Culo subido y otros relatos de humor

SIN TIEMPO QUE PERDER

© De los textos: 2009, Miguel Sánchez-Ostiz

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ISBN edición impresa: 978-84-9868-093-5

ISBN edición digital: 978-84-9868-262-5

Depósito legal: SS. 1199/09

SIN TIEMPO QUE PERDER

(2007-2008)

 

Miguel Sánchez-Ostiz

A L B E R D A N I A

A S T I R O

 

Colección ALGA

crónica

 

 

Certifico a vuesa merced que vi a uno
dellos, al más flaco, que se llamaba Jurre,
vizcaíno, tan olvidado ya de cómo y por
dónde se comía, que una cortecilla que le
cupo la llevó dos veces a los ojos, y entre
tres no le acertaban a encaminar las manos a
la boca.

 

Francisco de Quevedo

El Buscón

 

 

En 1931, la disentería corona lo que había iniciado el
estreñimiento; Loomis, pese a las miserias del cuerpo, da
cima a su opus máximo, que se publicaría póstumamente y
cuyas pruebas tuvimos el melancólico privilegio de
corregir. ¿A quién no se le alcanza que aludimos al famoso
volumen que, con resignación o ironía, se titula Tal vez?

 

Jorge Luis Borges y
Adolfo Bioy Casares

Crónicas de Bustos Domecq

Juan Bas

Este libro pretende ser el primer volumen de una colección dedicada a relatos de humor y está hecho ex profeso para formar parte del programa del nuevo festival La Risa de Bilbao / Bilboko Barrea. Primera Semana Internacional de Literatura de Humor y Humor Gráfico.

El libro lo forman cuentos encargados cada vez –cada año; la idea es que el festival sea anual, como el apareamiento de la hiena, la declaración de la renta o la gripe– a diez escritores que en su mayoría no trajinan habitualmente con el género humorístico. Así que desde luego lo que no van a faltar son nombres a los que proponer este pequeño juego narrativo, pues a la literatura de humor no nos dedicamos más que cuatro desorientados. Precisamente, al llevar a cabo esta idea de edición de un libro de humor, lo que me mueve en el fondo es el ruin resentimiento y la pueril intención reivindicativa de que los colegas se den cuenta en propia carne y pluma de lo difícil que es escribir un buen cuento de humor; conseguir hacer gracia con lo que se cuenta, con la palabra escrita. O sin llegar al humorismo puro: cubrir con una pátina de ironía sutil la narración –como hace Agustín Fernández Mallo en su cuento con la inquietante idea de un catálogo de Ikea tipo El Aleph, de Borges–, impregnarla de satírica mordacidad –los sarcasmos, como las buenas blasfemias, sólo uno de vez en cuando–. En todos los casos desde una mirada propia y un punto de vista personal y algo desviado, que es donde creo que radica lo esencial de la modesta magia de este género. Desviación en el sentido de trastorno mental, no de expansiones clericales delictivas, a diferencia de las filantrópicas de la monja folladora del lascivo –amo ese adjetivo, sobre todo en género femenino– cuento doble de Andrés Neuman.

Ustedes juzgarán los resultados al leer los diez cuentos. Mi mezquina alma de buhonero corcovado me prohíbe reconocer que han superado el reto sin recurrir al timo –como el que sufre Kirmen Uribe en su relato Berlín 2006– y que no ha debido de resultarles tan complicado lograrlo.

Lo que realmente me mantiene agobiado por los funestos presagios que me asaltan cual delirios de un mamado de absenta, es si de verdad esto va a ser una colección y va a publicarse más de un libro de relatos de humor. Si este no se queda en único, es decir, primero y último.

¿Por qué tengo este pésimo pálpito? Porque me temo que el festival en sí sea bamboleado por las calamidades y presa del infortunio; que resulte un fracaso. Y que sea La Risa de Bilbao la que no tenga continuidad y se quede también en primera y última. Que todo vaya de culo, como en Culo subido, el malévolo cuento de Fernando Aramburu que va a continuación de este lúgubre prólogo y da título al libro.

Y de nuevo, ¿por qué la intuición de adversidad y piélago de calamidades si el programa está muy bien, los invitados son de lustre, la infraestructura es sólida y todo está listo para el parto?

