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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2016 Sharon Kendrick

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

El secreto de Lisa, n.º 2507 - noviembre 2016

Título original: Crowned for the Prince’s Heir

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-8969-9

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

LUC sabía lo que tenía que hacer: olvidar el pasado, concentrarse en el futuro y seguir su camino sin mirar atrás. Pero la curiosidad pudo más que el sentido común y, tras inclinarse hacia delante en el asiento de la limusina, ordenó al chófer:

–Deténgase.

El conductor detuvo el vehículo en la tranquila calle londinense de Belgravia, que estaba llena de restaurantes y tiendas. Luciano no era precisamente de la clase de hombres que disfrutaban yendo de compras. De hecho, no necesitaba comprar nada. Si quería algo, hablaba con cualquiera de sus muchos empleados y se lo encargaba. Aunque fuera un regalo de despedida para una amante.

Sin embargo, su desinterés por esas cosas se esfumó cuando vio el cartel de un establecimiento en particular. Se llamaba Lisa Bailey, como su dueña; la mujer que, aunque Luc no quisiera reconocerlo, estaba en el origen de su celibato autoimpuesto. Llevaba dos años sin acostarse con nadie, canalizando toda su energía hacia el trabajo y el ejercicio físico. Dos años tan duros como frustrantes.

Lisa.

La diseñadora que sostenía la mirada sin pestañear. La seductora de pelo rizado y curvas deliciosas. La mejor amante que había tenido. La más apasionada. Y la única mujer que lo había expulsado de una cama.

Mientras miraba el cartel, Luc dudó de estar haciendo lo correcto. Las examantes podían ser problemáticas, y no quería más complicaciones de las que ya tenía. Quizá fuera mejor que volviera a la embajada y solucionara los asuntos de última hora que se hubieran presentado. Tenía cosas que hacer antes de regresar a su isla natal, Mardovia.

Al pensar en lo que le esperaba allí, se estremeció. No le gustaba nada. Pero había asumido una responsabilidad y, tanto si le gustaba como si no, debía afrontar las consecuencias con la mejor actitud posible.

Justo entonces, Lisa Bailey cruzó la estancia principal de la tienda y aumentó involuntariamente el ritmo cardíaco de Luc, cuya vista se clavó en las curvas de sus magníficos senos. Seguía tan sexy como siempre.

Entrecerró los ojos y se preguntó cómo habría podido instalarse en Belgravia, una de las zonas más caras de Londres. Estaba muy lejos del barrio de las afueras donde se habían cruzado sus caminos por primera vez, en el minúsculo estudio donde diseñaba su ropa.

Intentó convencerse de que, fuera cual fuera el motivo, no le importaba. Pero era evidente que le importaba, porque le había pedido al chófer que lo llevara a esa calle y que se detuviera delante de la tienda. Y todo, por una simple casualidad: alguien había mencionado su nombre en una conversación sobre diseñadores, y Luc no se había podido resistir a la tentación de pasarse por allí.

A fin de cuentas, ¿qué había de malo en saludar a una antigua amante? Sería una visita de cortesía, por los viejos tiempos. Y de paso, con un poco de suerte, serviría para confirmar que ya no sentía nada por ella.

–Espere aquí –dijo al conductor.

Abrió la portezuela y salió a la calle. El coche de sus guardaespaldas, que siempre los seguía a pocos metros, se había detenido a una distancia prudencial; pero, a pesar de ello, Luc les hizo una seña para que se mantuvieran al margen.

Hacía calor. El sol de agosto se mostraba implacable, y no había ni una brizna de brisa. La televisión estaba llena de reportajes sobre la ola de temperaturas inusitadamente altas, y corrían bulos sobre gente que freía huevos en las aceras. Pero patrañas aparte, Luc ardía en deseos de volver a sentir el aire acondicionado de su palacio de Mardovia y de volver a pasear por sus famosos jardines.

De no haber sido por la boda de Conall Devlin, que se celebraba ese fin de semana, Luc habría regresado mucho antes; aunque solo fuera para acostumbrarse a su nueva vida. Sin embargo, seguía en Londres. Y no había salido de la limusina para quedarse mirando el escaparate de una tienda.

Abrió la puerta y entró. Ella estaba en cuclillas, delante de un montón de vestidos. Tenía una aguja en la mano y un metro colgado del cuello.

Luc admiró una vez más sus pechos y dijo:

–Hola, Lisa.

 

 

Lisa no lo reconoció al principio. Quizá, porque era la última persona a la que esperaba ver; quizá, porque estaba cansada tras un largo día de trabajo o quizá, sencillamente, porque se encontraba al trasluz.

De hecho, se había llevado una alegría al oír la campanilla de la puerta. Media ciudad estaba de vacaciones, así que tenía pocos clientes; y los turistas que abarrotaban Londres no sentían el menor interés por la ropa que diseñaba. En otra época del año, habría cerrado ya y se habría marchado a casa; pero, en pleno agosto, habría sido capaz de abrir hasta medianoche por vender un solo vestido.

