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Átame

Los personajes, eventos y sucesos que aparecen en esta obra son ficticios, cualquier semejanza con personas vivas o desaparecidas es pura coincidencia.

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© de la fotografía de la autora: Archivo de las autora

© Cristina Fernández 2019

© Editorial LxL 2019

www.editoriallxl.com

04240, Almería (España)

Primera edición: febrero 2019

Composición: Editorial LxL

ISBN:978-84-17516-95-6

Esta novela va dedicada a mi hijo Diego, la luz de mi vida, mi presente, mi futuro y lo mejor que me ha pasado.

Agradecerle, en primer lugar, a Editorial LxL la oportunidad y confianza depositada en mí.

Agradezco de corazón el apoyo de mi familia, en especial el de mi madre, que día a día me demuestra que sí se puede. Y a mi hermana Júlia «pestañas arriba».

Mi profundo agradecimiento a mis amig@s, en particular a Dani, por su energía y luz.

Y de manera muy especial, a Samuel, por escucharme y estar siempre a mi lado, por difícil que sea a veces. La próxima vez escribiré sobre un limonero, lo prometo. ;)

Una suave brisa me acarició la espalda, entendiendo que la puerta de la habitación se había abierto detrás de mí. Estaba a oscuras, con una única tenue luz en la entrada, casi nula. Yo estaba de cara a la pared, con la frente apoyada en ella y las muñecas en mi espalda.

Esperándolo.

No veía nada.

Mi piel desnuda se erizó cuando oí abrir y cerrar la puerta detrás de mí, y lo que supuse que eran sus pasos invadir la habitación y acercarse con sigilo.

Vestida únicamente con un tanga de encaje, a juego con unas medias de seda negras y unos zapatos brillantes de tacón de aguja rojos, lo esperaba cabizbaja. Con el pelo suelto. Sin mirarlo. Cómo él quería.

Ansiosa de su tacto.

Anhelando sus reacciones.

Pendiente de sus pasos y su aliento.

Esperando sus órdenes.

Mi respiración se aceleraba y podía oír mis latidos en un golpeteo incesante en mi pecho, a cada instante más rápido cuando reconocía el sonido de sus pasos.

Se detuvo en lo que yo sabía su particular ritual: allí, a medio camino entre la entrada y mi cuerpo, de pie, en silencio, posiblemente blandiendo la fusta entre sus grandes y tibias manos, con mirada oscura, lobuna y lasciva sobre mí... Indefensa, desnuda, de espaldas... A la espera. A su espera.

Mojé mis labios con la lengua, relamiéndome, y sentí mis pezones erectos, mi sexo húmedo, totalmente excitada y expectante a su voluntad.

—¿Estás cómo te gusta? —Su voz ronca rompió el silencio que invadía nuestra habitación tan especial—. Contesta, niña —exigió con ese encantador acento.

—Sí. —Jadeé casi fuera de mí. Él tenía ese poder sobre mi cuerpo, mi alma, mi persona.

—¿Seguro? —rugió con su preciosa voz, entendiendo, aun sin verlo, que estaba sonriendo como de costumbre; de medio lado.

—No. —Suspiré, esbozando una sonrisa, sin mirarlo. Si lo hacía me azotaría por romper el hechizo con las miradas.

—¿Y qué necesitas, niña? —susurró ronco acercándose un poco más, deteniéndose a mi lado, junto a la cama. Mientras partía el aire con el movimiento de lo que ya supe seguro, por el sonido, que era una fusta.

Sentía su calor cerca y, haciendo esfuerzos por no contemplar su escultural cuerpo, por no dejar que me embriagara su aroma, por no cubrirlo de caricias, besos, me invadió la pregunta de cuándo fue el momento en el que me envolví en aquel sórdido mundo que me engulló por completo.

Entonces decidí mi respuesta, aún no pronunciada, lo que no hizo tardar su impecable insistencia.

—¿Qué necesitas, niña? —repitió más alto, cuando un chasquido cortó el aire y sentí ardor en mis nalgas. La fusta. Mi tardanza en responder se tradujo en el primer azote de la noche—. Contesta —exigió.

