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Desapariciones
Usos locales, circulaciones globales

 

BIBLIOTECA UNIVERSITARIA

Ciencias Sociales y Humanidades

Temas para el diálogo y el debate

 

Desapariciones
Usos locales, circulaciones globales

Gabriel Gatti

Editor

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Gatti, Gabriel

Desapariciones. Usos locales, circulaciones globales / Gabriel Gatti, editor. – Bogotá: Siglo del Hombre Editores, Universidad de los Andes, 2017.

288 páginas; 21 cm. – (Temas para el diálogo y el debate)

1. Personas desaparecidas - Colombia 2. Desaparición forzada (Delito) - Colombia 3. Delitos políticos - Colombia 4. Derechos Humanos I. Germano, Gustavo, autor II. Tassin, Etienne, autor III. Tít. IV. Serie.

364.154 cd 21 ed.

A1559827

CEP-Banco de la República-Biblioteca Luis Ángel Arango

© Alejandro Castillejo Cuéllar, Cecilia Sosa, César A. Muñoz Marín, Daniel Feierstein, Élisabeth Anstett, Étienne Tassin, Gabriel Gatti, Gustavo Germano, Ignacio Irazuzta,
Isabel Piper Shafir, Kirsten Mahlke, Pamela Colombo, Rosa-Linda Fregoso, Virginia Vecchioli

Primera edición, 2017

© Siglo del Hombre Editores

Cra. 31A n.º 25B-50 Bogotá D. C., Colombia

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Carátula

Amarilys Quintero

Armada electrónica

Ángel David Reyes Durán

ISBN: 978-958-665-427-2

ISBN ePub: 978-958-665-428-9

ISBN PDF: 978-958-665-429-6

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ÍNDICE

PROLEGÓMENO. PARA UN CONCEPTO CIENTÍFICO DE DESAPARICIÓN

Gabriel Gatti

Genealogía de una categoría compleja: de un disparate inaprehensible a un absurdo institucionalizado y transnacional

Del desconcierto a la categoría: la invención del desaparecido originario

Del desaparecido originario al desaparecido transnacional: el desaparecido como tipo-ideal

Del desaparecido transnacional a los desaparecidos locales: primera ampliación de la categoría

De los desaparecidos extraordinarios a los desaparecidos sociales: segunda ampliación de la categoría

Hacia (sin llegar) un concepto científico de desaparición para las “nuevas desapariciones”

Referencias

COMPARACIÓN NO ES RAZÓN: A PROPÓSITO DE LA EXPORTACIÓN DE LAS NOCIONES DE DESAPARICIÓN FORZADA y dETENIDOS-DESAPARECIDOS

Élisabeth Anstett

Referencias

GENOCIDIO Y DESAPARICIÓN: LOS DISTINTOS USOS DE UNA PRÁCTICA SOCIAL EN EL CONTEXTO DE UNA TECNOLOGÍA DE PODER

Daniel Feierstein

Hacia una tipología de las prácticas sociales genocidas

La desaparición forzada de personas como un elemento de la tecnología de poder genocida

Las peculiaridades de la desaparición de personas como técnica de una práctica social genocida

El ocultamiento del genocidio en el momento de su ejecución

La desaparición de personas como “eliminación de la prueba”

La desaparición de personas como efecto de destrucción de los procesos de identidad

Diferentes usos históricos de la desaparición

Modalidades de resistencia a los efectos de la desaparición: el caso argentino

La desaparición como presencia: posibilidades y problemas. La cuestión de los “aparecidos”

Referencias

FIGURACIONES FANTÁSTICAS DE LA DESAPARICIÓN FORZADA

Kirsten Mahlke

Un crimen contra el razonamiento

Noche y niebla: orígenes fantásticos de un crimen de lesa humanidad

Ficción y estado de terror

La construcción fantástica de una psicosis colectiva: la conquista del pensamiento

Operaciones fantásticas en relaciones públicas

El silencio en la estructura fantástica de poder

El Estado moderno fantástico: desaparición globalizada

Referencias

LA DESAPARICIÓN EN LAS SOCIEDADES LIBERALES

Étienne Tassin

Desaparición y aparición

Los desaparecidos de la dictadura

Los desaparecidos de las sociedades liberales

Las formas de invisibilización social y política

Referencias

LAS MUERTAS EN VIDA DE MÉXICO

Rosa-Linda Fregoso

APARECER DESAPARECIDOS EN EL NORTE DE MÉXICO: LAS IDENTIDADES DE LA BÚSQUEDA

Ignacio Irazuzta

Aquellos y estos desaparecidos

Cadhac, el activismo en derechos humanos y la emergencia de la desaparición forzada

Las comunidades de dolor: el grupo Amores, el activismo de las víctimas y las identidades de la búsqueda

