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HarperCollins 200 años. Désde 1817.

 

Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 1992 Linda Howington

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

La misión más dulce, n.º 164B - mayo 2017

Título original: Mackenzie’s Mission

Publicado originalmente por Silhouette® Books

Este título fue publicado originalmente en español en 2005

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Book S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, TOP NOVEL y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-9766-3

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Agradecimientos

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

 

 

A Leslie Wainger, mi amiga y editora desde hace más de una década, a través de muertes, hoteles en llamas, huracanes, hoteles en llamas, ascensores atascados, hoteles en llamas, plazos de entrega perdidos y hoteles en llamas… Creo que hemos batido un récord. Hemos pasados juntas por Sonny y McMurphy, y ahora estamos con Joel y Maurice y Maggie y Ed –que por siempre vean la luz–. Así pues, por todos los buenos momentos, este Joe es para ti.

Prólogo

 

El hombre ha de ser adiestrado para la guerra, y la mujer para el descanso del guerrero; todo lo demás son desatinos.

Friedrich Nietzsche

 

Chorradas

Linda Howard

 

Era una leyenda antes incluso de graduarse en la Academia, al menos entre sus compañeros de clase y los de cursos inferiores. Como era el primero de su promoción, se le permitió elegir destino, y eligió los aviones de combate, cosa que a nadie sorprendió. Los alumnos más avezados en asuntos de política sabían que, en las Fuerzas Aéreas, el modo más rápido de ascender era convertirse en aviador, y que los pilotos de combate, con el glamour que les era propio, eran desde siempre los más destacados. Sin embargo, quienes conocían a Joe Mackenzie –recién nombrado oficial de las Fuerzas Aéreas de Estados Unidos– sabían que los ascensos le importaban un bledo y que su único interés era volar.

Sus superiores dudaban de que tuviera condiciones para pilotar un avión de combate, pero Joe escogió aquella disciplina de entrenamiento, y sus mandos decidieron darle una oportunidad. Con su metro noventa de estatura, era casi demasiado alto para pilotar un caza. Daba la talla como piloto de bombardero, pero las dimensiones de la cabina de un caza resultaban un tanto estrechas para su tamaño, y las exigencias físicas de las fuerzas gravitatorias requerían por lo general hombres de menos de metro ochenta y dos de alto y de complexión más recia. Había, naturalmente, excepciones a esta regla, y las estadísticas sobre la complexión física de los mejores pilotos de combate eran tan solo perfiles generales, no normas que hubieran de cumplirse a machamartillo. Así pues, Joe Mackenzie pudo entrenarse con aviones de combate.

Sus instructores de vuelo descubrieron pronto que, a pesar de su estatura, era algo más que competente: era soberbio, uno de esos pilotos que se daban una vez cada mucho tiempo y que ponían en lo más alto el listón para los que venían detrás. Estaba particularmente dotado, tanto física como intelectualmente, para la profesión que había elegido. Su agudeza visual era óptima, sus reflejos extraordinarios y sus respuestas cardiovasculares tan buenas que era capaz de soportar una fuerza gravitatoria mucho más elevada que sus compañeros de más corta estatura. Siguió siendo el mejor de su clase tanto en física como en aerodinámica. Manejaba los controles con extraordinaria suavidad y estaba siempre dispuesto a pasarse las horas muertas en el simulador de vuelo a fin de perfeccionar su técnica. Poseía ante todo la cualidad, imposible de enseñar, de dilucidar con velocidad de vértigo una situación dada; la capacidad de estar atento a cuanto sucedía a su alrededor en una situación dinámica y de variar sus actos conforme al curso de los acontecimientos. Todo aviador debía poseer dicha cualidad en mayor o menor grado, pero solo los mejores llegaban a desarrollarla hasta el último extremo. Joe Mackenzie, por su parte, la tenía en grado sumo. Para cuando consiguió la insignia que lo habilitaba para volar, se lo conocía ya como «un fenómeno», uno de esos pilotos dotados de un toque mágico.

