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David Puertas Esteve es hijo, hermano y padre de músicos. Tras haber tocado todas las teclas posibles del gremio (composición, interpretación, dirección, docencia, investigación, producción...) se ha centrado en la divulgación musical, actividad que desarrolla desde las aulas del Instituto Can Puig de Sant Pere de Ribes (Barcelona) y desde los escenarios de todo el país. Colabora con los proyectos divulgativos de L’Auditori de Barcelona, del Palau de la Música Catalana, del Festival Internacional Pau Casals, de las orquestas de Andorra, Granollers, Vilanova i la Geltrú, Tarragona, Lérida, Sant Cugat, etc. Es autor de decenas de espectáculos musicales y de una docena de libros, entre los que destacan 100 cosas que tienes que saber de la ópera (2016, escrito con Jaume Radigales), Notes de concert (2012), Música encreuada (2004, con prólogo de Màrius Serra), Stravinski y ‘El pájaro de fuego’ (2003) y Mozart y ‘La flauta mágica’ (2002), además de diez ediciones de Sidoku: el sudoku musical, en español, catalán, alemán, neerlandés y japonés. También ha escrito la novela El pianista cec (2019).

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Este libro explica 100 cosas de la música clásica desde fuera y desde dentro, algunas que no habríais imaginado nunca y otras que seguro que ya sabéis. Habla de Bach, de Mozart y de Pau Casals; de las mejores obras de los últimos 500 años; de solistas, de auditorios, de festivales, de partituras, de constructores de violines...; de la capacidad de la música para emocionarnos y hacernos vibrar, y de la inmortalidad de algunas obras.

Trata la música clásica como una cosa normal y nos recuerda que es válida para todos y que no hay que ser un experto para disfrutarla. Que nos puede gustar más o menos, pero que la música —cualquier música— está pensada para removernos por dentro. En definitiva, es un libro que habla de la música clásica con un lenguaje apto para el común de los mortales, que nos la acerca a dos palmos y que nos invita a preguntarle todo lo que queremos saber.

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Primera edición: enero de 2020

© del texto: David Puertas Esteve

© de la edición:

9 Grupo Editorial

Lectio Ediciones

C/ Mallorca, 314, 1.º 2.ª B • 08037 Barcelona

Tel. 977 60 25 91 - 93 363 08 23

lectio@lectio.es

www.lectio.es

Diseño y composición: 3 x Tres

Producción del ebook: booqlab.com

ISBN: 978-84-16918-73-7

OBERTURA

Me encanta la música y eso quiere decir que a veces me deja encantado, pero otros me hace sentir nostalgia, o alegría, o me transporta a mundos mágicos, o me serena el espíritu, o me activa con su ritmo, o me acompaña en mis pensamientos. La música sirve para removernos por dentro, para hacer vibrar nuestra alma, nuestro corazón.

La música clásica ha sido durante siglos la principal responsable de esta función. Ahora, por suerte, podemos escoger la música que queramos y el acceso a ella es muy fácil. Pero la clásica sigue siendo portadora de emociones. Este libro cuenta 100 cosas de la música clásica desde fuera y desde dentro, algunas que no habríais imaginado nunca y otras que seguro que ya sabéis, pero está explicado por un apasionado de la música, por alguien que la ha vivido y escuchado desde pequeño porque le tocó nacer en una familia de músicos.

He tenido la suerte de sentarme delante de un atril en medio de una orquesta e interpretar música clásica, de dirigirla, de escucharla, de copiar las partituras, de programarla, de analizarla, de grabarla e incluso de intentar componer música clásica. Pero sobre todo me lo he pasado muy bien explicándola. O, cuando menos, intentándolo. Porque eso de explicar la música es un poco contradictorio: al final siempre te das cuenta de que no hay nada mejor que escucharla.

Por eso al final del libro encontraréis una propuesta de audiciones: 100 audiciones (una para cada capítulo) que no incluyen toda la música clásica, ni mucho menos, pero que son una buena introducción para que cada uno busque un poco más allá y acabe encontrando la que más le gusta, la que más le hace vibrar. Y no olvidéis que escuchar la música en el ordenador, en el móvil o en la tele está muy bien, pero no hay nada como la música en directo: es la experiencia total.

DE CLÁSICA Y NO TAN CLÁSICA

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¿QUÉ QUIERE DECIR MÚSICA CLÁSICA?