Referencias

ANTE LA IMAGEN: ETNOGRAFÍAS DE LO TRANSICIONAL Y LAS MEDIACIONES VISUALES DEL DESAPARECIDO EN COLOMBIA

Alejandro Castillejo Cuéllar
César Augusto Muñoz Marín

La sensorialidad de las transiciones

El cuerpo que habla: etnografía del proceso forense

De la imagen al duelo

Preguntas finales

Referencias

GLOBALIZACIÓN DE LA MEMORIA: MEMORIAS DE LAS VÍCTIMAS, ESPACIOS Y OBJETOS

Isabel Piper Shafir

Los lugares de memoria como estrategia de construcción del sujeto víctima

Los lugares y sus objetos

Las víctimas, sus cuerpos y sus ausencias

Los zapatos y otros objetos

Algunas reflexiones

Referencias

UNA MIRADA QUEER SOBRE EL DUELO Y LA DESAPARICIÓN: HORIZONTES AFECTIVOS DEL “CASO ARGENTINO”

Cecilia Sosa

La familia herida: los guardianes del duelo y del dolor

Los peligros de una narrativa feliz

Nuevos horizontes afectivos: la peluca del duelo

Una cuestión de maquillaje, o cómo recrear un nuevo “nosotros”

Epílogo: reparación afectiva, duelo y filiaciones ampliadas

Referencias

UNA MEMORIA QUE TRANSITA POR LAS VENAS: GENÉTICA Y EMOCIÓN EN LOS HIJOS DE DESAPARECIDOS EN ARGENTINA

Virginia Vecchioli

Un caso emblemático

Con la música en su adn: una huella genética insospechada

Una buena familia, un buen chico

Estado y vínculos primordiales

La sangre y sus fronteras simbólicas

Una abuela y la “vastedad doliente del mundo”

A modo de conclusión

Referencias

Otras fuentes consultadas

LA DESAPARICIÓN EN VERTICAL: IMAGINARIOS GEOGRÁFICOS Y VIOLENCIA DE ESTADO

Pamela Colombo

¿A dónde fueron los desaparecidos?

El espacio subterráneo de la desaparición

“Ejército argentino. No tocar. El que destape esto irá preso”

“Vamos a abrir para que el pueblo se quede tranquilo, pero abajo no hay nada…”

La disposición de los cuerpos muertos en el espacio

La dimensión vertical de la desaparición

Referencias

UN PASEO FOTO-SOCIOLÓGICO POR EL MUNDO DEL DESAPARECIDO TRANSNACIONAL

Gabriel Gatti
Gustavo Germano

Aviso: Sociólogo desesperado. Perdió el lenguaje. Ref.: GG

Respuesta a mensaje de ref. GG: Mirá fotos, decí pocas cosas, dale forma de concepto al balbuceo (GG)

Ausencias

Búsquedas

Referencias

 

COMPARACIÓN NO ES RAZÓN: A PROPÓSITO DE LA EXPORTACIÓN DE LAS NOCIONES DE DESAPARICIÓN FORZADA y DETENIDOS-DESAPARECIDOS1

Élisabeth Anstett2

Ce sont des mots tout cela; comparaison n’est pas raison, je le sais.

Mais avec quoi donc se consolerait-on, si ce n’est avec des mots?3

Gustave Flaubert, carta a Louise Colet,
27 de marzo de 1853

Hay una larga historia de desaparecidos, en todas partes del mundo. En efecto, como hecho social, la desaparición no se limita a la época contemporánea, no se reduce al ámbito de los países latinoamericanos, ni es patrimonio exclusivo de los tiempos de guerra. Náufragos en el mar, emigrantes de todos los caminos, campesinos convertidos en seres anónimos en las ciudades, así como soldados caídos en combate. Los desaparecidos son innumerables y las configuraciones socio-históricas de la desaparición son eminentemente multiformes. Empero, pese a su antigüedad y a su universalidad, la desaparición de un ser humano, tal vez más que su muerte, sigue siendo un hecho simbólicamente intolerable, ininteligible en el sentido más propio, frente al cual quedan inermes tanto el sentido común como el derecho. Así, la artista y activista Beth Gibbings (2010) relata en su texto, bajo el subtítulo “Who Cares for the Bodies of the Stateless, Lost at Sea?”. (¿A quién le importan los cuerpos de los apátridas, perdidos en el mar?) el profundo impacto que produjo en la sociedad australiana el naufragio, en 2001, en aguas internacionales, de un pequeño buque de pesca indonesio y la desaparición en el mar de varios cientos de civiles como iraquíes y afganos refugiados a bordo, principalmente mujeres y niños.

Las diversas modalidades de la desaparición han generado también, en una multiplicidad de idiomas, un amplio léxico de sinónimos destinado a darle nombre a esa cosa: los soldados de los Estados Unidos missing in action, “faltantes” en zonas de combate; los marinos británicos lost at sea, “perdidos” en el mar; los civiles o combatientes Пропавший Без Bести “desaparecidos”, pero “sin más datos”, del Código Civil soviético primero, ruso después; hasta los “NN” (Nacht und Nebel), esos opositores políticos del 3.er Reich, deportados clandestinamente y expulsados en forma anónima en medio de la noche (Nacht) y la niebla (Nebel), usando un siniestro juego de palabras a partir del antiguo Nomen Nescio (no sé su nombre) del derecho latino.