En la primera Guerra del Golfo, siendo todavía un capitán muy joven, derribó tres aviones enemigos en un solo día, logro que, para alivio suyo, no se hizo público por razones políticas, pues, a fin de mejorar las relaciones diplomáticas con sus aliados, las Fuerzas Aéreas de Estados Unidos permitían que los pilotos de otros países se llevaran la gloria. El capitán Mackenzie estuvo más que dispuesto a aceptar aquella política. Fue el simple azar el que, al segundo día de la guerra, lo enfrentó a la resistencia más ardua que presentó el enemigo durante el breve tiempo que duraron las hostilidades. La pericia de los pilotos enemigos no le causó gran impresión. Sin embargo, durante unos tres minutos, cuando su copiloto y él se vieron acosados por seis cazas enemigos, aquello se convirtió en un auténtico atolladero.

Todo ello dio como resultado su ascenso –de una celeridad casi indecente– al rango de mayor, y Joe Mackenzie, alias Mestizo, fue reconocido como el rastreador más rápido de las Fuerzas Aéreas; un auténtico cohete lanzado hacia la estrella de general.

Durante la segunda campaña del Golfo, el mayor Mackenzie se anotó oficialmente dos derribos más en combate aire-aire, y a partir de entonces se le consideró un as. Esta vez, no hubo modo de evitar que sus hazañas trascendieran a la prensa, cosa que, de todos modos, el Pentágono no deseaba impedir, pues sus mandos eran conscientes de que, en lo tocante a cuestiones publicitarias, tenían una mina de oro en aquel apuesto medio indio americano en el que se hallaban representadas todas las virtudes que querían proyectar públicamente. A partir de entonces, Joe Mackenzie recibió las misiones más destacadas, y con apenas treinta y dos años era ya teniente coronel. Todo el mundo estaba de acuerdo en que, para Mackenzie el Mestizo, no había más camino que el que iba hacia arriba.

Capítulo 1

 

Era la cosa más bonita que había visto nunca: rápida, estilizada y mortífera. Con solo mirarla se le aceleraba el corazón. Incluso aparcada en el hangar, con los motores fríos y las ruedas amarradas, producía una impresión de pura velocidad.

El coronel Joe Mackenzie estiró un brazo y acarició el fuselaje de la máquina con la delicadeza de un amante. La piel oscura y metálica de su armazón, lisa al tacto, difería de la de cualquier otro avión en que hubiera volado. Aquella diferencia le fascinaba. Sabía que se debía a que el fuselaje estaba fabricado con un compuesto nuevo y revolucionario a base de termoplásticos, grafitos y seda de araña sintética, mucho más resistente y flexible que el acero, lo cual significaba que el aparato podía soportar presiones mucho mayores que cualquier otro avión jamás construido sin hacerse pedazos. Sabía todo aquello en el plano de la razón, pero en el de los sentimientos tenía la impresión de que la fascinación que sentía por aquella máquina se debía a que estaba llena de vida. No parecía de metal; tal vez fuera por la seda de araña, pero no era tan fría al tacto como cualquier otra aeronave.

Los programas de investigación recibían por lo general nombres en clave que no reflejaban la naturaleza del proyecto; de ahí que al programa de desarrollo, más antiguo, del SR-71 Pájaro Negro se le hubiera dado el nombre en clave de Carro de Bueyes. Sin embargo, aquella máquina en particular –perteneciente a una segunda generación, más avanzada, de aviones de combate tácticos–, llevaba el nombre en clave, extraño por lo descriptivo del mismo, de Ave Nocturna. Cuando entrara en fase de producción, recibiría –como era de rigor– alguna designación más adusta, como F-15 Aguilucho o F-16 Halcón de Combate, pero para el coronel Mackenzie era simplemente Nena. Había cinco prototipos, y a todos ellos los llamaba Nena. Los pilotos de prueba asignados al programa que se hallaban bajo su mando se quejaban alguna vez de que ella —fuera cual fuese la máquina en cuestión— se las hacía pasar canutas porque Joe la había malacostumbrado, dejándola inutilizada para otros pilotos. En esas ocasiones, el coronel Mackenzie posaba en ellos su legendaria mirada azul como el hielo y contestaba:

–Eso me dicen siempre las mujeres.