Sencilla y llanamente: porque soy un gafe y atraigo a la mala suerte como un tonto maloliente a las moscas.

Los desastres de Asier Cabezón, la novelita infantil de humor que escribí con María, mi hija, albergaba una fuerte carga autobiográfica. Desde pequeño he sido un cenizo. He magnetizado la hecatombe, la entropía y el caos sobre mí mismo, allegados, terceros e incluso entidades sin ánimo de lucro.

Esta maldición redujo su multiplicidad de plaga una vez llegué a la edad adulta, pero se especializó –y sigue haciéndolo– de un modo curioso. Desde que me dediqué a labores de escritura, los “accidentes” y descalabros se han producido siempre en exposiciones, ferias, festivales o congresos a los que he sido invitado o en los que he tenido algo que ver.

La primera manifestación de esta peculiar malasombra social se materializó en la Exposición Universal de Sevilla de 1992. Había escrito con Fernando Marías –que participa en este libro con un divertido relato en línea humorística Bustos Domecq– un guión por encargo, sobre la fábrica de boinas La Encartada, para un corto grabado en alta definición que se exhibía en un gran monitor dentro del pabellón de Euskadi. El monitor sufrió un cortocircuito que derivó en un incendio inexplicablemente incontrolado que sumió en el siniestro casi total el pabellón al completo y estuvo en un tris de extenderse al anejo de Navarra. En su lejano momento no me sentí culpable del percance por ausencia física en el lugar de autos, pero tuve mis sospechas sobre la larga mano del poder gafe.

El segundo brote –nunca mejor dicho– de la cosecha de infortunios se produjo en la feria del libro de Málaga. No quedó claro si el agente ejecutor del mal fario fue la ensaladilla rusa o las gambas a la plancha de Casa Palomino y Ventosa, donde se celebró el ágape de bienvenida. Nada menos que veintidós casos de salmonela y una intoxicación extrema del vate local –en el brillante cuento de Juan Bonilla hay una excéntrica venganza poética– José Arquímedes Tabloncillo, que a punto estuvo el hombre de entregar la cuchara. Yo, como una rosa. Lo cual incrementó el tormento que me infligió la atribulada conciencia.

Después, y hasta el presente, ha habido variados percances en diversos escenarios. Sería prolijo y humillante pormenorizar todos.

En la Semana Negra de Gijón no calibré que el elefante –animal que junto al mono acarrea consecuencias políticas en el exuberante relato de Ángeles Caso– sobre el que se había montado Paco Ignacio Taibo para hacer el indio, se espantara por tan poco como citarlo con una camisa roja a modo de capote. De la estampida del proboscideo se llevaron la peor parte los del chiringuito secular de lacones, pulpo y cachelos en perenne estado de ebullición y sobre todo la noria, cuyo eje se desplazó –como el de la Tierra tras un gran terremoto– por la franca colisión de la rotunda bestia con la estructura. La noria negó a Giordano Bruno y a Copérnico y no volvió a girar. A Paco, con unas atenciones mínimas en la casa de socorro, lo dejaron como nuevo. Ya ha vuelto a hablarme. Hace poco.

Lo del elefante no fue la única tropelía en la Semana Negra, pero el percance del inofensivo tiburón que apareció muerto en la playa de poniente no pudieron probar directamente que estuviese relacionado con mi baño previo en esas aguas. Sin embargo, la culpa de la irreversible flaccidez de la carpa de la exposición de soldaditos de plomo, me la comí entera. Todavía me siguen invitando a la Semana Negra. Les doy pena y son masoquistas, pero al llegar me hacen firmar un contrato de responsabilidad civil y penal de cláusulas tiranosáuricas más que leoninas; anteriores a la declaración de derechos humanos.

En el Instituto Cervantes de Moscú fui declarado persona non grata; en el de Milán me han prohibido volver, en realidad a la ciudad en general; en el de Múnich me acusaron de fomentar unos disturbios neonazis; y en el de Hamburgo…, mejor dejar estar lo de Hamburgo hasta que supere la agregada cultural de la embajada la histeria de lo de su chihuahua y la den de alta en la clínica psiquiátrica. ¡Qué fatalidad! Fue una cadena de hechos contraria a la lógica, como de índole sobrenatural, que comenzó con un tonto traspiés en un transporte fluvial y terminó con el chucho en un microondas. Por cierto, el hilarante cuento de Montero Glez, La mascota, va de trullo y zoofilia –acertado maridaje– con un perrito pilonero.