El hecho de la desaparición contribuyó también a crear diferentes categorías jurídicas específicas, como la del “ausente” en el derecho francés. En el léxico utilizado por el Código Civil francés,4 el “ausente” designa precisamente a alguien de quien ya no se tienen noticias y que probablemente haya fallecido, pero cuyo cuerpo no se ha encontrado. Es el caso del marino cuyo buque se hundió, del turista visto poco antes de ser arrastrado por una avalancha, un tsunami o un terremoto, o del soldado desaparecido en combate sin que haya testigos de la causa de su desaparición. Esa forma singular de ausencia es punto de partida, entonces, de un procedimiento con vistas a una sentencia que ordene, por un lado, medidas destinadas a salvaguardar los derechos de la persona en caso de que estuviese viva, y por otro lado, a permitir que sus derechohabientes organicen el periodo de diez años durante los cuales se mantendrá la presunción de vida del desaparecido. Al cabo de ese plazo, una segunda sentencia declarará al desaparecido jurídicamente “ausente”, es decir, desaparecido y muerto, con todas las consecuencias inherentes a ese estado, en particular, la apertura de la sucesión.

Diferentes tradiciones religiosas también han terminado reconociendo la equivalencia planteada entre desaparición y muerte, por considerar a la persona ausente o desaparecida como si hubiera realmente fallecido, para posibilitar así los funerales in absentia (en ausencia de su cuerpo). Por ejemplo, varias corrientes del islam han incorporado la Salat al-ghaïb, una oración explícitamente destinada al cumplimiento de un ritual funerario en ausencia del difunto, en especial para aquel que ha muerto lejos de su hogar, o en un contexto en el cual el ritual funerario musulmán no habría podido practicarse. El Reis Ul Ulema, la más alta autoridad religiosa del islam de Bosnia, autorizó el uso de esa misma oración para oficiar las exequias de las personas cuyos cuerpos no “reaparecieron” al finalizar la guerra en la antigua Yugoslavia (Wagner, 2008: 215 y ss.). De ese modo se hizo posible, en particular, que los nestaly, los desaparecidos del genocidio de Srebrenica, pudieran recibir honras fúnebres religiosas.

En este paisaje de la desaparición —globalizado, antiguo y a fin de cuentas bastante heteróclito—, los detenidos-desaparecidos representan una categoría particular de desaparecidos. Esa designación se creó para referirse a las víctimas del doble crimen de secuestro y asesinato, en el contexto de las juntas militares del Cono Sur de América Latina en los años 1970-1980, más particularmente en Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Uruguay y Paraguay. En efecto, esas dictaduras militares cometieron desapariciones forzadas, es decir, secuestros acompañados muchas veces por torturas, ejecuciones sumarias y además, confiscación de los cadáveres, en una modalidad particular de lucha contra sus opositores políticos.

El caso de los detenidos-desaparecidos fue adquiriendo mayor difusión gracias a la acción de diferentes grupos de presión, sobre todo de las asociaciones argentinas y chilenas de familiares de desaparecidos. Las víctimas de desaparición forzada tienen hoy su día internacional (el 30 de agosto), creado en 2010 por la ONU,5 por iniciativa de la Federación Latinoamericana de Asociaciones de Familiares de Detenidos-Desaparecidos, a efectos de atraer la atención de la opinión internacional sobre la frecuencia y la vastedad de este tipo de crímenes contra la humanidad, que se siguen cometiendo aún en todo el mundo. Conviene destacar que ese reconocimiento internacional ya está generando un corrimiento o una primera extensión de la denominación detenidos-desaparecidos, desde el Cono Sur inicial a toda América Latina.

Es un hecho que los términos desapariciones forzadas y detenidos-desaparecidos han sido exportados progresivamente, desde el discurso militante al lenguaje de las ciencias sociales y del derecho, y desde entonces se aplican a contextos por completo ajenos a América Latina, como los de Marruecos, Chipre o Chechenia. No obstante, si bien se han detectado detenciones arbitrarias en diferentes países del mundo, las ­mismas no han estado acompañadas necesariamente de secuestros, sino que han podido resultar de arrestos y posiblemente de procedimientos judiciales cuya legitimidad puede ser impugnada conforme al derecho. Aún más: en los contextos donde se producen detenciones arbitrarias, cuando ocurre la muerte del detenido, su cadáver no siempre es objeto de confiscación u ocultación, y el propio hecho de la “desaparición”, más allá del fallecimiento, no siempre parece quedar establecido con claridad. Esta exportación de la configuración característica de la “desaparición forzada” del Cono Sur, y al mismo tiempo, de la expresión “detenidos- desaparecidos” (Ferrándiz, 2010; Escudero y Pérez, 2013; Gallela, 2014), plantea en ese sentido, desde el principio, varios problemas que no somos los primeros en señalar (Gatti, 2011).

