A E.

A E.

A Ela Chambelona

Los textos aquí incluidos

son de mi propia

expiración.

Primer paso

A mis padres, con amor.

El niño construye tres centrales azucareros en Manajanabo e instala dos escogidas de tabaco en Alto Songo, lo que unido a la intervención revolucionaria de un alambique de ron en El Tivolí, augura, en el juego de Triunfo, una rotunda victoria contra su mamá, quien, cansada tras el trabajo voluntario en la ampliación del Estadio Latinoamericano, halla minutos para complacer a su hijo y matar el aburrimiento.

—¡Juro que lo mato! ¡Juliancito no puede hacerme esto!

Aparece el padre. Enarbola un sobre en la mano derecha.

—¿Qué pasa, mi vida?

—¿Que qué pasa? ¡Eso es lo peor: tú nunca te das cuenta! ¡Que tenga que ser yo, con todo lo que he corrido en la organización del acto de clausura de la temporada ciclónica, el que descubra debajo del colchón de nuestro hijo esta carta con fecha 11 de noviembre de 1971, o sea, de hace solo unos días, remitida nada más y nada menos que de Estados Unidos!

—Sí, se la mandó un amiguito que conoció en agosto, en el Campamento de Pioneros de Sochi.

—¡Ah, tú conocías de su existencia!

—Claro, pero estabas tan ocupado con la siembra de café en la Loma del Burro, la Ley contra la Vagancia, la Columna Juvenil del Centenario, y el Movimiento de Padres Ejemplares por la Educación…

—¡Ya lo dijiste: padres, no madres! ¡Vaya ejemplo el que le das al niño permitiéndole se cartee con un bitongo yanqui! ¡No, si desde que vi el sobre tengo un dolor en mi fuero interno…! A ver: ¿qué hacía ese en Sochi?

—El campamento es internacional, papi. Allí hay niños de todo el mundo.

—¡Oye eso! Yo creía que a ese balneario solo iban chiquillos socialistas, y resulta que también van capitalistas… ¡y hasta imperialistas!

—Ay, mi amor, nosotros no, pero los demás se entienden. Si Kennedy y Jrushchov nos dieron la mala, ¿qué tiene de particular que en esos campamentos vacacionen pequeñines con otra ideología?

—Vamos a aceptar que es así. Pero ¿por qué carta del yanqui y no, por ejemplo, del que te regaló el sellito? Coreano, ¿no?

—Hice amistad con el americano porque el día en que Pedro Pérez Dueñas impuso récord mundial en los Panamericanos de Cali —4 de agosto, no se me olvida— en nuestro cuarto armamos ¡tremenda gritería! y hasta una fiestecita con cake y todo. Ese niño vino desde el edificio de al lado a averiguar por qué tanta algarabía, y cuando le contamos nos dijo: «¡Qué casualidad: hoy yo cumplo diez años!». Entonces lo invitamos a celebrar con nosotros y… eso fue todo.

—¿Y habla bien el español?

—Sí, mami, lo domina.

—¡Y dominan el mundo si se les deja! —apunta el padre—. ¿Qué conversaron?

—Bastante. Me hizo muchas preguntas.

—¡¿Estás interrogando al niño?!

—¡Cállate! ¡Eres la culpable de que pase esto! ¡No creas que ignoro te carteas con Gertrudis, la que dice ser abuela de Juliancito!

—Dice ser no: ¡es! —recalca la madre.

—¡Abuela hay solo dos, y tu hijo perdió una desde que tu suegra llegó a Miami!

—¡No te refieras así a tu mamá, que mucho que quiere al niño!

—¡Lo quiere arrastrar con ella al Norte, para atarugarlo de chicles!

—Ah, papi, eso: me regaló un chicle…

—¡¿También?!

—…pero nuestro profesor guía se lo devolvió y le dijo que no necesitábamos ese instrumento falaz de penetración… ¿Qué cosa es falaz, papi? Porque al otro día el americanito me trajo a escondidas el chicle: «Mastícalo sin miedo, que no es un supositorio».

