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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2015 María Luisa Ayesta Fernández-Pacheco

© 2019 para esta edición. Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Conquistar la luna, n.º 186 - 1.5.19

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total oparcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de HarlequinBooks S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situacionesson producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente,y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos denegocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

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Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Dreamstime.com.

 

I.S.B.N.: 978-84-132-8158-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Dedicatoria

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Epílogo

Agradecimientos

Dedicatoria

 

 

 

 

 

Para Chente,

mi compañero de vida,

mi familia y mi hogar.

Capítulo 1

 

 

 

 

 

LA DESPEDIDA DE SOLTERA

 

Sin duda alguna, todo comenzó la noche de la despedida de soltera de Elvira, la jefa de Luna. No es insólito que este tipo de fiestas, más o menos desenfrenadas, den pie a que cambie la vida de algunas personas… para siempre. Los momentos previos a una boda predisponen, no solo a los novios, sino también a sus familiares y amigos, a reflexionar y replantearse ciertos temas, así como a hacer revisión y evaluación de la vida. Si además una noche de cierta locura desemboca en algún disparate, las consecuencias también animan a dichos cambios.

En este caso, como en otros muchos, el alcohol no fue uno más, sino el primordial, de los actores principales. Si Luna no hubiera bebido, un sinnúmero de acontecimientos no habrían ocurrido tal y como se desarrollaron. Y lo raro es que ella bebiera, pues la joven, por principio, no solía beber jamás. Nada. Es más, odiaba las bebidas alcohólicas tanto como la falta de sobriedad, así que el hecho de emborracharse se debió más a un impulso producto de los nervios por no encontrarse en su ambiente, a no querer llamar la atención y a la facilidad con que se suben los licores a quienes no están acostumbrados a beber, que a una verdadera intención de hacerlo.

Luna Álvarez todavía no llevaba un año trabajando como creativa en la agencia de publicidad que Elvira Gómez dirigía cuando esta la invitó a celebrar con ella y sus amigas su última noche antes de la boda.

—No te asustes, no vamos a hacer nada extravagante: una cena de mujeres en algún restaurante divertido y luego tomaremos unas copas. Irán también otras compañeras —le informó, facilitándole los nombres de colegas de otros departamentos, pero a las que tampoco conocía mucho.

Tan abrumada como agradecida por la invitación, Luna aceptó balbuceante el plan y automáticamente pasó a preocuparse por lo primero que ocupa la cabeza de una mujer cuando tiene un evento imprevisto: la indumentaria. No teniendo muy claro qué tipo de atuendo llevar para la ocasión, optó por lo que le pareció que no le haría destacar y se puso su mejor traje chaqueta pantalón, con solapas de satén, en un color rojo cereza apagado, que moldeaba discretamente su pequeña y esbelta figura. Se puso unos zapatos de piel planos de Farrutx en color beige que le habían costado una pasta incluso en rebajas y, como su presupuesto nunca le había permitido un buen bolso, se llevó un clutch de punto de cruz que nadie que lo viera podría pensar que era del chino de la esquina de Bravo Murillo.

Se miró al espejo de su cuarto de baño una vez lista, temerosa de no ir adecuada ni para una fiesta ni para el trabajo, pero no sabiendo en realidad qué ponerse. Nunca tenía muy clara la etiqueta de los diferentes actos y como su vida social nunca había sido muy activa, siempre que tenía que asistir a algo se encontraba con las mismas inseguridades. Se dio cuenta de lo nerviosa que estaba cuando al trazarse la línea del ojo vio que la mano le temblaba ligeramente.

Luna sabía que Elvira pertenecía al mundo del dinero y a un nivel social muy por encima de sus posibilidades y aquello le intimidaba. No podía entender por qué su jefa la había invitado, no solo a ella sino también a otras mujeres de la empresa, a un encuentro que debería ser exclusivamente familiar y de amigas, y le daba miedo no estar a la altura, quedar en evidencia y hacer el ridículo. A sus veintiséis años, a Luna no se le daban exactamente bien las relaciones, apenas tenía amistades y se sentía inculta, inexperta e inapropiada en el sofisticado mundillo que, intuía, rodeaba a su jefa. Ella se movía cómoda en su rutina del trabajo a casa y pasaba los fines de semana pintando, dando paseos, visitando museos y exposiciones concretas o viendo películas clásicas de cine norteamericano. El plan de esta noche, no solo no le apetecía sino que, como a toda persona poco acostumbrada a alternar, le producía ansiedad, máxime cuando además se iba a relacionar con gente tan ajena a su mundo.

