Editado por Harlequin Ibérica.
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Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2017 María Cristina Carratalá
© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
La tentación vive arriba, n.º 157 - mayo 2017
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
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I.S.B.N.: 978-84-687-9757-1
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Índice
Dedicatoria
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Quejas y más quejas.
Capítulo 3
Las vistas son inmejorables.
Capítulo 4
Trazando un plan.
Capítulo 5
Capítulo 6
Las cosas del destino.
Capítulo 7
Capítulo 8
¿Y ahora qué?
Capítulo 9
Tener «niñera» no está tan mal.
Capítulo 10
¿Qué ha pasado?
Capítulo 11
Deséame suerte.
Capítulo 12
Capítulo 13
Las cosas pequeñas dan la felicidad.
Capítulo 14
Capítulo 15
Esta situación me está volviendo loca.
Capítulo 16
De vuelta en Madrid.
Capítulo 17
Capítulo 18
Sin querer.
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
El reino de los cielos.
Capítulo 22
Maldita sea.
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Mil preguntas en el aire.
Capítulo 26
Capítulo 27
Escribir cien veces: «No volveré a actuar precipitadamente».
Capítulo 28
Capítulo 29
De nada.
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Mi turno (Héctor).
Agradecimientos
A mi familia y amigos
¿Creéis en la buena suerte?
Hasta la fecha yo no pensé que fuera una persona afortunada, ni por supuesto, tampoco lo contrario. Siempre me he considerado optimista y he perseverado para ponerle al mal tiempo buena cara y, cuando algo me ha hecho caer, me he levantado, he sacudido mis ropas y he seguido adelante. Quizá eso me hacía pensar que la mala suerte no existía, que cada uno escribía su propio destino, pero los últimos acontecimientos están haciéndome creer que estaba equivocada. Llevo una racha…
Últimamente, más veces de las que quisiera, he deseado convertirme en la Mujer Invisible y poder así desaparecer sin dejar huella.
Me caí en mitad de la calle y fui a parar al único charco de barro que había en el asfalto; se me rompieron los pantalones al encontrarme un clavo oxidado en un banco del Retiro. Con la de bancos que hay y la cantidad de gente que los usa… pero me tocó a mí. Qué bien, ¿verdad?
¿Sigo? Esta es muy buena, hace dos semanas tuve que cortarme el pelo «a lo chico» porque a alguien se le ocurrió pegar un chicle en el respaldo de la butaca del cine. Ni con los baños de aceite que recomendaba Google conseguí quitarlo, tuvieron que raparme la nuca sin piedad.
Y el caso es que estoy temblando porque presiento que «esto» no ha hecho más que empezar.
—¿Pero quieres parar y dejarles trabajar?
Samantha se agitaba inquieta mientras el enfermero envolvía su pie, tobillo y pantorrilla con una suave capa de algodón.
—No les dejes, Claire. ¡Me van a escayolar!
Claire se echó las manos a la cabeza. Hacía tan solo unos minutos que había conseguido llegar a la clínica tras la llamada de su vecina y amiga, Samantha, y todavía no conocía los detalles. La joven, demasiado nerviosa, le había dado un montón de explicaciones inconexas sobre el motivo por el que se encontraba ahora mismo en esta situación, pero el caso es que allí estaba, sentada en una camilla con el segundo metatarso del pie fracturado y al borde de un ataque de nervios.
—¡No puedo pasarme dos meses con esto puesto, atada a mi sofá!
—¡Sam, cálmate! No serán dos meses, ya lo verás, deja que este hombre trabaje con tranquilidad o cuando te quiten el yeso tendrás el pie del revés.
Poco a poco la tensión en los músculos de Samantha se fue relajando. Derrotada, inclinó la cabeza y comenzó a llorar en silencio. Claire se sentó junto a ella, la rodeó con sus brazos, dejó que se apoyase sobre su pecho y, como una madre, le retiró el flequillo de la cara y le habló con voz dulce.
—¡Vamos, Sam! No te agobies, no pasa nada. Shhh…
Tuvo que soltarla, el asistente que estaba preparando el grueso vendaje le pidió que se tumbara boca abajo. Iban a ponerle escayola solo en la parte de atrás.
Le colocaron el pie en ángulo recto y le envolvieron la pierna, hasta casi la rodilla, con una pesada manta de tejido, mojada y caliente, que moldearon con la ayuda de sus manos para ajustarla a su pantorrilla, tobillo y pie. En esa posición la hicieron esperar y, cuando tras unos minutos comenzó a secar y a adquirir consistencia, le colocaron una venda elástica que fijaba, sin apretar, el tejido a su piel.
Si empezó protestando y lamentándose, el tiempo invertido en el proceso y la voz suave de la enfermera acabaron por calmarla, y cuando terminaron de enyesarla su rostro solo mostraba resignación.
Dos veces tuvo que decirle Claire que abriera los ojos, y no porque Samantha fuera rebelde, es que tenía todos los mecanismos de defensa activados. Si hay algo que no ves, simplemente no está.
Cuando tuvo valor para mirar se encontró con que su pierna derecha estaba envuelta con un vendaje abultado hasta la rodilla, y tan solo se le veían las puntas de los dedos del pie. Con los ojos a punto de que, de nuevo, le saltasen las lágrimas, tocó ligeramente la tela del pantalón, la pernera era estrecha y habían tenido que cortarla hasta el muslo. No fue capaz de decir nada, la histeria del principio había dado paso a la calma, una mansedumbre poco habitual se había apoderado de ella.