Ahora bien: sabemos, desde el estudio pionero realizado por la antropóloga Katherine Verdery (1999) sobre los usos simbólicos y sociales de los restos de jefes de Estado en el contexto de los espacios postsocialistas, y aún más desde los estudios comparativos coordinados por Finn Stepputat (2014) sobre el control de los espacios y las prácticas funerarias, que los muertos, y especialmente los cuerpos muertos, son objetos eminentemente políticos que por su capacidad de poner a prueba la legitimidad de todo tipo de poder producen inquietud en la práctica del gobierno. Antropólogos y politólogos nos han enseñado así a mirar con atención de qué modo se marcan, se manipulan y tratan los cadáveres, y qué interés despiertan, sobre todo desde el punto de vista legal y administrativo. De ahí que desde hace más de una década sigan en constante crecimiento las investigaciones en necropolítica (Mbembe, 2003), lo que ha permitido arrojar luz sobre la estrechez de las herramientas propuestas por el pensamiento de Foucault sobre el biopoder cuando se trata de estudiar realmente las violencias y los crímenes en masa (Alsheh, 2014) y la necesidad de avanzar con prudencia en la exploración de ese ámbito de estudio. Es por eso también que nos parece importante examinar en detalle los mecanismos de exportación de la configuración léxica de la “desaparición forzada”, lo que esos mecanismos revelan, así como también lo que contribuyen a enmascarar.

Porque si la exportación de los términos “desapariciones forzadas” o “detenidos-desaparecidos a contextos sociohistóricos alógenos con relación a aquellos en los que se forjaron inicialmente, permite llamar la atención sobre categorías de víctimas descalificadas por largo tiempo, o cuya existencia tardó en ser reconocida. Esta comparación entre casos diferentes, o más bien la reivindicación de su similitud, oculta varios elementos fundamentales para la inteligibilidad de las situaciones, y al hacerlo, interpone una pantalla que impide el análisis fino de las diferentes condiciones de las víctimas. Ya desde ese único punto de vista, comparación no es razón. En particular, dos aspectos de esta exportación nos parecen problemáticos: el relativo, por un lado, a la suerte que se hizo correr a las víctimas durante su vida, y por otro lado, la suerte que se les hizo correr tras su muerte.

En tal sentido, subsiste una primera diferencia radical en cuanto a las modalidades de ejercicio de la violencia de Estado durante la vida de las víctimas en medio de las dictaduras del Cono Sur al finalizar los años 1970, y en otras partes del mundo. La denominación detenidos-desaparecidos señala, en primer lugar, el tratamiento singular de que fueron objeto esas víctimas de la violencia de Estado o de grupos armados. En efecto, las violencias estuvieron signadas, ante todo, por la clandestinidad total y el ocultamiento parcial. En el contexto de las juntas militares del Cono Sur, el ejercicio de las violencias estuvo marcado por el lacre del secreto. Los atropellos cometidos por las policías políticas, como la DINA6 en Chile, o la SIDE7 en Argentina, se basaron en la existencia de centros de detención clandestinos que integraban numerosos procedimientos destinados a ocultar las actuaciones ilegales de los agentes del Estado; esos abusos contaron además con la cooperación internacional entre los servicios secretos de diferentes países y dieron lugar a operaciones concertadas, sobre todo en el marco del Plan Cóndor.

El estudio atento de los modus operandi criminales, según la documentación de los archivos judiciales, militares y policiales, muestra la naturaleza propiamente burocrática del tratamiento de las víctimas (Ranaletti y Pontoriero, 2014). Una de las especificidades de esas desapariciones es el carácter cuidadosamente preparado y la minuciosa selección de los secuestros y asesinatos, que ilustran el número limitado de desaparecidos (de algunos centenares a algunos miles), frente a la demografía de las poblaciones. Solo como recordatorio, las cifras, oficiales pero cambiantes, de detenidos-desaparecidos de los países del Plan Cóndor señalan, por ejemplo, treinta mil personas desaparecidas de los veintiséis millones de habitantes de la Argentina, 1210 personas de los diez millones de habitantes de Chile, y 145 personas de los 2,8 millones de habitantes de Uruguay (sobre datos de población de 1975).

Ahora bien, en el contexto de las masacres recurrentes perpetradas en Guatemala o México, o en el marco de la guerra civil española, o en el periodo franquista, a las cuales se ha aplicado desde hace un tiempo el nombre de desapariciones forzadas (Mastrogiovanni, 2014), se advierte, por el contrario, el carácter público, notorio, incluso a veces espectacular de los crímenes cometidos por los militares, los paramilitares, los policías o sus esbirros: en efecto, los abusos se cometen en la plaza pública, por lo general a plena luz del día, en medio urbano o en pequeñas aldeas donde la irrupción de la violencia estatal o paraestatal no se esconde, sino que, por el contrario, constituye una verdadera puesta en escena macabra. A este respecto, la obscenidad de la violencia en las sociedades guatemalteca (Torres, 2005), mexicana o española constituye incluso una herramienta de la acción guerrera, manejada de manera totalmente deliberada, que se inscribe en un registro antropológico propio de la búsqueda de trofeos (Harrison, 2012), que Goya documentó en toda su realidad, su crueldad y su despliegue ya a inicios del siglo XIX en España.8

Por otra parte, ya sea en Guatemala (Proyecto Interdiocesano de Recuperación de la Memoria Histórica, 1998), en México (Grayson, 2011) o en España durante la guerra civil (Rodrigo, 2008), las prácticas de intimidación o las redadas prevalecieron sobre los secuestros furtivos. Del mismo modo, en esos países el secuestro en lugares públicamente identificados (cárceles, campos de concentración, territorios bajo control) se distinguió también del uso de centros clandestinos de detención. Asimismo, las ejecuciones colectivas cumplidas bajo el modelo de expedición punitiva o de razzia, también fueron más frecuentes allí que el recurso al asesinato individual. Según los periodos —las violencias masivas adquirieron en esos tres países un carácter sistemático y se desarrollaron durante varias décadas—, los graves abusos se acompañaron de crímenes de guerra (ejecución de combatientes desarmados, represalias sobre poblaciones civiles, violaciones sistemáticas) y de crímenes de lesa humanidad cometidos a gran escala. La lógica general de ese tipo de violencias sigue siendo la de la contaminación, es decir, de la extensión del conflicto armado, y no la del confinamiento, es decir, del ejercicio clandestino y meticulosamente planificado de un control orientado a los opositores políticos.

