Título original: Amor y gin-tonic
© María José Vela, 2019
Cubierta:
Diseño: Ediciones Versátil
© Shutterstock, de la fotografía de la cubierta
1.ª edición: septiembre 2019
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A Inés y Eva.
—Abi, ¡a mi despacho!
Estaba claro que aquel hombre tenía un objetivo bien marcado en la vida: hacernos morir de un infarto. Hasta Esther, nuestra becaria, pegó un brinco cuando el jefe irrumpió de semejante manera en nuestro departamento. Regresaba de una reunión que el consejo directivo había convocado de forma urgente y eso, inmersos como estábamos en rumores de cambio, nos tenía histéricos.
Me levanté lo más serena que pude ante la escrutadora mirada de mis compañeros. Con cara de resignación, para tranquilizarlos a todos, me enderecé la falda, cogí mi agenda y, cual borreguito inocente, corrí tras mi matarife que, de la forma más maleducada del mundo, cerró la puerta de su despacho en mis narices.
«Señor, dame paciencia…», imploré allí plantada. «No aguanto más a este hombre».
Di unos golpecitos en el letrero pegado a su puerta que rezaba:
«Armando García. Director de comunicación».
Me gustaba golpear justo ahí, en su nombre, imaginándome que en lugar de unos nudillos y una placa metálica, lo que chocaba era mi mano abierta contra su nuca rígida de jefe estirado.
Armando era un cuarentón recién estrenado camuflado en el cuerpo de un hombre mayor. Muy mayor. Estaba casado con una mujer que nunca lo llamaba al trabajo y con la que tenía un niño de dos años del que jamás habíamos visto ninguna foto. Insoportablemente meticuloso, tanto en su trabajo como en el nuestro, era parco en palabras y un experto en el arte de la comunicación no verbal. Una mirada suya podía ser más aterradora que escuchar una voz detrás de ti vaticinándote una muerte lenta y dolorosa. Aunque lo peor que tenía era su odiosa habilidad para leernos el pensamiento.
—Pasa —me ordenó.
Entré con cuidado y cerré la puerta detrás de mí. Alcancé a guiñarle un ojo a Esther, que seguía mirándome con el terror dibujado en su rostro.
—Siéntate, Abi, por favor —dijo en tono afable.
«Mal asunto», pensé.
Tanta amabilidad solo podía significar que me esperaba una maratón de trabajo o una bronca terrible y, francamente, no se me antojaba ni lo uno ni lo otro.
—¿Qué tal el comité? —pregunté en tono diligente para disimular mi pánico.
—Bien, no te asustes —se apresuró a contestar para dejar claro que ya se había conectado con mis pensamientos.
Sentado en su sillón de cuero, con los codos apoyados en los reposabrazos y las manos ligeramente unidas por las yemas de los dedos, me miró atento sin decir nada. Intenté por todos los medios poner la mente en blanco. No era oportuno que me la leyera en ese momento, porque no podía dejar de pensar que cada vez estaba más calvo y que sus nuevas gafas eran horribles; pero mi debilidad mental me puso aún más nerviosa de lo que estaba. Tanto, que se me cayó el bolígrafo debajo de su mesa. Intenté alcanzarlo con el pie. No lo conseguí. En lugar de eso le di una patada y lo alejé más todavía. En vano esperé un gesto de caballerosidad por parte de mi jefe y, al final, tuve que agacharme y ponerme de rodillas en la postura más humillante que se puede adoptar en el despacho de un superior, por mucho que Bill Clinton y Monica Lewinski la pusieran de moda en la Casa Blanca. La madera crujió bajo mi peso. Aquello fue demasiado para mi dignidad y, por lo visto, también para mi falda de tubo, que al son de un «rsss», se me descosió por detrás hasta la mitad de mis posaderas.
«No me lo puedo creer», pensé tanteándome el pompis para analizar la magnitud del desastre.
Me incorporé lo más rápido que pude, haciendo como si no hubiera pasado nada y volví a sentarme muy seria. Armando seguía mirándome impasible.
Tras unos momentos de tenso silencio… vinieron más momentos de tenso silencio, y cuando ya estaba a punto de darme un telele, por fin se decidió a hablar:
—Verás, Abi, hace días que se oyen rumores en la empresa de todo tipo. Y no me digas que tú no has oído nada porque entonces pensaré que me tomas por idiota.
No, la verdad es que por idiota no lo tomaba, pero por un borde amargado sí, de modo que no hacía falta disimular y negar la evidencia.
—Claro, claro que los he oído. Aunque ya sabes cómo son estas cosas. Se dicen muchas tonterías pero nadie se entera de nada —afirmé.
—Yo sí me entero —aseguró con prepotencia, algo que me pareció absolutamente innecesario, porque sería tremendo que el jefazo del departamento de comunicación no supiera lo que se cuece en su empresa.
—¿Ah, sí? —pregunté con retintín y cara de estar supersorprendida.