La procesión iba por dentro, le faltaba nada para comenzar de nuevo a llorar.
Una vez que todo hubo terminado, la sentaron en una silla de ruedas, le dieron un gran sobre con su radiografía y, junto a la puerta de la calle, esperó con su amiga a que el taxi que habían llamado hiciera su aparición.
Antes de salir, Ana, la secretaria del doctor Lamaignere, tuvo con ella unas palabras amables: que no se preocupase, que se recuperase pronto, que era una rotura sin importancia y allí estaban los mejores médicos… Sam asintió sin poder articular palabra y con la cara desencajada.
Mientras le hablaban, Claire la observaba. Su, ahora demacrada, cara de niña; su pelo corto y rubio, desordenado y rebelde, y sus ojos grandes del color del café todavía enrojecidos por el llanto mostraban un aspecto de Samantha que ella no conocía; se la veía vulnerable. Y, aunque permanecía sentada con la espalda recta y orgullosa, y mantenía la cabeza con la barbilla alta, su mirada perdida daba mala espina. Esa falsa serenidad… Samantha era cualquier cosa menos una persona fría o indiferente. Estaba claro que se contenía, pero estaba a punto de derrumbarse.
Una vez en el taxi, Claire volvió a la carga, pero a pesar de sus palabras de ánimo, a Sam le costaba hablar. Era su primer día y, ese trabajo, aunque alejado de sus miras profesionales, le había llegado como un regalo. Para seguir viviendo en Madrid ella necesitaba encontrar una ocupación, la que fuera, y ser recepcionista en una clínica de medicina deportiva de alto standing no era fantástico, pero le iba a dar de comer. Y ahora…
—¡Anímate, Sam! No ha sido grave. Podías haberte roto la cabeza.
—¿Crees que me despedirán?
—Yo no entiendo de esas cosas, pero es un accidente laboral. Y ya has escuchado a Ana, no debes inquietarte por nada.
Se hizo el silencio de nuevo.
La mayor preocupación de Sam no era tener un pie escayolado, eso solo era un incordio. El dolor que sentía no era físico, la congoja que la acompañaba se debía a tener la sensación de haber perdido una oportunidad. Volver a su casa, al pueblo, no era negociable. No ahora.
No es que renegase de sus orígenes, no era por eso. Ella estaba orgullosa de ser quien era y de venir de un lugar remoto y apartado, perdido en la sierra. Era solo que necesitaba la oportunidad de medrar que le brindaba la gran ciudad. Cuando regresara, que de seguro lo haría, sería con un buen trabajo y una vida completa. Necesitaba demostrarles a sus padres que su sacrificio por darle unos estudios había merecido la pena. Ahora, volver significaría ser de nuevo una carga. Sabía que ellos la acogerían con ganas, sobre todo su madre, para la buena mujer era un suplicio que Samantha estuviera lejos de casa y se preocupaba en exceso, pero la joven quería sentir que no había fracasado, al menos, no del todo. Ahora las cosas no le iban como a ella le gustaría, pero iban a mejorar, estaba segura.
No pudieron hablar mucho más; el trayecto duró lo que se dice un suspiro. La clínica estaba en la entreplanta de un edificio del paseo del Prado, justo frente al Jardín Botánico. Ellas vivían en el castizo Barrio de las Letras. Las dos jóvenes compartían edificio en una callejuela próxima a la plaza de Santa Ana; Claire, en un pisazo heredado de su abuela; Sam, en un pequeño apartamento de alquiler. La casualidad las había convertido en vecinas y el roce, en amigas.
Cuando el taxi paró en la misma puerta, la calle se vio aún más estrecha. Las puertas abiertas del vehículo casi tocaban las fachadas de los edificios. Claire, muy solicita, la ayudó a bajar y a manipular las muletas que le habían proporcionado en la clínica, mientras repetía una y otra vez las palabras del médico: «Ni se te ocurra apoyar el pie».
Menudo fastidio.
Claire la miró muy seria. En realidad, no había dejado de observarla desde que fue a recogerla. En circunstancias normales su vecina era un polvorín a punto de estallar; una de esas personas con hiperactividad que es capaz de hacer varias cosas a la vez sin despeinarse. Y ahora… Pobrecilla, caminaba cabizbaja concentrada en apoyar las muletas de manera correcta. Sam, que siempre mostraba su cara más sonriente, ahora tenía el rostro serio y descompuesto.
Además, había trabajado muy duro, no se merecía esto.
Primero los recortes de presupuesto del museo que hicieron que sus prácticas no derivasen en un contrato más largo —Samantha había estudiado en la Facultad de Bellas Artes el grado de Restauración y Conservación del Patrimonio Cultural y le habían «prometido» que prolongarían allí su estancia si hacía bien su trabajo—. Aunque le dieron tan buenas referencias que después consiguió un empleo temporal en una fundación privada. Pero fue solo eso: temporal.
Meses más tarde la suerte le sonrió de nuevo y la contrataron en un taller de recuperación de mobiliario viejo, muy por debajo de sus conocimientos, en el que las piezas restauradas iban directas a tiendas selectas de interiorismo. Ahí estuvo tres años, bastante tiempo, pero la crisis hizo que cerraran y que, de nuevo, Samantha se encontrase en el paro a la búsqueda de algo que le permitiera quedarse en la capital. Y, cuando por fin había encontrado un trabajo sencillo, pero bien remunerado ya que era una clínica de medicina deportiva de alto standing, tenía la mala suerte de romperse el pie el primer día. Nada más entrar.