El prometido de Elvira se había licenciado en ICADE—3 una década atrás, había vivido en el extranjero, había realizado un par de carísimos másteres para ejecutivos y era uno de los seis vicepresidentes del tercer banco europeo. Aunque Elvira todavía vivía en casa de sus padres, un precioso chalet en una parcela de un millar de metros cuadrados en la Moraleja, en cuanto se casaran, ella y Juan pasarían a ocupar un enorme piso antiguo que habían remodelado y que estaba ubicado en pleno barrio Salamanca, en el mismo edificio en el que nada menos que la infanta Elena había vivido desde su boda con Marichalar, lo que les permitiría estar cerca de sus respectivos trabajos.

Los padres de la pareja eran empresarios de mayor o menor éxito, dedicados al mundo de la inversión y de la bolsa, antiguos conocidos y socios del mismo selecto club de Puerta de Hierro donde jugaban al golf y organizaban viajes a lugares paradisíacos con pandillas de amigos con los que mantenían afinidades y riquezas. Las madres, por su parte, provenían de las llamadas anteriormente «familias bien» de la posguerra española, con un equilibrado porcentaje de herencia y patrimonio a sus espaldas y, en concreto, la madre de Juan ostentaba el título de marquesa. Llevaban diamantes en el dedo como el resto del mundo lleva tatuajes o pulseras de cuerdas, poseían sedanes de marcas de lujo que eran conducidos por sus chóferes y colaboraban en asociaciones para las que creaban mercadillos solidarios, cenas de gala o talleres de manualidades y en los que conseguían que los maridos donasen enormes cantidades de dinero.

El noventa por ciento de las cuentas que facturaba la agencia de Elvira provenía de una intrincada red de contactos profesionales, sociales y familiares de la propia dueña, y Luna se había fijado en que las amistades que habían ido a visitar a su jefa al despacho vestían ropa de los mejores diseñadores o con trajes a medida, así que la joven contratada no quería detenerse a pensar en lo lejos que aquello quedaba de su humilde guardarropa, creado a base de esfuerzo y de una ardua selección entre las tiendas de saldos, y, en los mejores casos, las segundas rebajas de Purificación García o Roberto Verino.

Antes de abandonar su pequeño apartamento alquilado en una callejuela de la céntrica glorieta de Cuatro Caminos, Luna se echó un último vistazo al espejo, levantó los hombros e intentó simular un aplomo del que carecía. Había pasado por cosas peores, se recordó y además, nadie más que ella sabía cómo se sentía, lo cual era muy animante, ya que nadie tenía por qué conocer el tremendo esfuerzo que aquella cena le suponía. Todo se limitaba a afrontar con éxito las siguientes cinco horas. Una vez pasaran, ella estaría de vuelta en su hogar y en su cómoda rutina diaria.

Llegó al restaurante en la calle de Príncipe de Vergara veinte minutos después, cuando ya un numeroso grupo de mujeres estaba sentado en una alargada mesa para unos treinta comensales, con Elvira en la presidencia. En cuanto la jefa vio a su diseñadora gráfica, y con la soltura de quien se sabe el centro de atención, introdujo a Luna presentándola una por una a sus amigas, añadiendo a cada nombre algún detalle descriptivo que pudiera parecerle de interés: esta trabajaba en una empresa de la competencia, aquella tenía un hermano famoso pintor, la rubia teñida del Rolex de oro era la hermana de Juan –su prometido–, la morena de los zapatos Manolos era una prima, la alta de apariencia más joven era su hermana y, sin duda, guardaban algún parecido… En definitiva: más o menos guapas, más o menos delgadas, todas iban impecablemente vestidas y llevaban bolsos y complementos a la última y de las mejores tiendas, hablaban entre sí de conocidos de los que Luna no sabía nada y se reían efusivamente pero de un modo elegante mientras tomaban sus primeros vinos.

