Título original: The Day of the Duchess

© 2017 by Sarah Trabucchi

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Diseño: Ediciones Versátil

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1.ª edición: diciembre 2018

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1. ¡Duque abandonado, duque desautorizado!

19 de agosto de 1836

Cámara de los Lores. Parlamento, Londres.

Ella lo había dejado hacía exactamente dos años y siete meses.

Malcolm Marcus Bevingstoke, duque de Haven, miró los diminutos engranajes de madera del calendario incrustado en el cuerpo del papel secante de su escritorio, en el despacho que tenía en la Cámara de los Lores. 19 de agosto de 1836. Era la última sesión parlamentaria de la temporada, un trámite lleno de pompa e inactividad… Un día que persistía en su memoria. Hizo girar la rueda donde estaba grabado el seis. Cinco. Cuatro. Respiró hondo.

«Vete —recordaba que habían sido sus propias palabras, frías y cortantes a consecuencia de la traición sufrida, las que habían contenido una muda amenaza—. No vuelvas nunca».

Volvió a tocar la rueda de nuevo. Agosto se convirtió en julio. Mayo. Marzo.

19 de enero de 1834.

«El día que ella se fue».

Movió los dedos sin pensar, buscando el familiar consuelo que le proporcionaba el clic de los engranajes.

17 de abril de 1833.

«La forma en la que me siento contigo… —Las palabras de ella habían sido tiernas, habían estado llenas de tentación—. Nunca había sentido algo así».

Tampoco él había disfrutado nada como eso. Como si la luz, el aliento y la esperanza hubieran inundado la estancia, iluminando todos los espacios oscuros. Llenando sus pulmones y su corazón… Gracias a ella.

Hasta que descubrió la verdad. Hasta que supo que en realidad él no le había importado nunca. ¿A dónde se había marchado ella?

Sonó el reloj de pie que había en un rincón de la habitación mientras el péndulo seguía balanceándose, contando los segundos que faltaban para que él volviera a ocupar su asiento en la sacrosanta cámara donde se reunían los lores. Donde apasionados hombres llenos de propósitos llevaban generaciones sentándose. Permitió que sus dedos siguieran jugueteando con el pequeño calendario como los de un virtuoso, como si hubieran realizado ese movimiento con anterioridad cientos de veces. Miles.

Y así había sido.

1 de marzo de 1833, el día que se conocieron.

«Entonces…, van y dejan que cualquiera se convierta en duque, ¿verdad?». Ella lo había dicho sin ápice de respeto. Destilando encanto puro y belleza sin adulterar.

«Si crees que los duques pueden ser malos, imagina lo que le permiten ser a las duquesas».

Aquella sonrisa… Ella había sonreído como si no hubiera conocido antes a otro hombre. Como si nunca hubiera deseado a otro. Él había sido de ella desde el momento en el que le brindó esa sonrisa. Antes incluso.

«Figúrate…».

Y luego, todo se vino abajo. Primero lo había perdido todo, y luego a ella. O quizá había sido al revés. O a la vez.

¿Llegaría un momento en el que dejaría de pensar en ella? ¿Alguna vez no la recordaría en una fecha concreta? ¿Podría borrar el tiempo, que le había parecido una eternidad desde que ella se había marchado?

¿A dónde se había ido?

El reloj marcó las once, y los pesados sones repicaron en el despacho mientras otra docena más resonaban por el largo corredor con paneles de roble que se extendía a lo largo de metros y metros, convocando a todos aquellos hombres con títulos al deber que habían recibido incluso antes de respirar por primera vez.

Haven hizo girar con fuerza los engranajes del calendario, dejando que se detuvieran al azar. Treinta y siete de noviembre de 3842. Una buena fecha, al menos no le ofrecía ni la más remota posibilidad de recordar algo.

Se puso en pie y se acercó al lugar donde colgaba la toga roja: la pesada carga que le disfrazaba para el papel que le tocaba representar. Se cubrió los hombros con la prenda y el calor del terciopelo lo abrumó casi de inmediato con sofocante empalago. Después cogió la peluca empolvada e hizo una mueca al ponérsela sobre la cabeza. La crin de caballo le azotó la nuca antes de que se asentara como un incómodo castigo por los pecados de pasado.

Ignoró la sensación y empujó la puerta del despacho para abrirse paso a través de los silenciosos pasillos, hasta la entrada a la Cámara de los Lores. Al traspasar la puerta, respiró hondo, aunque se arrepintió de inmediato. Era agosto y hacía mucho calor en el Parlamento, en el aire flotaba un olor a sudor y perfume. Las ventanas estaban abiertas para permitir que entrara la brisa en la habitación, pero aquella agitación era apenas perceptible y solo servía para incrementar el hedor, añadiendo a la pestilencia del interior el que desprendía el Támesis.

En casa, sin embargo, el río corría fresco y claro, sin haberse visto alterado todavía por la inmundicia de Londres. En su casa, el aire era limpio, olía a verano e insinuaba lo que vendría después. El futuro. Al menos así había sido antes. Hasta que las piezas de la casa se desprendieran y lo dejaran solo, sin nada. Ahora se sentía como si solo existieran las tierras. A fin de cuentas, un hogar requería de algo más que de un río y colinas. Un hogar la necesitaba a ella. Y ese verano haría lo que había hecho cada instante que había estado fuera de Londres durante los últimos dos años y siete meses: la buscaría.

Ella no estaba en Francia ni en España, donde el verano anterior había seguido la pista de varias mujeres inglesas que habían llegado allí en busca de emociones. No había sido ninguna de las viudas falsas que había encontrado en Escocia, ni la institutriz que halló en una imponente mansión de Gales, ni la mujer que había rastreado hasta Constantinopla, un mes después de que ella desapareciera, pues solo se había tratado de una charlatana fingiendo ser una aristócrata inglesa. Y luego estaba aquella mujer de Boston, una a la que llamaban La Paloma, y había estado muy seguro de que esa era ella…

Pero ninguna había sido Sera. Ninguna. Ella había desaparecido de la faz de la Tierra como si nunca hubiera existido. Un minuto estaba allí, y zas, al siguiente se había volatizado. Había desaparecido con los fondos suficientes para vivir. Justo entonces, cuando se había dado cuenta de lo mucho que la deseaba. Pero el dinero se le acabaría algún día, y ella no tendría más remedio que dejar de huir. Él, por su parte, era un hombre con poder, privilegios y una exorbitante riqueza. Dones suficientes para encontrarla en el momento en el que ella se detuviera.