Era una mala jugarreta del destino y, desde luego, no se lo merecía en absoluto.
Pero Sam no se había quejado ni una sola vez, ni cuando en la fundación prescindieron de sus servicios, ni cuando su amigo Mikel tuvo que cerrar el taller —tenía una moral a prueba de bombas— y, por ello, a Claire le dolía verla tan alicaída.
Una vez entraron al portal, las dos jóvenes se dieron cuenta, al mismo tiempo, de que tenían un problema. Al pequeño apartamento de Sam no se accedía ni por el bonito ascensor de madera escondido tras una ornamentada reja, ni por la fabulosa escalera de mármol blanco que arrancaba desde el patio vecinal. Su piso estaba en la azotea y tan solo se podía llegar a él por la escalera de servicio, antaño usada por los sirvientes de aquel magnífico caserón y hoy en desuso, salvo para Sam. Ante ellas había un obstáculo difícil de salvar.
—¿Y ahora, qué? —murmuró Samantha levantando el mentón para, a través del hueco de la escalera, recorrer con su mirada un pasamanos que parecía ascender hasta el infinito.
A su lado, Claire miraba hacia arriba imitando a su vecina, pero algo debió de ocurrírsele, porque volvió sobre sus pasos hasta el interfono de la entrada. Pulsó uno de los timbres y esperó. Samantha se rio por lo bajo, ya imaginaba a «quién» estaba llamando. Y es que en aquel antiguo caserón había pocas posibilidades, la mayoría de los que allí vivían debían de tener más años que aquellas paredes.
No se equivocó.
En menos de un par de minutos, unos pasos amortiguados que llegaban desde el patio interior, por el que se accedía al resto de las viviendas, anunciaban la llegada de Rodrigo, uno de sus vecinos. Bueno, en realidad el «vecino» por excelencia, ese que te alegra el día con solo una mirada y una sonrisa.
Rodrigo, Rodrigo… Brasileño de ascendencia alemana, su padre le había legado, además de un cabello rubio natural, altura, complexión atlética, una estructura ósea facial perfecta y unos ojos azules de ciencia ficción. La parte materna tampoco le había dejado sin herencia, su madre, una italiana apasionada y hermosa, le había cedido, además de su carácter impetuoso y abierto, unos labios carnosos y sugerentes y una sonrisa fácil. Podría ser modelo si quisiera, eso lo había asegurado Claire una y otra vez, y ella conocía el mundillo, pero era sobrecargo en unas líneas aéreas. La de baberos que tendrían que repartir entre el pasaje.
—Pero ¿qué te ha pasado, Samantha? —Su dulce acento, acompañado de cierto arrastre en las palabras, arrancó un leve suspiro en Claire que resonó multiplicado por diez al encontrarse encerrados entre cuatro paredes.
Rodrigo la miró un segundo antes de volverse de nuevo hacia Sam, mientras simulaba no haber escuchado nada.
—A ver si tú consigues que te lo cuente —respondió Claire mientras le miraba embobada—, porque yo no le he arrancado más de cuatro palabras.
—Me gustaría subir y sentarme, si no os importa.
Rodrigo le quitó las muletas y se las entregó a Claire, mientras Samantha, en posición de flamenco, empezaba a poner cara de susto al ver las intenciones del brasileño.
No se equivocaba. Él iba a cogerla en brazos.
—No vas a poder subirme. Son cuatro pisos.
—Tranquila, si no puedo contigo pediré que me devuelvan el dinero en el gimnasio. —La cargó como si fuera una pluma—. ¡Por Dios, Sam! ¿No crees que deberías comer de vez en cuando? Si no fuera por el vendaje pensaría que he levantado un algodón de esos que venden en las ferias. ¿Cuánto pesas?
—Eso a ti no te importa, querido —protestó antes de sacarle la lengua, lo que arrancó de forma inmediata una sonrisa en el brasileño.
Durante un pequeño instante, Sam volvía a ser Sam.
Claire empezó a poner morritos al ver que la excluían de la conversación. No es que estuvieran ligando, no era eso, tan solo eran bromas inocentes, pero desde hacía algún tiempo le había echado el ojo a Rodrigo y lo quería para ella. Aunque no parecía conseguir nada, él ni la miraba, y la complicidad que en esos momentos tenía con su vecina no le permitía lucirse como era debido.
Carraspeó y ninguno de los dos hizo caso; siguieron con su conversación como si nada, así que, enfurruñada, les siguió mientras subían por la escalera.
No es que Rodrigo y Samantha se conocieran tanto, era tan solo que el trato con el sobrecargo era muy fácil. En realidad, no llevaba mucho viviendo allí y, por su profesión, pasaba poco tiempo en casa. Lo veían un día y desaparecía tres. Llegaba una noche y salía temprano al día siguiente. Y, si pasaba un fin de semana completo en su piso, se encerraba en él y ya podían caer truenos y centellas, que apenas le veían siquiera asomar la cabeza. Pero, aun así, siempre tenía una palabra amable y una sonrisa cuando te cruzabas con él en la escalera o el zaguán, y todas las vecinas lo miraban y saludaban encantadas.