Música clásica quiere decir muchas cosas, algunas muy concretas y otras más generales. Pero música clásica es, sobre todo, una etiqueta. Sí: una etiqueta muy grande que, como todas las etiquetas, a veces nos facilita saber de qué estamos hablando, y a veces nos lo complica.

Empecemos por lo más concreto: la música clásica es aquella que se escribió durante el periodo histórico denominado Clasicismo, más o menos entre los años 1750 y 1800. En este corto periodo compusieron su música autores tan importantes como Haydn, Mozart o Beethoven. Y ya está. Justo eso. La «música clásica» duró 50 años. Algunos puristas, algunos musicólogos y algunos vendedores de discos (todavía queda alguno) defienden a muerte que solo esa es la música «clásica-clásica» de verdad. Que el resto, no es clásica: puede ser música renacentista, o barroca, o del Romanticismo, o música serial, o minimalista…

El común de los mortales, sin embargo, utilizamos la etiqueta música clásica de una forma mucho más generosa con una acepción que va más allá de las obras escritas exclusivamente en aquel periodo histórico. Por extensión, denominamos música clásica a toda aquella música que se parece a la de Haydn, Mozart y Beethoven ya sea por su estilo o por su forma, estructura, concepto, idea o instrumentación. Es decir que denominamos «música clásica» a toda aquella música de concierto que se canta y se toca con orquestas o grupos de cámara formados por instrumentos «clásicos» (violín, violonchelo, flauta, oboe…). Eso quiere decir que también llamamos clásica a la música de Brahms o a la de Chaikovski (que son autores del siglo XIX) y también hablamos de clásica para referirnos a la música de Ravel, Bartók o Bernstein, que son autores del siglo XX.

De hecho, todas las colecciones de discos de música clásica incluyen obras desde el año 1500 hasta nuestros días, y el libro que tenéis en vuestras manos también habla de la música clásica más allá de los escasos 50 años del periodo del Clasicismo. Música clásica es la mayor etiqueta que podemos imaginar: lo incluye casi todo, mientras haya de por medio un violín, o una flauta, o una soprano y mientras aparezcan en la partitura palabras como sonata o sinfonía.

Hay quien, para definir la música clásica, la contrapone a la música popular y, para hacerlo, ha inventado un sinónimo muy claro: música culta. Esta opción considera que la música clásica es más «elevada» que la popular, más intelectual, más técnica, en definitiva más exclusiva. Pero para definir la clásica no hay que contraponerla a nada: todas las músicas lo que pretenden es llegar al público, comunicarse, removerlo por dentro y transmitir emociones. Cada música lo hace a su manera, con sus recursos, pero el objetivo es el mismo. Además, la frontera entre la clásica y la popular a menudo es poco clara: danzas, divertimentos, canciones, música de cine…

El concepto música clásica es, pues, muy amplio: incluye música actual y obras escritas hace 500 años, la diversidad de estilos es abrumadora, se puede hacer con docenas de instrumentos diferentes, utiliza palabras específicas como sonata, obertura o preludio, algunas obras son para un solo instrumento y otras para una orquesta de 100 músicos y 200 cantantes, acostumbra a interpretarse en auditorios… Justamente por eso, para entrar un poco más a fondo y para saber con un poco más de detalle qué es la música clásica, os ofrecemos los siguientes 99 capítulos.

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UNA HISTORIA DE 500 AÑOS

Las editoriales que publican colecciones de discos tituladas «La música clásica» suelen incluir obras compuestas desde el año 1500 hasta el 2000, década arriba, década abajo. Estos recopilatorios se basan en la premisa que dice que podemos hablar de música clásica después del canto gregoriano.

El gregoriano copó la música religiosa europea durante mil años: desde el año 500 hasta 1500, que no es poco. Se trata de un canto que parte del principio de san Agustín según el cual «quien canta, ruega dos veces». Las tres principales características del canto gregoriano son que se canta en latín (sobre textos de la liturgia cristiana, con algún texto excepcionalmente en griego, como el Kyrie eleison), que todo el mundo canta las mismas notas (no hay segundas voces: se denomina canto monódico) y que se canta a capella, es decir, sin acompañamiento de instrumentos. Paralelamente a su desarrollo, el gregoriano creó un tipo de notación escrita que permitió fijarlo sobre papel y unificarlo en toda Europa.