Luna se sintió agradecida cuando aparecieron dos compañeras del trabajo con las que pensó juntarse. Sin embargo, Elvira no se lo permitió, obligándola a sentarse a su lado.

Nunca antes nadie la había hecho sentirse así. Luna no era tan ingenua como para no darse cuenta de que, precisamente, ese gesto de favoritismo era indicativo de lo frágil de su posición, pero aun así se sintió agradecida y una oleada de calor le llegó al corazón al mismo tiempo que el rubor tiñó sus mejillas. Procuró comportarse lo más dignamente posible y ser una buena conversadora, así como adoptar una actitud acorde con el aire festivo y las bromas que toda novia debe soportar en este tipo de eventos. Y aunque empezó de manera un tanto impostada, a medida que sus intervenciones eran acogidas calurosamente, dejó de preocuparse y acabó por actuar con naturalidad.

No consiguió eludir el vino, con el que se brindó en varias ocasiones y, sin darse cuenta, se fue poniendo cada vez más a tono, hasta el punto que dejó de llevar la cuenta del número de veces que los camareros le rellenaron la copa. A más bebía, menos le importaba hacerlo y además, el vino vigoroso, contribuía a su demanda. Pero lo mejor fue que, con la colaboración de la bebida, las cariñosas atenciones de su jefa y las desinhibidas conversaciones de las comensales, su temor fue desapareciendo hasta el punto de acabar sintiéndose completamente a gusto. Y lo más importante: empezó a pasarlo bien.

Como colofón a la cena, el dueño del local, que conocía desde hacía tiempo a la futura novia y sus íntimas, las invitó a unos chupitos de licor de melocotón que contribuyeron a acalorar a Luna. Cuando terminaron de cenar, la joven tenía sus ojos color whisky brillantes, la tez sonrosada y se había recogido el pelo, peinado cuidadosamente durante una hora entera en casa, en un moño improvisado con un bolígrafo que llevaba en el bolso y que hizo las veces de horquilla. Además, también se había quitado la chaqueta, abandonada descuidadamente en el respaldo de la silla, soportando cada vez menos el calor que se iba generando en el interior de su cuerpo.

Elvira la cogió de los hombros y la obligó a ir en su coche hasta el local donde pensaban tomarse unas copas y bailar. Era este un establecimiento situado en la calle Juan Bravo que comenzaba a mostrar algo de movimiento cuando llegaron y que no alcanzaría su momento álgido hasta las dos de la mañana. Con una discreta entrada y una puerta doble de madera encastrada en un soportal de mármol, el pub estaba solemnemente vigilado por un gorila de modales tan corteses que más recordaba a los mayordomos victorianos que a los modernos guardias de seguridad. Al sujetar los cortinajes de terciopelo, impolutos y con tal frescor que parecían perfumados, el hombre de mediana edad saludó con correcta familiaridad a la treintena de jóvenes achispadas que irrumpieron entre risas, dando indicios suficientes a Luna para que esta supusiera acertadamente que era el lugar de encuentro habitual de muchas de ellas.

Decorado con discreción pero con calidad, el pub había sido ligeramente oscurecido en las zonas de mesas reservadas y los altavoces dirigían la música a gran volumen hacia una pequeña pista de baile central de suelo de madera, que destacaba por su mayor iluminación en contraste con el resto del lugar, enmoquetado en negro. El local estaba limpio y bien oxigenado, y la pequeña representación de parroquianos que ya ocupaban sus puestos habituales hablaba de posición, clase y dinero. Enseguida, algunas de las amigas de Elvira se pusieron a bailar con una copa en la mano, mientras que otro grupo se sentó en un rincón.

A Luna le tocó pagar la siguiente ronda de copas y el corazón le dio un vuelco cuando vio el precio. Resignada y apesadumbrada, pero lo suficientemente bebida como para decidir quitarle importancia y relegar el asunto al día siguiente, abonó la cantidad dividida entre la lástima, por el varapalo que estaba sufriendo su economía a causa de la dichosa despedida, y la gratitud, porque con la cantidad de mujeres que se encontraban allí no le volvería a tocar pagar en toda la noche. O eso esperaba.