Suspiré, recuperándome del estallido aún ardiente que había cruzado mis posaderas, húmeda y deseosa, contestando al fin a aquello que tanto deseaba, siendo la misma respuesta que él anhelaba en silencio:

—Átame.

Salgo de casa como alma que lleva el diablo, cogiendo el casco de la moto mientras me cruzo el bolso y me abrocho la chaqueta. Si no me doy prisa, seguramente llegaré justa, o quizá tarde, y aunque normalmente no habría pasado nada, ya que soy una empleada modelo que jamás ha llegado tarde, que me he quedado a deshoras para acabar mi trabajo y me he implicado al máximo con los objetivos de la empresa, precisamente hoy no quiero ni puedo retrasarme.

Es el día en que un «pez gordo» vendrá a ver la Mansión del Lago. La propiedad más complicada de vender, y es que no es para menos. Está ubicada en el centro de una montaña a menos de media hora de Barcelona, es un Edén en plena ciudad.

Sinceramente estoy enamorada de esa casa, pero resignada a enseñarla a ricachones indecisos que no me darán mi oportunidad. Y es que no es para menos. Se trata de un chalé precioso, con tres plantas, una de ellas bodega, en parte, y zona de aparcamiento. La primera planta, que da al jardín, es la entrada a la casa principal, con unas majestuosas columnas que dan lugar a un gran porche, el cual ocupa un tercio de la planta con sumo buen gusto. Está la piscina; parte cubierta por la propia casa y parte en el exterior. Las otras dos plantas son vivienda. La última tiene una habitación con el techo totalmente de cristal climatizado, el cual puede servir por el día como solárium, o por las noches como perfecto observatorio. En la suite, un jacuzzi y amplios y verdes jardines rodean la casa. En la parte de abajo, un lago natural, pequeño y encantador. Casi a la entrada, una acogedora casita de madera para los invitados y al lado de una fuente que da la bienvenida a la finca. Un sueño. Por supuesto, inalcanzable.

Pero a lo que sí puedo llegar es a la tremenda comisión que me llevaré al efectuar la venta. Y por fin ha llegado mi oportunidad. Paco, el gerente de la sucursal inmobiliaria de casas y chalés de lujo donde trabajo, ha decidido, junto con su vicepresidente, Hugo, que tengo el potencial suficiente para poder realizarla.

Así que me he levantado temprano, me he duchado, puesto guapa y, cuando iba a salir, Piru, mi gato, ha decidido meterse en casa del vecino.

No pasaría nada si mi vecino no fuera la especie de psicópata antianimalista capaz de envenenar a mi pobre gatito si lo encuentra. Así que resoplando he tenido que rescatarlo.

Más de media hora me ha tenido el puñetero gato hasta que he podido cogerlo, haciendo equilibrio entre los dos balcones, rezando para que nadie llame a la policía y me acuse de suicida o ladrona. Por lo tanto, a última hora, he tenido que correr más que un rayo para poder llegar a una hora prudencial a la oficina.

Pero está claro, el treinta de mayo de 2018, miércoles, no es mi día.

A pesar de estar a las puertas del verano, este año no hace más que llover y llover y hoy no iba a ser diferente, y me ha pillado una tromba de agua camino de la oficina. Los chuzos de punta han comenzado a caer de sopetón, sin que me dé tiempo a parar un momentito y ponerme el chubasquero.

Llego al trabajo haciendo peripecias y malabarismos para no caerme y morir debajo de un coche, llegando por fin.

«¡Qué tarde es!». Miro el reloj de muñeca y corro hasta la oficina, sin ni siquiera quitarme el casco. Tanta prisa llevo que, Elena, la recepcionista, que me conoce aun con el casco, me señala la sala de reuniones diciéndome con señas que corra.

Entro como un suspiro, irrumpiendo al abrir y cerrar la puerta, y al caer de bruces al suelo de espaldas, ya que me engancho el pañuelo con la puerta al cerrar y, al tener los zapatos tan mojados, me resbalo para irremediablemente caer. Los asistentes de la reunión se giran al unísono, siendo Javier y Mari Ángeles los únicos que se dignan a agacharse, quitarme el casco y el pañuelo y ayudarme a levantarme. Como si de la pesadilla de una quinceañera se tratase, veo cómo soy el ridículo centro de atención de todo el mundo.