—Sí. Verás, EveCare sigue manteniéndose como una de las mejores corporaciones de Europa y la mejor marca de cosmética de lujo a escala global. Aun así, desde París quieren más eficiencia, especialmente en filiales extranjeras como la nuestra, y nos van a obligar a hacer cambios en nuestro organigrama. Ya sabes, crear nuevos departamentos, cerrar otros…
—¿Va a haber despidos? —pregunté sin querer.
—… y cambios de personal que ya está decidiendo el consejo —continuó, ignorando mi pregunta—. Prácticamente ya está todo listo. Sin embargo, hemos contratado a una consultoría de recursos humanos para hacer el trabajo de campo. Ya sabes, una de primer orden para que en la central se convenzan de que hemos estado bien asesorados y no piensen que se ha nombrado a nadie «a dedo». El lunes vendrá un consultor, redactará un informe sobre las personas más idóneas para cada puesto y luego el consejo decidirá lo que le parezca. El nuevo organigrama, con nombres y apellidos, lo anunciaremos a los medios aprovechando el acto de lanzamiento de la nueva línea de maquillaje.
Vale, ya lo entendía, lo que nos esperaba era un infierno. El lanzamiento de cualquier cosa era para nosotros una locura y, si a eso le añadíamos una nueva estructura organizativa, el resultado era, más o menos, lo peor del mundo.
—Bien, y ¿qué hacemos? ¿Cuándo será el lanzamiento? ¿Qué consultoría es? ¿Quieres que redacte una nota interna?
Mi mente se puso a trabajar a toda velocidad mientras mis manos destapaban el bolígrafo traicionero y pasaban las páginas de mi agenda, buscando un hueco inmaculado donde apuntar. Armando no me contestó. Levanté la vista y vi con horror una mirada en sus ojos que no conocía. Era tranquila, afable, incluso pícara, si eso no hubiera sido del todo imposible para aquel hombre.
—¿Una nota de prensa? —pregunté con voz temblorosa, cuando ya no podía soportar ni un segundo más el silencio de aquella mirada.
—Nada.
—¿Nada? ¿Entonces?
—Solo quiero que estés preparada —dijo muy solemne intentando sonreír.
—¿Preparada? ¿Para qué?
—Para tu ascenso —dijo Armando muy despacio.
—¿Para mi qué? —murmuré muy bajito, sin alcanzar a entender aquella frase.
Armando se inclinó sobre su escritorio para darle más énfasis.
—He dicho para tu ascenso —repitió, casi sílaba a sílaba.
¿Ascenso? ¿Yo? ¡¡Sí!! ¿¿¿Sí??? Ay, madre… ¡¡¡Sí!!! ¡¡¡Lo había oído bien!!!
Según afirmaban casi todos mis libros de autoayuda, para conseguir cualquier objetivo en tu vida solo había que desearlo con toda la fuerza del maldito cosmos, nada más, porque entonces el subconsciente, los dioses, el universo o la madre que lo parió, se encargaban personalmente de dártelo. En esta vida yo ya había deseado de todo: sacar buenas notas sin estudiar, crecer los diez centímetros que me faltaban para completar mi autoestima, casarme con mi novio Mario y, ¿cómo no?, un ascenso. Y ahí estaba yo, a mis treinta y dos años a punto de empezar a creer de verdad en toda aquella patraña de autopsiquiatría barata a la que era adicta desde mi adolescencia. Sentada en el despacho de un imbécil pero, en fin, la vida no era perfecta.
—¿En serio? ¿Me vas a ascender? ¿A mí? —murmuré sintiendo que me daba un soponcio por momentos.
—No es oficial pero… sí. Serás la nueva directora adjunta de comunicación y relaciones públicas.
—¡Directora adjunta de comunicación y relaciones públicas! —exclamé.
Jo, ¡sonaba fenomenal! Sonaba tan bien, que me habría subido con mis tacones y mi falda rota en la mesa de Armando a bailar un reguetón de no haber sido porque… A ver, un momento, ¿qué demonios era una directora adjunta de comunicación y relaciones públicas? Éramos un departamento de solo cinco personas, nunca habíamos tenido nada semejante y las relaciones públicas nos venían impuestas por la central de París. ¿En qué consistiría mi trabajo?
Por primera vez en la vida me resultó sumamente útil que mi jefe supiera lo que pensaba:
—Seguirás dependiendo de mí, no te vamos a subir el sueldo de momento, y básicamente harás lo mismo que ahora, pero con capacidad de decisión. Vendrás conmigo a los consejos directivos, a las reuniones con los medios y serás la maestra de ceremonias en todos los eventos que organicemos. Por eso lo de relaciones públicas. El primero será cuando hagamos el lanzamiento y anunciemos los cambios. Sabes hablar en público, ¿verdad?
—Sí, sí, claro —contesté, preguntándome si hablar con una amiga en un vagón del metro atestado de gente contaba como hablar en público.
—Pues ve practicando —sentenció mi jefe. Definitivamente mi cerebro era un libro demasiado abierto para él—. Es muy importante. Cabe la posibilidad de que venga monsieur Dumont.