La borrachera que Luna se cogió era lo suficientemente gorda como para impulsarla a bailar, algo que no solía hacer delante de nadie y sí mientras barría y arreglaba su piso en solitario, con Mecano y Alaska y Dinarama de fondo. Habían formado un irregular círculo entre todas y la joven había perdido por completo sus inhibiciones. Con la camiseta blanca sin mangas y la chaqueta completamente perdida en algún lugar del reservado junto a su bolso, Luna movía las caderas, alzaba los brazos y cantaba sin escucharse mientras saciaba su sed con un Martini y reía a carcajadas ante cualquier comentario que le hicieran sus acompañantes.

Así fue como la vio Bosco Joveller nada más entrar.

 

 

Sin desviar la vista de la joven que había llamado tan poderosamente su atención, Bosco se dirigió hacia la barra mientras se quitaba de encima su chaqueta azul marino.

—Lo de siempre —pidió cuando el camarero se acercó a preguntarle, pero sin apartar la mirada de la mujer que con tanta sensualidad se movía por la pista al ritmo de Shakira.

Distraído como estaba, apenas vio venir a Elvira, la prometida de su amigo, que se colgó de su cuello, derramando con el movimiento la mitad del contenido de la copa que llevaba en la mano, y le besó sonoramente cada mejilla.

—¿Qué haces aquí, Bosco? ¡No me digas que has quedado con Juan!

Bosco asintió, aceptando que, inevitablemente, debía apartar la vista de la desconocida y reprimiendo las ganas de limpiarse de las mejillas el carmín que le había dejado con sus sonoros besos la novia de su compañero de carrera. Un solo vistazo le bastó para darse cuenta de que Elvira estaba algo más que achispada y no pudo evitar sonreír. Aquella mujer siempre le había caído bien y las pocas veces que se había cogido una buena curda había resultado divertidísima.

—Pero ¿qué os pasa? ¡No puede venir! —le gritó Elvira, fingiendo estar enfadada y arrastrando las palabras—. El novio no puede, no debe, aparecer en la despedida de soltera de su novia y, aunque este local sea tuyo, haré lo que sea necesario para que os vayáis.

—¿Estás celebrando tu despedida de soltera? —preguntó Bosco, simulando no saberlo. De hecho, estaba allí porque Juan le había pedido ex profeso que fuera. El celoso prometido no había podido resistirse, sabiendo que su futura mujer podía estar haciendo algún disparate alejada de él, y le había citado allí para echar un ojo a Elvira y sus amigas.

—Seguro que Juan sí lo sabe —dijo la joven, intuyendo la verdad en la bruma mental de su estado—. Como aparezca, lo voy a matar. —Aunque, por alguna razón, el enfado que sabía debía sentir no terminaba de germinar en su interior.

En ese mismo momento, el recién mencionado llegaba hasta donde ellos se encontraban. Alto y grande como un oso, Juan, sonriendo, se acercó a su novia por detrás, y con gran ternura le rodeó la cintura con sus brazos.

—¿Qué haces aquí, preciosa? —le dijo en el oído—. Creí que esta noche estarías en un local guarro de esos de striptease masculino. —Sabía de sobra que su inminente esposa odiaba ese tipo de lugares, también los femeninos, porque consideraba, entre otras cosas, que cosificaban a las personas.

—Muy gracioso, Juan —Elvira se giró hacia él y su aliento caliente y con olor a alcohol envolvió el rostro de su prometido.

—¡Qué pestazo! —exageró él, abanicándose con la mano—. ¡Por Dios, Elvira! ¿Cuántas copas llevas?

La pregunta distrajo a la joven de la bronca que pensaba echarle por aparecer:

Pueshhh…, la verdad, no lo shé. Pero supongo que, siendo mi despedida de soltera, la última juerga que voy a tener con mis amigas antes de casarme y empezar a darte hijos que no me dejarán poner un pie en la calle por la noche, no pretenderás que lleve la cuenta, ¿no?