Su rostro permanecía perfectamente impasible, y sus hombres se quedaban con la duda de si hablaba en broma o en serio, aunque sospechaban que lo que decía era cierto.

Joe Mackenzie había volado en numerosos aviones de combate, pero Nena era especial para él, no solo por las particularidades de su construcción y sus capacidades técnicas, sino también por su armamento. Era un avión realmente revolucionario, y era suyo; como jefe del programa, tenía la responsabilidad de allanar cualquier obstáculo que surgiera, a fin de que la máquina pudiera entrar en fase de producción a gran escala. Eso, contando con que el Congreso aprobara su financiación, aunque el general Ramey confiaba en que no habría problema alguno en ese aspecto. Por lo pronto, el fabricante no había superado el presupuesto, a diferencia de lo ocurrido en la década anterior con el programa del A-12, que había acabado siendo un auténtico fiasco.

Durante largo tiempo, la tecnología relacionada con el espionaje había lastrado la potencia y movilidad de los aviones de combate, hasta que la aparición del supercrucero había atenuado algunos de los problemas energéticos. Nena era al mismo tiempo sigilosa y ligera, y, gracias a su sistema de propulsión vectorial, era capaz de describir virajes mucho más cerrados que cualquier caza anterior, y a mayores velocidades. Entraba en fase de supercrucero al doblar la velocidad del sonido, triplicaba esta utilizando el propulsor auxiliar, y sus dispositivos armamentísticos empleaban fuego láser regulable (FLR, inofensivas siglas que designaban lo que algún día revolucionaría el armamento). Mackenzie era consciente de que estaban haciendo historia. El láser se utilizaba desde hacía algún tiempo para la localización de objetivos –el rayo guiaba los misiles hasta el blanco elegido–, pero por vez primera iba a emplearse como arma de ataque. Los científicos habían resuelto finalmente la cuestión de cómo conseguir una fuente de energía viable para abastecer los rayos X láser, conjugándola con sofisticados dispositivos ópticos. Los sensores situados en el casco del piloto permitían a este localizar un misil, un objetivo o un avión enemigo en cualquier dirección, y el sistema regulable de definición de blancos seguía la dirección marcada por dichos sensores. Por más que virara un avión enemigo, no podría escapar, y el objetivo seleccionado tendría que superar la velocidad de la luz para escapar al alcance del rayo láser, lo cual era poco probable que ocurriera.

Nena era tan compleja que solo los mejores pilotos habían sido asignados a aquella fase de su desarrollo, y el dispositivo de seguridad que rodeaba el programa era tan tupido que una hormiga las habría pasado moradas para meterse en el hangar sin que la echaran.

–¿Puedo hacer algo por usted, señor?

Joe se giró y dirigió su atención hacia el sargento primero Dennis Whiteside, conocido como Whitey, el cual tenía un sinfín de pecas y el pelo de un rojo encendido, aparte de un talento para la mecánica aeronáutica que rayaba en lo portentoso. Whitey consideraba a Nena su avión, y tan solo toleraba que los pilotos pusieran sus manos sobre ella porque no se le ocurría medio alguno de impedirlo.

–Solo estaba echándole un vistazo antes de irme a dormir –contestó Joe–. ¿No acababa su servicio hace horas?

Whitey sacó un trapo del bolsillo de atrás de su pantalón, limpió suavemente la parte del fuselaje por la que Joe había pasado los dedos y repuso:

–Quería hacer algunas comprobaciones. Va a sacarla usted por la mañana, ¿verdad, señor?

–Sí.

Whitey se puso a rezongar y dijo de mala gana:

–Por lo menos usted no la torea como hacen otros.

–Si alguno de mis hombres trata mal a alguno de los pájaros, hágamelo saber.

–Bueno, no es que los traten mal exactamente. Pero no tienen la mano que tiene usted.

–Da igual. Hablo muy en serio.