Durante la edad media, la influencia del canto gregoriano sobre el resto de músicas fue determinante, pero a mediados del siglo XII los músicos empezaron a interesarse por la polifonía, es decir, en la incorporación de diferentes melodías sonando al mismo tiempo: apareció el apasionante juego de las segundas y terceras voces (y cuartas, y quintas…). El canto gregoriano, sin embargo, persistió inalterable a pesar de los diferentes estilos musicales que ya se iban perfilando más allá de la música religiosa (que después hemos bautizado como Ars antiqua, Ars nova y, ya en el siglo XV, polifonía flamenca) y a pesar de las innovaciones que los músicos iban incorporando y las aportaciones que iban haciendo los teóricos de cada momento.

Desde el punto de vista musical, el paso de la edad media al Renacimiento (a finales del siglo XV, coincidiendo con la invención de la imprenta y el descubrimiento de América) presenta algunas alternativas a la dictadura del canto gregoriano: la música instrumental ya había empezado su carrera imparable (con el desarrollo de diferentes instrumentos como el órgano, el laúd, las flautas, los instrumentos de metal y pronto la familia de los violines) y ya había una demanda importante de música no religiosa en las cortes y casas nobles, además de la música popular que seguía a lo suyo, pero que no quedaba recogida sobre papel.

A partir del año 1500 es cuando consideramos que acaba el monopolio del canto gregoriano y empieza lo que genéricamente denominamos música clásica. Aparece un interés creciente por escribir la música aunque no haya una forma única de hacerlo como con la notación gregoriana, coexisten varios tipos de notaciones musicales, de tablaturas para los diferentes instrumentos de cuerda, conviven plantillas de cuatro líneas horizontales (tetragramas) y de cinco (pentagramas). El caso es que se genera mucha documentación musical, un hecho que pocos años antes era impensable.

Si cogemos alguna de aquellas partituras del año 1500 y la tocamos y la grabamos, ya tenemos el primer disco de la colección: lo titularemos Música del Renacimiento. Y para el resto de discos, utilizaremos las épocas canónicas que se han fijado con el fin de estudiar la historia de la música: el Barroco, el Clasicismo, el Romanticismo y el siglo XX. También podemos utilizar algunas etiquetas que nos permitirán dedicar discos específicos a la música nacionalista, al impresionismo, a la música serial, a la electroacústica… Y listos: ya tenemos toda la música clásica en un puñado de discos. Siempre podemos añadir uno como regalo final dedicado al canto gregoriano. Y dejar bien claro que aquello no es música clásica, que la clásica empezó hace 500 años.

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LA CLÁSICA HOY DÍA

Prometo que este será el último capítulo en el que daremos vueltas sobre qué es y qué no es música clásica. Después ya dejaremos el tema porque la respuesta, como se ha visto, es poco concreta. De hecho, hay quien corta la discusión de golpe asegurando que la música clásica es aquella que se tiene que ir a escuchar con esmoquin. Bien: es una idea… ¡según la cual yo mismo nunca habría escuchado música clásica! Y los que la contraponen a la música popular, ya hemos visto que también tienen sus problemas: hay muchas obras dentro de la música clásica que han sido consideradas música popular sin ningún problema (canciones, divertimentos, danzas): ¿alguien tiene claro dónde clasificar los valses vieneses de la familia Strauss, los tangos de Piazzolla, la música de cine o los musicales de Broadway?

Empecemos con un ejemplo clarificador: en el año 1991 el ex-Beatle Paul McCartney (el que tocaba el bajo con el mástil hacia la derecha en el famoso cuarteto de música pop de los sesenta) compuso una obra para orquesta sinfónica y coro de una hora y media de duración: El oratorio de Liverpool. La obra tenía todas las características de las grandes obras sinfónico-corales de los siglos XVIII y XIX, y las tiendas de discos lo tuvieron muy claro: pusieron la obra de Paul McCartney en las estanterías de «música clásica», al lado de las obras de Händel, Bach y Mendelssohn.