—Espero te lo hayas comido en Sochi, porque si la vieja de Vigilancia te ve masticándolo… ¡adiós al radio Agrícola por el que opto este trimestre en mi trabajo! —interviene la madre.

—Si Juliancito lo hubiera traído, yo habría reparado en ello… —aclara el padre.

—¡Si tú repararas algo, ya hubieras arreglado el de mi abuela y yo no tendría que fajarme por un radio de mierda de los que ensamblan aquí!

—¡Por favor, no discutan más y déjenme terminar el cuento de mi amiguito!

—¡Ah, porque hay más!

—Me preguntó por la Zafra de los Diez Millones —los que van, van—, porque oyó en un noticiero que fue un fracaso.

—¿Y no le contestaste?

—Le respondí lo que te he oído decir, papi: que no fue tal fracaso, pues al menos dio una orquesta que dará de qué hablar en el futuro.

—¡Ese es mi hijo!… ¿Y te preguntó algo más?

—No le di tiempo. Me puse a enumerar los logros de la Revolución… Lo maté con el dato de que en el primer semestre se produjeron 3 794 toneladas de clavos y puntillas… No discutió más.

—¿Qué va a discutir? ¿Se puede esperar algo de un individuo que escribe en una carta —oye esto, Julia—: «Yo amo mucho a mi patria»? ¡Un norteamericano con dignidad no dice eso!

—¡Me parece que se te va la mano, Augusto! Será norteamericano, pero es un niño… y puede estar desinformado.

—¡Desinformada tú! ¡La cosa es oír el noticiero no para saber del tiempo, sino de estos tiempos! ¡¿Acaso no te enseñaron en la Facultad Obrero-Campesina que los yanquis pretendían colmar a Cuba de hoteles para atestarlos de turistas extranjeros?!

—Deja que nuestro hijo se cartee con él, y así le cuenta.

—¿Para qué? Dar clases de Historia a esa gente es perder el tiempo: desde que nacen se creen superiores. ¡No han dado el primer paso y ya piensan en hacerse millonarios y en ser presidentes!

—Ay, mi vida, quién quita que algún día haya un gobernante bueno en Estados Unidos, las cosas se arreglen y Juliancito ya tenga un amigo por allá…

—¡No se discute más! ¡Cero cartas a partir de hoy entre mi hijo y el rubiecito ese!

—Papi, que no es rubio: es negro.

—¿Negro y con nombre de sultán árabe?: ¡Barack Obama!

El bolso o la vida

«Ninguna situación es tan grave

que no sea susceptible de empeorar».

FedericoII

Caminar es buena opción si solo mil quinientos metros separan a dos puntos. Uno es la oficina atiborrada de cristales donde mes tras mes duerme el cheque que paga la revisión por Carlos de cientos de cuartillas. El otro es el propio Carlos, quien detrás de sus gafas mira la escasa sombra que se bosqueja en el trayecto.

Opta por refugiarse en la parada y espera. Paciencia. Sobre su banco, en la pared, el horario que supuestamente deben cumplir los ómnibus. Guiarse por él es osado: llena de fe a los optimistas y de desesperación a los escépticos. Carlos se cuenta en este último grupo.

Once personas lo acompañan. Todas, disciplinadamente, sudan. Y lo sacan de su modorra con el alboroto. Han divisado a lo lejos, en la curva, el artilugio que los transportará a sus destinos. Al menos creen en el destino.

El autobús va atestado y hay fiesta de empujones. Carlos se deja arrastrar por los ahora catorce indisciplinados que se abalanzan sobre la puerta. Conmina a la ecuanimidad. Ya es tarde. Casi lo aplastan. Se queja. Otros lamentos se suman al suyo. Alguien lo llama. Sí, a él.

Desde su asiento, una mujer le pide el bolso. Carlos se lo desprende del hombro y lo entrega agradecido tras advertirle que pesa. Precisamente por eso, dice ella. Es tiempo de mirarla mejor.