–Sí, señor.

Joe le dio una palmada en el hombro y se dirigió a sus habitaciones. El sargento se quedó observándolo un momento. No le cabía duda alguna de que el coronel se encargaría de que cualquier piloto suplicara al cielo morir e ir al infierno solo por escapar de su ira, en caso de que alguno de ellos fuera sorprendido en una negligencia, o haciendo el tonto con los prototipos del Ave Nocturna. El coronel Mackenzie era conocido por exigirles a sus pilotos la perfección, aunque al mismo tiempo todos ellos sabían que valoraba la vida de sus hombres por encima de cualquier otra consideración, y que por tanto el mantenimiento de los aparatos debía ser óptimo, razón por la cual Whitey se hallaba todavía en el hangar mucho tiempo después de la hora en que acababa su servicio. Mackenzie exigía el máximo a todas y cada una de las personas que participaban en el programa, sin excepción. Un error de mantenimiento en tierra podía conducir a la pérdida de una de aquellas aeronaves de ochenta millones de dólares, o incluso a la muerte de un piloto. Aquel no era trabajo para andarse con bromas.

Mientras caminaba en medio de la noche desértica, Joe vio luz en uno de los despachos y volvió sus pasos hacia el barracón de metal. No le molestaba que la gente se quedara trabajando hasta tarde, pero también quería que, al día siguiente, todo el mundo estuviera despierto y en guardia. Había asignados al proyecto del Ave Nocturna ciertos adictos al trabajo capaces de pasarse dieciocho horas diarias trabajando si no se les ponía coto.

Su andar era sigiloso, no porque intentara sorprender a nadie, sino porque era así como le habían enseñado a caminar desde que diera sus primeros pasos. De todos modos, nadie en las oficinas lo habría oído acercarse, pues los aparatos de aire acondicionado –que intentaban sin mucho éxito disipar el intenso calor de finales de julio– emitían un zumbido continuo. Los barracones de metal absorbían un sol que levantaba ampollas.

El edificio estaba a oscuras, salvo por la luz que salía de un despacho situado a la izquierda. Se trataba de una de las estancias reservadas al equipo de civiles encargados del dispositivo láser de localización de objetivos, equipo que trabajaba en la base con la misión de localizar y resolver los fallos que inevitablemente surgían cuando se ponía en marcha un nuevo sistema. Joe recordaba que ese día estaba prevista la llegada de un nuevo técnico que ocuparía el lugar de uno de los miembros originales del equipo, quien, una semana antes, había sufrido un amago de infarto. El tipo del infarto se estaba recuperando, pero su médico no quería que trabajara con aquel calor, que superaba los cuarenta grados centígrados, de modo que la compañía había enviado a una sustituta.

Joe sentía curiosidad por conocer a aquella sustituta, cuyo nombre era Caroline Evans. Había oído a los otros tres miembros del equipo refunfuñar sobre ella, llamándola el Bombón, y no precisamente en tono admirativo. El equipo era civil, pero Joe no podía permitir que las fricciones que hubiera entre sus miembros afectaran al trabajo. Tendría que decirle a la gente del sistema láser que buscaran otro sustituto si alguno de ellos no lograba integrarse en el equipo. Quería hablar con cualquiera de sus miembros que se hubiera quedado trabajando hasta tarde para ver si la señorita Evans había llegado sin incidentes y averiguar de paso por qué les molestaba trabajar con ella.

Se acercó sigilosamente a la puerta abierta y se quedó allí parado un rato, observando. La mujer que había en el despacho tenía que ser el Bombón en persona, porque él, desde luego, no la había visto nunca. De haberla visto, se acordaría.

Mirarla no hacía daño, eso había que reconocerlo. Joe sintió que su cuerpo se iba tensando lentamente, a medida que sus músculos entraban en estado de alerta. Estaba cansado, pero de pronto la adrenalina recorría sus venas a toda velocidad y sus sentidos parecían más afinados, como cuando ponía en marcha los propulsores auxiliares del avión y salía disparado como un cohete.

