaban hacia el este, tan cabizbajos como la propia Lily, buscando posibles focos.

Llevaban seis semanas de lucha continua contra el fuego, comiendo mientras trabajaban y durmiendo cuando podían. Estaba tan cansada que no podía con su alma. Y el sol la estaba matando.

Se dirigió al valle y echó un vistazo a su alrededor. Quedaba demasiado por hacer. Los recortes y problemas presupuestarios los obligaban a tener una plantilla mucho más pequeña de la necesaria, por lo que debían trabajar hasta la extenuación y nunca tenían gente suficiente in situ.

Cuando descubrió que estaba a punto de quedarse dormida, se apoyó en un árbol y se deslizó lentamente hasta quedarse sentada en el suelo, con la cabeza contra el tronco.

Se quitó la mano de la cara, pero el sol era tan intenso que tuvo que cerrar los ojos. Sólo quería descansar un momento, nada más que un momento. Y nunca llegó a ver la nube de humo negro que se alzaba a cinco metros de ella.

1

 

 

 

 

 

Lily estaba tumbada de espaldas. Su fisioterapeuta le empujaba la pierna por encima de la cabeza y no dejaba de repetir que insistiera, que dejara de quejarse y que probara de nuevo. Le dolía tanto que de buena gana le habría dado una paliza, pero en lugar de eso apretó los dientes y se dijo que era el precio que tenía que pagar por su estupidez.

Empezó a sudar tanto que la camiseta se le pegó a la piel. Su pierna temblaba sin control mientras forzaba una y otra vez sus músculos destrozados; por mucho que le doliera, no era mujer que se dejara llevar por la autocompasión.

Sin embargo, pensó que la idea de abandonar tal vez no era tan mala. A fin de cuentas ya había dejado varios trabajos. Cuando terminó los estudios en el instituto, empezó a trabajar como guía turística; después, se convirtió en enfermera; y cuando se cansó de curar puñaladas en las calles de Los Ángeles, aceptó un puesto como bombero forestal.

Y le encantaba. Disfrutaba yendo de un sitio para otro, viajando de fuego en fuego, explorando Montana, Dakota, Idaho, Wyoming. Era una vida perfecta para un espíritu aventurero como el suyo.

O lo había sido, hasta que metió la pata y estuvo a punto de morir por ello.

Pero no sería ella quien decidiera abandonar. Eso ya lo habían decidido sus heridas, demasiado graves para continuar. Se sentía débil e insignificante, y a sus veintinueve años y tres cuartos, casi treinta, no quería sentirse ni lo uno ni lo otro. Necesitaba salir, seguir adelante, ir donde quisiera, hacer lo que le gustaba y lo que se le daba bien.

Lamentablemente, en ese momento no habría aprobado ningún ejercicio de agilidad. Ni siquiera podía tocarse los dedos de los pies.

—Más fuerte, Lily.

Cerró los ojos con fuerza y se estiró un poco más. Le dolía mucho. Pero estaba muy concentrada. En un trabajo como el suyo, donde la adrenalina era una compañía diaria, no quedaba más remedio que estarlo. Ella era así. O creía serlo, porque ya no estaba segura de quién era. Las cosas habían cambiado mucho.

—Maldita sea, no puedo más… —dijo a Eric.

Eric era su terapeuta. Un hombre increíblemente guapo que se parecía a Denzel Washington.

Eric asintió a modo de aprobación y se apartó.

—Lo has hecho muy bien. Empezaba a pensar que no hay dolor que no puedas soportar —dijo.

—Pues te equivocas.

Él sonrió y Lily pensó que no sonreiría tanto si lo estuvieran torturando como a ella.

—Espera un momento. Voy a buscarte un poco de hielo.

Lily llevaba mucho tiempo entrando y saliendo del hospital, desde el error que había estado a punto de costarle la vida en la montaña. Era una situación bastante corriente cuando se sufrían heridas tan graves como las suyas. Pero todavía no había aprendido a esperar. De hecho, no soportaba las esperas. Tenía muchas cosas que hacer. Así que se incorporó y se sentó en la esterilla.