La encontraría.

Se deslizó por uno de los largos bancos que rodeaban al orador, donde el lord Canciller había comenzado su discurso.

—Señorías, si no hay más asuntos formales, cerraremos la temporada parlamentaria del año en curso.

Hubo un coro de aprobaciones mientras los lores golpeaban con los puños los respaldos de los asientos que rodeaban el pasillo, haciendo que el estruendo resonara en la cámara.

Haven soltó el aire resistiendo el impulso de rascarse la cabeza debajo de la pesada peluca, pues sabía que, si cedía a aquel deseo, se sentiría consumido por una grosera incomodidad.

—¡Señorías! —gritó el lord Canciller—. ¿No hay ningún asunto más que tratar en la sesión actual?

—¡No! —Un entusiasta coro inundó la habitación. Cualquiera pensaría que la Cámara de los Lores estaba llena de colegiales desesperados por pasar la tarde en un lago cercano, en lugar de ser casi doscientos aristócratas pomposos ansiosos por regresar con sus amantes.

Lord Canciller sonrió. Su rubicundo rostro brillaba por el sudor bajo la peluca mientras abría sus grandes manos en una amplia circunferencia.

—¡Muy bien! Es la voluntad real, y el placer de Su Majestad…

Las enormes puertas de la cámara se abrieron de golpe. El sonido rebotó en el silencio de la sala, compitiendo con la voz del canciller. Todas las cabezas se volvieron hacia ese punto, salvo la de Haven; él estaba demasiado impaciente por abandonar Londres y quitarse la peluca para preocuparse por lo que podía estar ocurriendo allí.

Lord Canciller se interrumpió y se aclaró la garganta.

—… que este Parlamento sea interrumpido hasta el jueves, 7 de octubre…

Comenzaron una miríada de protestas desaprobadoras cuando la puerta se cerró de golpe. Haven miró entonces hacia allí, igual que los demás hombres reunidos en la cámara. Sin alcanzar a ver nada raro.

—¡Ejem…! —gritó lord Canciller con desaprobación, antes de redoblar su intención de cerrar la sesión. ¡Gracias a Dios!— …el jueves, 7 de octubre…

—¿Me concede un segundo antes de que termine, lord Canciller?

Haven se puso rígido.

Las palabras eran firmes y, de alguna forma, suaves, melodiosas y muy femeninas, muy fuera de lugar en la Cámara de los Lores. No era posible que procedieran de un miembro del sexo fuerte. Seguramente esa fue la razón de que le dejaran sin aliento. Por eso su corazón comenzó a latir con fuerza… Y, de repente, se levantó en medio de un coro de indignación masculina.

Pero no fue por la voz en sí misma.

—¿Qué significa todo esto? —atronó el canciller.

Haven pudo ver entonces la causa de la conmoción. Una mujer. Era la más alta que él hubiera conocido. Lucía el vestido de color lavanda más hermoso que había visto en su vida, y encajaba allí a la perfección, como si acudiera con regularidad a una sesión parlamentaria. Como si fuera el primer ministro en persona. Todavía más, como si fuera de la realeza.

Era la única mujer a la que había amado. La única a la que odió alguna vez.

Parecía la misma y, de alguna forma, resultaba completamente diferente.

Y él se había quedado paralizado.

—Lo confieso —dijo ella, atravesando la cámara con soltura, como si estuviera en un té de damas—, temía llegar tarde a la sesión. Pero me siento muy feliz de haberme presentado antes de que todos ustedes se escapen a donde sea que puedan encontrar… placer. —Sonrió a un viejo conde que se sonrojó bajo la calidez de su mirada, antes de que ella apartara la vista—. Sin embargo, me dicen que lo que busco requiere de una ley del Parlamento. Y ustedes forman…, como saben, el Parlamento.

La mirada de Haven se encontró con la de ella. Sus ojos seguían siendo justo como él recordaba, azules como el mar en verano, pero también eran, sin embargo, diferentes. Una vez aquella mirada había sido clara y sincera, ahora era neutra, reservada.

¡Dios! Ella estaba allí.

Allí mismo. Después de casi tres años buscándola, había aparecido allí, como si se hubiera escabullido solo unas horas antes. La incredulidad luchó en su interior contra una ira inimaginable, pero esas dos emociones no suponían nada si las comparaba con la tercera: un placer tan inmenso como insoportable.

¡Ella estaba allí!

Por fin.

De nuevo.

Tuvo que obligarse a no moverse. A no cogerla y llevársela lejos. A no abrazarla. A no conquistarla de nuevo. A no empezar otra vez.

Porque no parecía que ella estuviera allí para eso.

Sera lo observó durante un buen rato, sin pestañear, antes de hablar.

—Soy Seraphina Bevingstoke, duquesa de Haven. Y quiero el divorcio.

2. ¡Duquesa desaparecida, duque devastado!

Enero de 1834

Dos años y siete meses menos cinco días antes.

Highley Manor

Si no golpeaba esa puerta, moriría.

No debería haber ido allí. Había sido una irresponsabilidad desmedida. Había tomado la decisión en un irreprimible arrebato de emoción, desesperada por hacerse con el control en el momento más incontrolable de su vida.

Si no tuviera tanto frío, se reiría una vez más de que se le hubiera ocurrido la idea de que podía tener algún poder sobre su mundo.

Pero lo único que Seraphina Bevingstoke, duquesa de Haven, podía hacer era maldecir la estúpida decisión que había tomado de contratar a un conductor de poca monta —¡y por una pequeña fortuna!—, para que la llevara en un largo y desesperado viaje a través de la lluvia fría de una gélida noche de enero hasta Highley, la propiedad en el campo de la que era, por matrimonio, dueña. Sin embargo, un apellido no daba derechos. Al menos a las mujeres. Así que, en realidad, no era más que una visitante, ya que ni siquiera era una invitada. No lo era en ese momento ni, posiblemente, nunca.