—¿Monsieur Dumont? —Eso sí que me puso nerviosa. Dumont era el dueño del holding EveCare, que había levantado prácticamente de la nada, y uno de los ejecutivos más respetados del mundo.
—Monsieur Dumont —afirmó Armando—. Como sabes, jamás ha asistido a ningún acto de EveCare España. Por supuesto habrá prensa, invitados ilustres y mucho espectáculo. Unas quinientas personas.
—¡Vaya!
Nunca habíamos tenido en España un acto tan grande y… ¡yo iba a ser la directora adjunta de comunicación y relaciones públicas!
—Como comprenderás, hay que esmerarse al máximo y no voy a tolerar ningún fallo. El lunes a primera hora enviaremos una nota interna a todos los empleados para anunciar la presencia del consultor y pedir que colaboren con él. Hasta entonces no quiero que digas ni una palabra a nadie. Recuerda que lo tuyo no es oficial. Te lo he dicho porque tenemos poco tiempo y necesito que estés preparada. No quisiera acabar pensando que he confiado demasiado en ti al decírtelo.
—No, claro que no, no hay problema.
—Pues a trabajar.
Me levanté temblando y me dirigí hacia la puerta con rapidez pero, en cuanto toqué el pomo dorado, mis buenos modales (y la imagen de mi pompis al aire) me hicieron girarme y balbucear roja de vergüenza.
—Armando, yo…
—De nada. A trabajar he dicho —contestó tajante, aunque me pareció ver que él también se sonrojaba.
En cuanto pisé el suelo de linóleo que separaba el mundo de los jefes del nuestro pensé que me iba a caer redonda, pero las miradas suplicantes de mis compañeros me mantuvieron en pie. Puse los ojos en blanco para demostrarles que no había nada que contar, me senté en mi sitio como si nada y todos volvieron a teclear en sus ordenadores.
Intenté concentrarme en lo que estaba haciendo antes del notición, pero como ni siquiera recordaba qué era, opté por coger firmemente el ratón, abrir el correo electrónico más largo que encontré y hacer como que lo leía mientras me regodeaba en mi recién estrenada felicidad.
No podía creerlo, ¡me iban a ascender! Por fin tantas horas de trabajo codo con codo con el hombre más exigente del mundo iban a tener su recompensa. Miré por el rabillo del ojo a Pedro, el cochino envidioso, al que pillé contándole a los de administración que me había ganado el puesto de favorita acostándome con el jefe. No sé qué fue lo que más me dolió, si el hecho de que un compañero restara valor a mi trabajo o que los demás me creyeran capaz de tener un encuentro físico con semejante antídoto contra la lujuria.
«¡Maldita sea!», me dije alarmada. «Ahora van a pensarlo de verdad».
Quise justificarme, explicar a gritos todos y cada uno de los méritos por los que me había ganado ese ascenso. Necesitaba urgentemente hablar con alguien y no podía. ¿O sí? Al fin y al cabo, no era oficial dentro de la empresa, pero en mi entorno personal… Miré de reojo mi móvil justo en el momento en que la pantalla se iluminó. Tenía un wasap de mis amigas:
SARA: Chicas, ¿venís a cenar a mi casa? Os tenemos que contar una cosa.
LORETO: Cuéntala ya.
SARA: No. Abi, ¡manifiéstate!
LORETO: Estará estresadísima. Como siempre.
ABI: Estoy, estoy. Yo también tengo un notición. ¿A que hora?
SARA: ¿21:30?
ABI: OK.
LORETO: OK.
Eran casi las seis de la tarde y hacía más de dos horas que había finalizado nuestra jornada de trabajo. Sin embargo, no podía irme antes que el jefe, ni aunque fuera viernes. Primero, porque sería considerado una temeridad; y segundo, porque no quería que Armando descubriera lo emocionada que estaba. Me merecía ese ascenso, era la recompensa a mi dedicación, de modo que no podía mostrarme ansiosa como una niña pequeña a la que le acaban de poner su primer diez.
Por fortuna, Armando salió a los dos minutos del despacho. Sin mirarnos, murmuró un rancio: «Hasta el lunes» y, como todos los días, nada más ser engullido por el ascensor, empezamos el ritual de fin de jornada, que consistía en recoger a toda velocidad, apagar los ordenadores y salir pitando.
Mis compañeros empezaron a parlotear animados, pero yo no podía prestarles mucha atención, tan concentrada estaba en ponerme mi gabardina roja con el trasero bien pegadito a la pared para que no se viera el descosido. Me pareció entender que Pedro, el cochino envidioso, quería que fuéramos a tomar algo. ¡Cómo no! Cada vez que Armando me llamaba a mí sola al despacho nos proponía ir al bar más cercano para intentar sonsacarme algo de la conversación.
—Yo no puedo, he quedado —me disculpé.
—¿Con Mario? —preguntó Maica.
—No, está en Londres hasta la semana que viene —me delató Esther.
—Con mis amigas, he quedado con mis amigas —aclaré, clavando una mirada amenazante en la becaria.
—Ese novio tuyo viaja mucho, ¿no? —preguntó el cochino envidioso con maldad.