En el capítulo 1 ya ha quedado claro que la música clásica (la clásica-clásica) es aquella compuesta entre los años 1750 y 1800. En el capítulo 2 hemos ampliado esa restricción y hemos aceptado que podemos llamar clásica a toda aquella música que suene a clásica y que esté escrita a partir del año 1500. Y ahora, que ya estamos en el capítulo 3, convendría abrir todavía un poco más el gran paraguas de la clásica para meter obras como las de Paul McCartney antes de que alguien las etiquete como obras postclásicas o, quizás incluso, clásicas 2.0.

Sin embargo: ¿no resulta un poco extraño que llamemos música clásica a una obra escrita en 1991 por un compositor de música pop? El ejemplo demuestra que llamamos clásica a todo aquello que suena a «clásico», que incorpora violines y flautas, que se interpreta en auditorios y que tiene un cierto aire de dignidad y elegancia, de exclusividad pomposa. He ahí la gran permeabilidad de la etiqueta música clásica: ¡lo puede incluir casi todo! Solo hay que recordar la moda que se inició en los años ochenta de las versiones de música pop interpretadas por orquestas sinfónicas y que no ha tenido fin: London Symphony play The Beatles, San Francisco Symphony & Metallica, Melbourne Philhamonic & Kiss, la Filarmónica de Berlín con Scorpions o las míticas producciones de Luis Cobos.

A lo largo de la historia ha habido muchos músicos que han creído que hacer «música clásica» era jugar en la primera división del arte de los sonidos, mientras que dedicarse a la música popular, o al jazz, o ganar millones con la música pop no era suficientemente prestigioso. Así le ocurrió a George Gershwin, compositor norteamericano de obras como Rhapsody in blue o Un americano en París: se le considera el creador del jazz sinfónico, pero él no tenía suficiente. Quería ser un compositor clásico-clásico. Conoció al compositor francés Maurice Ravel, que le recomendó seguir profundizando en su lenguaje y que se dejara de historias: «Si usted estudia conmigo, solo conseguirá escribir malos raveles; es mejor que siga escribiendo buenos gershwins.» Un caso parecido es el de Astor Piazzolla, compositor argentino que revolucionó el mundo del tango. Se fue a Francia pensando que allí aprendería de verdad a ser un compositor «clásico»… y su maestra, Nadia Boulanger, le hizo entender que su autenticidad estaba en el tango.

Gershwin y Piazzolla lo entendieron y siguieron trabajando en su lenguaje hasta hacerse un lugar en la música clásica desde el jazz y desde el tango. Pero hay algunos que siguen picando piedra: McCartney publicó el 1997 otro oratorio (Standing stone), en 1999 un disco con versiones sinfónicas de sus canciones, y en 2006 otro disco sinfónico-coral (Ecce cor meum). ¡A ver quién se atreve ahora a decirle que no es un compositor de música clásica!

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ESCRIBIR LA MÚSICA

Si la música clásica se nutre de obras escritas durante los últimos 500 años es porque, antes, la música se escribía poco y, a menudo, con sistemas de notación que todavía no hemos descifrado del todo. Entre los musicólogos buscadores de partituras antiguas es famoso el Epitafio de Seikilos, unos signos grabados sobre una pequeña columna de mármol que se han interpretado como una partitura de una canción y que datan de hace unos 2.000 años. Se ha hecho una transcripción a la notación actual y, la verdad, suena muy bonito. Además, la letra es clara y directa; en traducción libre viene a decir: «Vive la vida y no te preocupes, que son cuatro días.»

Se han localizado partituras incluso anteriores, algunas de la antigua China imperial y, las más antiguas, en escritura cuneiforme: hay una tabla de arcilla localizada en Nippur (Iraq) que tiene unos 4.000 años (de la época de los sumerios) y que vendría a ser como una tablatura que indicaría al intérprete qué notas tiene que tocar sobre un instrumento de cuerda. También se conservan partituras de los babilónicos, de los israelitas, de los egipcios… Todos los pueblos han querido escribir su música, pero la dificultad para hacerlo siempre ha sido notable.