Algunas veces, Claire y Samantha lo habían comentado: les intrigaba para qué había alquilado un piso allí si nunca lo utilizaba, pero lo que más curiosidad les producía era verle siempre tan solo y melancólico. Era encantador, risueño, educado, aunque esquivo en su vida privada, y eso se había convertido en un gran reto para Claire.
Claire.
La niña rica y mimada que había heredado de su abuela un pisazo en pleno centro de Madrid. Alta, guapa, delgadísima, con estilo… Modelo en sus ratos libres, aunque no lo necesitara —era de buena familia y sus padres atendían todos sus caprichos—, y con un armario que haría palidecer a cualquier compradora compulsiva, lleno de Armanis, Hermès, Prada, Chanel y todas las marcas imaginables dentro de la alta costura y el prêt a porter.
Ingredientes dispares, Rodrigo y Claire, que en ese instante estaban pendientes de Samantha como si fueran su familia.
La joven los miró agradecida, era bueno no sentirse sola.
Cuando Sam estuvo sentada confortablemente en su sofá, Rodrigo insistió con un matiz de voz algo más serio:
—Y bien, ¿qué te ha pasado?
Samantha lo miró con recelo, le daba corte contar cómo había sucedido. Era tan ridículo. Los hombros se le hundieron un poco más mientras sus vecinos la miraban expectantes. Cada vez se sentía más patosa y gafe. Se puso tan nerviosa que a punto estuvo de empezar a llorar, y Rodrigo, al ver su carita de niña asustada, se sentó a su lado con la intención, no de presionarla, sino de darle su apoyo incondicional.
—Entré a la clínica y resbalé —dijo por fin. Claire y Rodrigo clavaron sus ojos en ella y eso le hizo morderse el labio—. Aún no estaban encendidas todas las luces de la recepción, estaban limpiando y el suelo seguía mojado… —No sabía qué más excusas poner. Cada palabra que añadía le hacía parecer más tonta.
—¿Y por eso te rompiste el pie? ¿Solo por resbalar? ¿Y todo el café que llevas en tu chaqueta?
Aunque fue una batería de preguntas lanzadas un tanto a quemarropa, Rodrigo no las hizo por atosigarla, sino con un ligero tono de preocupación.
Samantha se miró. Con el pantalón cortado a tijeretazos y la chaqueta llena de lamparones tenía una pinta extraña.
—No exactamente. —Al final se decidió a contarlo todo—. Entré patinando hasta el mostrador, choqué contra él y me caí de espaldas. La bandeja con los cafés que estaba encima voló por los aires y terminó haciendo un picado en barrena que acabó sobre mi pie.
—Pues fue una suerte que no te quemases.
—Sí, lo fue.
Mientras Rodrigo la animaba como podía, Claire, al otro lado del saloncito, se esforzaba por mostrarse desenfadada y despreocupada, a la vez que distante y divina. Aunque, a pesar de su empeño por parecer natural, su afectación era incluso más teatral que cuando posaba ante las cámaras.
Sam, a pesar de que se encontraba muy agobiada, no pudo sino sonreír al percatarse de las posturitas de su amiga: cabeza ladeada, melena cayendo «casual» sobre su hombro, con el cuerpo echado hacía atrás y apoyada como si tal cosa sobre la barra de la cocina… Agachó la cabeza y escondió el rostro, no era plan de que el brasileño la viera y pensara que se había vuelto majara. Rodrigo, por el contrario, lo interpretó como desconsuelo y le apretó la mano para reconfortarla. Eso le dio aún más risa.
El teléfono del sobrecargo sonó y, excusándose mientras se levantaba, le dio todos los ánimos posibles y le aseguró que, entre sus idas y venidas, haría lo posible por ayudarla. Al verle salir del apartamento, Sam encontró cierto alivio, ya podía reírse a gusto. Desde luego, lo de su amiga Claire no era normal.
Cuando consiguió recuperar la compostura la miró y hubo cierto entendimiento; estaban sorprendidas. Rodrigo era una persona abierta y amigable, eso ya lo sabían, pero era la primera vez que se sentaba en aquel sofá y formaba parte del grupo. Claire estaba feliz, aunque no hubiese sido ella la causa de sus atenciones.
—¿No vas a llamar a tus padres? —preguntó la modelo de improviso. Ella no se sentía atada a su familia, pero sabía que, aunque Sam se pasase la vida protestando por la vida gris de su pueblo, les añoraba con desesperación.
Samantha se mordió el labio con saña.
—Creo que no les diré lo que me ha sucedido. Sería la excusa perfecta para tenerme a su disposición; no puedo correr —aclaró con una débil sonrisa—. Además de que para ellos sería una faena tener que prescindir de unas manos en el hotel rural si mi madre decide venir a Madrid. Con la primavera y Los Maios seguro que están a tope.
—A lo mejor a ella le gustaría pasar una temporada aquí.
—Eso sería peor aún. Además de que «esto» —recalcó mientras daba una mirada de ciento ochenta grados a su pequeño apartamento— es muy pequeño para las dos.
—¡Anda ya! Un par de días uno se apaña como puede.
—No conoces a mi madre. No serían un par de días.
Claire dudó, pero al final propuso:
—También podríais quedaros en mi casa.