—Hola —puedo emitir al abrir la boca, tan avergonzada que deseo que la tierra me trague.

Paco, el gerente, me señala con la palma abierta a alguien a quien Paola, la «rubia tetazas» de la oficina, tapa por completo.

—Ella es Alicia Blanco, la comercial que va a enseñarle la propiedad en la que está usted interesado… —Me mira de arriba abajo entre la decepción y el desprecio de quien ve a una rata sarnosa—. Iba a enseñarle… —Una punzada atraviesa mi estómago. ¿Iba? ¿Ya no?—. Sr. Veri, si no le importa, irá Paola en su lugar.

Unos deseos enormes de abofetear a Paco e irme llorando al más puro estilo de Hollywood me invaden, aunque las ganas me las guardo, manteniendo la compostura como puedo.

Mari Ángeles, compañera y amiga, me mira poniendo los ojos en blanco en señal de disgusto. Paola da un paso adelante con su asquerosa sonrisa de Barbie perfecta, dejándome ver al comprador, quien, movido por la curiosidad, me ojea de arriba abajo.

Con un sobrio traje de chaqueta negro, con el cabello engominado y muy corto, esos ojos verdes de impresión y una leve barba a la moda, me contempla un tiarrón de casi dos metros. Todo él es escultural. En este momento me da la sensación de que tiene músculos hasta en las orejas.

Me muerdo el labio inferior y bajo la mirada, avergonzada. Me imagino que la impresión que se llevará de mí no será muy buena. De aquí a la calle. Sin embargo, y ante la sorpresa atónita de los presentes, el tremendo señor de negro aparta a Paola hacia un lado y, con una gracia que me parece la de un ángel, dice ante la mirada de todos:

—No, prefiero que sea Alicia, la chica que habíamos acordado.

Su acento italiano es como música para mis oídos.

—Como prefiera, señor Veri —dice sorprendido Paco—. Será Alicia quien le acompañe.

El hombre de negro asiente y, acercándose a mí con ese aire endiosado y ese aroma delicioso, me toma de un codo ante la mirada de los presentes. Mari Ángeles me observa con una sonrisa, aplaudiendo disimuladamente en silencio.

—Vamos, Alicia. —Me atrajo hacia él—. Mi coche está fuera.

En un momento, antes de salir, Elena me alcanza al pasar mi valiosa agenda, y de camino al coche, en una rápida ojeada, puedo ver el nombre. Su nombre. Sandro Veri.

El día continúa nublado, aunque en el momento en el que el hombre de negro me ha sacado a la calle casi arrastras, ya no llueve. No sé la cara que han puesto los demás, pero habría pagado por ver la de Barbie de Paola. Es preciosa, no lo puedo negar, sin embargo, es muy creída y muy tonta.

Aún estoy alucinando, hasta que mi acompañante abre una de las puertas traseras de un Mercedes del mismo color que su traje y me invita a pasar, indicándome el interior con la palma de su mano hacia arriba.

Me siento, maravillada. Aún no sé si por la caballerosidad que me está demostrando o por el cochazo que estoy admirando nada más entrar. El interior es de piel beis, con detalles en plateado mate, los cristales oscuros, mampara para separar el conductor del pasaje, y una amplitud que ya la quisiera yo para mi comedor.

—Dime dónde vives, Alicia. Te acercaremos para que puedas cambiarte y secarte. —Me sonríe de medio lado con excelente educación.

—No se preocupe, señor Veri. —Después de todo el estropicio que he liado, vuelvo a ser la mujer profesional que soy—. Estoy bien.

—No, Alicia. —Su semblante se pone serio, borrando esa encantadora sonrisa ladeada que ya he grabado en mi mente—. No está bien. Está mojada y puede resfriarse. Dígame dónde vive para llevarla, o no tendré más remedio que solicitar los servicios de Paola. La he visto muy colaboradora.

Para esto último sí que sonríe, el muy chantajista, sacándome una leve sonrisa.

—De acuerdo, señor Veri. Le iré indicando a su conductor.