La mayoría de estas partituras antiguas son indicaciones para interpretar la música, pero se supone que el intérprete tiene que conocerla previamente. Es el caso de la primera notación del canto gregoriano, la llamada notación neumática, que permite seguir la melodía solo si se conoce previamente la afinación exacta, ya que los neumas son muy imprecisos y solo sirven (que no es poco) para recordar si la melodía va hacia arriba o hacia abajo o si hay que alargar la nota o si se tienen que unir varias sílabas. En una época en la que la música se transmitía de forma oral y había que recordar docenas de melodías, los neumas fueron de gran ayuda. Recordemos que, en el siglo XI, el canto gregoriano ya cubría todas las festividades del año religioso, con introitos, antífonas, graduales, aleluyas, ofertorios, comuniones, secuencias y todos los ordinarios: kyries, glorias, credos… ¡Se requería una memoria de elefante para recordar tantas melodías!

Hacia el año 1000 se produjo la revolución definitiva en la escritura musical: Guido de Arezzo, un monje benedictino, propuso escribir los neumas sobre una plantilla de cuatro líneas (un tetragrama) y, además, les puso nombre en función del lugar en el que estaban escritos: ut, re, mi, fa, sol, la. La idea triunfó y poco a poco se fue desarrollando e imponiendo por todas partes. 500 años después el sistema ya estaba fijado, más o menos, tal como lo conocemos hoy: la nota ut pasó a llamarse do, se añadió una nota más (el si), se incorporó una línea más a la plantilla (el pentagrama), se desarrollaron las plicas y los corchetes de las notas (las grafías que indican la duración de cada nota)… y he aquí que la unificación de un sistema de notación y la facilidad en su utilización permitieron que la música empezara a correr.

Además, la escritura musical unificada aprovechó el invento de la imprenta de Gutenberg: un impresor italiano establecido en Venecia, Ottaviano Petrucci, fue el primero en imprimir partituras de forma industrial (la primera, el año 1501: una colección de canciones). Y la rueda ya no paró: las obras musicales empezaron a moverse por Europa, se escribían y se leían igual en todas partes, podían complicarse todo lo que se quisiera (ya no había que memorizarlas) y se podían escribir muchas voces diferentes sin ningún miedo. Factores que promovieron el nacimiento de la música clásica hay muchos, pero no hay duda de que la escritura es uno de los más importantes.

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DEL RENACIMIENTO AL ROMANTICISMO

Las etapas en que los musicólogos han dividido el estudio de la música clásica son, más o menos, las mismas que en el resto de las artes, pero con algunas particularidades. Después de la música medieval estudiamos el Renacimiento (1400-1600), el Barroco (1600-1750), el Clasicismo (1750-1800), el Romanticismo (1800-1900) y el siglo XX (1900-2000).

En el Renacimiento es cuando, musicalmente, la cosa se complica: los músicos se liberan de la influencia del canto gregoriano (que llevaba mil años ejerciendo su dictadura) y se lanzan abiertamente en brazos de la polifonía. La evolución de la escritura les permite componer obras cada vez más complejas, a tres voces, a cuatro, a ocho… y las enriquecen con la incorporación del contrapunto, es decir, con diferentes melodías que discurren paralelamente, cada una de forma libre, pero que conjuntamente suenan bien. A veces este placer desmedido por la polifonía llevó a la creación de obras bastante abstractas, con diferentes voces cantando cada una en un idioma diferente.

La aparición de la ópera, la consolidación de la familia de los violines y la incorporación de una técnica de acompañamiento instrumental denominada bajo continuo dieron paso a la época del Barroco, cuando ya empezamos a hablar de grandes compositores como Bach, Händel o Vivaldi, aunque la estructura social (y laboral) siguiera considerando al músico como un elemento más del personal al servicio de un noble, de un príncipe o de un eclesiástico con recursos. La ópera causó estragos en la sociedad de la época: se inició en Italia (donde se convirtió en un espectáculo de masas) y se fue extendiendo por toda Europa. Por otra parte, la orquesta de cuerda, formada por violines, violas, violonchelos y contrabajos, se consolida como formación estable y caen en desuso instrumentos como las violas da gamba o los laúdes.

Se ha hecho coincidir la fecha de la muerte de Bach (1750) con el inicio del Clasicismo, una etapa breve en la que escriben música Haydn, Mozart y Beethoven. ¡Casi nada! Se consolidan ciertas formas musicales como el cuarteto de cuerda o la sinfonía, se desarrollan otros, como el concierto para instrumento solista o la ópera, y hace su aparición el piano, un utensilio sonoro que, en pocos años, hará olvidar al clavicémbalo.