Sabía que Mario y yo cada vez nos veíamos menos y siempre metía el dedo en la llaga haciendo un comentario hiriente, tipo «amor de lejos, amor de pendejos», «ojos que no ven, cuernos que te ponen» y tonterías por el estilo.
—Sí, ya sabes, es lo que tiene ser auditor en una gran consultoría —le contesté con toda la acritud que pude.
Entramos en el ascensor y, ya en la puerta del edificio, me despedí de mis compañeros. Comencé a caminar hacia el metro despacito, para aguantar mejor las ganas que tenía de saltar. Una brisa tibia me dio en la cara, recordándome que en Madrid llevábamos días disfrutando de una primavera prematura. Respiré hondo, saqué mi móvil del bolso y marqué el número de Mario. Como siempre, saltó el buzón de voz.
—Hola, soy yo. Llámame cuando puedas, por favor. Tengo que contarte una cosa —supliqué a la nada.
Mario era el mejor auditor de Siglo XXXI Consulting, S.A., una consultoría que solo admitía gente muy inteligente dispuesta a trabajar más de catorce horas diarias, incluidos los fines de semana. Por desgracia para mí, Mario era una de esas personas. Lo hacían viajar tanto que pasaba más horas metido en aviones y trenes que conmigo y, aunque llevábamos juntos casi diez años, nuestra relación estaba en ese punto de «o para adelante o para atrás», pero con semejante ritmo de trabajo no salíamos de ahí simplemente porque no teníamos tiempo de tomar una decisión. «La decisión». Y con los meses de trabajo que yo tenía por delante todavía se retrasaría más. ¿Tendría que viajar mucho como directora adjunta de comunicación y relaciones públicas? Armando iba a París al menos cinco veces al año. Si yo empezaba a viajar mucho, ¿cuándo demonios íbamos a vernos Mario y yo? Una extraña sensación de vacío hizo que me tambaleara y tuve que sentarme en un banco que había justo en el cruce con Castellana.
Rsss, susurró de nuevo mi falda.
Fue como una señal que me gritaba a quién podía llamar, quién merecía ser la primera persona en saber de mi ascenso. Marqué su número y, en menos de tres tonos, escuché su voz:
—¿Diga?
—Hola, abuelita.
—¡Abi! ¿Cómo estás? —me saludó mi abuela Rosa.
—Bien. ¿Puedo ir a verte? Tengo una buena noticia y una falda rota.
—Pues está claro que ninguna de las dos cosas puede esperar —contestó muerta de risa—. Voy preparando el costurero y algo de cena.
—No, no puedo cenar contigo, he quedado con mis amigas. En diez minutos estoy ahí, pero ¿me dejas que te adelante algo, por favor?
Tu-tu-tu-tu-tu-tu…
Pues no me dejó. Mi abuela me había colgado con premeditación y alevosía. Siempre decía que para las pocas alegrías que da la vida, había que disfrutarlas compartiéndolas en directo.
Tirorirorí tirorirorí. Sonó mi móvil. ¡Era Mario!
—Hola, guapo —lo saludé intentando poner voz sexy.
—Hola. ¿Estás resfriada? —Vaya, estaba claro que poner voz sexy no era lo mío.
—No. ¿Dónde estás? Tengo que contarte algo genial —anuncié impaciente.
—Acabo de aterrizar en Madrid.
—¿En Madrid? Pero si no te esperaba hasta la semana que viene.
—Lo sé, es que ha habido un cambio de planes y necesito hablar contigo. ¿Te paso a recoger y cenamos juntos?
—Bueno, iba a cenar en casa de Juan y Sara, dicen que tienen algo que…
—Abi —me cortó. Él sí que sabía poner voz sexy—. Es muy importante. Tenemos que hablar de nuestro futuro.
—Me estás asustando —murmuré.
—No te preocupes, es bueno. Te veo en dos horas —dijo. Y me colgó.
¿Futuro? ¿Nuestro futuro? Sí, eso había dicho y además había algo en su voz que…
—¡Coño, «la decisión»! —solté en plena calle levantándome del banco de un salto. Mario iba a pedirme que viviéramos juntos o, a lo mejor… a lo mejor… ¡A lo mejor me pedía que me casara con él!
Guardé el móvil en el bolsillo de mi gabardina y me puse en marcha. Si me daba prisa me daría tiempo a que mi abuela me cosiera la falda y a ir a casa para ducharme, arreglarme, depilarme, lavarme los dientes uno por uno y esperar a Mario como si tal cosa en mi piso. Tenía que estar guapa para dar el gran «sí». ¡Y para contarle mi ascenso! Definitivamente iba a ser la noche más chisporroteante de toda mi vida y quería que empezara cuanto antes. Por eso me abalancé sobre un taxi con luz verde que estaba a punto de pasar de largo delante de mí.
—¡Taxi! —grité con tanta fuerza, que una viejecita que esperaba en el paso de peatones pegó un brinco.
—Lo siento —me disculpé.