El carruaje desapareció bajo la lluvia que amenazaba con convertirse en una pesada nevada, y Sera clavó los ojos en la enorme puerta, sopesando su siguiente movimiento. Era tan tarde que haría ya tiempo que los sirvientes del último turno estarían dormidos, pero no le quedaba más remedio que despertar a alguien. No podía quedarse fuera. Si lo hiciera, habría muerto antes del amanecer.

La atravesó una aterradora oleada de dolor y se llevó una mano al abdomen.

Habrían muerto los dos…

El dolor menguó y contuvo el aliento una vez más mientras levantaba la elaborada B de hierro forjada fijada en la puerta a modo de aldaba. La dejó caer con un ruido sordo; un sonido oscuro y ominoso que le provocaba el mismo torrente de preocupación que el hacha de un verdugo. ¿Y si nadie le contestaba? ¿Y si se había dirigido, en contra del buen juicio, a una casa vacía?

Sus preocupaciones eran infundadas. Highley era la sede del ducado de Haven, y estaba provista de un personal intachable. La puerta se abrió, y apareció un joven lacayo con librea. Tenía una mirada cansada, pero la curiosidad que acompañaba su expresión dio paso a la conmoción cuando Sera se vio atravesada por otra oleada de dolor.

Antes de que él pudiera hablar, de que pudiera cerrarle la puerta en las narices, Sera atravesó el umbral, con una mano cubriendo su abultado vientre, mientras apoyaba la otra en el marco.

—Haven… —Solo pudo decir eso antes de doblarse hacia delante.

—El duque… —El muchacho se interrumpió—. Su excelencia no está.

Ella levantó la vista como pudo y buscó sus ojos bajo la tenue luz.

—¿Sabes quién soy?

El chico parpadeó mientras miraba su hinchado abdomen antes de volver a subir la vista hacia la de ella.

Sera separó los dedos sobre el bebé que llevaba dentro.

—Es su heredero.

El lacayo asintió. Ella sintió un gran alivio, que llegó acompañado de un baño de calor. Se tambaleó cuando sus ojos bajaron al suelo.

No era alivio, sino sangre.

—Oh… —Empezó a hablar, pero las palabras desaparecieron con la sorpresa.

Sera se balanceó en el umbral y alargó la mano hacia él, hacia ese pobre chico desafortunado al que le había tocado trabajar esa noche.

—Su excelencia está aquí —reconoció finalmente el muchacho con un susurro, cogiéndole la mano—. Está arriba.

Él estaba allí. Y Malcolm era lo suficientemente fuerte para cambiar la dirección del sol si esa fuera su voluntad.

Podría haberse sentido agradecida si no fuera por el dolor. Podría haberse sentido feliz si no fuera por el miedo. Y podría haberse sentido a salvo si no fuera porque, de repente, supo lo que iba a pasar.

«Vete». Recordó las palabras que él le había dicho. Se acordó de la fría mirada que le había dirigido su marido cuando la desterró de su vida, meses antes. Y luego, de alguna forma…

«Ven aquí». Esa mirada otra vez, pero esta vez él tenía los ojos entrecerrados. Estaban llenos de desesperación. Eran cálidos como el sol. Y luego oyó sus preciosos y tiernos susurros al oído. «Fuiste hecha para mí. Hemos sido creados el uno para el otro».

El dolor, agudo y penetrante, la devolvió al presente, indicándole que algo iba terriblemente mal. Como si la sangre que le cubría las faldas y el suelo de mármol no fuera señal suficiente. Gritó. Más fuerte de lo que había imaginado, ya que de repente había allí alguien más; una mujer.

Hablaron entre ellos, pero Sera no pudo escuchar las palabras. Luego la mujer se fue, y ella se quedó sola en la oscuridad, con sus errores y el bebé. Aquel querido y tierno bebé, que se aferraba a ella. O ella a él.

—Han ido a buscarlo.

Era demasiado tarde, por supuesto. Demasiado tarde de todas las formas posibles.

No debería haber acudido allí.

Sera se dejó caer de rodillas, jadeando de dolor. Un dolor imposible de asimilar. Sabía que jamás conocería a su bebé. Un bebé que imaginaba con el pelo oscuro y una enorme sonrisa, tan inteligente como su padre. E igual de solitario que él.

Si llegara a vivir, los amaría a los dos.

Pero iba a morir allí, en ese lugar. A mucha distancia del único hombre que había amado. Sin haberle confesado nunca su amor. Se preguntó si a él le importaría su muerte, y la respuesta la aterró todavía más que nada, porque sabía, sin lugar a dudas, que la certeza de que le resultaría indiferente que ella muriera la seguiría hasta la otra vida.

Agarró con fuerza la mano del chico.

—Dime tu nombre.

—¿Excelencia?

—Sera… —le corrigió con un susurro al tiempo que le apretaba los dedos. Si iba a morir quería que alguien dijera su nombre, no su título. Quería algo real, algo que le perteneciera a ella—. Me llamo Seraphina.

El muchacho le devolvió el apretón mientras asentía con la cabeza. El nudo que Sera sentía en la garganta se hizo más grande por culpa de los nervios.

—Soy Daniel —dijo—. ¿Qué puedo hacer por usted?

—Mi bebé… —susurró ella—. Es suyo.

El chico volvió a asentir con una expresión que, de repente, demostraba más sabiduría de la que correspondía a su edad.

—¿Qué desea que haga?

—Quiero que venga Mal —musitó, incapaz de retener la verdad por más tiempo. Incapaz de evitar que se la tragara entera. Quería verlo una vez más. El tiempo justo para dejarlo todo en orden—. Deseo ver a Mal.

El duque de Haven abrió la puerta de la habitación donde se encontraba Sera. Ella estaba silenciosa, inmóvil y pálida, y la fuerza de la hoja de roble al rebotar contra la pared sorprendió a todos los que estaban dentro de la estancia. Una doncella soltó un gritito de sorpresa, mientras el ama de llaves levantaba la vista de la frente de Sera, donde apretaba un trapo húmedo. Pero el duque no quería nada de esas dos mujeres, estaba demasiado concentrado en el cirujano que había junto a su esposa.

