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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Pack Bianca-2, n.º 111 - noviembre 2016

 

I.S.B.N.: 978-84-687-9087-9

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Índice

El secreto de Lisa

Portadilla

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Epílogo

Amantes contra su voluntad

Portadilla

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Epílogo

En brazos del griego

Portadilla

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Epílogo

Capítulo 1

 

LUC sabía lo que tenía que hacer: olvidar el pasado, concentrarse en el futuro y seguir su camino sin mirar atrás. Pero la curiosidad pudo más que el sentido común y, tras inclinarse hacia delante en el asiento de la limusina, ordenó al chófer:

–Deténgase.

El conductor detuvo el vehículo en la tranquila calle londinense de Belgravia, que estaba llena de restaurantes y tiendas. Luciano no era precisamente de la clase de hombres que disfrutaban yendo de compras. De hecho, no necesitaba comprar nada. Si quería algo, hablaba con cualquiera de sus muchos empleados y se lo encargaba. Aunque fuera un regalo de despedida para una amante.

Sin embargo, su desinterés por esas cosas se esfumó cuando vio el cartel de un establecimiento en particular. Se llamaba Lisa Bailey, como su dueña; la mujer que, aunque Luc no quisiera reconocerlo, estaba en el origen de su celibato autoimpuesto. Llevaba dos años sin acostarse con nadie, canalizando toda su energía hacia el trabajo y el ejercicio físico. Dos años tan duros como frustrantes.

Lisa.

La diseñadora que sostenía la mirada sin pestañear. La seductora de pelo rizado y curvas deliciosas. La mejor amante que había tenido. La más apasionada. Y la única mujer que lo había expulsado de una cama.

Mientras miraba el cartel, Luc dudó de estar haciendo lo correcto. Las examantes podían ser problemáticas, y no quería más complicaciones de las que ya tenía. Quizá fuera mejor que volviera a la embajada y solucionara los asuntos de última hora que se hubieran presentado. Tenía cosas que hacer antes de regresar a su isla natal, Mardovia.

Al pensar en lo que le esperaba allí, se estremeció. No le gustaba nada. Pero había asumido una responsabilidad y, tanto si le gustaba como si no, debía afrontar las consecuencias con la mejor actitud posible.

Justo entonces, Lisa Bailey cruzó la estancia principal de la tienda y aumentó involuntariamente el ritmo cardíaco de Luc, cuya vista se clavó en las curvas de sus magníficos senos. Seguía tan sexy como siempre.

Entrecerró los ojos y se preguntó cómo habría podido instalarse en Belgravia, una de las zonas más caras de Londres. Estaba muy lejos del barrio de las afueras donde se habían cruzado sus caminos por primera vez, en el minúsculo estudio donde diseñaba su ropa.

Intentó convencerse de que, fuera cual fuera el motivo, no le importaba. Pero era evidente que le importaba, porque le había pedido al chófer que lo llevara a esa calle y que se detuviera delante de la tienda. Y todo, por una simple casualidad: alguien había mencionado su nombre en una conversación sobre diseñadores, y Luc no se había podido resistir a la tentación de pasarse por allí.

A fin de cuentas, ¿qué había de malo en saludar a una antigua amante? Sería una visita de cortesía, por los viejos tiempos. Y de paso, con un poco de suerte, serviría para confirmar que ya no sentía nada por ella.

–Espere aquí –dijo al conductor.

Abrió la portezuela y salió a la calle. El coche de sus guardaespaldas, que siempre los seguía a pocos metros, se había detenido a una distancia prudencial; pero, a pesar de ello, Luc les hizo una seña para que se mantuvieran al margen.

Hacía calor. El sol de agosto se mostraba implacable, y no había ni una brizna de brisa. La televisión estaba llena de reportajes sobre la ola de temperaturas inusitadamente altas, y corrían bulos sobre gente que freía huevos en las aceras. Pero patrañas aparte, Luc ardía en deseos de volver a sentir el aire acondicionado de su palacio de Mardovia y de volver a pasear por sus famosos jardines.

De no haber sido por la boda de Conall Devlin, que se celebraba ese fin de semana, Luc habría regresado mucho antes; aunque solo fuera para acostumbrarse a su nueva vida. Sin embargo, seguía en Londres. Y no había salido de la limusina para quedarse mirando el escaparate de una tienda.