Asiente, agradado por mi respuesta. Vaya mandón me ha tocado. Pero vaya mandón reguapo. Indico al conductor, con mis señas especiales «Para aquí, para allá. Siga para arriba. Tuerza aquí». El hombre de negro sonríe al verme utilizar un millón de términos para no usar «derecha» e «izquierda». Me da vergüenza equivocarme, soy disléxica y siempre me confundo ¡liando cada una...! Pero eso es muy mío. Lo de liarla, vaya.

Le indico dónde parar y como un rayo subo los tres pisos hasta la segunda puerta de la tercera planta. Es una vivienda minúscula pero preciosa.

La cocina es americana y da a un comedor en el que cabe un sofá de tres plazas, una mesita elevable, el mueble de la tele y unas estanterías cuadradas del Ikea para mis libros y demás. Un baño con un plato de ducha, todo decorado en turquesa —color que me encanta—, y una amplia habitación de matrimonio con un armario empotrado gigante en el que cabe otro piso casi, y que, aunque muy útil, siempre lleno de trastos, y de mi ropa, claro. El balconcito minúsculo es mi refugio. Tiene un metro y poco de ancho y tres de largo, cogiendo mi comedor y habitación. Adornado con guirnaldas de luces de colores. Sin duda es mi rincón favorito.

Abro la puerta dejando las llaves puestas, muchas veces lo hago, ya que soy olvidadiza, y subo a buscar cosas para marcharme en un segundo.

Me quito la ropa de camino al dormitorio, y lo primero que hago es cambiarme el sujetador. Tiene algo de relleno y está empapado. Una vez que la ropa interior está limpia, me pongo unos pantalones negros, quiero estar muuuy presentable para el señor de negro megaelegante y supermillonario que me tiene que hacer ganar la dichosa comisión. Lanzo la blusa blanca sobre la cama, cuando oigo ese espeluznante ruido…

—Oh, no. —Me asomo al balcón—. ¡Piru, otra vez no...! —Me pongo la mano en la cara resoplando, entendiendo que el puñetero gato se ha propuesto arruinarme la vida—. Entra, precioso. —Le ofrezco mi mano entre los barrotes. Está sobre el aparato de aire acondicionado del vecino psicópata antianimalista—. Piru, cariño.

Pero ni Piru ni Pira. Y estoy a medio vestir, con el cliente en el coche.

—Date prisa, Ali —murmuro, entendiendo que me toca escalar por segunda vez.

Solo rezo por dos cosas, como de costumbre: para no caerme y para que no llamen a la policía. Saco una pierna por el balcón, luego la otra. No están muy alejados, pero hay medio metro más o menos. De espaldas a los barrotes me sujeto y pongo el otro pie en los del psicópata. Si me ve, me matará. Me agarro con una mano en mi barandilla y, abierta de piernas, con la otra en la otra balconera, de espaldas a la calle. Suelto la de las rejas del psicópata.

—Piru —lo llamo suplicando, y el gato me huele la mano. Pero el muy cabrón no se mueve—. Gatito. Gatito, ven mí bebé… —Le pongo voz de retrasadita, como a él le gusta, pero ni eso.

Me cago en el gato y en la madre que lo parió, ¡condenado cabrón! ¡Y venga! Sale la rabalera que hay dentro de mí. Si lo hubiese cogido en ese momento, no sé lo que le habría hecho.

En un impulso, pongo los dos pies en la balconera del vecino, jugándome el tipo, pero es que tengo muchísima prisa. Alcanzo al gato por el pellejo y devuelvo el pie a mi balconera. Lo voy a soltar cuando el cabrón se asusta, me araña, salta hacia casa, me hace perder el equilibrio y me quedo sujeta a mi balcón y sin apoyo en los pies, lo que ocasiona que me quede colgando.

Grito por el susto, pero del propio sobresalto mis manos se sujetan a los barrotes verticales, en vez de la barandilla horizontal, cosa que dificulta que pueda hacer fuerza y subir. Me encaramo como puedo, pero no es mi día y sigo resbalando. Y, por si fuera poco, empieza a llover.