—Está viva —gruñó Haven. Las palabras rezumaban una emoción que él no sabía que podía sentir. Pero ella siempre había despertado sus sentimientos. Incluso cuando había deseado con desesperación no sentir nada.

—Su vida pende de un hilo, excelencia —confirmó el cirujano—. Es probable que muera antes de que caiga la noche.

Aquella información lo dejó helado. Eran palabras frías y simples, como si el doctor estuviera hablando del clima o de las noticias del periódico, pero a él lo dejaron paralizado, aunque el peso de lo que suponían amenazó con derribarlo. Ni una hora antes, había tenido a su bebé entre las manos. Era una criatura tan pequeña que ni siquiera las llenaba, tan preciosa que no había sido capaz de devolvérsela a la doncella que se la había llevado.

Así que había despedido a la criada y se había quedado sentado, en silencio, sosteniendo el cuerpo casi sin peso de su hija, llorando por esa muerte. Y por su vida. Y por todo lo que podría haber sido.

Sabiendo que, a pesar de su riqueza, de su poder y de su posición, no podría traerla de regreso. Y cuando por fin fue capaz de pensar, de sobreponerse al dolor, solo encontró consuelo en la furia.

No iba a perderlas a las dos.

Buscó la mirada del cirujano.

—Se equivoca —espetó, incapaz de contenerse. Lo levantó por las solapas de la chaqueta y empezó a sacudir a aquel hombre mayor, más pequeño y débil que él—. ¿Me ha escuchado? Ella va a vivir. —El médico se estremeció y Malcolm sintió que la ira que lo dominaba se incrementaba. Meneó de nuevo al doctor—. Mi esposa va a seguir viva.

—Yo… yo no puedo evitar su muerte.

Malcolm lo soltó, sin importarle que el cirujano se cayera al suelo. Se aproximó a Sera y se arrodilló al lado de su cama. Le cogió la mano entre las suyas, pero odió lo fría que estaba y se la apretó con fuerza, intentando calentarla. Se permitió mirarla durante un rato; habían estado alejados mucho tiempo, y antes de eso, la había odiado con todas sus fuerzas. Y con antelación, había estado demasiado desesperado para darse cuenta de qué era lo que deseaba de ella en realidad.

¿Cómo era posible que no se hubiera dado cuenta hasta ese momento —en el que ella estaba pálida e inmóvil, al borde de la muerte— de lo hermosa que era? Miró aquellos pómulos altos y los labios carnosos, las espesas pestañas oscuras, casi demasiado largas, que arrojaban sombras sobre la piel de porcelana.

¿Qué daría él para ver cómo se abrían esos párpados? ¿Para que lo miraran esos ojos que siempre lo habían dejado sin aliento, azules como el cielo en verano? Los aceptaría como estuvieran: llenos de felicidad, de tristeza, de odio. Y él le había dado mucho odio… Que ella le había devuelto… ¿Qué podía darle? ¿Qué sacrificio podía ofrecer? Ninguno. Y, aun así, en ese caso, aceptaría lo que fuera. Cerró los ojos mientras apretaba los labios contra los dedos fríos, flácidos e inmóviles.

—Vas a vivir, Sera. Aunque tenga que alejarte del cielo, vivirás.

—Excelencia.

Guardó silencio al oír aquella palabra clara y sin emociones que llegaba desde la puerta del dormitorio. No se volvió a mirar a la mujer que se había detenido en el umbral; no tenía paciencia para ello.

Las faldas de su madre crujieron cuando se acercó.

—Haven…

Se sintió furioso al oír su título allí, en ese momento. Para ella siempre era un duque, nunca un hombre. ¿Cuántas veces le había recordado ella cuál era su lugar? ¿Cuál era su propósito? ¿En cuántas ocasiones le había mencionado los sacrificios que ella había hecho por él? Sacrificios que la habían convertido en una de las mujeres más temidas de Gran Bretaña. Una palabra de la duquesa de Haven podía arruinar a una chica antes incluso de que fuera presentada.

Pero ya no era la duquesa. Era la duquesa viuda.

Malcolm se levantó y se volvió hacia su madre, impidiendo que esta viera a Seraphina. De repente, deseó sacarla de la habitación. Llevarla lejos de su esposa.

Pasó rozando a la mujer y al cirujano en su camino al pasillo, provocando que las doncellas se dispersaran con las cabezas gachas, entre susurros. Se tragó el impulso de bramar a sus espaldas. Eso haría saltar por los aires décadas del entrenamiento que había recibido para actuar acorde con su título y posición.

—Estás siendo muy dramático —le reprochó su madre. Ese era el mayor de todos los pecados: sentir.

El corazón le palpitó con fuerza.

—Mi bebé está muerto. La vida de mi esposa pende de un hilo. —La mirada de ella no mostró ni pizca de empatía. No debería sorprenderle ese hecho, pero aun así lo enfureció. Sin embargo, los duques no podían enfadarse, así que buscó sus ojos azules antes de añadir nada más—. Tu nieta está muerta.

—Una niña.

—Mi hija. —Lo atravesó una oleada de ira.

—No era un heredero —señaló ella con frialdad—. Y ahora, si tienes suerte, podrás comenzar de nuevo.

La ira se convirtió en un fuego, que lo hizo arder. Carraspeó para deshacerse de aquel sofoco.

—¿Si tengo suerte?

—Si muere la chica de Talbot. El médico dice que si vive, será estéril, por lo que ya no podrás usarla. Si muere, podrás buscar otra para producir un heredero. Uno con un pedigrí intachable.

Él entrecerró los ojos, las palabras le resultaron difíciles de entender debido al rugido que ahogaba sus oídos.

—Es la duquesa de Haven.

—El título no significa nada si no puede parir al próximo duque. Para eso te casaste con ella, ¿no? Su madre y ella te tendieron una trampa. Te pescaron. Y te ha retenido con la promesa de un heredero. Pero ahora ya no existe tal cosa. No sería una buena madre si no deseara que te libraras de una mujer que te resultará inútil.

Haven buscó las palabras con cuidado.