¿Sería su día de suerte? El hombre que estaba en la entrada no parecía precisamente pobre. Era una de esas personas que podían comprar media tienda sin pestañear. Pero las esperanzas de Lisa saltaron por los aires cuando lo miró a los ojos.

La aguja se le cayó al suelo. El corazón se le encogió. Y sintió un calor que no tenía nada que ver con el verano.

Luc estaba en su tienda. Luciano Gabriel Leonidas, príncipe de la vieja Casa Real de Sorrenzo y jefe de Estado de la isla de Mardovia. Pero a Lisa no le importaban ni sus títulos nobiliarios ni sus cargos gubernamentales. Para ella, solo era un hombre que había sido su amante; un hombre que la había iniciado en las mieles del amor y que le había hecho sentir cosas que nunca se habría creído capaz de sentir.

Había sido una época maravillosa. Luc le había dicho que no buscaba una relación estable, y a ella le había parecido bien. Pero lentamente, sin darse cuenta de lo que pasaba, se enamoró. Y, como estaba segura de que él no querría su amor, decidió cortar por lo sano antes de que la situación empeorara y la destruyera por completo.

Y ahora estaba allí, con su pelo negro y sus ojos de color azul zafiro, tan tentadores como una piscina solitaria en plena ola de calor. Unos ojos en los que cualquier mujer se habría querido zambullir.

–Luc –dijo, desconcertada–. No esperaba verte...

Lisa lo miró con más detenimiento. Llevaba un traje de sastrería, sin una sola arruga, y una camisa de seda cuyo cuello abierto dejaba ver un tentador triángulo de piel.

Habían pasado dos años desde la última vez que entró en su cuerpo y la llevó al orgasmo. Dos años muy largos. Pero Lisa se excitó como si solo hubieran pasado unos minutos, y lamentó no haberse cepillado el pelo ni haberse puesto carmín.

Él cerró la puerta, y ella se preguntó dónde estarían sus guardaespaldas. ¿Ocultos en las sombras de la calle? ¿Vigilando las entradas de la tienda? Luc no iba a ninguna parte sin ellos. Era una de las consecuencias de su posición social.

–¿Ah, no? –preguntó él.

Su voz sonó suave como el terciopelo y dura como el acero, excitándola un poco más. Los pezones se le endurecieron, y el calor que sentía entre las piernas se volvió intolerable.

No era justo.

¿Cómo lo hacía? ¿Cómo era posible que la excitara con tanta facilidad?

Lisa se dijo que debía mantener la calma y comportarse como si Luc fuera un cliente. De hecho, cabía la posibilidad de que lo fuera, de que estuviera allí para comprar un vestido a alguna de sus muchas amantes.

Al fin y al cabo, se habían conocido por esa razón. Él había entrado en su taller de Borough Market en compañía de una modelo rubia. Y a Lisa no le había sorprendido, porque se había vuelto relativamente famosa desde que una actriz había llevado uno de sus vestidos en la gala de presentación de una película.

Mientras la modelo admiraba una de sus creaciones, Luc se giró hacia ella y clavó la vista en sus ojos. Fue un gesto tan inocente como breve; pero, durante aquel segundo, pasó algo que Lisa no llegó nunca a entender. Luego, él rompió con la rubia e inició una campaña de seducción, llena de regalos y detalles extravagantes, sin más objetivo que el de llevarla a la cama. Ella creía estar en un sueño. Pero era real.

El flujo de ramos de flores comenzó casi de inmediato. Llegaban todos los días, enfatizando la capacidad económica y las intenciones del hombre que los enviaba. Lisa intentó resistirse. Eran de mundos completamente distintos, y no se veía como novia de un príncipe. Pero Luc no buscaba una relación estable. Solo quería tomarla: en la cama o contra una pared, encima o debajo, de cualquier forma.

Y, al final, ella accedió. A fin de cuentas, ¿quién se podría haber resistido el increíble encanto de un aristócrata como él?

Fueron seis semanas de placer y sensualidad; seis semanas durante las cuales Luc le enseñó todo lo que sabía sobre el sexo, que era mucho. Lisa no había experimentado nada parecido. Y no lo volvió a experimentar.

Sin embargo, no quería pensar en esas cosas. No en ese momento, delante de él. Sobre todo, porque ardía en deseos de arrojarse a sus brazos y besarlo.

–¿A qué has venido? No me dirás que pasabas por aquí y has decidido saludar.

Él sacudió la cabeza.

–No, no exactamente. Oí que te habías mudado a Belgravia, y sentí curiosidad –dijo, echando un vistazo a su alrededor–. Has avanzado mucho desde que nos conocimos.

Ella sonrió.

–Sí, es cierto.

–¿Qué ha pasado para que dejes de ser una diseñadora de vanguardia y te conviertas en parte del establishment?

Lisa pensó que no le debía ninguna explicación, pero se la dio a pesar de ello.

–Soy la misma que era. Me he limitado a mudarme al centro para facilitar el contacto con mis clientes. También vendo por Internet, pero la mayoría de las mujeres que me compran son de los barrios caros... y, cuando surgió la oportunidad de mudarme, la aproveché.

Lisa no quiso añadir que había sido una idea desastrosa. De repente, estaba obligada a pagar un alquiler que no se podía permitir. Y, por si eso fuera poco, había elegido un socio financiero que no sabía nada del mundo de la moda.