El número de víctimas es también un excelente indicador de la naturaleza específica de las violencias perpetradas. El ejemplo español es particularmente claro a este respecto. En efecto, solo durante el periodo de la guerra civil hubo en España varios centenares de miles de muertos, sobre una población de veinticinco millones de habitantes en 1939. Este impacto demográfico fue de tal envergadura que, del mismo modo que tras la Primera Guerra Mundial, se invirtió la curva de crecimiento de la población nacional española (se pasó globalmente de +200 000 habitantes por año antes de la guerra civil, a –50 000 en 1939). Y los aproximadamente cien mil muertos y decenas de miles de desaparecidos del conflicto guatemalteco, para un país de unos quince millones de habitantes, corresponden a una violencia cien veces más mortífera que la perpetrada en el Chile de la dictadura.

La exportación de la designación desapariciones forzadas al contexto de violencia generalizada y diseminada, característico de la guerra civil de España, del conflicto armado en Guatemala o de las violencias cometidas por el crimen organizado en México, desdibuja además el grado de implicación de la población en su conjunto (recordemos una evidencia: a mayor número de víctimas, mayor número de asesinos) en la práctica de las violencias, y más generalmente, el respaldo (activo o pasivo) de que gozaron los autores de los diferentes abusos (por denuncia, aporte directo de mano de obra, omisión de intervención). Más aún, la exportación ampliada de la designación desaparecidos fuera del contexto del Cono Sur contribuye a reforzar aún más la confusión sobre la naturaleza de los crímenes cometidos, pues se ignora la especificidad del tratamiento post mortem de las víctimas de desapariciones forzadas y los desafíos vinculados con la confiscación y el secuestro de los cuerpos.

Sabemos efectivamente, desde las investigaciones llevadas a cabo en el marco del programa Corpses of Mass Violence and Genocide,9 que existen cuatro grandes registros de tratamiento de los cadáveres de víctimas de crímenes masivos, que pueden exhibirse y tratarse como trofeos, o ser arrojados y tratados como desechos, o ser confiscados y considerados como bienes o recursos simbólicos (incluso materiales), útiles para el ejercicio del poder, o ser irremediablemente destruidos por lo que representan (Anstett y Dreyfus, 2014). El análisis del contexto peri y post mortem, realizado por los médicos forenses y los antropólogos médico-forenses encargados de analizar los restos de víctimas de las juntas militares del Cono Sur, revela la especificidad de las violencias cometidas: los cadáveres de las víctimas fueron objeto de intentos de destrucción o de estrategias sofisticadas de ocultamiento, como, por ejemplo, la realizada por la denominada Operación Zanahoria en Uruguay (López Mazz, 2015), con el fin de impedir la reapropiación o la identificación de los cuerpos. Así también, otros cuerpos fueron arrojados al mar desde helicópteros, en los llamados “vuelos de la muerte” (Verbitsky, 1995) en Argentina, o cubiertos de cal, o calcinados (véanse los informes anuales publicados por el Equipo Argentino de Antropología Forense [EAAF],10 y Bernardi y Fondebrider, 2007). Esa confiscación de los cadáveres representa entonces una de las singularidades de las dictaduras del Cono Sur, diferentes de los innumerables asesinatos políticos y detenciones arbitrarias practicadas en otras partes del mundo.

La verdadera especificidad de la desaparición forzada y del caso de los detenidos-desaparecidos es su íntima asociación con esa modalidad muy particular de tratamiento de los cadáveres que es el concealment, según la terminología utilizada en los países anglosajones, cuya virtud radica en que vincula dos nociones que en otras lenguas se distinguen, a saber, la ocultación y el encubrimiento. En efecto, los cuerpos de las víctimas asesinadas son verdaderamente secuestrados (es decir, a la vez escondidos y conservados) por el Estado, mediante acciones destinadas a volver al menos improbable su descubrimiento fortuito. De ese modo, 35 años después de finalizadas las violencias, se encontraron apenas algo más de 800 restos de los 30 000 desaparecidos de la dictadura en Argentina, o sea, alrededor de 2,5 % de las víctimas, y pudieron encontrarse e identificarse solo cuatro de los 145 detenidos-desaparecidos en Uruguay, es decir, menos del 3 %.