—En este momento, no podrías ser peor madre. Eres una zorra fría y sin corazón. Quiero que no estés en esta casa cuando regrese.

Ella arqueó una ceja con elegancia.

—Esa emoción no es propia de ti.

Se alejó de su madre en ese momento porque no confiaba en sí mismo. Porque si seguía allí, desataría todas aquellas emociones impropias sobre ella.

Dejó atrás a su madre y fue a enterrar a su hija en la tierra, helada por el clima de enero, a la vez que rezaba para que su esposa viviera.

Cuando despertó, Sera estaba sola, en una habitación repleta de luz cegadora. Le dolía todo el cuerpo: huesos, músculos y lugares que no podía nombrar. El lugar que antes era hermoso y lleno de esperanza, ahora se encontraba devastadoramente vacío.

Movió la mano sobre la colcha, dibujando con los dedos su estómago dolorido, hinchado y vacío por encima del lino inmaculado. Le cayó una lágrima que le corrió por la sien, dejando un rastro de soledad a su paso antes de deslizársele por el cabello hasta desaparecer. Imaginó que esa lágrima se llevaba consigo su última pizca de felicidad.

Más allá de la ventana brillaba el cielo azul, nublado solo por los opacos cristales. Una rama desnuda parecía deforme en la distancia, con grandes manchas negras.

Pero no eran malformaciones, sino cuervos.

«Uno por la pena. Dos por la alegría».

Se quedó sin respiración.

—Tus lágrimas no harán que él vuelva.

Sera se volvió hacia la voz, temiendo lo que iba a encontrarse. No era su marido, sino su suegra, que parecía experta en aparecer en las habitaciones en las que no era bienvenida. De hecho, la duquesa viuda de Haven estaba regularmente presente en las peores circunstancias. Las que destruían los sueños. Esa mujer era un presagio de la tristeza. Incluso aunque Sera no hubiera sabido ya que su bebé se había ido, la presencia de su suegra se lo hubiera confirmado.

Miró hacia la ventana, al cielo brillante y lleno de promesas robadas. Hacia los cuervos.

«Tres por una boda. Cuatro por un nacimiento».

No dijo nada. No encontró las palabras y, aunque las hubiera encontrado, no le interesaba compartirlas con aquella mujer.

Sin embargo, no hizo falta, la viuda habló por las dos cuando se acercó, y con la misma parsimonia que si estuviera refiriéndose al clima, dijo:

—Puede que no te guste, Seraphina, pero deberías escucharme.

Sera permaneció inmóvil.

—Tú y yo no somos tan diferentes —aseguró la mujer—. Las dos cometimos el error de atrapar a un hombre. La diferencia es que mi hijo sí sobrevivió. —Hizo una pausa, y Sera deseó que abandonara la estancia, repentinamente exhausta por la presencia de su suegra—. Pero si no hubiera sido así, habría huido.

Huir le pareció una idea fantástica.

¿Podría correr más rápido que la pena? ¿Que el dolor? ¿Que él?

—En nuestro matrimonio no había amor. Igual que no lo hay en el tuyo.

Estaba equivocada, por supuesto. Sera sabía que en su matrimonio solo había amor perdido. Y ahora, mientras yacía sola en esa cama imponente y blanca, en aquella habitación igual de imponente y blanca, en aquella casa tan opresiva y desalentadora, supo que su matrimonio no recuperaría ese amor.

Porque no volvería a haberlo. Ni para Malcolm ni para su hijo ni para ella. Estaba sola en esa habitación, en la vida.

Ojalá pudiera huir. Pero él le había robado la libertad igual que le había robado el corazón. Y la felicidad. Y el futuro.

—Eres estéril.

No sintió nada ante aquellas palabras, porque en ese momento no tuvieron ningún significado. No le importaban nada otros futuros hijos, solo el que había perdido. El que había muerto.

—Él necesitará un heredero.

Mal no lo deseaba. ¿Es que no lo había dejado claro ya?

O su madre no lo sabía, o no le importaba.

—Tú no puedes dárselo, pero otra podrá hacerlo.

Sera miró hacia otro lado.

—Si lo deseas, puedo ayudarte.

Al oír aquello, clavó los ojos en su suegra. Tenía los ojos de un azul grisáceo tan frío como su alma. Sera no fingió malinterpretarla. Sabía que aquella odiosa mujer siempre había deseado que ella desapareciera. La viuda la había aborrecido desde el principio: odiaba su origen, que su padre fuera un plebeyo que se había abierto paso a codazos, gritando a todos los que lo escuchaban que su hija mayor había pescado a un duque.

Por supuesto, Sera había querido al duque. Lo consideraba suyo y lo deseaba sin medida.

Pero esa mujer, fría y vieja, se había asegurado de que eso no llegara a ocurrir nunca. A pesar de que estaba embarazada. O incluso por ello.

Hasta ese momento, Sera se había planteado quedarse. Ganarse el perdón de su marido. Desafiar la furia de la viuda. Pero eso fue antes. Cuando todavía pensaba que podían ser una familia.

Cuando aún le quedaban sueños para alcanzar la felicidad.

Ahora sabía que era imposible.

Las gruesas enaguas crujieron cuando se acercó su suegra.

—Podrías huir. Comenzar de cero, y dejar que él hiciera lo mismo.

Era una locura.

—¿Y nuestro matrimonio? —no pudo evitar preguntárselo.

La viuda apretó los labios. Sera notó que se veía triunfadora.

—El dinero lo compra todo. Incluida una anulación.

Sera miró los cuervos en la rama.

«Cinco por plata. Seis por oro».

—La falta de hijos lo facilitará todo —continuó la viuda.

Esa frase fue una fría y silenciosa tortura.

La ausencia de hijos no era fácil nunca.

—Di un precio —la tentó la viuda.

Sera guardó silencio mientras miraba la puerta que había detrás de su suegra, deseando que se abriera. Deseando que su esposo regresara consumido por una dolorosa tristeza similar a la que la consumía a ella. Desesperado por llorar a su hijo. Su pasado. Su futuro.

Dispuesto a perdonarla.

Dispuesto a pedir perdón.

Pero la puerta permaneció cerrada.