Temblaba como un recién nacido. O como un bombero que se había despertado en mitad de un incendio, que había avanzado entre el fuego y que al llegar al precipicio no había tenido más remedio que arrojarse al vacío. Más de diez metros de caída, golpeándose con árboles. O como un ex bombero que ahora no podía dar un solo paso.

Se tumbó y se quedó varada como una ballena. Por mucho que le irritara, necesitaba descansar.

Oía los sonidos del hospital a su alrededor; el murmullo de las voces, el zumbido de las máquinas, un teléfono móvil que sonaba en alguna parte. Lily odiaba los teléfonos móviles. No le gustaba ningún aparato electrónico, lo que resultaba verdaderamente excepcional en su generación.

En cambio, habría dado cualquier cosa por estar al aire libre y no oír otra cosa que la brisa; lo echaba tanto de menos que giró la cabeza y miró hacia la ventana que daba al puente Golden Gate. Desgraciadamente, San Francisco no tenía espacios abiertos. Espacios como los que le gustaban a ella, sin más compañía que los árboles y a muchos días de la civilización.

Oyó lo que parecía ser el pitido de un ordenador y suspiró. La esterilla olía tan mal como si contuviera todo el sudor y las lágrimas de los pacientes anteriores de Eric, así que gateó hacia una de las sillas que estaban contra la pared.

Había tantas personas como ella en la sala de rehabilitación que se deprimió y echó un vistazo al montón de revistas. Al principio sólo encontró cotilleos y notas sobre el mundo de la moda, pero al cabo de unos segundos se detuvo en una portada que le pareció más interesante. Anunciaba un artículo titulado Subida de adrenalina.

Alcanzó la revista y la abrió por la página del texto. Era una columna testimonial del director de la publicación.

Empezó a leer, no sin cierto escepticismo. El autor decía que el riesgo era una parte esencial de la vida, y que las personas que no eran capaces de arriesgarse se condenaban a vivir sin intensidad.

Lily estuvo de acuerdo con él. Ella siempre se había arriesgado; aunque si no se hubiera atrevido a hacer lo que deseaba, tampoco habría terminado así. Y en cuanto a vivir la vida con intensidad, también lo había hecho. En todos los sentidos.

En todos, salvo tal vez en uno. Pero en ese momento no quería pensar en su vida amorosa.

O más bien, en su falta de vida amorosa. Porque los hombres entraban y salían con tanta rapidez de su existencia que ninguno le había dejado una huella duradera. Sabía que algunos creían que nunca podría mantener una relación larga, pero no le importaba. Ella nunca pensaba a largo plazo, ni siquiera en lo relativo a los hombres.

Suspiró y siguió leyendo el artículo.

El autor recomendaba a los lectores que se atrevieran a cambiar, y añadía que los riesgos no tenían que ser necesariamente físicos, que bastaba con hacer algo que rompiera la rutina.

Lily lo encontró bastante irónico. Llevaba tanto tiempo entre médicos y más médicos que habría hecho lo que fuera por romper la rutina. Desgraciadamente, no sabía cómo; sólo era una sombra de lo que había sido y ni siquiera sabía si volvería a encontrar el valor necesario para arriesgarse otra vez.

Pero si no se arriesgaba, no estaba segura de poder vivir.

Eric regresó en ese momento, con el hielo prometido.

—Ah, estás aquí…

El fisioterapeuta dio un golpecito en la esterilla, a su lado, y ella gimió, dejó la revista y gateó hacia él.

 

 

Dos meses después

 

Lily se había recuperado lo suficiente como para estar más inquieta y frustrada que nunca.

Pero el miedo era lo peor de todo. Sufría pesadillas todas las noches; soñaba que estaba atrapada entre las llamas. Y ya no soportaba quedarse sola.

Podría haber llamado a su madre. Sin embargo, su madre pensaba que debía sentar la cabeza y comportarse como se comportaban, en su opinión, los adultos. Lily no tenía más familiares que ella y su padre, a quien se parecía demasiado. O eso le habían dicho. Porque hacía años que no lo veía y en consecuencia no podía estar segura.