El inicio del Romanticismo coincide con la Revolución Francesa, con la revalorización del individuo y del artista y con la reivindicación de la libertad creativa. Aparecen tipos de obras musicales absolutamente nuevos, ligados a esta libertad: impromptus, oberturas, nocturnos… La figura del compositor, ya completamente liberado de la estructura feudal, se reivindica con fuerza (Liszt, Mendelssohn, Brahms) aunque en determinados casos el ideal «romántico» se lleva a algunos por delante demasiado temprano (Schubert, Chopin, Bizet). La orquesta clásica sigue creciendo (se incorporan nuevos instrumentos) y la ópera se consolida como el mayor espectáculo de todos los tiempos. A finales del siglo XIX ya hay muchos compositores que consideran que el lenguaje musical clásico ha tocado fondo y que se necesita una sacudida importante. Pero no hay duda de que la música clásica entra en el siglo XX en su momento álgido.

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EL CAOS DEL SIGLO XX

En el capítulo anterior hemos resumido todo el siglo XIX bajo un único epígrafe: Romanticismo. Pero si acercamos la lupa, fácilmente aparecen otras etiquetas como el nacionalismo (con autores como Dvorák, Grieg o Mussorgsky que reivindican la música con raíz patria), el virtuosismo (con personajes como Paganini o Liszt, que divinizan la figura del intérprete), el verismo (con argumentos operísticos centrados en la cruda realidad de las clases bajas) o el impresionismo (con la apuesta por los nuevos lenguajes que hicieron Debussy o Ravel).

Eso de los «nuevos lenguajes» es un eufemismo para decir que el lenguaje musical clásico había tocado fondo. Muchos compositores, ya desde mediados del siglo XIX, consideraban que las normas de la armonía tradicional estaban superadas. Que los estudios musicales en los conservatorios, llenos de normas y de cosas prohibidas, lo que hacían era, precisamente, conservar pero no permitían evolucionar. Cada vez que alguien aportaba una idea nueva en el lenguaje musical se consideraba un atentado a la tradición, una ruptura, una revolución.

Y así, poco a poco y siempre a contracorriente, el lenguaje clásico se fue expandiendo a base de excepciones. Primero, se puso de moda el cromatismo, es decir, añadir notas de color a las melodías y también a los acompañamientos: sería como tocar una escala en un piano, solo con las teclas blancas, pero añadir de vez en cuando alguna de las teclas negras, o incluso, todas ellas. Después vino la armonía ampliada, es decir, añadir sonidos a los acordes clásicos formados por solo tres notas, de manera que ahora los acordes podían tener perfectamente cuatro o cinco notas. Después vino el cromatismo dentro de los acordes, es decir, se inventaron acordes nuevos que hasta aquel momento la armonía clásica había considerado prohibidísimos.

Algunos intentaron hacer explotar el lenguaje clásico a base de ampliarlo (como Wagner, Mahler o Scriabin), otros a base de simplificarlo buscando sonoridades arcaicas (como Debussy o Satie) y otros, sencillamente, inventaron otra cosa, propusieron unas nuevas reglas del juego (como Arnold Schönberg con la música dodecafónica).

Así que, si para acercarnos al siglo XIX nos bastaba con una lupa, para afrontar el siglo XX necesitaríamos un microscopio de muchos aumentos. La cosa empieza con el postromanticismo que corre paralelo al neoclasicismo y al impresionismo, después ya se llama modernismo a todo aquello que buscaba ser diferente, incluidos el atonalismo y la experimentación. El primero en romper la baraja fue Schönberg con una propuesta teórica muy elaborada: el dodecafonismo, base de la música serial. Después hubo un rebrote del folclorismo y del primitivismo (con Stravinsky y Bartók al frente), y novedades constantes como el microtonalismo, el serialismo integral, la música concreta, la electroacústica, la música aleatoria, el minimalismo, el tintinabulismo de Arvo Pärt o cualquier otro estilo, propuesta o invento que se haya enmarcado dentro de la vanguardia, y que haya dejado de estar ahí en cuanto ha aparecido una propuesta nueva.