Él no la quería, así que, ¿por qué debía quererlo ella? ¿Por qué no cerrar también ella una puerta? ¿Por qué no tomar un nuevo camino?

¿Cuánto necesitaba para hacerlo? ¿Para tener un futuro? ¿Cuánto costaba huir? ¿Cuánto costaba una vida en soledad, vacía en comparación con la que le habían prometido?

En soledad, pero dueña de sí misma.

Susurró una cifra exorbitante. Suficiente para marcharse, pero no para olvidar.

«Siete por un secreto que nunca se sabrá».

3. ¡La incorregible duquesa exige el divorcio!

19 de agosto de 1836

Cámara de los Lores. Parlamento, Londres

Haven estaba tan guapo como siempre. No sabía por qué esperaba que fuera de otra forma —habían pasado tres años, no treinta—, pero así era. O quizá no se había creado expectativas, pero sí tenía esperanzas. Había albergado el pequeño sueño secreto de que sería menos perfecto. Menos guapo. Menos…, punto.

Pero no era menos, en cualquier caso, era más.

Su rostro parecía más anguloso, su mirada más penetrante, y aún era más alto de lo que recordaba. Y más guapo, incluso cuando se acercó a ella, vestido con la antigua toga que utilizaban los miembros del parlamento y con la cabeza cubierta con la peluca empolvada que deberían hacer que pareciera un niño jugando a los disfraces y, sin embargo, solo lo convertían en un hombre con un propósito.

El de sacarla de la Cámara de los Lores.

Había hecho que los demás miembros del Parlamento —igual de chillones que un mar de terciopelo rojo— se separaran en medio de gritos y abucheos. Aquellos aristócratas cuyo desdén conocía demasiado bien de su vida anterior… Hombres que podrían arruinar a una mujer en un abrir y cerrar de ojos. Destruir una familia y un futuro. Y todo sin pensárselo dos veces.

Los odiaba a todos, y a él más.

«Pero no será por mucho tiempo…».

Ahora que había regresado tenía planeado dejar de odiarlo, porque ya estaba preparada para olvidarlo. Había imaginado ese momento durante meses, desde antes de regresar a Gran Bretaña, con aquel plan cuidadosamente trazado para enfurecerlo hasta el punto de que aceptara la disolución del matrimonio. Porque si había algo que Haven aborrecía en el mundo, era que lo hicieran pasar por tonto.

¿No había sido ese el objetivo de su desaparición al principio?

Él se acercó a ella, avanzando por la antigua cámara. Nunca había olvidado sus ojos, que de alguna forma no eran castaños, verdes, dorados o grises, aunque contenían todos esos colores. La habían perseguido allá donde había ido, fascinantes y llenos de secretos. Eran el tipo de ojos que podían robar la razón de cualquier mujer si esta no tenía cuidado.

Pero ahora ella se había convertido en una mujer muy cauta.

Cauta e inteligente. Resistió el impulso de alejarse de él, pues temía lo que podría pasar si la tocaba, pero a la vez estaba resuelta a no dejarse amedrentar. Jamás volvería a huir.

No era la misma mujer que fue cuando huyó. Había regresado tras haberse hecho una única promesa a sí misma; cuando lo abandonara esta vez, lo haría con orgullo. Con determinación. Con un futuro por delante.

Tenía planes. Y ninguno de esos hombres la detendría.

Y así fue cómo los aristócratas más poderosos de Londres, reunidos en el último día de la sesión parlamentaria, presenciaron que Seraphina, duquesa de Haven, se enfrentaba al duque del mismo nombre por primera vez en dos años y siete meses —exactos—, con la sonrisa de la victoria en los labios.

—Marido…

Otra mujer podría no haber notado la forma en la que él entrecerró apenas los ojos, cómo ensanchó levemente las fosas nasales o la manera casi imperceptible con la que apretó los dientes. Pero Sera se había pasado la mayor parte del año fascinada por aquel hombre orgulloso e imperturbable, y sabía que revelaba sus auténticas emociones con gestos prácticamente imperceptibles. Estaba enfadado. Bien.

—Entonces te acuerdas de mí. —Su voz fue queda y aguda a la vez. Claro que lo recordaba. No importaba lo mucho que lo intentara, parecía incapaz de olvidarlo.

Y bien que lo había intentado.

Alzó la barbilla, consciente de la audiencia que los observaba, y lanzó la flecha.

—No te preocupes, querido. Te predigo que no necesitaremos recordarnos el uno al otro durante demasiado tiempo más.

—Estás convirtiéndote en un escándalo.

Sera sonrió de oreja a oreja muy despacio.

—Lo dices como si fuera algo malo.

Él arqueó una ceja, demostrando la misma suficiencia de siempre.

—También estás convirtiéndome a mí en uno.

—Lo dices como si no lo merecieras —replicó ella sin vacilar.

No esperaba que él se acercara más, o hubiera estado preparada para lo que ocurrió cuando sintió que él cerraba los dedos en su codo, firmes, cálidos, y de alguna forma, inesperadamente suaves, y se habría protegido del asalto de los recuerdos pasados.

«Nunca he sentido algo así».

Bloqueó aquel recuerdo y se zafó de su agarre con una firme elegancia que solo él notaría, que nadie más observaría. Al duque no le quedó más remedio que soltarla.

—¿Quién eres? —musitó él en voz queda.

Esta vez fue ella la que arqueó la ceja.

—¿Es que no me reconoces?

—No reconozco a la mujer que se ha reencarnado en la que tengo ahora delante.

Reencarnación. No era un mal concepto, porque ella se había vuelto a encarnar. Eso era lo que le ocurría a los que morían y resucitaban. Se había sentido muerta, y esa misma mañana, en ese lugar, con todo aquel calor y hedor rancio empeorado por tanta pomposa masculinidad reunida, había notado como si resucitara.

—Puede que sea porque he saboreado la libertad.

Él apretó los labios.

—¡Eh, Haven! ¡Aquí no está permitido que entre mierda!

Sera se volvió hacia aquel hombre.

—Milord, creo que debería dirigirse a mí como duquesa.

Los hombres murmuraron y refunfuñaron cuando el conde en cuestión, que ahora tenía las orejas rojas, se dirigió a Haven.