Me subí al coche con premura, dando gracias al cielo porque mi falda rota me permitiera tal agilidad. Pero claro, tanto nervio, tanto nervio, me pasó factura:
—A casa de mi abuelita, por favor —ordené al taxista como una auténtica imbécil.
El pobre taxista, un chaval con un piercing en la nariz, me miró a través del retrovisor como si yo viniera de otra dimensión. Aunque recé para que me tragara la tierra, nadie escuchó mis plegarias y, en un vano intento de salir del paso, saqué mi móvil de la gabardina y me lo coloqué rápido en la oreja haciendo como si hablara con alguien.
—Pues eso, como te iba diciendo, voy a casa de mi abuela. Luego te llamo —me despedí de mi interlocutor imaginario.
Creo que no coló, porque el joven de nariz anillada apartó rápido su mirada del espejo para poder aguantar la risa.
—¿A qué calle va? —preguntó ahogando una carcajada.
—Ah, sí. Calle Argensola, 7 —contesté lo mas dignamente que pude.
Para recuperarme de la humillación, evité todo tipo de contacto visual vía retrovisor y me concentré en disfrutar del paseo. Bueno, más bien del atasco que empezaba a formarse a esas horas en la Castellana. A los ojos de cualquiera podía resultar una imagen estresante. Coches por todas partes, gente caminando deprisa pendientes del reloj, de los móviles, de sus corbatas, de sus tacones… El ritmo era trepidante y me sentí feliz porque mi ascenso me hacía pertenecer a ese mundo de ejecutivos, estrés y retos constantes. Y aunque nunca llegaría a ser presentadora de telediarios, como siempre había soñado, jefaza de una gran empresa tampoco me parecía tan mal. Además, ese era el mundo de Mario, con quien en breve comenzaría una nueva vida. Íbamos a ser una pareja de triunfadores enamorados y tendríamos unos hijos maravillosos a los que querríamos con locura y cuidaríamos… Uy, ¿cuándo los cuidaríamos? Bueno, sería cuestión de organizarse.
Pensé en Sara y Juan, otra pareja de triunfadores a los que Loreto y yo solíamos llamar los Beckhampelentes. Eran listos, extremadamente guapos y se veía de lejos lo enamorados que estaban. Se conocieron en una fiesta sorpresa que le organicé a Mario en el Stupen’Dance, nuestro bar favorito, cuando cumplió treinta años. Juan fue el único compañero de Siglo XXXI Consulting que me ayudó a correr la voz en la empresa y consiguió que asistiera el departamento de auditoría casi al completo. Además, fue el único que llegó puntual. Cuando entró en el Stupen’Dance casi todas las chicas se volvieron extasiadas a mirarlo. Casi.
Cuando Sara lo vio, pensó:
«Otro guaperas con el ego subido».
Cuando Juan la vio a ella, pensó:
«Otra Barbie insoportable sin cerebro».
Pero empezaron a hablar y a beber y a bailar hasta que, a eso de las tres de la madrugada, todos nos habíamos dado cuenta de que estaban hechos el uno para el otro. Todos, excepto ellos. Por suerte, teníamos a Loreto.
Sara nos pidió que la acompañáramos al baño, que estaba en el piso de arriba.
—Bueno, ¿qué? ¿A qué esperas para liarte con ese tío? —le preguntó Loreto mientras arreglaba su look gótico en el espejo. Andarse con rodeos no era su estilo en absoluto.
—Lore, yo nunca me «lío» con alguien que acabo de conocer —contestó Sara.
—¡Ay, es verdad! Siempre esperas a conocerlos en profundidad. Como a Roberto, que te puso los cuernos desde el primer día. O a Rafael, que estaba casado. O a Dani, que resultó ser gay. O a…
—Vale, vale, lo pillo, pero hoy no pienso liarme con nadie. Es más, me voy a casa. Mañana tengo que estudiar y creo que estoy borracha. Abi, échame agua en la nuca, por favor —suplicó Sara, apartando su maravillosa melena rubia y rizada de su cuello.
Además de físicamente perfecta, Sara era médico y estaba preparando el MIR. Era el tipo de mujer con la que ningún hombre se atrevería ni siquiera a soñar, y tal vez ese detalle era lo que la convertía en un imán viviente para los capullos sin escrúpulos. Sin embargo, si la intuición de Loreto no fallaba, Juan no era uno de ellos. Por eso, cuando salimos del baño y enfilamos escaleras abajo para volver a la fiesta, viendo que Juan estaba mirando a Sara como si fuera una diosa, Loreto reaccionó en una milésima de segundo y la empujó. Sara trastabilló por las escaleras, cayó directamente en los brazos de Juan y nunca más se volvieron a separar.
Y así, imaginando un final igual de feliz para Mario y para mí, llegamos a casa de mi abuela. Me bajé del taxi a la voz de «quédate con el cambio». Llamé al timbre con verdadera ansiedad y, mientras esperaba que se abriera la puerta, sonó un claxon detrás de mí. Era el taxista que, con medio cuerpo fuera de la ventanilla, se alejaba gritando a carcajada limpia:
—¡Adiós, Caperucita!
«Imbécil», pensé.