Abrió la puerta y entró. Ella estaba en cuclillas, delante de un montón de vestidos. Tenía una aguja en la mano y un metro colgado del cuello.

Luc admiró una vez más sus pechos y dijo:

–Hola, Lisa.

 

 

Lisa no lo reconoció al principio. Quizá, porque era la última persona a la que esperaba ver; quizá, porque estaba cansada tras un largo día de trabajo o quizá, sencillamente, porque se encontraba al trasluz.

De hecho, se había llevado una alegría al oír la campanilla de la puerta. Media ciudad estaba de vacaciones, así que tenía pocos clientes; y los turistas que abarrotaban Londres no sentían el menor interés por la ropa que diseñaba. En otra época del año, habría cerrado ya y se habría marchado a casa; pero, en pleno agosto, habría sido capaz de abrir hasta medianoche por vender un solo vestido.

¿Sería su día de suerte? El hombre que estaba en la entrada no parecía precisamente pobre. Era una de esas personas que podían comprar media tienda sin pestañear. Pero las esperanzas de Lisa saltaron por los aires cuando lo miró a los ojos.

La aguja se le cayó al suelo. El corazón se le encogió. Y sintió un calor que no tenía nada que ver con el verano.

Luc estaba en su tienda. Luciano Gabriel Leonidas, príncipe de la vieja Casa Real de Sorrenzo y jefe de Estado de la isla de Mardovia. Pero a Lisa no le importaban ni sus títulos nobiliarios ni sus cargos gubernamentales. Para ella, solo era un hombre que había sido su amante; un hombre que la había iniciado en las mieles del amor y que le había hecho sentir cosas que nunca se habría creído capaz de sentir.

Había sido una época maravillosa. Luc le había dicho que no buscaba una relación estable, y a ella le había parecido bien. Pero lentamente, sin darse cuenta de lo que pasaba, se enamoró. Y, como estaba segura de que él no querría su amor, decidió cortar por lo sano antes de que la situación empeorara y la destruyera por completo.

Y ahora estaba allí, con su pelo negro y sus ojos de color azul zafiro, tan tentadores como una piscina solitaria en plena ola de calor. Unos ojos en los que cualquier mujer se habría querido zambullir.

–Luc –dijo, desconcertada–. No esperaba verte...

Lisa lo miró con más detenimiento. Llevaba un traje de sastrería, sin una sola arruga, y una camisa de seda cuyo cuello abierto dejaba ver un tentador triángulo de piel.

Habían pasado dos años desde la última vez que entró en su cuerpo y la llevó al orgasmo. Dos años muy largos. Pero Lisa se excitó como si solo hubieran pasado unos minutos, y lamentó no haberse cepillado el pelo ni haberse puesto carmín.

Él cerró la puerta, y ella se preguntó dónde estarían sus guardaespaldas. ¿Ocultos en las sombras de la calle? ¿Vigilando las entradas de la tienda? Luc no iba a ninguna parte sin ellos. Era una de las consecuencias de su posición social.

–¿Ah, no? –preguntó él.

Su voz sonó suave como el terciopelo y dura como el acero, excitándola un poco más. Los pezones se le endurecieron, y el calor que sentía entre las piernas se volvió intolerable.

No era justo.

¿Cómo lo hacía? ¿Cómo era posible que la excitara con tanta facilidad?

Lisa se dijo que debía mantener la calma y comportarse como si Luc fuera un cliente. De hecho, cabía la posibilidad de que lo fuera, de que estuviera allí para comprar un vestido a alguna de sus muchas amantes.

Al fin y al cabo, se habían conocido por esa razón. Él había entrado en su taller de Borough Market en compañía de una modelo rubia. Y a Lisa no le había sorprendido, porque se había vuelto relativamente famosa desde que una actriz había llevado uno de sus vestidos en la gala de presentación de una película.

Mientras la modelo admiraba una de sus creaciones, Luc se giró hacia ella y clavó la vista en sus ojos. Fue un gesto tan inocente como breve; pero, durante aquel segundo, pasó algo que Lisa no llegó nunca a entender. Luego, él rompió con la rubia e inició una campaña de seducción, llena de regalos y detalles extravagantes, sin más objetivo que el de llevarla a la cama. Ella creía estar en un sueño. Pero era real.