De todas formas, eso carecía de importancia. Estaba sola y no podía contar con nadie. Y por primera vez en su vida, se sentía débil. Necesitaba algo, aunque no sabía qué. Algo para demostrarse que podía volver a ser la mujer que había sido antes del accidente.

Pero por encima de todo, necesitaba dinero. Llevaba semanas buscando un trabajo decente y no había encontrado nada que le interesara. Su situación empezaba a ser preocupante. No tenía muchos ahorros y supuso que había llegado el momento de reducir sus expectativas.

Abrió el periódico en la sección de ofertas de empleo y vio algo que llamó su atención. Necesitaban un guía con urgencia. En una empresa de expediciones al aire libre que se llamaba Outdoor Adventures.

Lily miró el anuncio y se sintió animada y triste a la vez. Outdoor Adventures. El nombre no era nuevo para ella. Doce años antes, cuando sólo era una adolescente de dieciocho, había trabajado para ellos. Pero tenía que arriesgarse, romper la rutina. Y volver al principio podía ser una buena idea. Incluso cabía la posibilidad de que la ayudara a recobrar la fortaleza perdida. A ser la persona que había sido.

No quiso dar demasiadas vueltas al asunto. Alcanzó el teléfono y llamó al número de teléfono que indicaban. La recepcionista contestó y Lily pidió que la pasaran con Keith Tyler. Pero cuando oyó su voz baja y casi insoportablemente familiar, se quedó helada, atrapada por los recuerdos: subir montañas, hacer senderismo, ser joven y fuerte. Es decir, ser lo que ya no era.

—¿Dígame? —repitió Keith con cierta impaciencia—. ¿Hay alguien ahí?

Lily sacó fuerzas de flaqueza y contestó.

—Vaya. Suenas igual que siempre…

—¿Lily? ¿Eres Lily Peterson?

—¿Qué tal estás, Keith?

—Encantado de oírte. Precisamente estuve pensando en ti hace un rato. Me preguntaba si todavía te acordarías de mí.

—Por supuesto que me acuerdo. Tú fuiste mi primer…

Lily no terminó la frase. Había su primer jefe, pero también su primer amante.

Keith se limitó a reír.

—Comprendo que no sepas cómo definirme —dijo él—. Siempre fui difícil de encasillar. Y lo sigo siendo, me temo.

Lily se tumbó en la cama, cerró los ojos y se sintió transportada al pasado. Por entonces acababa de salir del instituto y decidió rendirse a las ansias por conocer mundo. Se marchó de Los Ángeles, dejó a su madre y a sus amigos, y empezó a trabajar como guía. Como guía de Keith. Un hombre diez años mayor que ella, con mucha experiencia y, por supuesto, extraordinariamente atractivo.

Trabajó en Outdoor Adventures durante un largo y cálido verano. Dedicaba los días a llevar a senderistas por la sierra; y las noches, a aprender todo lo que se podía aprender de una relación con Keith. Hasta que al final decidió cambiar de aventura, lo dejó a él y olvidó.

Pero por lo visto, no lo había olvidado del todo. El sonido de su voz bastó para despertar una sensación extraña en su vientre.

—He visto tu anuncio en el periódico —dijo.

—Yo también te vi… pero no en la sección de anuncios, sino en portada —comentó él—. Fue una buena caída…

A pesar de que habían transcurrido varios meses desde el accidente, la caída había sido tan aparatosa que todavía le dolía. Aunque le dolía bastante más el error, el fracaso y que la noticia hubiera sido tan pública.

—Sí.

—Leí que te rompiste la espalda. ¿Ahora vas en silla de ruedas?

—No.

—Pero en el artículo decían que no volverías a caminar y que…

—Estoy bien —lo interrumpió.

Lily dijo la verdad a medias. Todavía cojeaba y tenía tantos dolores que se sentía una anciana.

—Pero no tan bien como para apagar fuegos.

—Sigues siendo tan franco como antes —dijo ella—. Y pensar que eso me parecía una virtud…

—Sí, no he cambiado demasiado —afirmó con ironía—. Pero ¿por qué me has llamado? ¿Quieres volver al senderismo?

—Sé que puedo hacerlo.