La principal característica del concealment es precisamente la preocupación manifiesta de los criminales por el destino del cadáver de sus víctimas. Esa preocupación singular se traduce entonces en una escasa improvisación y en la adopción de ­procedimientos rayanos en prácticas normalizadas, ejercidas por lo general por una burocracia militar, aunque algunas tareas hayan sido delegadas a entidades anexas o especializadas (como, por ejemplo, la policía, la milicia o la administración penitenciaria). Las violencias cometidas contra las víctimas después de su muerte contaron además con el apoyo logístico de instituciones notoriamente organizadas y equipadas, como el Ejército (para el uso de telecomunicaciones, medios de transporte, secuestro de las víctimas y tratamiento de los cadáveres), junto con un uso riguroso del secreto (que incluye el recurso a nombres cifrados para identificar lugares, personas y los propios procedimientos).

Un caso ilustrativo de la práctica del concealment es el recurso empleado por las milicias armadas serbias en Bosnia, durante la guerra de Yugoslavia: la inhumación de las víctimas musulmanas en fosas comunes secundarias o terciarias, a fin de complicar, e incluso imposibilitar por completo, la reaparición y la identificación de los cuerpos. En el caso de los ocho mil muertos del genocidio de Srebrenica, por ejemplo, al cabo del primer enterramiento, efectuado a varias decenas de kilómetros del lugar de detención y ejecución en una serie de fosas primarias, con el apoyo de decenas de vehículos de transporte de tropas actuando en forma rotativa, los cuerpos fueron desenterrados sumariamente, algún tiempo después, con retroexcavadora, y nuevamente llevados “por paquetes” a diferentes destinos, donde volvieron a ser enterrados en fosas secundarias, y a veces de nuevo desenterrados y repartidos en fosas terciarias. Esas fosas, situadas en zonas boscosas, solo pudieron ser localizadas con ayuda de los propios verdugos, mientras que otras (donde estaban los restos de cerca de dos mil víctimas) no han podido ser encontradas. El trabajo de identificación realizado por la International Commission for Missing Persons (Comisión Internacional para Personas Desaparecidas, ICMP, por su sigla en inglés) mediante la tecnología de identificación por ADN en decenas de miles de restos humanos exhumados, permitió probar que un mismo individuo había sido “esparcido” en diecisiete fosas (Jugo y Wastell, 2015).

Los desafíos específicos que enfrenta el concealment deben entonces ser recordados con insistencia: se busca así seguir ejerciendo un poder directo sobre los muertos. La lógica de la acción —opuesta a las prácticas de expulsión o descalificación, que asimilan el cadáver del enemigo con un desecho— consiste en apropiarse el cuerpo del enemigo mediante el doble recurso simbólico consistente en cosificar al individuo (convirtiéndolo realmente en un objeto), y borrarlo como sujeto (negando la identidad de la persona). Esta apropiación del cuerpo del enemigo permite, de modo accesorio, que la oposición política quede privada del recurso simbólico que podrían representar esos muertos. Ni héroes, ni víctimas, ni mucho menos mártires (todos ellos requieren su encarnación en un cuerpo doliente, glorificado): los detenidos-desaparecidos permanecen “ausentes” del juego político, precisamente porque su cadáver fue confiscado por el Estado (Garibian, 2013).

Esta modalidad de tratamiento de las víctimas de las violencias políticas mediante confiscación y ocultamiento de los cadáveres no es exclusiva, por cierto, de Argentina, Chile o Uruguay. También la encontramos en los gulags. Una de las especificidades de las violencias políticas perpetradas por el Estado soviético fue precisamente que los cuerpos de las víctimas del sistema de campos de concentración no eran devueltos a sus familias. En efecto, desde los primeros años del poder soviético, una orden especial del Tribunal Supremo del Comité Ejecutivo Central Pan-Ruso, emitida en 1922, se encargó de definir el procedimiento de inhumación de los opositores al régimen que fueron ejecutados como resultado de procedimientos extrajudiciales de la manera siguiente:

El cuerpo del fusilado no deberá ser entregado a nadie; será enterrado sin formalidad ni ritual alguno, con las ropas que vista en el momento del fusilamiento, en el mismo lugar de la ejecución de su sentencia o en cualquier otro lugar disponible, a fin de que no haya señal de tumba, o podrá ser enviado a la morgue para ser incinerado. (Jemkova, 2009)

Estas disposiciones fueron adoptadas cada vez más en los lugares de defunción (cárceles, campos de detención, hospitales), sin importar cuál fuese la causa de muerte de los detenidos políticos: no solo en los casos de ejecución, sino también en los de homicidio, accidente o enfermedad. El Estado soviético, y más precisamente los servicios de los gulags, se encargaron directamente de los cadáveres de los prisioneros para asegurarse de “no dejar huellas” (Anstett, 2013: 102). También a esas víctimas detenidas en los gulags, cuyos cadáveres fueron confiscados por el Estado (y así han permanecido hasta la actualidad), podría, según estricta lógica, aplicarse el término de detenidos-desaparecidos.