El flujo de ramos de flores comenzó casi de inmediato. Llegaban todos los días, enfatizando la capacidad económica y las intenciones del hombre que los enviaba. Lisa intentó resistirse. Eran de mundos completamente distintos, y no se veía como novia de un príncipe. Pero Luc no buscaba una relación estable. Solo quería tomarla: en la cama o contra una pared, encima o debajo, de cualquier forma.

Y, al final, ella accedió. A fin de cuentas, ¿quién se podría haber resistido el increíble encanto de un aristócrata como él?

Fueron seis semanas de placer y sensualidad; seis semanas durante las cuales Luc le enseñó todo lo que sabía sobre el sexo, que era mucho. Lisa no había experimentado nada parecido. Y no lo volvió a experimentar.

Sin embargo, no quería pensar en esas cosas. No en ese momento, delante de él. Sobre todo, porque ardía en deseos de arrojarse a sus brazos y besarlo.

–¿A qué has venido? No me dirás que pasabas por aquí y has decidido saludar.

Él sacudió la cabeza.

–No, no exactamente. Oí que te habías mudado a Belgravia, y sentí curiosidad –dijo, echando un vistazo a su alrededor–. Has avanzado mucho desde que nos conocimos.

Ella sonrió.

–Sí, es cierto.

–¿Qué ha pasado para que dejes de ser una diseñadora de vanguardia y te conviertas en parte del establishment?

Lisa pensó que no le debía ninguna explicación, pero se la dio a pesar de ello.

–Soy la misma que era. Me he limitado a mudarme al centro para facilitar el contacto con mis clientes. También vendo por Internet, pero la mayoría de las mujeres que me compran son de los barrios caros... y, cuando surgió la oportunidad de mudarme, la aproveché.

Lisa no quiso añadir que había sido una idea desastrosa. De repente, estaba obligada a pagar un alquiler que no se podía permitir. Y, por si eso fuera poco, había elegido un socio financiero que no sabía nada del mundo de la moda.

–Pues se nota que te va bien...

–Sí, muy bien –mintió, mirándolo a los ojos–. Pero, ¿qué puedo hacer por ti? ¿Quieres comprar un vestido?

–No, en absoluto.

–¿No? –dijo ella, decepcionada–. Entonces, ¿qué...?

Esta vez fue Luc quien sonrió.

–¿Qué hago aquí?

–Sí, exactamente.

Luc la miró y se repitió a sí mismo la misma pregunta. ¿Qué estaba haciendo allí? ¿Convencerse de que Lisa no significaba nada para él? ¿Demostrarse que solo había sido una amante particularmente apasionada?

Esa no era la cuestión, y lo sabía de sobra. Estaba allí porque aquella mujer era la única que se había atrevido a rechazarlo. Un buen día, dijo que su relación había sido un error y la rompió sin más. Fue como si un niño que estaba tan contento con su helado se quedara súbitamente sin él. Y su perplejidad se convirtió enseguida en frustración.

Mientras la observaba, se formuló otra pregunta, de carácter bien distinto. ¿Por qué le gustaba tanto? Había salido con algunas de las mujeres más deseables del planeta, criaturas preciosas, de piernas interminables. Y Lisa ni siquiera era alta. Desde luego, tenía unos pechos deliciosos que habrían despertado el deseo de cualquier hombre heterosexual, pero eso no lo explicaba en absoluto.

Había algo más. Algo que la hacía irresistible.

Aquella tarde, llevaba un vestido de color cetrino que enfatizaba sus bellos e inusuales ojos, entre verdes y dorados. Se había recogido el pelo con un montón de horquillas, en un intento vano de dominar sus rizos; pero ya se le había escapado un mechón, y Luc se acordó de la textura de su rojiza y rebelde melena.

Fue entonces cuando reparó en sus ojeras y en la leve tensión de sus labios. No tenía el aspecto de una mujer feliz. Parecía cansada y preocupada.

Pero, ¿por qué?

–Ya te lo he dicho. Sentía curiosidad –replicó–. Y, como vengo con frecuencia a esta parte de la ciudad, quise pasar a saludarte.