Samantha sonrió, sabía lo que le había costado a su vecina pronunciar las palabras. Un par de paletas de pueblo no entraban en su cosmopolita vida llena de amigos, fiestas, entradas y salidas. Pero a pesar de las diferencias entre ellas, Claire era lo más parecido a una amiga que tenía en la capital y había sido un bonito detalle que le cediera parte de su intimidad.
—No, mujer, no es necesario, pero gracias.
En ese momento Rodrigo asomó la cabeza, dijo que tenía que salir, pero que volvería por la tarde. Con acierto propuso que, para que Sam no tuviera que levantarse a abrir, dejasen una llave bajo el felpudo. Les guiñó uno de sus ojazos —Claire le miraba encandilada— y cerró la puerta dejándolas solas.
—En fin, Samantha, yo también me marcho —murmuró la modelo—. Volveré a la hora de comer.
Adiós familia postiza.
Tan pronto como su vecina cerró la puerta, la joven fue consciente de que ni siquiera se había cambiado de ropa y no estaba muy presentable que digamos. La chaqueta era una mala imitación de un óleo de un pintor expresionista y tenía una pernera del pantalón cortada a tijeretazos hasta la rodilla. Ya podían haber aprovechado la costura para que ella pudiera coserlos después. Se quitó la americana y la dejó en el brazo del sofá, y al mirarse se dio cuenta de que la blusa blanca que llevaba debajo también había recibido impactos de café.
Una cabecita peluda de orejas puntiagudas se asomó en ese momento detrás de la mesa de centro. A Sam le cambió la cara de resignación a otra de adoración total.
—¡Pepe! Ven aquí, anda. ¡Ven, cariño!
De un saltito el pequeño gato atigrado subió a la mesa, pero cuando Samantha extendió sus brazos para cogerlo, el animal salió corriendo en dirección opuesta.
—Nadie me quiere. —Y tras decir esa frase con resignación, una conexión en su cerebro le hizo bailotear sentada en el sofá mientras canturreaba el resto de la estrofa—. Nadie se preocupa por mí.
Eso la animó un poco, pero cuando volvió a mirar la chaqueta colgada en el lateral del sofá gruñó con rebeldía, se levantó y cogió las muletas. Tenía que cambiarse como fuera.
Pero una vez de pie, tras ese efusivo arranque, fue consciente de que su cama, su armario y sus cosas estaban sobre la plataforma que dividía el alto techo en dos alturas. Impensable con escayola y muletas subir por aquella escalera. Ya se había roto un pie, lo menos que quería ahora era tener que visitar al dentista.
Con gran esfuerzo, mientras intentaba no apoyar el pie fracturado y coordinando a la vez el resto de extremidades con las muletas para no caerse, se acercó a la barra que separaba la cocina del resto de su casa. Al llegar se apoyó y miró atrás. Apenas había cuatro metros, pero le parecía haber corrido una maratón. Tenía que llegar hasta la puerta de entrada. Junto a ella, tras un panel deslizante, se ocultaba la lavadora, la secadora, el termo eléctrico y el cesto de la ropa sucia. Creía recordar no haber guardado la ropa que lavó el día anterior.
—Vamos, Sam —se animó—. Es un pequeño paso para el hombre, pero un gran paso para la humanidad.
Ante la estupidez por lo que había dicho volvió a sonreír.
A trompicones llegó hasta la zona de lavado. Estaba de suerte, la secadora tenía ropa limpia en su interior. Sacó un pantalón de chándal y una camiseta bastante arrugada, y como pudo, se cambió en mitad del salón.
Se miró en el espejo de la entrada. Ya se sentía mejor.
Seguía viéndose rara con aquel pelo tan corto…
Pepe pasó junto a ella como una exhalación, se enredó con las muletas que aún estaban apoyadas en pared y corrió aún más deprisa cuando sintió que caían sobre él.
Samantha suspiró.
Cómo iba a sobrevivir a esa situación se le antojó difícil. Iban a ser unas cuantas semanas muy duras.
Samantha se confió.
Debería haber seguido sus instintos primarios y haber llamado a un chino, a un japonés o a un restaurante italiano para que le trajeran algo de comer —era una desgracia como otra que su nevera estuviera vacía el mismo día que ella sufría un accidente, había pensado pasar por el súper al salir del trabajo, mas no pudo ser—, pero creyó que Claire le traería algo apetitoso para comer.
En eso no se equivocó, la modelo lo trajo, aunque no era para nada lo que ella esperaba.
—¿Macarons?
—¿No te gustan? —preguntó su vecina con cara que presagiaba que una contestación negativa se consideraría un sacrilegio.
—Sí, sí. Claro que sí —respondió Samantha en tono conciliador. «Solo que me hubiera venido bien algo más prosaico como, por ejemplo, un bocadillo de jamón».
Al abrir la caja sintió cómo los ojos de la modelo le daban un buen repaso al interior. Su amiga no dijo nada, ni siquiera la expresión de su cara cambió, pero Sam casi pudo ver cómo se relamía en lo más profundo.
—¿Quieres uno?
Los ojos de Claire mostraron espanto.
—¿Yo? ¿Estás de coña? No tengo hambre, vengo de tomar «unos aperitivos» con mis amigas.
«Aperitivos… Seguro que se han sentado en una terraza y han pagado a precio de champán alguna botella de agua procedente de un acuífero virgen, de algún paraje natural de Noruega».
Sam cogió un macaron de un estridente color amarillo y lo mordisqueó.