—A ver si controlas a tu mujer.

Sera centró toda la atención en su marido, pero no bajó la voz.

—Me maravilla que él crea que eres capaz de hacer tal cosa.

Cuando su marido entrecerró los ojos de nuevo, a Sera se le aceleró el corazón. Reconocía aquella mirada. Era la de un animal que se sentía acorralado.

Pues que fuera a por ella. También tenía dientes.

—A mi despacho. Ahora mismo.

—¿Y si me niego? —Notó que él se había dado cuenta de que ella tenía poder. ¿Qué otra esposa podría estar allí, ante Dios, su marido y la Cámara de los Lores al completo, y dominar sin temor las repercusiones de sus actos?

Ese era el secreto, por supuesto. Si no temías la ruina, nadie podía amenazarte con ella. Como Sera se había visto arruinada de todas las formas posibles, se había enfrentado a la ruina y había sobrevivido, ya no le tenía miedo y, por tanto, no podía hacerle daño. Llevaba casi tres años fuera de Londres, su reputación estaba hecha jirones mucho antes de que pusiera los pies en el carruaje que la había alejado de la finca de Haven aquel largo día de invierno. Sí, sin duda era notable el poder que poseía una cuando no tenía nada que perder.

Al menos cuando creía que no tenía nada que perder.

Entonces era capaz de ponerse delante de la asamblea más poderosa de Gran Bretaña, y de enfrentarse cara a cara con su marido, el hombre que siempre la había dominado. Ahora era dueña de su corazón, de sus manos, de su cuerpo y de su identidad. Iguales por fin. Y esperó a que Haven hiciera el siguiente movimiento.

No contaba con que él sonriera.

—No debes negarte.

—¿Por qué? —preguntó a pesar de la incertidumbre que la invadía, aunque antes muerta que demostrarlo.

—Porque si quieres el divorcio, vas a necesitar mi ayuda para conseguirlo.

El corazón le latió con más rapidez. ¿Le daría él el divorcio? ¿La libertad? ¿Sería tan sencillo? La emoción se apoderó de ella. Así como una imparable sensación de victoria, y algo más, algo en lo que no quería pensar. Sin embargo, se limitó a agitar el brazo de forma exagerada.

—Por supuesto, excelencia. Tú delante.

Abandonaron la Cámara de los Lores en medio de una cacofonía de murmullos e irritación.

—¿Ha valido la pena pasar la vergüenza? —se atrevió a preguntarle él con suavidad cuando ya estaban en el pasillo—. ¿Montar esa escena?

—Me estás juzgando mal si piensas que me avergüenzan las opiniones de esos hombres —repuso ella—. Las he sufrido antes, y volveré a hacerlo.

—Y una y otra vez, si obtienes lo que deseas.

Él se refería al divorcio. Le advertía que nunca recibiría la aprobación social. Lamentó que Haven no se diera cuenta de que no le importaba.

—Querrás decir cuando lo obtenga.

Él se detuvo frente a una puerta enorme, diseñada para impresionar, y la abrió, dejando a la vista una suite bastante extravagante, reservada para el puñado de duques que habían decidido mantener un lugar en la Cámara de los Lores. La habitación era amplia y resultaba abrumadora, llena de caoba, cuero y apliques dorados. Cada superficie hablaba de privilegios y poder.

Sera entró, incapaz de evitar pasar junto a él, pero odiando la manera en la que aquel suave roce alborotaba todo su interior. Y eso fue antes de que la asaltaran los recuerdos.

Ya había estado allí antes. Había entrado de forma misteriosa y furtiva, disfrazada para verlo. Para sorprenderlo, de la misma forma que lo había sorprendido hacía unos minutos.

Pero no, ese día no era como el presente, sino lo opuesto.

Aquel día, ella había ido por amor.

Ignoró el pensamiento y se giró para mirarlo. Se sintió inquieta cuando la puerta se cerró, el ruido sordo resonó como un disparo. Lo vio arrancarse la peluca de la cabeza y tirarla a una silla cercana con la suficiente indiferencia como para traicionar aquella fingida calma exterior. Luego Haven se dedicó a desatarse la gruesa toga, y ella fue incapaz de apartar la vista de aquella mano grande y segura, bronceada, llena de elegancia y firmeza. Cuando finalizó la tarea, él se quitó la prenda de los hombros, consiguiendo que la ondulación de la oscura tela escarlata la distrajera. Luego alzó la mirada hacia la de él, hacia la cara donde una ceja oscura se arqueaba planteando una inquietante cuestión.

Cuando la ropa estuvo colgada en su lugar junto a la puerta, él se adentró más en la estancia.

—¿Dónde has estado?

Ella se acercó al gran ventanal orientado hacia el este, donde brillaba la cúpula de San Pablo en la distancia. Cruzó los brazos sobre el pecho con afectada indiferencia antes de responderle.

—¿Importa?

—Como huiste de mí, y la mitad de Londres me cree culpable de algún tipo de plan infame, sí, importa.

—¿Me creían muerta?

—No lo dicen, pero imagino que así es. Y tus hermanas no ayudan frunciéndome el ceño cada vez que nos cruzamos.

Ella contuvo la respiración con brusquedad, odiando la forma en la que se le contrajo el corazón ante la referencia a sus cuatro hermanas menores. Más cariño perdido.

—¿Y la otra mitad de Londres? ¿Qué piensa?

—Seguramente lo mismo, pero no me culpan por ello.

—Creen que me lo merecía. Por supuesto. —Haven no respondió, no obstante, ella supo que le daba la razón. Se lo merecía por haber atrapado a aquel pobre duque elegible sin ni siquiera haber tenido la decencia de darle un heredero. Ignoró la punzada de dolor que le provocó aquella injusticia—. Pues aquí estoy, vivita y coleando. Me imagino que eso desatará todas las malas lenguas.

—¿Dónde has estado? —repitió él con suavidad, y si no hubiera sabido que no era posible, Sera habría pensado que su voz contenía algo más que frustración.

Centró la atención en la fila de cuervos negros posados en el tejado del ala opuesta del edificio, brillantes bajo el calor de agosto. Se tomó un momento para contarlos: eran siete.

—Lejos.