En Cosenza, Calabria, donde fui invitado a participar en una exótica mesa redonda en un teatro, se desplomó un palco cuando lo miré. Bien es verdad que el voladizo cargaba con un par de paquidermos dignos de ser montados por Taibo: dos gordas de chiste –hijas de un capo local de la ‘Ndrangueta, pocas risas con eso; afortunadamente, no se rompieron muchos huesos y fueron de los pequeños, bueno, medianos–; pero sé en lo más profundo de mi fuero interno, en la verdad de la entraña, que el ariete fui yo: mi demoledora mirada.

El último “accidente” hasta la fecha –toco madera; al hacerlo, le he dado con el codo al reloj de arena del escritorio, se ha caído y se ha hecho polvo, también nunca mejor dicho– fue el año pasado, en el festival de novela negra de Toulouse que dirige el bueno de Claude Mesplède.

De nuevo sucedió durante una mesa redonda –me salen cuadradas a mí las mesas redondas–, o más bien justo antes de su comienzo. El acto tenía lugar en un local del Partido Comunista Francés que parecía haber sido planificado por un arquitecto a la derecha del cabrón de Le Pen. No he visto salón de actos con tal irregularidad de escaleras, niveles y extraños huecos en el suelo y entre los peldaños que habrían fascinado a un trampero del Klondyke.

Para la mesa redonda, en la que participábamos muchos, teníamos que sentarnos en fila en una estrecha franja, con tres escalones vertiginosos por delante y una mesa seguida de los mismos, ya en el nivel suelo, sobre la que se alzaban dos micrófonos con largo brazo, para que cubrieran la inusual distancia hasta los ponentes –de huevos–, y reposaba un proyector de diapositivas o aparato similar.

Mi educación de bilbaíno unida a mi inagotable imprudencia no atemperada por décadas de ser gafe, me obligaron a ofrecer que ya me sentaba yo en la esquina, justo en la tangente con otras peligrosas escaleras laterales. Así que colocaba yo mi sillita al lado de la de mi amigo Lorenzo Silva, cuando noté que metía la pata, o sea el pie, en uno de aquellos malditos huecos trampa. Por lógico efecto de la repentina desnivelación, perdí el equilibrio y toda mi generosa humanidad cayó hacia delante, escaleras abajo. Tuve los reflejos de apoyarme en la mesa del nivel suelo para ver si así evitaba el leñazo, pero fue en vano. La mesa no soportó mi carga y mueble, micrófonos, cacharro de diapositivas y yo dimos en el suelo con escandaloso estruendo. Mientras sucedía el nuevo desastre, tuve la lucidez de pensar que era un ceniciento sin remedio y que me estaba dando una hostia de campeonato. No me hice nada –el moratón sobre una costilla me duró semanas– y me levanté lo más rápido y digno que pude, es decir, con lentitud y pasando previamente por la vejatoria posición de cuatro patas. Dije en mi atildado francés que no había problema y que estaba bien, ante el estupor del público, que no rompió a soltar la lógica carcajada porque en primera instancia la gente creyó que me había matado. Mi querida amiga Alicia Giménez Bartlett, que también formaba parte del elenco y no vio la secuencia de desplome, supuso con su proverbial optimismo que me había fulminado un infarto.

Si cuando uno se la pega en la calle le invade una fuerte vergüenza por haber hecho el ridículo, imagínense el papelón delante de las doscientas personas a las que vas a hablar a continuación. Para hacerme el duro y el gracioso, plagié a Woody Allen –el cuento en que se cae de un palco de la ópera y todas las noches repite el número para que no piensen que fue un accidente– y balbuceé al respetable que había sido un gag ensayado y que en la siguiente mesa redonda lo repetiría mal paso a mal paso. Los educados franceses me rieron el patético chiste con piadoso sentido de la lástima.

Pusieron en pie la mesa. Por supuesto, los micrófonos dejaron de funcionar y se llevaron el proyector con caras compungidas. Quedaron en el suelo unos cuantos tornillos. Raúl Argemí, que también estaba en el ajo, expresó su duda acerca de si aquella tornillería procedía del mueble o de mi cabeza.