—Mis preferidos son los de color rosa —admitió Claire.
—¿De verdad que no quieres ninguno?
—No.
Samantha cerró la caja para evitar que los ojos de su vecina se llenaran de lágrimas —se sentía como si se estuviera comiendo a sus propios hijos—, se terminó el dulce que tenía en la mano y dijo:
—La verdad, no tengo mucha hambre. Creo que los guardaré para cenar.
—Bueno, ¿y qué tal la mañana?
—Aburrida.
—¿No ha regresado Rodrigo? —La pregunta sonó casual, pero no tenía nada de inocente.
—No.
—En fin —murmuró levantándose antes de echar una última mirada a la bonita y elegante caja de dulces—, a ver si se me ocurre algo que te pueda entretener. ¿No tienes perfil en ninguna red social? Cotillear lo que hacen los demás es divertido.
—Me hice uno, pero debe de tener telarañas. Ya sabes que casi no paro en casa, Claire, y mi móvil no tiene Internet. —La cara de horror de la modelo le hizo añadir—: Quizá haya llegado el momento de renovarlo.
—Te dejo. Me pasaré esta tarde cuando vuelva, he quedado con Carmen para ir de compras, pero no creo que nos entretengamos mucho. —Sin decir nada se acercó hasta la nevera, sacó una botella de agua mineral y la dejó al alcance de Sam junto con un vaso—. Por si acaso —dijo ante la mirada estupefacta de su amiga. Le dedicó una de sus bonitas y dulces sonrisas y se marchó.
«A veces hasta creo que me quiere», pensó Samantha mientras observaba la botella que había dejado a su alcance, «pero necesito comer algo de verdad».
Cuando el sonido de los tacones de la modelo dejó de escucharse, le faltó tiempo para estirarse hasta coger el teléfono y su portátil. La fractura no dolía, el golpe había sido tan certero y limpio que ni siquiera sentía el pie hinchado, aunque lo tenía, pero moverse con aquello descompensaba su cuerpo, era engorroso y pesado.
Buscó en Internet y localizó una pizzería cercana, y estaba marcando el número cuando un par de golpes, seguidos de un «¿Puedo pasar?» de una voz varonil conocida, le alegraron el día.
—¡Claro, Rodrigo! ¡Entra! Claire ha dejado una llave bajo la alfombrilla.
Aún no había terminado la frase cuando la cerradura giró y su guapo vecino asomó la nariz.
—La tenía en la mano, pero no sabía si estarías visible u ocupada.
—Anda, pasa.
La sorpresa, cuando se abrió del todo la puerta, fue mayúscula. En el descansillo había dos bolsas enormes llenas de comida. Y aunque, desde donde estaba, lo único que vio fue un matojo verde de unos tallos de puerro que sobresalían de una de ellas, se le hizo la boca agua.
—¿Has comido?
—Sí, no.
—¿En qué quedamos?
—Claire me ha traído macarons. Estaba marcando el número del italiano de la esquina.
Rodrigo sonrió y todavía fue más un ángel ante sus ojos.
—Pues yo no he comido, así que con tu permiso me voy a adueñar de la cocina. Solo sé preparar cuatro cosas, pero te aseguro que las hago de forma muy digna.
Aquello le sonó a música celestial y, casi con lágrimas en los ojos, acompañadas de un rugido de su estómago, asintió y dejó el móvil sobre la mesilla.
Ver a Rodrigo moverse en su diminuta cocina le resultó inquietante, el brasileño parecía un elefante en una cacharrería. Él vivía justo en el piso de abajo y, aunque Samantha no lo había visto, estaba segura de poder afirmar que su casa entera cabría en una sola de sus habitaciones.
El gran edificio en el que vivían tenía casi doscientos años y en sus orígenes se proyectó como un hotel de lujo. A mitad de su construcción lo compró un acaudalado hombre de negocios y lo transformó en una única vivienda, y con el paso del tiempo y por temas de herencias, se subdividió en grandes pisos que miraban a un patio interno, grande y silencioso, en cuyo interior había un pequeño jardín. Ese patio, al estar techado con una enorme estructura de hierro y cristal, tenía cierto aire a invernadero íntimo y exótico. Allí, los sonidos de la calle llegaban amortiguados y la luz solar se extendía tamizada a todas las casas.
Era un edificio precioso.
Rodrigo vivía en uno de esos pisos enormes de grandes habitaciones de techos altos, puertas dobles de acceso con cristal superior lacadas en blanco y suelos de antigua madera o baldosa hidráulica, o ambas, mezcladas con gusto y esmero. La casa de Sam también tenía sabor añejo, con un tejado abovedado en el que quedaban vistas las antiguas vigas de madera, pero se encontraba ubicada en lo que fue el antiguo palomar. Por eso era tan pequeñita.
Sam sonrió. El sobrecargo estaba en su casa preparando la comida. Vivir para ver.
Ese mediodía en su compañía supo más cosas de él que en los dos meses que llevaba viviendo en el piso de abajo. Mientras el brasileño cocinaba habló sin parar.
Habló de sus padres, del poco tiempo que vivió en Brasil, de lo que le costó adaptarse a su nueva vida en Barcelona, de sus estudios, de su trabajo y de que en esos instantes disfrutaba de unos días de vacaciones.
Treinta y cinco años resumidos en poco más de una hora.