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LA CLÁSICA DE HOY DÍA (DE VERDAD)

Y ya que estamos en el siglo XXI, pues hablemos de la música clásica que se hace hoy día, más allá de las aproximaciones «sinfónicas» de otros géneros que quieren darle sonido orquestal a sus músicas. En los conservatorios de música se sigue enseñando la armonía clásica (la de Bach, Mozart y Schumann), la de los innovadores de finales del siglo XIX (Wagner, Debussy), el nuevo lenguaje musical de los rompedores absolutos (Schönberg, Berg o Varese), las ideas de los vanguardistas (John Cage, Pierre Boulez, Stockhausen) y todo aquello que ha ido apareciendo a lo largo de la historia de la música. Pero, como en el resto de las artes, cada autor tiene que buscar su propio lenguaje, por lo que la música clásica actual presenta infinidad de aspectos, infinidad de sonoridades.

A los que nos gusta intentar comprender cómo se ha ido desarrollando la música a lo largo de la historia, el siglo XX nos hizo un regalo, un regalo que, de momento, se está extendiendo al siglo XXI: hasta aquel momento habíamos dispuesto la clasificación del mundo sonoro en grandes bloques contenedores denominados Barroco, Clasicismo y Romanticismo. Y con eso (y algunos subgrupos solo aptos para expertos) teníamos bastante para ordenar la creación musical del mundo occidental. Pero llegó el siglo XX, y los bloques contenedores se multiplicaron. Empezamos con la música nacionalista e impresionista, y enseguida el abanico se abrió a corrientes estéticas muy diversas: atonalismo, dodecafonismo, primitivismo, vanguardia, microtonalismo, música concreta, electroacústica, aleatoria, experimental, minimalismo… Para comprender la música del siglo XX, hemos creado una grandísima cómoda llena de compartimentos (algunos de ellos, minúsculos), y nos hemos dado cuenta de que la mayor parte están conectados y, para comprender uno de estos estilos, tienes que abrir otros cajoncitos porque de lo contrario no entiendes nada.

Como decía el compositor norteamericano John Cage: «Vivimos en un tiempo en el que no hay una corriente principal, sino muchas corrientes o, incluso, si se quiere pensar en un río de tiempo, podemos decir que hemos llegado a un delta, quizás incluso más allá de un delta, a un océano que se extiende hasta el cielo.»

Por eso no nos extrañe si, al lado de obras musicales de aspecto neoclásico o neorromántico, encontramos obras del tipo Cuarteto de cuerdas para cuatro helicópteros (obra de Karlheinz Stockhausen estrenada en 1995), o la Sinfonía Sincrotrón Alba (2010), del catalán Joan Guinjoan, dedicada al acelerador de partículas del Barcelona Synchrotron Park de Cerdanyola del Vallès. El caso es que las orquestas, grupos de cámara, compañías de ópera, bandas y agrupaciones corales siguen estrenando obras nuevas todos los años. De estéticas diferentes. Con más o menos éxito de público. Pero la creación de música clásica contemporánea no se detiene.

Ahora bien: una cosa es la música que se hace en el siglo XXI y otra la que realmente se escucha en el siglo XXI. La emisora de música clásica Catalunya Música convocó en 2012 un concurso para escoger la obra más popular entre sus oyentes. La lista final de los «25 principales» la encabezaba Mozart con La flauta mágica, seguida de Beethoven con el Concierto para piano n.º 5. Hasta el décimo puesto de la lista encontrábamos obras de Verdi, Bach, Satie, Wagner, Chaikovski, Puccini, otra de Mozart y otra de Beethoven. La primera obra de una mujer aparecía en el puesto 25 de la lista: Chocolat, de Rachel Portman. Después de esta banda sonora cinematográfica, las obras más modernas de la lista son de autores catalanes: en el puesto número 20 estaba Música callada, de Frederic Mompou (cuatro álbumes de música pianística compuestos entre 1951 y 1967), y la sardana Girona m’enamora (1989), de Ricard Viladesau, en el 16.º lugar de la lista. La emisora volvió a convocar el concurso a finales de 2017 proponiendo una votación entre 20 obras escogidas previamente: 3 del Barroco, 4 del Clasicismo, 10 del Romanticismo y 3 escritas más allá de 1920: Rhapsody in blue (1924), de Gershwin; Bolero (1928), de Ravel, y Concierto de Aranjuez (1939), de Joaquín Rodrigo.

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¿QUIÉN INVENTÓ EL CONCIERTO DE PAGO?