—¿Es toda la respuesta que voy a recibir? Yo… —La réplica fue cortante y airada, pero fue la vacilación lo que reclamó su atención.

Lo miró.

—¿Tú qué?

Por un momento, pareció que iba a añadir algo más, aunque al final solo sacudió la cabeza.

—Así sea. Has vuelto.

—Dando problemas, como siempre, ¿verdad? —Lo vio apoyar las caderas en el gran escritorio de roble en mangas de camisa, con el chaleco y los pantalones, antes de cruzar las largas y musculosas piernas a la altura de los tobillos, con un vaso de cristal entre los dedos, como si no hubiera nada que le importara en el mundo. Ignoró su propia reacción ante la imagen que ofrecía y arqueó una ceja—. ¿No invitas a tu esposa a tomar un trago?

Él inclinó la cabeza a un lado; fue la única evidencia de sorpresa antes de que se enderezara y se acercara a una mesa donde había una jarra y tres vasos. Observó cómo vertía dos dedos de líquido ambarino; se movía con la misma gracia de siempre, elegancia y privilegios hechos carne, y luego levantó el vaso y se lo tendió con un brazo extendido.

Sera bebió un sorbo, y permanecieron en silencio lo que pareció una eternidad, hasta que no pudo soportarlo más.

—Deberías alegrarte por mi regreso.

—¿Debería?

Ella hubiera dado todo lo que poseía por saber lo que él estaba pensando.

—El divorcio te dará todo lo que siempre has querido.

Haven tomó un trago.

—¿Cómo supiste que quería ser el objetivo de los periódicos de Londres?

—Te casaste con una hermana Talbot, Excelencia. —Cinco chicas, blanco de todos los rumores de Londres, a las que habían apodado como las Peligrosas Talbot, hijas del conde de Wight, que una vez había sido minero, pero poseía una habilidad innata para encontrar reservas de combustible. Habilidad suficiente para conseguir el dinero necesario para comprarse un título. Con o sin él, el resto de la aristocracia no soportaba a la familia. La odiaba por su notable habilidad para trepar socialmente, juntándose con las celebridades por el bien de estas. La ironía, por supuesto, era que su padre había trabajado para ser dueño de ese dinero, no le había llegado junto con el título.

Cuán atrasado estaba el mundo…

—Mi destino, entonces, es una peligrosa Talbot.

Sera reprimió la vergüenza que la invadía al oír el apodo, el que ella había obtenido para todas.

«Me cazaste».

«Lo hice».

«Vete».

—No con cualquiera —apostilló ella, negándose a inclinarse ante él—. Con la más peligrosa de todas.

La miró durante un instante, como si pudiera leer sus pensamientos. Ella reprimió el impulso de moverse.

—Ya que no me dices a dónde has ido, quizá puedas informarme de por qué has regresado.

Ella bebió mientras consideraba la mentira que iba a tener que contar.

—¿No he sido lo suficientemente clara?

—¿Piensas que es fácil obtener el divorcio?

—Sé que no es así, pero acaso preferirías… ¿esto?

Él no apartó la vista. Su mirada era muy inquietante, parecía ver cada detalle incluso aunque intentaba ocultarlos todos.

—No seríamos los primeros en mantener un matrimonio sin amor.

No siempre habían carecido de amor.

—Ya he sufrido suficiente. —Abrió los brazos, extendiendo las manos—. Y, a diferencia del resto de la aristocracia, no tengo ninguna razón para no poner fin a una unión infeliz. No tengo nada que perder.

—Todo el mundo tiene algo que perder —aseguró él con una mirada penetrante.

Ella le respondió con otra igual de intensa.

—Te olvidas, marido, que yo ya lo he perdido todo.

Él miró hacia otro lado.

—No lo olvido. —Bebió otro sorbo, y ella no pudo dejar de notar cómo se tensaban los músculos de la mano que sostenía el vaso. Una parte pequeña, secreta y cerrada del interior de Sera se preguntó por qué. Pero esa parte debería seguir permaneciendo encerrada. No le importaba lo que recordaba.

Solo le interesaba que él era un hombre poderoso, con notables recursos, y que la disolución de su matrimonio era esencial para que ella pudiera conseguir la vida que había elegido para sí misma. La que había construido a partir de las cenizas que quedaban de su existencia.

—Voy a ser completamente sincera, Haven —dijo lentamente con forzada formalidad—. Esta es la única oportunidad que tenemos para deshacernos el uno del otro. Para borrar nuestro pasado. —Hizo una pausa—. ¿O tenías otro plan para exorcizar los demonios de nuestro matrimonio?

Él suspiró antes de dirigirse al escritorio, como si hubiera puesto fin a la conversación. Lo miró mientras él consideraba su movimiento. Imaginando que estaba decidiendo qué hacer.

—¿Lo tenías o no?

—De hecho, sí, lo tenía.

Eso si la había dejado sorprendida. Solo había tres formas de disolver un matrimonio. La suya era una. Las otras…

—No es posible una anulación —aseguró, odiando la nota de tristeza que contenían sus palabras. No contaba con que él insistiera en esa idea. Había habido un…

«Había habido un bebé».

—No me refiero a una anulación —añadió él sosteniéndole la mirada.

—Entonces tenías la intención de que me declararan muerta. —Por supuesto, a ella también se le había ocurrido. Por la noche, cuando pensaba en la posibilidad de que él deseara un heredero. Él podría haber cambiado de opinión. Podría haber decidido que deseaba tener otra mujer, otra familia.

Solo había una manera de despejar el camino hacia un nuevo heredero. Salvo que ella no estaba muerta. Otro problema menor.

—¿Al cabo de cuatro años? —La ley requería que pasaran siete para poder declarar muerta a una persona. Haven miró hacia otro lado.

—Bueno…, pero posees los fondos y el poder necesarios para eludir algo tan insignificante como el paso del tiempo, ¿verdad, duque?

Lo vio entrecerrar los ojos.

—Dices eso como si no planearas utilizar esos mismos fondos para convencer al Parlamento para que nos conceda el divorcio, algo tan exorbitantemente costoso que han autorizado, ¿cuántos? ¿doscientos cincuenta en toda la historia?