Ella llevaba una falda recta, de color rojo, que acababa muy por encima de sus rodillas. Se había quitado los zapatos y estaba recostada en la silla, con los pies encima de la mesa. Joe apoyó el hombro contra el quicio de la puerta y recorrió lentamente con la mirada la parte de sus piernas, tersas y torneadas, que quedaba al descubierto. No llevaba medias; con aquel calor, eran muy incómodas. Tenía las piernas bonitas –más que bonitas, preciosas– y estaba repasando atentamente las cifras que figuraban en el montón de hojas impresas que tenía sobre el regazo; de cuando en cuando, consultaba un manual que tenía a su lado. Había junto a ella una taza de té verde que podía alcanzar con solo extender la mano, a menudo sin mirar. Su cabello era claro y describía una curva en forma de campana. Lo llevaba peinado hacia atrás, retirado de la cara, con un estilo clásico, y apenas le llegaba a los hombros. Joe solo podía ver parte de su cara, pero ello bastó para que sus altos pómulos y sus labios carnosos le llamaran la atención. De pronto deseó que lo mirara de frente. Quería verle los ojos, oír su voz.

–Es hora de irse a la cama –dijo.

Ella se levantó de un salto y dejó escapar un grito sofocado; el té se derramó hacia un lado y las hojas cayeron al otro, y sus largas piernas volaron antes de que plantara los pies en el suelo, al tiempo que la silla se deslizaba girando por la habitación y acababa estrellándose contra un armario archivador. Ella se giró para mirar a Joe y se llevó la mano al pecho como si quisiera apaciguar físicamente a su corazón. Tenía, por cierto –notó Joe–, un pecho muy bien formado, pues al apoyar la mano sobre él la tela de su blusa de algodón se tensó sobre su piel.

Una expresión airada cruzó su rostro como un relámpago y desapareció con idéntica celeridad al tiempo que sus ojos se agrandaban.

–Vaya –murmuró–. Pero si es Madelman.

Joe advirtió el sutil matiz sarcástico de su voz, y levantó las cejas negras.

–Un Madelman coronel –le siguió la broma.

–Ya lo veo –dijo ella con admiración–. Un auténtico coronel de las Fuerzas Aéreas. Y de los que llevan anillo y todo –añadió mirando el anillo de graduación de la Academia que llevaba Joe–. O ha robado a un coronel y le ha quitado su insignia, se ha hecho un estiramiento facial y se ha teñido el pelo de negro, o tiene enchufe con algún pez gordo y está ascendiendo como un cohete.

Él mantuvo un semblante impasible.

–Puede que sea muy bueno en mi trabajo.

–¿Ascensos basados en los méritos? –preguntó ella como si aquella idea fuera tan inverosímil que ni siquiera merecía consideración–. Naaaa.

Debido a su físico imponente, Joe estaba acostumbrado a que las mujeres reaccionaran ante él de diversos modos, que iban desde la fascinación hasta cierto apocamiento rayano en el miedo. Estaba acostumbrado asimismo a imponer respeto, y a menudo también a inspirar agrado. Pero el semblante de Caroline Evans no traslucía ninguna de aquellas cosas. Aquella mujer no le había quitado los ojos de encima ni un segundo; su mirada era tan firme y penetrante como la de un pistolero. Sí, eso era; aquella mujer lo miraba como un adversario.

Joe se irguió, apartándose del quicio de la puerta, y le tendió la mano. Había decidido de pronto situar las cosas en un terreno profesional e informar a la señorita Evans de con quién estaba tratando.

–Coronel Joe Mackenzie, jefe de proyecto.

El protocolo militar especificaba que las mujeres podían elegir si saludaban con un apretón de manos, y que un oficial varón nunca debía tenderle la mano primero a una mujer, pero Joe sentía deseos de tocar a Caroline Evans, y tenía la impresión de que, si le daba la oportunidad de elegir, ella no le consentiría siquiera aquel leve contacto. Sin embargo, Caroline le estrechó la mano sin vacilar.