El vino blanco gallego fresquito que acompañó al plato de pasta con almejas que cocinó el sobrecargo les hizo hablar otros asuntos algo más personales.
Samantha se quejó del tema laboral, de los altibajos que había tenido en su vida profesional y lo que le había costado encontrar algo decente para continuar viviendo en Madrid.
Rodrigo, con el corazón en la mano, acabó confesando que estaba superando una ruptura y que por eso había cambiado de compañía aérea y se había venido a vivir a Madrid, no contó mucho más, se notaba que dolía, pero también que era una liberación poder contarlo. Con toda seguridad no había tenido demasiadas oportunidades para hacerlo y, por ello, Sam le dejó hablar. Tras el desahogo, el sobrecargo se sintió un poco incómodo, la euforia del vino había remitido y él sentía que había hablado de más, pero al mismo tiempo había conseguido soltar algo de lastre y con ello aligerar su maltrecho corazón.
A media tarde la dejó para volver a su piso y a Sam se le partió el alma. La visita fue tan bien recibida y su vecino tan encantador, que se sintió como si hubiera estado hablando con un hermano, uno que nunca tuvo. Porque, sí, Rodrigo podía ser un bombonazo, pero no resultó ser ni engreído ni aprovechado (cuántos prejuicios ante un hombre atractivo), con ella fue de lo más cordial y en ningún momento se sintió incómoda o intimidada por estar a solas con él.
Para Samantha aquel inicio de amistad fue todo un descubrimiento.
Sam pasó el resto de la tarde pensando en qué ocupar su tiempo. Recibió un par de llamadas de sus compañeros de trabajo que se interesaban por su estado y que respondió con vergüenza por lo ocurrido, pero nada más. Buceó en las redes, buscando tonterías en Internet y haciendo la compra, pero hasta eso acabó por aburrirle.
Pasadas las ocho, Claire entró sin llamar.
Sus mejillas estaban sonrosadas y le costó unos segundos poder hablar con normalidad.
—No me mires de esa forma, son cuatro pisos que parecen seis, y yo estoy acostumbrada al ascensor que me deja en la puerta de casa.
—Alguna ventaja tendría que tener el vivir en la parte «noble» del edificio —dijo Samantha con retintín—, pero no creo que sea tanto para ti, te pasas la vida en el gimnasio.
Con un gesto de la mano que intentó robarle importancia a sus palabras y tras un par de inspiraciones profundas, la joven respondió:
—Es que el monitor de yoga es muy mono.
«Acabáramos…».
—¿Qué tal has pasado la tarde?
—Contando los puntos del gotelé.
—¿De verdad?
Sam la miró de arriba abajo sin saber si Claire hablaba o no en serio. No era posible, ¿no? Debía de estar de broma.
La modelo sonrió y Sam respiró profundamente.
«Te está tomando el pelo, tonta».
—Te he traído algo. —En el momento que Claire dijo esas palabras, Samantha se dio cuenta de que colgando del antebrazo llevaba una bolsa de papel con algo en su interior. Todo apuntaba a pensar: tamaño, forma, peso… que era un libro.
—¡Genial! ¡Un libro! Este piso es tan pequeño que tuve que dejar mi colección en el pueblo. Aquí solo puedo permitirme una docena y ya los tengo muy releídos.
Nerviosa por el detalle comenzó a desembalarlo, pero la desilusión cortó de raíz su comentario.
«¿Un diario? ¿En serio? Solo a Claire se le podría ocurrir regalarme un diario. Ni que tuviera ahora dieciséis años».
Intentó sonreír porque sabía que su vecina observaba su reacción, pero se sentía confundida. Aquello tenía una portada en tonos de rosa bastante infantil, llena de flores y osos cargados de corazones, y en el interior las páginas estaban rayadas como para no torcerte al escribir y tenían los bordes decorados con más flores. ¿En serio esa era la imagen que proyectaba? El diario en cuestión era para alguien que tuviera, como mucho, ocho años.
—No dices nada. ¿No te gusta?
—Sí… Claro que sí. Es muy bonito, es que estoy sorprendida, no lo esperaba.
—He pensado que te gustará contarle a alguien tu experiencia y ¿a quién mejor que a ti misma?
«¿Eso va con doble sentido? ¿Es para que te deje en paz y no me queje por mi mala suerte? ¿Para qué demonios quiero yo un diario?».
A veces Samantha no sabía distinguir si Claire era una ingenua o tenía muy mala leche. Sonrió, porque era lo que se esperaba de ella, dejó el libro a un lado y preguntó:
—¿Te apetece un poco de helado? —preguntó mientras mostraba la tarrina de chocolate con trozos que Rodrigo le había llevado y a la que estaba hincando la cuchara con decisión.
La cara de Claire era contradictoria, denegó la invitación, ni muerta iba a meterse entre pecho y espalda unos cientos de calorías extra, pero que nombrase a Rodrigo le intrigó tanto como para sentarse al lado de Samantha, a pesar de tener el helado, la tentación, delante de sus narices.
Con aire de misterio, Sam le contó el buen rato que habían pasado juntos; qué Rodrigo había preparado la comida; que habían bebido vino… pero no le habló del motivo por el cual el brasileño había dejado Barcelona y se había afincado en Madrid. Esa relación, esa ruptura que le tenía aún en jaque, y que, aunque él la hubiera nombrado de pasada, se intuía que era más dolorosa de lo que podrían imaginar, y eso se lo calló. Ella no era quién para contarle a Claire los asuntos personales del sobrecargo, ya lo haría él si quisiera.