Juan no podía evitarlo: esa mujer le volvía loco. Apretándola contra él, cogió su boca con la suya y la saludó tal y como había deseado hacer desde que la vislumbró al llegar. Bosco, a su lado, aprovechó para volver a localizar a su bailarina. De pie junto a otras dos jóvenes, que le sonaba eran amigas de Elvira, lo estaba mirando a él mientras escuchaba lo que le decían, y cuando sus ojos se cruzaron, ella los desvió rápidamente.

—¿Quién es? —preguntó Bosco, siempre directo, a Elvira, señalando con una discreta y arrogante elevación de las cejas.

—¿A que es una monada? —le contestó la novia de su amigo cuando le siguió la mirada. Sostenida todavía por Juan, que también echó un vistazo a Luna, miró orgullosa a su asalariada—. Es mi nueva creativa, también diseñadora gráfica, y estoy como loca con ella. Simplemente es genial. Tiene muchísimo talento y trabaja como una mula. Tiene veintiséis años, Bosco, un poco joven para ti, ¿no crees?

—¿De dónde la has sacado? —siguió él, encogiéndose de hombros, pero sin quitarle la vista de encima a Luna.

—Estuvo trabajando de fotógrafa para la revista de Lorena, pero a Luna lo que de verdad le gusta es pintar y el diseño gráfico, y aunque estaban muy contentos con ella, me la pasaron cuando se enteraron de que a mí me hacía falta alguien más.

—¿Y qué hace en tu despedida de soltera? ¿Ya os habéis hecho amigas? —le preguntó Juan con un susurro junto a su cuello que a Elvira le produjo escalofríos.

—No somos amigas —y, en tono pensativo, añadió—: No creo que tenga alguna, en realidad —y un deje de seriedad se reveló en su tono al decir—: es una solitaria. Según me comentó Lorena, su madre falleció unos meses atrás, después de una larga enfermedad, y era toda la familia que tenía. Nunca antes había conocido yo a alguien así… tan absolutamente solo. No sé. Ni padres, ni hermanos, ni novio, ni amistades… ¡ni un tío lejano! No me puedo imaginar algo así.

Elvira era incapaz de ponerse en su lugar ni siquiera por un segundo. Ella gozaba de decenas de tíos tanto por parte de madre como por la paterna, tenía cuatro hermanos y la casa donde había vivido con sus padres había sido siempre una especie de hotel abierto al público donde dormían indistintamente los amigos y primos, se celebraban multitud de fiestas y barbacoas y encontrar un momento de soledad era imposible.

—Y tú la has acogido bajo tu ala, ¡cómo no! —Juan pasó su enorme mano por la cara de su novia como si de esa forma consiguiera arrancarle sus tristes pensamientos.

Ofendida, Elvira hizo una mueca. Su cabello negro onduló atrás y adelante con el movimiento de su cabeza.

—Eso no es cierto. Trabaja para mí, lo hace bien, cobra su salario, soy educada con ella y la he invitado a mi boda como he invitado al resto de la plantilla. Eso es todo —ante la mirada penetrante de Juan, reconoció—: Por el momento.

—¿Y cómo es que se llama Luna? —preguntó Bosco.

—De eso ya nos tendremos que enterar por ella. Yo le pregunté un día. No parece estar muy orgullosa de su nombre. Sé que la incomodé. Contestó evasivamente que su madre había sido algo hippy en su juventud, y que ella tenía que cargar con ello toda su vida.

En ese momento, tres chicas acudieron a saludarlos y a ironizar sobre lo celoso y posesivo que había demostrado ser Juan al venir a vigilar a su novia, interrumpiendo de ese modo la conversación.

Al otro lado del local, Luna se informaba también sobre Bosco.

—Está buenísimo —comentó alguien a su lado.

La joven no podía estar más de acuerdo con la valoración. La había hecho la rubia teñida mientras se humedecía los labios con la lengua después de haberse retocado el perfilador. Y es que no son tantas las veces en que una se encontraba con un hombre tan perfecto fuera de los actores o los modelos. Con los codos apoyados detrás de sí en la barra haciendo que resaltaran sus hombros, su alta estatura y la cara de un Paul Newman reencarnado, Luna reconoció que aquel hombre era algo impresionante.