–Caroline Evans. He venido a sustituir a Boyce Walton en el equipo encargado del láser.

Subió y bajó rápidamente la mano dos veces y luego la apartó.

Dado que estaba descalza, Joe pudo calcular con precisión que medía alrededor de un metro sesenta y cinco. La coronilla de su cabeza le llegaba a la altura de la clavícula. Con todo, la diferencia de estaturas no parecía intimidarla, a pesar de que tenía que levantar los ojos para mirarlo a la cara. Joe notó que sus ojos eran de un verde oscuro y que estaban enmarcados por unas pestañas y unas cejas cuya negrura sugería que el rubio de su pelo era artificial.

Joe señaló con la cabeza las hojas impresas que había esparcidas por el suelo.

–¿Qué hace trabajando a estas horas? Además, hoy es su primer día de trabajo. ¿Ocurre algo que yo deba saber?

–No, que yo sepa –contestó ella, y se agachó para recoger el fajo de papel doblado en forma de acordeón–. Solo estaba comprobando unos datos.

–¿Por qué? ¿Cómo es que se le ha ocurrido hacer tal cosa?

Ella lo miró con impaciencia.

–Siempre lo compruebo todo dos veces; se trata de una manía crónica. Siempre compruebo dos veces que el horno está apagado, la plancha desenchufada, la puerta cerrada con llave… Hasta miro dos veces antes de cruzar la calle.

–¿No habrá encontrado algún error?

–No, claro que no. Ya se lo he dicho.

Joe se tranquilizó una vez estuvo seguro de que no había ningún fallo en el sistema de localización de objetivos, y volvió a contemplar parsimoniosamente a Caroline Evans mientras esta agarraba un rollo de toallas de papel que había en un cajón de la mesa y limpiaba el té vertido usando un par de hojas. Luego se agachó y se giró con una agilidad que a Joe le pareció extrañamente provocativa. Todo cuanto aquella mujer había hecho hasta ese momento –incluso el desafío apenas velado de su mirada–, le parecía sumamente sexy. Sintió que su sexo respondía endureciéndose de pronto.

Ella tiró a la papelera las toallas de papel mojadas y se puso los zapatos.

–Encantada de conocerlo, coronel –dijo sin mirarlo–. Nos veremos mañana.

–La acompaño hasta su habitación.

–No, gracias.

Su inmediata y descarada negativa irritó a Joe.

–Es tarde y está sola. Voy a acompañarla hasta su habitación.

Ella se giró para verle la cara, puso los brazos en jarras y lo miró con enojo.

–Le agradezco el ofrecimiento, coronel, pero no necesito esa clase de favores.

–¿Esa clase de favores? ¿A qué clase de refiere?

–A la que, más que ayudar, perjudica. Mire, usted es el jefazo de este tinglado. Si alguien lo ve acompañándome a mi habitación, dentro de dos días empezaré a oír comentarios sibilinos acerca de que no estaría en el equipo si no estuviera haciendo manitas con usted, o cosas por el estilo. Y prefiero evitarlo, gracias.

–Ah –dijo él al comprender lo que quería decir–. Ya le ha pasado otras veces, ¿no? Nadie cree que con ese aspecto pueda tener también cerebro.

Ella lo miró con expresión beligerante.

–¿Qué quiere decir con «ese aspecto»? ¿Qué aspecto tengo?

Aquella mujer tenía el temperamento de un puercoespín, pero pese a ello Joe tuvo que reprimir las ganas de rodearla con sus brazos y decirle que, a partir de ese momento, él la defendería. Caroline Evans no apreciaría el gesto, y Joe tampoco estaba seguro de por qué quería hacerlo, puesto que ella parecía más que capaz de librar sus propias batallas. Si tenía dos dedos de frente, jugaría a lo seguro y haría algún comentario poco comprometido para no molestarla otra vez, pero como no se había hecho piloto de combate porque le gustara jugar a lo seguro, la miró con ojos brillantes y hambrientos y contestó:

–Un aspecto encantador.

Ella parpadeó, sorprendida. Dio un paso atrás y dijo con voz suave y amortiguada:

–Ah.