—¿No te parece raro que, de repente, sin conocerle apenas, te haya llenado la nevera y cocinado para ti?
«Sí y no. Debe de sentirse muy solo. Yo he comprendido a la primera que en su situación encontrarse con una vecina con quien hablar y cuidar puede ser hasta una bendición. Algo con lo que distraerse y variar su rutina. No ha contado mucho, pero se le veía tan alicaído, tan triste».
—Pues… —dudó en qué debía o no decir—. Vive solo, es joven… Se le ve muy abierto y cariñoso.
—No le conocemos de nada, Sam.
«Si supieras de todo lo que hemos hablado…».
—Ya, pero no sé, parece de esa gente amigable que ve un perrito abandonado y se lo queda.
No tuvo que decir ni una sola palabra más, antes de que terminase la frase, su vecina, sin darse cuenta, le arrebató la cuchara bien llena de helado y se la metió en la boca. Al principio se sorprendió, había sido un gesto mecánico, y Sam hizo apuestas mentales sobre si la modelo iría a escupir al fregadero, pero no, si en un primer momento abrió los ojos con sorpresa, después los cerró para relamerse de placer por el bocado.
La joven volvió al mundo de los vivos cuando Pepe saltó en su regazo.
El minino sabía que a Claire le asustaba su presencia y, el muy ladino, aprovechaba cualquier despiste para subirse sobre ella. La modelo se levantó de golpe, pero él se aferró con las uñas a su blusa y trepó hasta su hombro. Las voces de Sam y los grititos histéricos de Claire hicieron que saltase a la mesa, de ahí al suelo, y corriera como si le persiguiese el mismísimo diablo hasta el piso superior. Con toda seguridad para esconderse bajo la cama.
—¡Tranquila! No llores, ya se ha ido.
—No estoy llorando —protestó mientras un lagrimón recorría su mejilla—. Pero no entiendo por qué ese bicho tuyo me tiene manía.
—No lo sé, Claire. En realidad es muy tímido, cuando viene alguien siempre se esconde. Debe de ser que le gustas.
—Sí, claro.
—¿No te ha arañado, verdad?
—No, no. Estoy bien.
—Esa mirada asesina no dice que estás bien.
Claire inspiró y expiró un par de veces y recogió su bolso de manera digna.
—Hasta mañana, Sam. Me alegra verte animada.
Samantha se quedó pensativa viendo cómo Claire cerraba la puerta. Otra intervención más de Pepe y se quedaba sin amiga.
¿Y ahora qué?
Se quedó mirando el diario abandonado sobre la mesa y empezó a pensar que quizá podría serle útil para calzar alguna mesa, porque para escribir en él, ni muerta.
«¿Cómo se empezaban “esas” cosas? ¿Con un “Querido diario”? ¿O un “Cuaderno de bitácora. Día decimosegundo del mes quinto del año de nuestro señor MMXVI”?». Aquellos pensamientos le hicieron sonreír. «Quizá sería más apropiado un “Queridos Reyes Magos”».
Lo sostuvo un momento entre los dedos para observarlo mejor.
Ella le daba importancia a la armonía de su hogar y aquello era un atentado contra el buen gusto; parecía mentira que lo hubiese comprado Claire. La fabulosa y chic Claire. Además, ese tipo de cosas eran para adolescentes en plena ebullición hormonal y ella estaba a punto de cumplir veintinueve.
«¿Cómo se le ha podido ocurrir comprarme algo así?», pensó mientras lo volvía a dejar sobre la mesa.
Desde luego, vaya ideas tenía su querida vecina.
2 de mayo. Querido diario:
Pensé que no ibas a servirme para nada, pero creo que serás un magnífico libro de reclamaciones. A quien no le guste gruñir, quejarse y protestar, que levante la mano. ¿Nadie? Perfecto.
Mi turno.
Llevo día y medio encerrada entre estas cuatro paredes y ya estoy harta. Harta de que cualquier cosa que intento hacer me suponga un esfuerzo enorme porque parezco un barco que arrastra el ancla. Simplemente dormir fue una odisea y ducharme otra, no te digo más.
Además, estoy cansada de estar sola y hablarle a las paredes. Sí, mis vecinos se pasan de cuando en cuando, de eso no tengo queja, pero Pepe me tiene abandonada. Seguro que está repantingado sobre mi cama aprovechando que no puedo usarla.
La verdad es que podría llamar a mi madre para que viniera a hacerme compañía, pero estoy convencida de que entonces suplicaría por una pizca de intimidad. Es o blanco o negro, nada de matices de gris.
Empieza a dolerme la tripa y es que no paro de comer guarrerías. Es verdad que no me vendría mal coger unos cuantos kilos, pero a este paso, además de ponerme como un cerdito de esos que preparan para la matanza, voy a destrozarme el estómago.
En fin, que estoy harta, harta y harta.
¿Cómo voy a soportar esto un mes? ¡Quiero que me lo quiten ya! Y volver a mi rutina, a mi trabajo anodino cogiendo las llamadas y dando la bienvenida a los clientes de la clínica (digo yo que será anodino, la verdad es que no tuve tiempo de comprobarlo), a pasear por El Retiro y visitar museos, a ir de tiendas…
Fin de las quejas. Ya me siento mejor.