—Según tengo entendido, ahora vuelve a estar libre —dijo otra con tonadilla esperanzadora.

Luna miró de nuevo al objeto de la admiración femenina. Era alto, destacando por encima de los otros hombres que estaban por allí, e iba vestido al estilo clásico, con una camisa impecable y unos pantalones de pinzas. El pelo, todavía mojado (Luna no sabía si por la gomina o por una reciente ducha) y corto, era castaño claro, rigurosamente peinado a un lado. Tenía una apostura despreocupada mientras sonreía a lo que le contaban las amigas de Elvira. A pesar de su actitud relajada, todo en él exudaba arrogancia e intensidad. Lo vio mirarla y Luna apartó los ojos avergonzada, como si la hubieran pillado haciendo algo malo.

—¿Cómo sabes que no está con nadie? —preguntó otra.

—¿Lo ves con alguien ahora? —le preguntaron a su vez—. Pues entonces es que está libre. Así es Bosco. Si no le ves con alguien colgado de su brazo, es que tienes luz verde. Pero es que además me consta porque la última de la lista fue la actriz esa de la serie de los domingos… Y el fin de semana pasado ella estaba en Punta Cana con un compañero de reparto. En general no le suelen durar más de un par de meses. Enseguida se cansa. No ha aparecido todavía la que le mantenga el interés.

«La última de la lista», pensó Luna. Claro, un conquistador nato. No sabía por qué se sentía tan decepcionada, al fin y al cabo, ni siquiera le conocía, y aunque llegara a conocerlo, estaba tan fuera de su alcance como todo el resto del mundillo de Elvira. Así que Luna, tratando de obviar a la atractiva figura de la barra, siguió bailando un rato y, cuando vio que su jefa cruzaba el local pasando por su lado para volver del baño, la detuvo.

—¿Qué tal te lo estás pasando, Luna? —le preguntó mientras la abrazaba, en pleno momento de exaltación de la amistad—. Estoy taaaaan contenta de que hayas venido.

—Y yo, pero me voy a ir ya, si no te importa —suspiró, y admitió—: he bebido demasiado y la verdad es que no estoy acostumbrada. —No le gustaba ser la primera en marcharse, pero se acercaban las tres de la mañana y ahí nadie parecía querer irse a la cama.

—No te puedes ir. Justo ahora nos vamos a otro sitio más tranquilo. Te va a encantar. —Elvira la había cogido de las manos como si su empleada se fuera a escapar—. ¡No me hagas esto! —le insistió de manera determinante—. Esta noche es solo una en toda mi vida —le rogó melosa.

Luna miró su reloj, indecisa, mientras Elvira juntaba sus manos en posición orante y reclinaba ligeramente las rodillas.

—Está bien —cedió ante la insistencia de su jefa, sabiendo que la batalla estaba perdida, a no ser que se pusiera grosera, y aceptando de antemano que aquella noche no iba a dormir.

—Vente conmigo, te voy a presentar a Juan.

Le presentó también a Bosco, pero con este Luna no pudo hablar, porque había cuatro mujeres con él. Una de ellas, como si se hubiera convertido en enredadera, fuertemente ceñida a su brazo. Cuando salieron a la calle, y a pesar de que no hacía frío, Luna trató de ponerse la chaqueta y se encontró con que él, solícito, la ayudó. Le quitó el bolso de las manos y le deslizó la prenda por los brazos. Acto seguido, la cogió del codo y la dirigió a un Jaguar E-type Zero azul claro plateado situado en la misma puerta del local bajo la apreciativa mirada de un afanado aparcacoches.

—Ven, te llevaré.

—No hace falta, he venido con Elvira —contestó Luna, al darse cuenta de que todas las demás desaparecían en pos de sus vehículos.

—Elvira se va con Juan.

—¡Ah! —dijo Luna.

—Vamos —insistió él, dándose cuenta de que era demasiado educada para negarse.

Como no le quedaba más remedio, y sintiéndose más asustada que halagada por haber llamado su atención, ya que no estaba acostumbrada, Luna se subió en el asiento del copiloto mientras él, galante, le abría la puerta.

—Así que, ¿estás trabajando con Elvira? —inició Bosco la conversación.