Eso de pagar para escuchar música se lo inventaron los empresarios de ópera en Italia a inicios del siglo XVII. El primer teatro dedicado a la ópera que abrió al público fue el Teatro San Cassiano de Venecia, en el año 1637. Hasta aquel momento, los teatros eran privados y solo accedían los vips. Esa fue la primera vez que se cobró una entrada para poder entrar en un teatro con una temporada estable y ver una representación. Más que ver y escuchar tendríamos que decir «vivir» la representación, porque en aquella época estaba más o menos claro cuándo y cómo empezaba la función, pero nadie podía predecir cómo acabaría, ni tampoco cuándo. Las representaciones en los teatros populares se vivían apasionadamente, con fervorosos fans y activos detractores de los cantantes y compositores de turno. Así, una velada operística podía durar 5 horas a base de bises y más bises ante los aplausos cálidos de un público entregado, o podían acabar a palos, ante los silbidos o el lanzamiento de verduras al escenario. Una auténtica aventura.

Pero pagar para ir a la ópera no es estrictamente pagar para ir a escuchar un concierto. Este invento fue posterior. La idea se le atribuye a Georg Philipp Telemann, el compositor del Barroco alemán más prolífico que se conoce. Si echáramos una ojeada a la sociedad europea del año 1700, veríamos que no era fácil escuchar música de forma asidua. Las iglesias y las fiestas populares eran los únicos espacios (aparte de las tabernas y los mercados) donde se podía escuchar música de forma habitual. El concepto concierto como espacio tranquilo donde poder escuchar obras interpretadas por un grupo de músicos solo se daba en casa de los aristócratas y nobles que se podían permitir tener músicos a su servicio, o contratar de vez en cuando alguna formación de cámara más o menos numerosa.

Telemann fue considerado el músico más prestigioso del momento (más incluso que su amigo Johann Sebastian Bach) y trabajó para diferentes cortes alemanas: Bayreuth, Gotha, Weimar, Leipzig, Hamburgo… Compuso centenares de obras religiosas y aún más centenares de obras profanas, es decir, miles de páginas de música de concierto. La función de esta música era la de ser interpretada en casa del noble de turno, pero Telemann lo aprovechaba para interpretarla en otros espacios. En el año 1701 fundó el Collegium Musicum de Leipzig, una especie de asociación de amigos de la música, que reunía estudiantes y músicos profesionales para la práctica vocal e instrumental libre, sin ninguna sujeción de mecenazgo ni clerical. Ofrecían conciertos en diferentes lugares, pero se hicieron especialmente famosos los que celebraban semanalmente en el Café Zimmermann, en la plaza del mercado de Leipzig, donde el público solo pagaba la consumición.

Pero los conciertos para que pudiera acceder todo el mundo que lo quisiera (todo el mundo que pudiera pagar una entrada) los dinamizó Telemann a partir de 1721 cuando ocupó la dirección musical de las iglesias de Hamburgo. Se involucró en la vida musical de la ciudad mucho más allá de las obligaciones de su cargo y empezó a ofrecer conciertos públicos, con el apoyo de diferentes mecenas y el cobro de una entrada por persona. Poco a poco la modalidad de concierto de pago se fue extendiendo por toda Europa y acabó así la exclusividad de la música clásica para los más poderosos.

Y también hay que tener presente a Albert Gutmann, un agente musical austriaco que se estableció al lado del edificio de la ópera de Viena en el año 1875: el primer gran negocio lo hizo vendiendo entradas para los conciertos de la Filarmónica de Viena, pero con la peculiaridad de que vendía exactamente el doble de localidades de la capacidad que podía acoger el Musikverein. De esta manera, un mismo programa de la orquesta podía ser ofrecido dos veces (uno en temporada oficial y el otro, el día siguiente) sin que la orquesta tuviera que hacer ningún ensayo extra. Los músicos salían ganando y él, también.

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¿CUÁNDO HAY QUE APLAUDIR?

A veces, los rituales propios de la música clásica han llegado a crear cierta presión sobre el público. Eso quiere decir que el público que no es habitual de la clásica lo puede llegar a pasar mal por miedo a meter la pata. Pero no hay que tener miedo: los rituales se aprenden rápido y, mirándolo bien, tienen su lógica. Lo mejor es mostrarse lento de reflejos y reaccionar tarde, es decir, observar y hacer lo mismo que haga la mayoría, pero unos segundos después que ellos.