Bella, un cuerpo de agradecer. Y sus ojos tienen algo… Apenas coloca el bolso sobre sus muslos, el marido, uno más en el pasillo cuando montó Carlos, llama al respeto, a la jerarquía, a prestar atención al hecho de que si uno dice sí, firma ante un notario y se coloca un anillo, no merece venga cualquiera a quebrar el statu quo.

Quién es este espécimen y qué tiene que no tenga yo para que tú le lleves un bolso del que desconoces su contenido y después te dé las gracias como si estuviera en Grecia y le devuelvas un no hay de qué que significa hay y mucho y yo de imbécil que no pinta nada en este entierro que promete ser jolgorio.

Lo dice sin una coma. Cambia la vista a diestra y siniestra. Diestra ella; parece acostumbrada a esos arranques. Siniestro Carlos; no sabe si quedar entre comillas o emplazar dos puntos para contestarle. Mira afuera y busca apoyo en las luces del semáforo.

El ruido del motor se suma a las imprecaciones del marido. Descuella la voz de la esposa, quien no por gusto también dijo sí y esgrime derechos. Se lo llevo porque me da la gana. Si voy sentada, él no tiene por qué cargar un bolso cual si fuera el animal que eres.

Carlos elige replegarse medio metro a la derecha por tres razones. La primera es que en la ventanilla de enfrente hay una pegatina que alerta sobre el virus de la influenza A (H1N1). Una recomendación allí expuesta plantea no hacer contacto estrecho con personas sospechosas de poseer la enfermedad. No es que el individuo del exabrupto lo sea, pero el acercamiento es inminente de seguir las cosas como van: el sujeto lo abracará e irán al piso.

Segundo motivo: los bramidos del marido de la guardabolsos, más virulentos que la enfermedad. De mantenerse en el perímetro del altercado se verá obligado a aplicarles tratamiento si no ambiciona hacer el ridículo ante la concurrencia.

Razón tercera es la mujer. Desde la nueva posición puede explorarla con hondura so pretexto de vigilar el bolso.

De nuevo sus ojos, qué tienen esos ojos. Honestos, se dice. Expresión un tanto ambigua, pero es lo que piensa. Y atina a adivinarle los senos cuando la dama se vuelve de sopetón hacia el marido y poco falta para un codazo.

Más vale eludir otro escándalo. Carlos regresa adonde la pareja. Déme el bolso, muchas gracias, avanzaré hacia el fondo.

Se lo llevo o me dejo de llamar Ángela. No me diga que va a tenerle consideración a este pedazo de grosero.

De veras se lo agradezco, mas prefiero evitar.

Evitar qué. El que evita soy yo, que debí partirle para arriba desde que esta le pidió el bolso.

Por favor, démelo.

Le repito: no se lo daré.

Carlos vuelve a tomar distancia. Solo restan dos paradas. El tipo se esmera en superar los epítetos, que hacen coro al reguetón que se escucha por las bocinas. Algún que otro buscapleitos, atrincherado entre la multitud, pregona pescozones.

Mejor cobarde que llegar estrujado a recoger el cheque. Da una ojeada al paisaje, decidido a contar ovejas. No distingue ninguna. Ángela se solidariza con menos idealismo: echa un vistazo al infinito sin ánimo de enumeración. El marido no para de blasfemar y le promete a su cónyuge un segundo acto al arribar a casa.

Comprime el bolso contra sus muslos. Cartera —contentiva de treinta pesos, tarjeta de crédito y carné de identidad—, agenda, tres tomos del Diccionario de sinónimos y antónimos, pomo de aceite y dos CD con tangos argentinos se regocijan en semejante nido.

Y el contrato, agrega Carlos. Sin él no puede recoger el cheque. Sin el cheque no podrá cobrar. Y sin el dinero le será esquivo el Panhispánico de dudas, que vale una fortuna, único ausente en su mesa de trabajo.