Creo que tras esta penosa sarta de confesiones –el prefacio del sensible cuento de Lola Beccaria se mueve también en el terreno de la confesión personal con ribetes jocosos– comprenderán por qué tengo fundados temores de que el festival La Risa de Bilbao saldrá en las páginas de sucesos de los periódicos en vez de en las de cultura.

Pero quién dijo miedo. Soy un gafe, pero también un inconsciente. Voy a considerar que todo se debe únicamente a mi neurosis congénita y a los ocasionales ramalazos psicóticos y por tanto al azar. Aunque sea por una vez, algo va a ir bien y se romperá el maleficio.

Por ejemplo ahora, mientras termino de escribir este prólogo, voy a considerar que la larga grieta que se abre camino por una de las paredes de mi abigarrado despachito se debe a una ilusión óptica causada por el quinto dry martini. Y que los gritos de “¡fuego!, ¡fuego!”, que oigo provenientes de la escalera, los profiere mi vecina de arriba, la autista –el claustrofóbico y kafkiano cuento de Iban Zaldua se desarrolla a través del diálogo de dos etarras autistas, valga el pleonasmo, tipo Epi y Blas–, que se habrá quedado sin lumbre para su sempiterno canuto de hachís con marihuana.

Juan Bas

Director por el momento de

La Risa de Bilbao / Bilboko Barrea

 

 

 

Fernando Aramburu nació en San Sebastián en 1959. Fue miembro fundador del Grupo CLOC de Arte y Desarte, que en su día combinó la acción contracultural con la práctica del humor surrealista. Se licenció en Filología Hispánica en la Universidad de Zaragoza. Desde 1985 reside de forma permanente en Alemania, donde se dedica exclusivamente a la creación literaria. Empezó su carrera literaria como poeta. En 1996 publicó su primera novela, Fuegos con limón, a la que siguieron cuatro títulos más en los años posteriores, así como los volúmenes de cuentos No ser no duele, El artista y su cadáver y Los peces de la amargura. Se ha dedicado asimismo a la literatura para niños y a la traducción de literatura alemana. Colabora habitualmente en la prensa.

Culo subido

Fernando Aramburu

No sé para qué me casé. La madre de Eva dijo:

–¿Por qué no os casáis? Lleváis tantos años juntos.

Y nos casamos.

No es que me arrepienta, ojo. Ocurre que Eva no es fácil y yo esto, al principio, no lo sabía. Definitivamente no es una mujer fácil. Si ella supiera lo que pienso alegaría que tampoco yo soy un hombre fácil. Me llenaría los oídos de razonamientos, aportaría pruebas, me declararía culpable de diez o doce fechorías domésticas cometidas por mí en los últimos tiempos. En una palabra, sentenciaría que la naturaleza me infradotó –habla así, es profesora– para el afecto. Hace un tiempo habría dicho para el amor, pero los dos hemos rebasado los cuarenta años. Ahora queda más apañadito y menos lujurioso usar la palabra afecto, que es poco o nada evocadora de trajines en la cama.

Pues sí, somos difíciles, pero creo que ella es un punto más difícil que yo. Su madre, incitadora de nuestro matrimonio, murió este verano no, el anterior. Eva le había pedido que llevara la bolsa de la basura al contenedor de la calle.

–Mamá, ahora que te vas, ¿podrías…?

Y la vieja se dio un hostión bajando la escalera.

–No habría pasado –me dijo Eva al cabo de un mes– si tú te hubieras ofrecido a cumplir la tarea.

–O sea, que para ti era preferible que me hubiese caído yo.

–Tienes más agilidad, aunque eres muy torpe. Seguro que te habrías agarrado al barandal.

Mantuvimos una discusión tras la cual yo me fui a lavarme los dientes –eran las once de la noche– convencido de haber matado a su madre. Me miré en el espejo y, no tengo por qué ocultarlo, me gusté.

La vieja, a sus setenta años, se aplicaba maquillaje en cantidades excesivas. Vamos, se ponía tanta pasta en la cara que, el día en que rodó por las escaleras, su frente dejó en la cal de la pared una marca de tonalidad beis, aparte, claro está, del manchurrón de sangre que Eva bajó a limpiar al día siguiente.