Luna asintió. Después de haber estado soportando la música tan alta, los oídos le pitaban en el silencio del coche y sintió sus piernas doloridas al ser la primera vez que se sentaba en un par de horas. Sin poder evitarlo, cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás.

Bosco la miró, vuelto hacia ella su imponente rostro tras el volante de cuero.

—¿Mucho alcohol?

—El suficiente —contestó Luna, incorporándose. Devolviéndole la mirada, añadió—: Además, no estoy acostumbrada a beber y eso no ayuda.

—¿Prefieres que te lleve a otro sitio? —le preguntó Bosco.

Era una pregunta normal, correcta, pero tuvo que concentrarse para contestar.

—¡No! Vayamos con los demás.

Al llegar al nuevo local, más iluminado que el anterior, las amigas de Elvira se mezclaron con algunos conocidos, y aunque ellos dos se sentaron en una mesa con otras personas, que tan pronto le fueron presentadas, Luna olvidó, Bosco consiguió retenerla solo para él.

—Bebe esto —le dio la copa que traía el camarero—. Te sentará bien.

Luna dio un sorbo e hizo una mueca.

—Está asqueroso.

—No es infalible, pero te ayudará a despertarte mejor mañana, siempre y cuando no hayas mezclado muchos tipos diferentes de bebida.

—Tú dirás —enumeró Luna—: cerveza, vino tinto, vino blanco, chupitos, tequila, martini, whisky y, sinceramente, no me acuerdo si algo más.

Bosco la miraba sonriendo, distraído por la boca de ella, que se movía de una manera que a él le parecía de lo más insinuante. El labio superior de la joven era muy fino, pero se curvaba seductoramente a la mitad sobre el labio inferior, más carnoso, dando a la fisonomía de la joven un aspecto sexy.

Fueron las dos horas de conversación más agradables que él recordaba haber pasado jamás con una mujer. Aunque algo reacia al principio y más bien hosca, poco a poco la prevención de Luna fue desapareciendo hasta entablar un diálogo fluido. Bosco se encontró sorprendiéndose a sí mismo interesado por lo que pensaba aquella pequeña seductora sobre política, problemas sociales, actualidad, pero mucho más por los temas que no trataron, ya que eran todavía un par de desconocidos: su familia, su forma de vida, sus preferencias… Y mientras la escuchaba permanecía embelesado con el movimiento de esos labios que parecían haberle hecho un encantamiento.

Hacia las cinco de la mañana, la lengua de Luna comenzó a trabarse y su dueña a reír por todo, pero incluso así a Bosco le pareció fascinante. Estaba completamente hechizado y, por primera vez en su vida, Bosco no sabía qué paso dar a continuación. Había ligado miles de veces, tanto con conocidas como con desconocidas, y siempre las cosas se habían desarrollado solas, sin que él tuviera que poner nada de su parte, sin pensar, instintivamente. Ahora se encontraba ante aquella muchacha, diez años más joven que él, bajita y poca cosa, que además estaba bastante bebida, y se rompía la cabeza pensando en nuevos temas que tratar y el modo de conseguir tenerla esa noche en su casa, en su cama, debajo de él. Sin embargo, por primera vez, no estaba seguro de que ese fuese también el deseo de su acompañante.

Indeciso, Bosco bajó la vista a su vaso de tubo y lo cogió entre sus dedos, dejando en la mesa una estela líquida al deslizarlo y, al alzar los ojos, se encontró con que fue Luna quien lo besó a él.

Fue un beso rápido y suave, directo a los labios, como el aleteo de una mariposa. Luna pareció aun más sorprendida que él por lo que había hecho. Con una exclamación, la joven se llevó una mano a los labios y miró horrorizada a su alrededor. Luna no se había dado cuenta de cuándo se habían marchado todos, pero fue entonces cuando advirtió que en el local ya no quedaba ni una sola cara conocida, lo que alivió en algo la vergüenza por lo que acababa de hacer. Miró de nuevo a Bosco.

—Lo siento. —El rubor cubrió su rostro mientras se mordía nerviosa el labio inferior.

—Pues yo no. —Levantándole el mentón con su mano derecha, le dio un beso él a ella.