–Supongo que sabrá que es atractiva –comentó él.

Ella parpadeó otra vez.

–Mi aspecto físico no debería tener ninguna importancia. Usted parece un cartel de reclutamiento ambulante, pero eso no ha dañado su carrera, ¿verdad?

–No estoy defendiendo la discriminación –dijo él–. Usted me ha hecho una pregunta y yo le he contestado. Tiene un aspecto encantador.

–Ah.

Ella lo miró con recelo al pasar a su lado. Joe le puso una mano sobre el brazo y la detuvo. El tacto de su piel cálida y suave hizo que le entraran ganas de seguir explorando aquel cuerpo, pero se resistió.

–Caroline, si alguien la molesta aquí, dígamelo.

Ella miró con alarma la mano que él había posado sobre su brazo.

–Eh… sí, claro.

–Aunque sea un miembro de su equipo. Son ustedes civiles, pero yo estoy al mando de este proyecto. Si alguien causa problemas, puedo hacer que lo reemplacen –saltaba a la vista que su contacto la estaba poniendo nerviosa. Joe la observó un momento más y frunció ligeramente el ceño antes de soltarla–. Lo digo en serio –dijo en tono más suave–. Venga a verme si tiene alguna queja. Sé que no quiere que la acompañe a su habitación, pero de todos modos voy en esa dirección, porque yo también me voy a la cama. Le doy treinta segundos de ventaja para que no vayamos juntos. ¿Le parece bien?

–Treinta segundos no es mucho tiempo.

Él se encogió de hombros.

–Bastará para que me lleve treinta metros de delantera. O lo toma o lo deja –miró su reloj–. Empezando desde ya.

Ella se giró de inmediato y salió volando del despacho. No podía decirse otra cosa. Faltó poco para que se subiera la estrecha falda y echara a correr. Joe alzó las cejas en silencio con expresión inquisitiva. Cuando pasaron los treinta segundos, salió del edificio y vislumbró su estilizada figura, apenas visible en la oscuridad, avanzando todavía con paso vivo. Mientras caminaba hacia sus habitaciones, se preguntó cómo se había convertido aquella amazona en una yegua intratable.

 

 

Caroline cerró con llave la puerta de su austero alojamiento y se apoyó en el panel de madera mientras dejaba escapar el aliento con un fuerte soplido. Se sentía como si acabara de escapar por los pelos de un animal salvaje. ¿Cómo era posible que las Fuerzas Aéreas dejaran a aquel tipo suelto? Debería estar encerrado en alguna parte, en las entrañas del Pentágono, donde pudieran utilizarlo para sus carteles publicitarios sin poner en peligro a todas las mujeres impresionables del país.

Tal vez fuera por sus ojos, que eran de un azul tan pálido y penetrante como los rayos láser con que ella trabajaba. Tal vez fuera por el modo en que se erguía sobre ella, o por la poderosa elegancia de su fornido cuerpo. Tal vez fuera por su voz profunda, o por su tono peculiar cuando decía que era «encantadora», o por el calor que irradiaba de su mano fibrosa y curtida al tocarla. Tal vez fueran todas aquellas cosas juntas, pero lo que de verdad la había puesto al borde del pánico había sido el brillo ansioso y voraz de sus ojos.

Hasta el instante en que Joe Mackenzie le había lanzado aquella mirada, se las había apañado bastante bien. Se había mostrado decididamente antipática, arrogante y desdeñosa, lo cual siempre conseguía mantener a los hombres a raya. Aquella táctica era un ten con ten: le servía para atajar cualquier conato de acercamiento sexual, pero al mismo tiempo le impedía trabar amistad con sus compañeros de trabajo. Había tenido que defenderse tantas veces de pretendientes demasiado exaltados durante sus años en la universidad y sus primeros tiempos de trabajo, que había aprendido a tomar la iniciativa desde el principio. Con toda aquella experiencia acumulada, debería haber podido mantener la compostura, pero una mirada del coronel «Ojo de Láser» Mackenzie, un comentario ligeramente halagüeño, y había perdido al mismo tiempo la compostura y el sentido común. Había sido ignominiosamente derrotada.