Sin embargo, esas prácticas de secuestro de los cadáveres no son en ningún caso similares a las prácticas comunes de tratamiento de los muertos del conflicto armado interno en Guatemala o de la guerra civil española. En efecto, esos otros despojos fueron por lo general enterrados en el lugar de su ejecución, en fosas comunes cavadas a toda prisa y sin que se haya prestado especial cuidado para camuflarlos ni se hayan movilizado grandes medios materiales y humanos para transportar los cadáveres o para ocultarlos. Esos muertos quedaron marcados por la descalificación y el rechazo; sus tumbas vinieron a crear un paisaje singular de dominación por el terror (Ferrándiz, 2009). En España, así como en Guatemala, innumerable cantidad de pequeños bosques, taludes, fosas o claros en bosques se convirtieron entonces en lugares malditos que la población conocía y evitaba; se instituyeron como lugares de la muerte infame, con respecto a los cuales los vecinos del lugar conservaron, a veces durante décadas, una memoria inquieta y vigilante, creando así una geografía del miedo y el espectro (Schindel y Colombo, 2014).

Si en España se ha podido establecer con rapidez una cartografía de las fosas, sobre la base de muchas fuentes de información,11 es porque no hubo ningún intento elaborado de confiscar esos muertos o borrar sus huellas. Uno de los pocos ejemplos comprobados de requisa y secuestro de cuerpos en España —el del Valle de los Caídos—, donde los restos humanos de las fosas republicanas contribuyeron a llenar el mausoleo dedicado a los caídos por la patria franquista, no debe entonces hacer que se confundan los medios con los fines. Las prácticas de confiscación verificadas en el caso del Valle de los Caídos pueden ser leídas como una consecuencia de la presión ejercida por el Estado sobre los ediles locales, que debían proveer suficientes restos humanos para la realización del plan grandioso (Ferrándiz, 2011). La confiscación de los restos humanos fue en ese caso preciso un medio para cumplir con el proyecto de mausoleo, sin que la apropiación de los restos óseos de los republicanos representara realmente una finalidad política.

De ahí que nos parezca importante destacar que ninguna cartografía similar a la creada por la guerra civil española podría ser posible en Argentina, Uruguay, Chile o incluso Brasil, ya que la información relativa a los lugares, los momentos y las condiciones en que las víctimas de la violencia de Estado fueron ejecutadas y sus cadáveres enterrados o destruidos, sigue siendo únicamente de conocimiento de los entonces militares o miembros de los servicios especiales, y forma parte, aún hoy, de un pacto de silencio del que han escapado muy raras excepciones. Sobre este punto, el silencio de los asesinos plantea problemas difíciles de desentrañar por la justicia (ya sea local o internacional) frente a Estados que enmudecen, como “objetores subversivos” del proceso judicial, e impiden que las diferentes cortes castiguen el crimen de desaparición forzada (Keller y Heri, 2014). También desde el punto de vista del poseedor de la información, si hay “detenidos-desaparecidos”, es en el Cono Sur de América Latina, donde aún subsisten.

Asimilar las víctimas de las juntas militares del Cono Sur con los muertos de la guerra civil española o del conflicto armado guatemalteco, y confundir la suerte de los detenidos-desaparecidos con el destino de las víctimas del franquismo o de los narcotraficantes mexicanos constituye, en ese sentido, no solo un anacronismo histórico, sino también una confusión que perjudica el reconocimiento de la naturaleza particular de cada contexto. Asimilar el destino de las víctimas del franquismo con la desaparición forzada pasa por alto la especificidad de la intención verdaderamente aniquiladora, y no solo mortífera, de la que fueron víctimas los detenidos-desaparecidos en América Latina.

Pero esta comparación también borra la singularidad del contexto español, marcado sin duda por el asesinato de las víctimas, pero también por la denigración de que fueron objeto luego esos muertos (los vencidos de la guerra). Aplicar la expresión desapariciones forzadas al caso de los desaparecidos de la guerra civil equivale, entonces, a silenciar la naturaleza específica de la relación de fuerza que se instauró, a la salida del franquismo, entre vencedores y vencidos, entre víctimas y victimarios en la España franquista y posfranquista. Y postular una similitud entre los muertos del franquismo y los muertos de las juntas militares del Cono Sur contribuye a negar la especificidad de los sufrimientos padecidos por los sobrevivientes, y de modo más general, por los familiares de las víctimas del franquismo. Esto acaba desdibujando también las distinciones radicales que perduran, sobre todo en términos de clases sociales, de capacidad de acción y de capital cultural, entre diferentes grupos de víctimas en uno y otro caso, entre las cuales no puede proponerse honestamente una equivalencia. Esta exportación terminológica termina entonces descontextualizando directamente estas violencias e ignorando su caracterización sociológica. Una de las consecuencias de la aplicación de la expresión detenidos-desaparecidos a contextos alógenos es ciertamente tornar invisible la singularidad de las situaciones y de las vivencias de los familiares de las víctimas: por un lado, las madres movilizadas, absolutamente legítimas y militantes en Argentina; por otro, cónyuges, hermanos, hijos y nietos socialmente humillados, económicamente sometidos y políticamente dominados en España, desde los años 1930 y hasta el 2000, por lo menos. El caso español merecería que se le atribuyera una denominación específica, como, por ejemplo, “asesinados denigrados”, para restituirle la particularidad de la violencia franquista y hacer justicia a las décadas de dominación económica, social y psicológica que padecieron los sobrevivientes.