Mi abuela Rosa era una de esas mujeres a las que la vida no se lo puso nada fácil. Viuda a los cuarenta años y con dos hijos, tuvo que pasar auténticas penurias para poder salir adelante. Puede que eso fuera lo que convirtió en la persona más alegre del mundo.
—Hola, cariño —me saludó al abrir la puerta con su sonrisa de siempre y una bata en la mano.
—¡Ay, abuelita, qué contenta estoy! Ven, siéntate que te vas a caer de espaldas —anuncié entrando en su casa de un salto y arrastrándola hasta la salita.
—Madre mía, Abi, pues sí que tiene que ser importante. Primero quítate la falda y ponte esto para que te la vaya cosiendo.
Me desabroché la falda y, cuando cayó a mis pies, dije muy solemne:
—Abuelita, me van a ascender.
—¿Y? —dijo después de una pausa, como si esperara algo más.
—¿Me has entendido? Que me van a ascender, ¿no es alucinante? —insistí hablando más alto por si se estaba quedando sorda.
—Bueno, eso solo depende de una cosa. ¿A ti te hace feliz? —me preguntó.
—¡Pues claro, abuelita! ¡Voy a ser la nueva directora adjunta de comunicación y relaciones públicas de una multinacional! —exclamé dando saltos como una niña feliz. Necesitaba que se diera cuenta de lo importante que era aquello para mí y que mostrara un poquito más de entusiasmo.
—Madre de Dios, ¿vas a ser todo eso? Suena muy importante.
—¿No es genial?
—Si eso es lo que quieres, me alegro mucho por ti. Enhorabuena —me felicitó—. Voy a por el costurero.
Me puse la bata para no andar con el trasero al aire (literalmente hablando, porque ese día llevaba tanga y pantis transparentes) y eché un vistazo a la salita. No era una estancia espaciosa ni mucho menos. Apenas había espacio suficiente para un sillón, una mesita de centro y una estantería con libros donde se improvisó un hueco para colocar la televisión. Sin embargo, era el único lugar del mundo donde yo me consideraba realmente en casa. La varicela, cinco gastroenteritis y todos los veranos de mi infancia los había pasado con mi abuela Rosa en aquel lugar que convertía para mí en un palacio, un barco pirata o en cualquier cosa que yo le pidiera. En cuanto terminaba el colegio prácticamente me mudaba a su casa hasta que mis padres cogían vacaciones y yo un buen berrinche. Me gustó comprobar que todo estaba como siempre, las cortinas impecables, los libros ordenados por autores y decenas de portarretratos por todas partes. A mi abuela le apasionaban las fotos, incluso las humillantes, como la de mi primera sonrisa con aparato en los dientes o la de mis padres inaugurando su centro de terapias extrañas en plena sierra de Madrid.
«Vaya par», pensé con cierta tristeza.
Tras toda una vida metido en los juzgados de plaza de Castilla defendiendo lo indefendible, a mi padre le dio un infarto y, como tantas otras víctimas del estrés, cambió el rumbo de su vida. El hippy que había en él resurgió y no le costó nada convencer a la hippy que había en mi madre para venderlo todo y comprar un terreno en la sierra donde construyeron su mundo zen. Yo acababa de terminar la carrera y quisieron que fuera con ellos, pero conseguí trabajo y un sueldo suficiente para alquilar el miniestudio donde vivía con la esperanza de que mi novio quisiera llevarme con él a un sitio donde, al menos, cupiera mi ropa.
Rosa regresó a la salita con una bandeja en la que llevaba el costurero, una Coca-Cola y un plato de croquetas.
—¿Se lo has dicho ya a tus padres? —me preguntó.
—No están preparados —contesté con su foto en la mano.
—Sí, es posible —suspiró mi abuela—. Aunque seguro que se alegran. A ver, esa falda.
Mientras preparaba aguja y dedal me bebí de un sorbo la Coca-Cola y engullí las croquetas. Los nervios del ascenso me habían cerrado el estómago, pero la ansiedad que me generó la llamada de Mario se encargó de abrirlo de nuevo.
—Abi, ¿te frío más? —preguntó mi abuela ante mi voracidad.
—No, he quedado —contesté con la boca llena.
—Ah, sí, con tus amigas —recordó mi abuela.
—No, al final he quedado con Mario. Dice que tenemos que hablar del futuro —anuncié.
—¿Cómo? —preguntó mi abuelita dando un salto de alegría y mirándome con los ojos muy abiertos, como si fuera la cosa más maravillosa que hubiera oído jamás.
«¿Será posible?», me pregunté.
—Sí, eso dice —contesté con desgana.
En el fondo quería cortarle el rollo porque me molestaba sobremanera que no hubiera tenido esa misma reacción con mi ascenso. Ella se dio cuenta de mi disgusto, estiró el cuello para mirarme atentamente unos segundos por encima de sus gafas y, retomando su costura, me dijo:
—Recuerdo que una vez, cuando eras pequeña, estábamos en esta misma salita viendo el telediario y me dijiste muy seria: «Abuelita, yo quiero ser como esa señora. Así podré contarte las noticias y, como mis hijos me verán, no me echarán de menos».