Poco después trajimos a su padre a vivir con nosotros. Bueno, lo trajo Eva, que me puso al corriente de su decisión cuando el viejo ya estaba vegetando en el sofá de la sala. A Cesáreo no le echo ninguna culpa. Yo, con Cesáreo, siempre me he llevado bien porque habla poco y además los dos somos del Madrid; aunque él, ahora, no es de nada porque no se entera de nada.

Tiene una verruga violeta, casi negra, en el labio inferior. Se mueve con andador por la casa. No puedo decir taca-taca porque Eva se cabrea. Opina que me burlo de su padre.

El viejo sólo sale a la calle cuando lo sacamos. Como mucho hasta la esquina del edificio, desde donde se avista un tramo de la Castellana, y luego vuelta para atrás.

Pronto hará tres años que empezó a trastornarse. De la muerte de su mujer creemos que no se enteró. Al menos no le hemos oído preguntar por ella.

A veces, cuando Eva está en la universidad, tengo mis pequeños regocijos a costa del viejo.

–Cesáreo, tu mujer se ha largado con un negro.

Me mira bobalicón y sonríe. Me da que sabe que le hablo aunque no me entienda.

–Que sí, que la han visto en el metro haciéndole una felación delante de toda la gente.

Sigue sonriendo.

–¿No sabes que en Madrid viven ahora muchos negros? Uno se ha hecho chulo de tu mujer.

Lo dicho, es un bendito. No se entera de nada. A veces me da envidia.

También lo cuido, lo uno por la pena que me da, lo otro porque tratarlo con humanidad me procura beneficios. Si Eva observa que le peino las cejas a su padre, que le paso durante las comidas la servilleta por la verruga del labio o lo bajo los domingos por la tarde a mirar el tráfico, entonces se ablanda, se pone de buen humor, se enternece y hasta me llama “cariño”.

–Cariño –dice–, convendría que arreglaras la manivela del toldo.

En otros casos ordena simplemente que arregle la manivela del toldo. Añade que ya es la tercera vez que me lo pide, con todo el trabajo que le dan las clases. En cambio, me echa migajas de ternura si me ocupo de su padre.

Una asistenta dominicana, de habla melosa y poco más de metro y medio de estatura, atiende a Cesáreo de lunes a sábado. La tenemos por buena persona, aunque de un tiempo a esta parte le ha dado por hurtarnos un poquillo. Nada del otro mundo: botes de conserva, algún cubierto, algunas monedas que estaban a la vista. Pero la necesitamos y la que venía antes era peor.

La dominicana no llega hasta las diez, así que no es raro que me toque afeitar a Cesáreo, darle el desayuno o ponerlo a que se solee en el balcón si Eva ya ha salido para la universidad y, si no, también. El viejo es dócil. Una mañana, a fin de poner a prueba sus reflejos, lo tuve tres cuartos de hora sentado en el balcón con una de sus zapatillas encima de la cabeza. A él qué más le da si no se entera. De alguna manera me tengo que entretener.

El día de la conferencia, en cuanto vi a Eva delante del espejo del ropero con la mueca de echarse a llorar, corrí a ocuparme del viejo. Pensé que así atareado me libraría de la escena patética que se avecinaba.

En descargo de Eva tengo que decir que ella no es la típica mujer con dos grifos en medio de la cara. Llora de uvas a peras. Quizá por eso se le van acumulando las lágrimas como se acumula el agua delante de una presa y, cuando le da por vaciar las glándulas, lo hace de manera torrencial.

O sea que tiene un llanto pluvioso, gimiente, estremecido, histérico y, en definitiva, desagradable, hasta el punto de que no puedo presenciarlo sin sentir vergüenza ajena.

–Se me ha subido el culo –me dijo de repente, ya la voz temblorosa, mientras se observaba de perfil en el espejo del ropero–. Ha debido de ocurrir por la noche, cuando dormía. Justo hoy que tengo que dar la conferencia.

–Luego te miro, Eva, que ahora tengo que darle la medicina a Cesáreo.

Y con esa excusa me largué a refugiarme detrás del sillón del anciano.

No me sirvió de nada. Al poco rato ella me llamó. Vi venir por el aire la pronunciación entrecortada y como zigzagueante de mi nombre, partida por un hipo violento que me hizo el efecto de una avispa dentro de los oídos.