Tengo ganas de llorar. Cierro los ojos e intento sobreponerme, me engancho, muevo los pies…, pero nada. Las lágrimas están al borde cuando siento que de la cintura del pantalón me sube alguien y, como una pluma, me deja en el suelo.

—¿Qué demonios haces? —Es el hombre de negro, pálido como la leche, con aire de cabreado—. ¿Estás loca?

Lo miro como un niño perdido que encuentra a su héroe. Aún sin saber por qué, lo abrazo con fuerza y sin remediarlo me pongo a llorar. Tiemblo del frío, o del susto, no lo sé.

Vuelvo a estar empapada.

Está unos segundos sin saber qué hacer, teniéndome sujeta como una lapa a su pecho, que huele tan divinamente bien. Entonces reacciona, me abraza y me dice con voz ronca:

—Tranquila. Todo ha pasado. Estoy aquí.

Lloro unos segundos más. Me recompongo, me da la vergüenza y me aparto.

—Perdóneme. Perdone. —Y mil disculpas más—. Si quiere otro comercial, yo… —Cierro los ojos, sabiendo que la he cagado de todas las maneras posibles.

—Alicia, vístete —me dice, haciéndome caer en la cuenta de que estoy en sujetador, cosa que me hace sonrojar y que me cubra al instante con los brazos—. Te espero en tu salón.

Y me deja aquí, plantada.

«Uy, salón dice —pienso—. Si más que un salón es un puño con cuatro muebles».

Aún temblando me pongo otro sujetador y la blusa. Y ya no tengo más ropa seria seca. Me la juego con unos vaqueros azules. Y la blusa no pega, así que una camiseta blanca de tirantes y un cárdigan beis. Me hago una coleta. Mis rizos con tanta agua se han venido arriba. Me veo los ojos azul mar. Eso me pasa cuando lloro, es extraño, pero se me aclaran.

Me pongo las converse y, decidida a acabar con esa presentación, nefasta, surrealista e inacabable, salgo en busca del hombre de negro, ahora mi héroe.

—Disculpe mi atuendo, señor Veri —le digo nada más salir—. No tengo más ropa formal seca, con este tiempo, yo…

—No te disculpes, Alicia —concluye con una sonrisa de lado, encantadora, mientras me observa.

—Gracias por, ya sabe… —Él vuelve a sonreír y yo me sonrojo—, por lo del balcón, señor Veri, yo…

—Sandro —corrige—. No hay de qué, Alicia —termina con otra sonrisa que ilumina mi casa.

Bajamos a la calle donde está el elegante Mercedes esperando con su impoluto chófer en el interior. Ya no hay nada en aquel hombre que me disguste, es más, todo en él me parece exquisito. Desde el olor de su traje, zapatos, gestos y, cómo no, esa sonrisa ladeada que derretiría a cualquier mujer.

Con suma educación me abre la puerta del coche para cerrarla tras de mí y subir a mi lado. Sandro le da las señas del chalé al chófer, donde, sin más dilación, nos dirigimos. Por el camino, ojeo el móvil un instante. Un Whatsapp de Mari Ángeles me hace sonreír: «No veas cómo te las gastas, te has ligado al italiano...», seguido del emoticono de un guiño, el cual me hace sonreír, pensando qué más quisiera que un tipo así se fijara en alguien como yo.

No me quejo de mi físico, soy morena, con el pelo largo y rizado, los ojos azules, piel blanca, llegando a la fluorescencia, de estatura más bien bajita y constitución normal. Si no fuera porque tengo mucho pecho. Es de lo único que presumo sin prejuicios a la hora de salir de fiesta, de mi escote y de los ojos.

Y, aunque no me ha ido mal con los hombres, siempre he tenido muy mala puntería. Mi última relación fue con el propio Paco. Sí, sí. Cada vez que la recuerdo me tapo los ojos. Una relación esporádica de sexo, secreta, porque está casado y con dos niños. Un error. Pero error de los grandes. Duró unos meses. La tercera vez que me alargó el divorcio con su mujer, Sofia, lo envié a freír espárragos. Estoy segura de que Paco me habría despedido, pero no le he dado la menor oportunidad. Es más, la venta de este chalé es una oportunidad que me he ganado según algún jefazo, no él solito.