—¿A qué viene eso? —pregunté molesta.
—A que lo más importante en la vida es tener un sueño y perseguirlo.
Esa era su frase favorita, y me la había repetido unas veinticinco mil veces, pero nunca me había molestado escucharla.
—Abuelita, por favor, ese era el sueño de una niña pequeña —protesté—. Los sueños cambian. Quiero decir, habría sido guay trabajar en la tele y espero algún día tener hijos, pero lo que quiero ahora mismo es ser la nueva directora adjunta de comunicación y relaciones públicas de EveCare España. ¿Tan difícil es de entender?
—Está bien, está bien. Tú solo recuerda mis palabras —me aconsejó mi abuela, no muy convencida—. Madre mía, Abi, voy a tener que poner hilo doble para que esto no te vuelva a pasar. ¿Qué hiciste para que se te rompiera así esta pobre falda?
Con el fin de amenizarle el trabajo y limar asperezas, le relaté mis infortunios en el despacho del jefe justo antes de que me comunicara mi ascenso. Se rio tanto que hasta se le saltaron las lágrimas. Cuando terminó, me despedí de ella dándole las gracias por sus consejos, por la falda y el táper de croquetas congeladas que deslizó en mi bolso; prometí llamarla al día siguiente para contarle cuál iba a ser mi futuro con Mario.
Nada en el mundo me habría hecho imaginar que no cumpliría aquella promesa.
ABI: Chicas, no puedo ir. ¡Ha venido Mario!
LORETO: Abiii.
ABI: Es que quiere hablar del futuro.
SARA: ¿De verdad? Vale, ve a cenar con él y luego venid a casa. Es importante.
LORETO: ¿Que quiere hablar del futuro? ¿Mario? Eso es que te ha traído una bola de cristal de Londres y ha visto en ella que voy a partirle las piernas.
ABI: Que no, que lo decía muy serio. Voy a cambiarme. Luego nos vemos.
Entré en la minicasa que yo tenía por hogar tropezando, como siempre, con mi felpudo.
—Cuando Mario venga a por mí para llevarme a un palacio lo primero que voy a hacer es tirarte a la basura. ¡Ingrato! —gruñí pisándolo con saña.
Lo bueno de vivir en un estudio que cumple por los pelos los requisitos mínimos para no considerarse una infravivienda, es decir, veinticinco metros cuadrados, es que se recoge, se limpia y se le da esplendor en menos de quince minutos. Metí toda la ropa a presión en el armario, abrí las ventanas, fregué mi taza del desayuno, pasé la mopa y me dispuse a hacer el sofá-cama preguntándome si debía dejarlo en modo sofá, o en modo cama. Lo primero daría de mí una imagen de buena chica ordenada que tiene mejores cosas que hacer que esperar a que su príncipe azul se decida a visitarla con su melena de sota de espadas al viento. Lo segundo me haría parecer una persona débil que ha echado demasiado en falta a su novio y que, claramente, necesita un revolcón.
«Modo sofá, clarísimo», pensé.
Acto seguido me duché, me depilé a cuchilla, me corté con ella y me lavé los dientes, enjuagándome con tanto colutorio, que casi muero por atragantamiento. Cuando salí del baño, vi mi estudio tan ordenado y tan limpio que parecía un anuncio de IKEA, cosa que no me gustó. Mario pensaría que lo tendría hecho una cochiquera y que, a última hora y de mala manera lo habría arreglado. Vale, era verdad, pero tampoco hacía falta que se notara. Rápidamente convertí el sofá en cama y me puse un pijamita de verano. Me miré al espejo de cuerpo entero que Mario me había regalado una Navidad para que mi estudio pareciera más grande y comprobé que mi imagen era definitivamente la adecuada. El pantalón del pijama era muy corto y la camiseta de tirantes muy escotada, haciéndome parecer una chica que no puede evitar ser sexy. Por otro lado, la toalla en la cabeza me daba un toque de «me acabo de duchar porque soy una triunfadora que ha tenido un día de lo más interesante, y he de relajarme porque el lunes será otro día más interesante aún». Sí, era perfecto. Para completar mi look puse música chill-out, abrí mi portátil y me recosté con él en la cama cual maja vestida versión 2.0. Cuando Mario entrara por la puerta y me encontrara así, caería rendido a mis pies.
Me entretuve buscando cursos sobre cómo hablar en público. Por increíble que pareciera, una consumidora compulsiva de libros de autoayuda y gestión empresarial como yo, no tenía ninguno que versara sobre un asunto tan importante, y acababa de levantarme para subir la calefacción y contrarrestar el escaso efecto térmico que el pijamita sexy ejercía sobre mi cuerpo, cuando sonó mi móvil. Supuse que sería Mario y que habría olvidado sus llaves.
—Hola —contesté.
—¿Bajas? Es que estoy en doble fila.
«¿Bajas? Pero ¿no que…? ¡Ay, Dios!» pensé mientras recordaba las palabras exactas de Mario: «¿Te paso a recoger y cenamos juntos?».