En realidad, no estaba tan segura de ello. No sabía si podría hacerlo. Sólo sabía que había sido una gran profesional, una mujer fuerte, y que su cuerpo no le había fallado hasta el accidente.

—Hazme una prueba —añadió.

Lo dijo con tal fondo de desesperación que sonó como un ruego. Necesitaba aquel trabajo. Necesitaba salir de allí y volver a sentirse capaz.

—Siempre fuiste una guía magnífica —comentó Keith—. Y si realmente estás hablando en serio… bueno, la semana que viene tengo que llevar a un grupo a la sierra. Pero te advierto que hace calor, que será por las cumbres y que tendremos que hacer de diez a quince kilómetros diarios durante cuatro días.

—Puedo hacerlo —dijo con rapidez.

—Tengo que admitir que no hay nadie que conozca esa zona mejor que tú… Está bien, quedas contratada. Preséntate dentro de tres días en mi despacho.

Ella sonrió. Por primera vez en mucho tiempo, se sentía viva.

—Allí estaré.

—Supongo que un poco de aventura de vendrá bien.

Lily no quiso planteárselo en ese momento. No sabía hasta qué punto podría forzar su cuerpo. Pero al menos era algo que le gustaba, algo por donde empezar. Y haría lo posible para que saliera bien.

 

 

Las oficinas de Outdoor Adventures estaban en un edificio grande y viejo de la bahía. Lily pasó por delante dos veces, pero no encontraba hueco para aparcar el coche. En San Francisco nunca se podía aparcar.

Echó un vistazo a la revista que había dejado en el asiento contiguo. Era la revista que había leído en el hospital, la del artículo sobre la conveniencia de arriesgarse y romper la rutina.

Nadie podía negar que se estaba arriesgando.

Justo entonces vio un hueco delante de las oficinas de Keith y le pareció que era un presagio. Una señal de que estaba haciendo lo correcto.

Sacó el intermitente, se dispuso a aparcar y estuvo a punto de chocar con un coche enorme y flamante cuyo conductor intentaba hacer lo mismo que ella. El hombre la miró a través de sus gafas de diseño y ella arqueó una ceja y le devolvió la mirada con cara de pocos amigos. No estaba dispuesta a perder su oportunidad. Ese hueco era suyo.

Sin embargo, la sangre no llegó al río. El conductor asintió y la dejó pasar. Aparentemente no era el típico cretino.

Aparcó el coche y salió a la calle. Sólo entonces vio la señal en la acera. La señal de espacio reservado a minusválidos. El individuo del otro vehículo no le había dejado el hueco por caballerosidad, sino por pena.

Lo maldijo para sus adentros. Estaba harta de que la trataran con conmiseración; no necesitaba la caridad de nadie. Pero intentó olvidar el asunto y avanzó por la acera sin prestar atención al dolor. El médico le había dicho que ya estaba muy recuperada y que podía caminar hasta el fin del mundo si quería, cosa que estaba dispuesta a hacer.

El aire de la noche era bastante fresco para un mes de julio en San Francisco. Todavía no había empezado el calor de verdad, y Lily lo agradeció porque le encantaba aquella brisa salada y húmeda. Pero estaba deseando llegar a las montañas. Y sobre todo, probarse.

Sacó fuerzas de flaqueza y subió por las escaleras del edificio. Delante de ella había un hombre alto y delgado, de pelo oscuro, corto. Iba tan bien vestido que parecía salido de una revista de modas y llevaba un dispositivo electrónico en la mano y un auricular en una oreja. Al principio pensó que estaba hablando con alguien, pero enseguida notó que estaba cantando. Era una canción de U2.

En ese momento, el hombre dejó de cantar. Se metió el dispositivo en el bolsillo y se inclinó para acariciar a un perro callejero que estaba sentado en la escalera.

—Buen chico —dijo el hombre, mientras se sentaba junto al animal—. Eres un buen chico, ¿verdad?

El perro le puso las patas delanteras en las piernas e intentó lamerlo.

Cuando Lily llegó a su altura, se miraron. Él sonrió y ella se quedó helada. Era el tipo que acababa de dejarle el hueco para aparcar.