El consorte de Ángela no sabe ni jota de que en el bolso viaja un diccionario de sinónimos y antónimos. Agota su repertorio de injurias y hace mutis justo cuando el ómnibus deja atrás la última parada antes del destino final de Carlos, quien implora a la dama, una vez más, le restituya el bolso.

Aquí va bien. No le haga caso a este, es blablablá y solo eso, me tiene harta con sus necedades. Usted no se apea en la próxima. Lo que pasa es que tiene quintales de decencia y no quiere darle el gusto de una Tercera Guerra Mundial. Él no sabe que si le levanta la mano se las va a tener que ver con mi poder de exterminio. Lo voy a defender patas arriba.

Metáfora o posibilidad, lo de patas arriba es tentador, pero Carlos no está para fantasías. Ignora el empujón que le ha dado el vociferante personaje. Toca el bolso y le demanda a Ángela, en prosa y en verso, que se desprenda de él.

El autobús llega por fin y abre las puertas. Imposible convencer a la mujer. Su pareja reedita la lluvia de improperios y ella no se amilana. Ambos no reparan en que el dueño del bolso se escabulle hacia la puerta y es uno de los siete pasajeros que descienden.

Carlos dirige su vista a la ventanilla. Ahora es el hombre el que pugna por hacerse del adminículo de cuero con la intención de lanzarlo al pavimento. Ángela lo aprieta y mira fijamente a Carlos, quien se alegra al descubrir cuarenta centavos en su pantalón, suficientes para desandar el recorrido.

No sufre por la cartera, el contrato, la agenda, los tres tomos del Diccionario de sinónimos y antónimos, el pomo de aceite ni los tangos de Gardel. En ellos van las claves para que Ángela lo busque, desentrañe el misterio de sus ojos y cargue sobre los muslos el peso de su vida.

Nuestro héroe

—«En este local, donde estuvo la tienda La Media Naranja, nuestro héroe compró un par de medias el 11 de noviembre de 1954, diez horas antes de emprender la gran acción de su vida».

—Está bien redactado, pero ¿qué trascendencia tiene comprar un par de medias? Quién sabe cuántos debe haber gastado ese hombre en su vida.

—¿Qué pasa, cuadro? Parece mentira que un tipo como tú, fogueado en la lucha, cuestione la procedencia de colocar o no una placa en homenaje al prócer local. Imagínate qué hubiera sucedido si no se compraba un par de medias nuevas, si las ampollas mellaban su talón de Aquiles. ¿Hubiera podido partir a su batalla crucial? ¡Coño, tener que oír que ese hecho no tuvo trascendencia! Acuérdate de que el mes que viene nos chequean el cumplimiento de la tarea 50 Aniversario y debemos tener al menos diez acciones en homenaje al patriota.

—Lo sé, pero ¿por qué cinco de las diez tienen que ser placas conmemorativas?

—Porque una placa queda para las generaciones futuras. Efectúas un acto y al otro día, cuando los participantes entregan su bono de asistencia, se olvidan de que pusieron un pie en la actividad. Sin embargo, una placa está ahí, firme, inconmovible, y la van a leer tus hijos, tus nietos, tus biznietos…

—Mientras se usen medias, porque el día de mañana, cuando se invente otra cosa, la gente ni entenderá lo que dice el texto.

—¡Qué conflictivo te has vuelto! Mejor abre las entendederas, que te voy a dictar la segunda:

«En esta casa, donde se hallaba el Registro Civil, nuestro héroe solicitó y recogió una inscripción de nacimiento el 11 de noviembre de 1954, ocho horas antes de emprender la gran acción de su vida».

—¿Ves lo que digo? ¿Qué importancia tiene esa trivialidad? No sé en aquellos tiempos, pero en mis cuarenta y cinco años debo haber solicitado, para trámites oficiales, una docena de copias de mi inscripción de nacimiento. Si de pronto doy la vida por la causa, no va a alcanzar el bronce para rendirme homenaje.