Mi plan de esperarlo en pijama sexy con el pelo mojado tenía un fallo: ¡la idea era cenar fuera!
—Voy, dame un segundo —supliqué.
Lo malo de vivir en un estudio que cumple por los pelos los requisitos mínimos para no considerarse una infravivienda, es decir, veinticinco metros cuadrados, es que se desordena y se vuelve a ensuciar en menos de cinco segundos. Toda la ropa que había metido a presión en el armario terminó de nuevo tirada por todas partes al grito de:
—Esto no me gusta; esto no me queda; esto está pasado de moda…
Al final, acudí a mi vestido negro salva situaciones desesperadas. Lo tenía desde hacía años y nunca me fallaba. Como era negro siempre me estilizaba y lo podía llevar tanto en invierno (con una chaqueta y medias) como en verano (sin nada). Todo era cuestión de elegir el accesorio adecuado. Como no tenía tiempo y estaba histérica me lo enfundé lo más rápido que pude, me puse la gabardina roja encima y corrí al baño a secarme el pelo. Por suerte, mi secador tenía más vatios que una central nuclear así que, en un momento, estuve lista.
Salí de casa, le di una patada al felpudo traidor, que parecía reírse de mí, y me lancé escaleras abajo sin ni siquiera comprobar si el ascensor estaba en mi piso. El futuro me esperaba y no tenía tiempo para menudencias. Para ninguna, excepto detenerme ante el espejo del portal y comprobar mi atuendo. Estaba más o menos bien, no había ninguna etiqueta sin quitar en la ropa ni ningún precinto de la tintorería, los zapatos eran iguales, iban a juego con el bolso y, aunque mi secador me había puesto los pelos como si acabara de terminar el París-Dakar en un descapotable, llevaba una pinza con la que conseguí apaciguarlos. Me pinté un poco los labios, me di un par de pellizcos en las mejillas, tal y como hacían las amigas de mi abuela en la posguerra, y salí a la calle. Mario me esperaba al otro lado. Estaba guapísimo apoyado en su deportivo rojo, una escena que cualquier chica querría encontrarse a la puerta de su casa. Sin embargo, yo odiaba aquella imagen. Hacía un año que Mario tenía ese coche y yo aún no había superado el disgusto. Un mes antes de comprárselo, Mario me confesó que tenía ahorrado mucho dinero y que no sabía en qué invertirlo. Yo le propuse que comprara una casa para que se independizara de una vez. Le pareció buena idea e incluso me preguntó qué zonas de Madrid me gustaban, lo que disparó mis sueños hasta el altar. Un buen día, después de volver de un viaje a Barcelona, fue a recogerme a casa sin avisar.
—Abi, te tengo una sorpresa. Baja —me pidió por el telefonillo.
Salté las escaleras de cinco en cinco —igual que acababa de hacer hacía unos segundos—, y me lo encontré tal y como estaba ahora, apoyado en un coche rojo de dos plazas. No le confesé que aquello me rompía el corazón, por supuesto, pero como no fui capaz de demostrar todo el entusiasmo que él esperaba, la historia terminó mal.
—Perdona, siento no ser tan efusiva como esperabas, pero es que me parece ostentoso —le grité.
—No, perdóname tú por darme una alegría después de trabajar catorce horas diarias —me gritó.
Se me revolvieron las tripas solo de recordarlo. ¿Y si esa imagen era una premonición? ¿Y si, como decía Loreto, lo que me traía era una bola de cristal con un futuro feo? Ella siempre acertaba, y llevaba años advirtiéndome que Mario se había convertido en un ser horrible.
Crucé la calle mirándolo a los ojos y supe que, por mucho que hubiera cambiado en los últimos años, yo lo quería con todo mi corazón.
—Hola, guapo.
—Hola, guapa.
Olía a su perfume de siempre, esa que me recordaba días de universidad y fiestas de verano que terminábamos viendo amanecer en la playa. Me abrazó. Lo abracé. Me besó. Me volvió a abrazar.
—Te quiero —susurró.
—Te quiero —contesté.
Me olvidé del coche, de la bola de cristal y del resto del mundo mientras miles de mariposas revoloteaban dentro de mi estómago.
Mario era un enamorado de la comida japonesa y del pescado crudo mientras que a mí me volvía loca la comida basura, por lo que siempre terminábamos en lugares que no tenían nada que ver ni con lo uno ni con lo otro. Al principio discutíamos mucho por ese tema pero, con el tiempo, conseguimos sincronizar nuestros paladares y descubrimos un par de sitios en los que ambos nos encontrábamos a gusto. Aquella noche, sin embargo, me llevó a un restaurante precioso en el que nunca habíamos estado. Era tan bonito que hasta tenía maître.
—Buenas noches. Teníamos reservada una mesa para dos a nombre de Mario Loira —lo saludó mi novio.
—Veamos. Un reservado, ¿verdad? —confirmó el maître buscando en un libro que tenía apoyado en un atril. Tomó dos cartas y nos pidió amablemente—: Por favor, síganme.