Eso era lo que pasaba cuando se tenía por padres a dos catedráticos. Sus padres habían distinguido tempranamente las señales de inteligencia superior que daba su única hija, y habían tomado de inmediato las medidas necesarias para proporcionarle una educación a su medida. Durante toda la escuela elemental y el instituto, Caroline había sido la más pequeña de su clase, debido a su avance acelerado. En el instituto no había salido con ningún chico; era demasiado rara, demasiado desgarbada y torpona, debido a que pasó la pubertad dos o tres años más tarde que sus compañeras de clase. En la universidad, las cosas no mejoraron mucho. Inició el primer curso con dieciséis años recién cumplidos, ¿y qué universitario en su sano juicio habría salido con una chica que todavía era legalmente menor de edad y por la que podía acabar en la cárcel, habiendo disponibles tantas chicas sexys mayores de edad?

Aislada y solitaria, Caroline se entregó a sus estudios y acabó la carrera a los dieciocho años. Más o menos al mismo tiempo, los chicos de su clase empezaron a notar que la Evans podía ser una empollona, pero también era una preciosidad. A partir de entonces, Caroline ya no pudo escudarse en su edad. Como nunca había salido con chicos, ignoraba cómo tratar con aquellos… pulpos que, de pronto, parecían no poder quitarle las manos de encima. Desconcertada y alarmada, se aplicó a sus estudios aun con mayor ahínco y empezó a desarrollar un caparazón de púas a modo de protección.

Su transformación, a medida que se iba haciendo mayor, no fue tan drástica que pudiera compararse con la del patito feo que se convierte en cisne; sencillamente, pasó de ser una adolescente desgarbada a transformarse en una mujer adulta. La regla tardó en aparecerle, como si tuviera que compensar el desarrollo veloz de su mente con un lento desarrollo de su cuerpo. Era todo cuestión de inoportunidad. Cuando sus compañeros de clase estaban pasando la pubertad, ella todavía jugaba –literalmente– con muñecas. Cuando ella pasó la pubertad, sus compañeros de clase ya conocían al dedillo el juego del ligoteo entre chicos y chicas. Ella nunca estaba a su altura en términos de madurez física o emocional y, cuando por fin se sintió preparada para empezar a salir con chicos, se encontró manoseada por muchachos acostumbrados a un nivel de intimidad mucho más sofisticado. Al final, le resultó mucho más sencillo ahuyentarlos a todos.

De modo que allí estaba, a los veintiocho años, con el cociente intelectual de un genio, convertida en una auténtica especialista en amplificación lumínica y definición óptica, poseedora de un doctorado en Física, y reducida a la idiocia y el pánico porque un hombre le había dicho que era «encantadora».

Era asqueroso.

Y también daba un poco de miedo, porque tenía la impresión de que no se había ganado la antipatía del coronel Mackenzie, como pretendía; a aquel hombre, por el contrario, parecían gustarle los desafíos.

Caroline se dio una palmada en la frente. ¿Cómo podía haber sido tan idiota? El coronel era piloto de combate, por todos los santos. Pertenecía a una raza distinta: la de los hombres que se crecían con el peligro. El modo más seguro de no atraer su atención era mostrarse dócil y pusilánime, y tal vez sonreír un poco como una mema. El problema era que ella no sabía sonreír como una mema. Debería haber ido a una de esas escuelas de pago donde se prepara a las señoritas para entrar en sociedad, en vez de ir a la universidad. Debería haber estudiado cómo sonreír afectadamente una y otra vez, hasta aprendérselo de memoria.

Tal vez no fuera aún demasiado tarde. Tal vez pudiera engañarlo si se mostraba dulce e incapaz. Pero no: eso atraería la atención de los hombres a los que les gustaba esa clase de conducta en una mujer. Estaba entre la espada y la pared: en cualquier caso, saldría malparada.

Lo único que podía hacer era aprestarse para el combate.