—Voy a ignorar, para no meterte en problemas, tu análisis simplista y estereotipado. Si has leído Historia de Cuba, sabrás que meses después el Registro Civil ardía a causa de un sabotaje y que gracias a ese documento, que se le encontró en el bolsillo izquierdo de la camisa tras ser abatido por las balas, se ha logrado esclarecer su fecha de nacimiento, pues sus padres, como arrastre de viejas rencillas matrimoniales, nunca se pusieron de acuerdo respecto al día en que lo trajeron al mundo. ¿Te imaginas el vacío historiográfico que se hubiera creado de no ser por la previsión del mártir?

—Me rindo. Díctame la tercera.

—«En esta Estación de Trenes nuestro héroe reservó pasaje para La Habana el 11 de noviembre de 1954, cinco horas antes de emprender la gran acción de su vida».

—¡¡No, ya es demasiado!! ¡Se sabe que el tipo tenía a casi toda su familia en la capital! ¡Así será la cantidad de pasajes que reservó, sobre todo desde otras provincias, pues de pequeño ni vivía en este pueblo!

—¡Pero este pasaje no tuvo regreso! ¿Entiendes el simbolismo?

—…Transijo, porque siempre me han gustado las metáforas. Dime la cuarta, que estoy loco por soltar el muerto a la gente de la fundición para que confeccionen las placas.

—¿Qué quisiste decir con «soltar el muerto» justo cuando se habla de un héroe de la lucha insurreccional?

—Ah, ¿tú ves? ¡Yo sí no puedo usar metáforas, porque enseguida me disparas con fuego cruzado!

—Mejor cállate, que así murió nuestro héroe aquella infausta tarde… Ahí te va la cuarta:

«En esta esquina nuestro héroe compró el Diario de la Marina el 11 de noviembre de 1954, dos horas antes de emprender la gran acción de su vida».

—No sé tú, pero yo suprimiría Diario de la Marina y dejaría «periódico» a secas. Ese diario era archirreaccionario y no estaría bien explicitar que un revolucionario de su talla perdiera el tiempo leyendo tal libelo.

—¡Menos mal, pariente! Primera cosa sensata que dices.

—Aunque a decir verdad, el hecho de colocar una placa para recordar tal nimiedad hace extraordinario el suceso y… Mejor díctame la quinta.

—…Hay que repensar las cuatro placas anteriores.

—¡Pero si falta la más importante, la que señala el lugar de su definitiva inscripción en el martirologio de la patria: la acera que salpicó con su sangre, el cantero donde reverberó su último grito de rebeldía!

—Eso es hermoso, pero con la suspicacia del periodicucho ese despertaste al militante que llevo dentro y me he puesto a pensar si no estaremos ensalzando el pasado capitalista con tanta placa regada por la ciudad.

—Explícate.

—¿No crees que más de uno pensará cómo se puede, en menos de diez horas, hacer cola para comprar un par de medias, solicitar y recoger una inscripción de nacimiento en el Registro Civil, reservar un pasaje en tren, obtener turno para el periódico en un estanquillo… y que te quede tiempo para gritar consignas subversivas frente al Gobierno Municipal? ¿Tú podrías?

—Obviando la última de las acciones, las demás me llevarían un mínimo de tres semanas.

—Entonces: ¿estoy o no estoy claro?

—Tiene lógica…

—La tiene. Nuestro héroe se sentiría más orgulloso de nosotros si ponemos una sola en el lugar donde cayó, con un texto contundente que resuma las cinco… Algo así:

«En este parque, frente al antiguo Gobierno Municipal, nuestro héroe reservó pasaje a la eternidad e inscribió su nombre en el martirologio de la patria después de hacer la media a una tal Marina».

Crúceme usted

«A medida que pasan los años,

el más allá está cada vez más acá».

Anónimo

Joven, por favor, ¿podría cruzarme a la otra acera? Es que estoy medio cegata, ¿sabe?, y a mis años es peligroso… Espere, que está la verde, y hay tantos locos en la calle, sobre todo ciclistas… Nunca se sabe por dónde va a aparecer uno. Ayer por poco me matan en esta misma esquina. Y el muy degenerado, muerto de risa.