En definitiva, consideramos que esas exportaciones terminológicas —y las transferencias de capital simbólico que contienen— contribuyen a la lamentable instrumentalización de la voz de las víctimas, como señalaba Castillejo-Cuéllar (2005) en el contexto sudafricano, porque los muertos se han convertido realmente en bienes, en una red transnacional de prestigio. A este respecto, el antropólogo colombiano hacía hincapié, hace ya cerca de diez años, en la dimensión globalizada del mercado de las víctimas, así como en sus derivaciones. Y si bien el intento de “consolarse con palabras”, según la expresión de Flaubert, y hacer un uso amplio de la comparación con el caso de los desaparecidos latinoamericanos podría entenderse en el discurso militante, no puede, en cambio, ser válido en ciencias sociales, porque contribuye a sembrar confusión y a oscurecer, más que a aclarar, la situación, y porque es fruto de un abuso de lenguaje perjudicial para la construcción de una reflexión crítica. Es aún más grave: esta confusión puede convertirse en la base de futuros negacionismos, en el Cono Sur o en otras partes. En efecto —así lo ha demostrado la historiografía del Holocausto—, los intentos de falsear la historia se alimentan siempre de confusiones, omisiones e información parcial.

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1 Traducido del francés por Ana Guarnerio.

2 Institut de Recherche Interdisciplinaire sur les Enjeux Sociaux (CNRS-IRIS). Proyecto Corpses of Mass Violence and Genocide (ERC).

3 Todo esto son palabras; comparación no es razón, bien lo sé. ¿Pero con qué podría uno consolarse, sino con palabras? (N. de la T.).

4 Código Civil francés, artículos 92, 112 y ss., y Código de Procedimiento Civil francés, art. 1062 y ss.

5 Véase el texto de la resolución adoptada por la ONU el 21 de diciembre de 2010: http://www.un.org/french/documents/view_doc.asp?symbol=a/res/65/209.

6 Dirección de Inteligencia Nacional, policía secreta del régimen militar de Augusto Pinochet en Chile, entre 1973 y 1977 (N. de la T.).

7 Secretaría de Inteligencia del Estado (N. de la T.).

8 En especial, en la serie de grabados Los desastres de la guerra.

9 Véanse las obras de la colección Human Remains and Violence publicadas por la editorial Manchester University Press: http://www.manchesteruniversitypress.co.uk/series/human-remains-and-violence/.

10 En línea en el sitio del EAAF: http://eaaf.typepad.com/cr_argentina/.

11 Consultar mapadefosas.mjusticia.es.

  

PROLEGÓMENO
Para un concepto científico de desaparición

Gabriel Gatti1

El nombre está por todas partes, en los informes, en las conversaciones. Aparece cuando se habla de Argentina, Chile o Uruguay en los setenta, o de México o Colombia hoy; o si miramos atrás y lejos y pensamos en la guerra civil española o en el gulag ruso en los treinta, o en la Alemania nazi de los cuarenta, o en la Argelia colonial de los sesenta, o en la Camboya de los jemeres rojos en los setenta, o en Bosnia, en la guerra de los noventa. Por todas partes, en efecto, donde hubo lo que llamamos hoy “graves vulneraciones de los derechos humanos”, aparece la palabra.

También aparece en otros lugares de menor densidad política, muy presentes cuando de sufrimiento se trata: las islas de Lesbos o de Lampedusa, mejor, en el mar que lleva hasta ellas, un Mediterráneo convertido en fosa para miles de desplazados, fugados, refugiados, sujetos sin nombre; o entre los nombrados como homeless o SDF, sujetos oscuros, invisibles, sujetos sin; y en el ancho territorio más allá de la verja de Melilla; o en el desierto de Arizona para los que buscan pasar al otro lado; o en las fosas repartidas por todo México para los que desean alcanzar el promisorio norte; o en los lugares de trata de cuerpos de mujeres; o en las fosas en las que yacen sus despojos, malmuertos, en Argentina, en Portugal, en México, en Chequia…

También ahí se usa la palabra. Ya no hay dónde no. Son cientos, miles de casos. Millones. Viejos y nuevos, cercanos y lejanos. Todos son —o los nombramos como— desapariciones, como desaparecidos. La categoría, en efecto, ha hecho furor, se ha pluralizado, se ha transnacionalizado, se ha consagrado incluso en forma de convención internacional. Ha tenido éxito, se ha naturalizado, se ha convertido en evidencia y se expande y crece, colonizando territorios cada vez más lejanos de los de sus orígenes. Nació en Argentina en los setenta y hoy acompaña al abducido por el mar Mediterráneo, al expulsado de cualquier lógica, a la mujer asesinada en Juárez…

¿Qué ha ocurrido para que se diera este proceso? ¿Qué explica que haya sido tan rápido? ¿Cómo es que se da en tantos lugares y tan distintos? ¿Tiene sentido llamar a todo eso por el mismo nombre? Y puesto que se hace, ya que desaparecido, desaparición o desaparición forzada viajan y piensan y nombrar tanta cosa, ¿qué hacemos? ¿Lo celebramos (por humanitariamente eficaz)? ¿Lo cuestionamos (por analíticamente poco riguroso)? ¿Lo aprovechamos (por socialmente creativo)?