–Pues se nota que te va bien...

–Sí, muy bien –mintió, mirándolo a los ojos–. Pero, ¿qué puedo hacer por ti? ¿Quieres comprar un vestido?

–No, en absoluto.

–¿No? –dijo ella, decepcionada–. Entonces, ¿qué...?

Esta vez fue Luc quien sonrió.

–¿Qué hago aquí?

–Sí, exactamente.

Luc la miró y se repitió a sí mismo la misma pregunta. ¿Qué estaba haciendo allí? ¿Convencerse de que Lisa no significaba nada para él? ¿Demostrarse que solo había sido una amante particularmente apasionada?

Esa no era la cuestión, y lo sabía de sobra. Estaba allí porque aquella mujer era la única que se había atrevido a rechazarlo. Un buen día, dijo que su relación había sido un error y la rompió sin más. Fue como si un niño que estaba tan contento con su helado se quedara súbitamente sin él. Y su perplejidad se convirtió enseguida en frustración.

Mientras la observaba, se formuló otra pregunta, de carácter bien distinto. ¿Por qué le gustaba tanto? Había salido con algunas de las mujeres más deseables del planeta, criaturas preciosas, de piernas interminables. Y Lisa ni siquiera era alta. Desde luego, tenía unos pechos deliciosos que habrían despertado el deseo de cualquier hombre heterosexual, pero eso no lo explicaba en absoluto.

Había algo más. Algo que la hacía irresistible.

Aquella tarde, llevaba un vestido de color cetrino que enfatizaba sus bellos e inusuales ojos, entre verdes y dorados. Se había recogido el pelo con un montón de horquillas, en un intento vano de dominar sus rizos; pero ya se le había escapado un mechón, y Luc se acordó de la textura de su rojiza y rebelde melena.

Fue entonces cuando reparó en sus ojeras y en la leve tensión de sus labios. No tenía el aspecto de una mujer feliz. Parecía cansada y preocupada.

Pero, ¿por qué?

–Ya te lo he dicho. Sentía curiosidad –replicó–. Y, como vengo con frecuencia a esta parte de la ciudad, quise pasar a saludarte.

–Pues ya me has saludado.

Él asintió.

–Sí, por supuesto.

Luc se sorprendió recordando la textura de sus muslos y el rubor que afloraba en sus senos cuando llegaba al orgasmo. Y, una vez más, se preguntó por qué se torturaba a sí mismo con pensamientos libidinosos que le nublaban la razón.

No tenía sentido. En poco tiempo, su vida pasaría a ser una sucesión de compromisos inevitables, como correspondía a un hombre nacido para gobernar. Pero una parte de él, la del hombre que habría querido tener una vida distinta, ansiaba el canto de una sirena llamada Lisa Bailey.

A fin de cuentas, Lisa lo había llenado por completo. Lo había hecho feliz en casi todos los sentidos, y sin intención alguna de cambiar de su forma de ser o exigir cosas que no le podía dar. Por eso la echaba de menos. Por eso extrañaba sus noches de amor. Porque, cuando estaba con ella, se sentía libre.

Súbitamente, el peso de sus dos años de castidad se volvió insoportable. Su libido estaba a punto de romper las cadenas, y Luc quería que las rompiera. Además, ¿qué había de malo en disfrutar un poco de la vida antes de asumir las responsabilidades que le esperaban en su país? Al menos, tendría un recuerdo agradable de su existencia anterior. Y, con suerte, serviría para cerrar el círculo de Lisa y olvidarla definitivamente.

–Acabo de llegar de los Estados Unidos –continuó–. Me quedaré en Londres el fin de semana, porque el sábado tengo que ir a una boda... Pero el lunes vuelvo a Mardovia.

–Eso es muy interesante, Luc –dijo con ironía–. Aunque no veo en qué me incumbe.

Luc soltó una carcajada. Lisa era una mujer tan fresca como excepcionalmente franca. Y, por si eso fuera poco sexy, lo era sin caer nunca en el defecto del dramatismo. Decía esas cosas sin pestañear, con la impavidez de una estatua de mármol. De hecho, solo perdía su inmenso aplomo cuando hacía el amor con él y bajaba sus defensas.

–Estoy aquí porque quiero pedirte un favor.

–¿Un favor? ¿A mí? –preguntó, sorprendida.

–Bueno, somos viejos amigos...

Las pupilas de Lisa se dilataron, y Luc sonrió al pensar en la cara que habría puesto si hubiera sabido lo que ardía en deseos de pedirle: que se acostaran una vez más, que le regalara otra vez sus gemidos de placer, que le permitiera succionar sus magníficos pezones, que le dejara lamerla apasionadamente y penetrarla.

–Y los amigos están para cosas como esa, ¿no? –prosiguió.

–Sí, supongo que sí –dijo con incertidumbre–. ¿De qué se trata?

–Necesito una acompañante, alguien que venga conmigo a la boda –contestó–. O, más concretamente, a la fiesta que darán después, porque no tengo intención de asistir a la ceremonia nupcial.