¿Ya pusieron la roja? ¿Seguro? Ayúdeme a bajar el contén. Es alto, ¿verdad? Así, así está bien, gracias. ¿Todavía está la roja? ¿Seguro? No, voy a esperar a que la vuelvan a poner. Si quiere siga, no tenga pena… Gracias, es usted muy amable.

Toda mi vida he vivido en la zona y siempre me ha dado miedo cruzar este semáforo. Ha habido aquí varios accidentes. A mi perra la perdí hace tres años por no dejarla cruzar sola. Me quedé con la cadena en la mano. Una rastra grande, de esas que tienen las corporaciones… Lloré muchísimo. Era mi ser más querido. Le parecerá exagerado, pero esa perra se sabía hasta las luces del semáforo… No, no solo la roja, también se sabía la verde y la amarilla… Ah, que ya volvieron a poner la roja. Perdone. ¡Vamos!

¿Sabe una cosa? Yo vivo en este barrio antes que él… Antes que el barrio. Es mucho más joven que yo. Esto era una gran finca. Mi padre era peón del dueño y para ser pieza tan insignificante vivía como un rey. ¿Ve aquella loma, por donde va bajando el ómnibus? Ah, no es un ómnibus. Se lo dije, ya ni veo… Pues en esa loma estaba la casita que fabricó papá con mucho sudor y un préstamo de don Jacinto, el dueño. En este lugar, tan concurrido hoy, lo único que existía era un pozo… ¡Coño, mi pie! ¡Sabía que era aquí! Ya se está hundiendo la puñetera calle… Perdone mis groserías, pensará que soy una mal hablada… Mal hablados los biznietos míos; lo que dije no es nada al lado de lo que gritan los cabrones esos… El pozo era más lindo que estas cuatro esquinas que han inventado. Don Jacinto siempre alertó a los muchachos sobre el peligro que representaba, pero nunca se le ocurrió poner un semáforo. Yo venía con mis siete hermanos a bañarnos desnudos y nos tirábamos agua con un cubo de madera. Había días de ducharnos hasta dos veces.

Estoy hablando mierda, ¿verdad? Usted pensará: esta vieja haciéndome perder el tiempo, con tantas cosas lindas que tiene la vida… Cosas lindas… ¿Verdad que estoy fea? No, no tenga pena, dígamelo: abuela, usted está de truco. Con noventa años, quien me diga que estoy medianamente aceptable es un hipócrita. No, usted no, usted se ve sincero y de buenos modales. Debió nacer contemporáneo conmigo, para que me rescabucheara bañándome en el pozo… Ahhh, era hermosa, muy hermosa. Se habría enamorado de mí. Hubiéramos tenido que escapar a todo galope, porque a mi padre se le metió entre los tarros la idea de casarme con el capataz de la finca… Y lo logró. Menos mal que al tipo, pocos años después, lo partió un rayo, debajo de una mata que estaba… le voy a decir… a ver… bah, tantos autos no me dejan ver. ¿Por qué pitan? Ni que usted no los viera. ¡A que no aparece un policía que les pegue una multa por ir con ese apuro! No tienen consideración con nosotros los viejos… ¿Eso fue conmigo? ¡¡Tu abuela, imbécil!! ¡Qué mundo el de hoy, dan ganas de irse al carajo! ¿Que qué necesidad tengo de andar solita por ahí? Mire para atrás. ¿Ve un canterito al lado del Pare? ¿Encima del canterito ve unas flores? ¿No? ¡Ya se las robaron! No esperan ni a que me aleje… Las flores se las pongo todos los días a mi perrita, que en paz descanse y Dios la tenga en la gloria. ¿Llegamos ya a la acera de enfrente? Quién lo diría. El tiempo pasa volando, ¿verdad? Menos mal que di con usted. Es muy amable, ¿sabe? Y tan calladito…