–Pues ya me has saludado.

Él asintió.

–Sí, por supuesto.

Luc se sorprendió recordando la textura de sus muslos y el rubor que afloraba en sus senos cuando llegaba al orgasmo. Y, una vez más, se preguntó por qué se torturaba a sí mismo con pensamientos libidinosos que le nublaban la razón.

No tenía sentido. En poco tiempo, su vida pasaría a ser una sucesión de compromisos inevitables, como correspondía a un hombre nacido para gobernar. Pero una parte de él, la del hombre que habría querido tener una vida distinta, ansiaba el canto de una sirena llamada Lisa Bailey.

A fin de cuentas, Lisa lo había llenado por completo. Lo había hecho feliz en casi todos los sentidos, y sin intención alguna de cambiar de su forma de ser o exigir cosas que no le podía dar. Por eso la echaba de menos. Por eso extrañaba sus noches de amor. Porque, cuando estaba con ella, se sentía libre.

Súbitamente, el peso de sus dos años de castidad se volvió insoportable. Su libido estaba a punto de romper las cadenas, y Luc quería que las rompiera. Además, ¿qué había de malo en disfrutar un poco de la vida antes de asumir las responsabilidades que le esperaban en su país? Al menos, tendría un recuerdo agradable de su existencia anterior. Y, con suerte, serviría para cerrar el círculo de Lisa y olvidarla definitivamente.

–Acabo de llegar de los Estados Unidos –continuó–. Me quedaré en Londres el fin de semana, porque el sábado tengo que ir a una boda... Pero el lunes vuelvo a Mardovia.

–Eso es muy interesante, Luc –dijo con ironía–. Aunque no veo en qué me incumbe.

Luc soltó una carcajada. Lisa era una mujer tan fresca como excepcionalmente franca. Y, por si eso fuera poco sexy, lo era sin caer nunca en el defecto del dramatismo. Decía esas cosas sin pestañear, con la impavidez de una estatua de mármol. De hecho, solo perdía su inmenso aplomo cuando hacía el amor con él y bajaba sus defensas.

–Estoy aquí porque quiero pedirte un favor.

–¿Un favor? ¿A mí? –preguntó, sorprendida.

–Bueno, somos viejos amigos...

Las pupilas de Lisa se dilataron, y Luc sonrió al pensar en la cara que habría puesto si hubiera sabido lo que ardía en deseos de pedirle: que se acostaran una vez más, que le regalara otra vez sus gemidos de placer, que le permitiera succionar sus magníficos pezones, que le dejara lamerla apasionadamente y penetrarla.

–Y los amigos están para cosas como esa, ¿no? –prosiguió.

–Sí, supongo que sí –dijo con incertidumbre–. ¿De qué se trata?

–Necesito una acompañante, alguien que venga conmigo a la boda –contestó–. O, más concretamente, a la fiesta que darán después, porque no tengo intención de asistir a la ceremonia nupcial.

–Oh, vamos... ¿Que tú necesitas una acompañante? No puedo creer que un hombre con tantas mujeres a su disposición se encuentre solo en una circunstancia como esa. Seguro que hacen cola por meterse en tu cama. Y dudo que tú las expulses... A no ser que hayas borrado tu personalidad antigua y te hayas comprado otra –ironizó.

Él sonrió para sus adentros. Lisa no podía imaginar que llevaba dos años sin acostarse con nadie.

–Sí, hay muchas mujeres que estarían encantadas de acompañarme –replicó–. Pero ninguna que me parezca adecuada.

–¿Y por qué no vas solo?

–Me temo que no es tan sencillo.

–¿Por qué no?

–Porque, si me presento sin compañía, me encontraré en una situación de lo más vulnerable.

Ella rompió a reír.

–¿Vulnerable? ¿Tú? ¡Eres tan vulnerable como un tigre de Bengala!

–Curiosa metáfora –dijo él–. Sobre todo, teniendo en cuenta que las bodas tienden a ser campo de caza para muchas mujeres.

Lisa frunció el ceño.

–No sé si te entiendo.

–Cuando ven a la novia, se les ocurren ideas extrañas. Y salen a cazar marido.

–Ah, claro. Tienes miedo de que se abalancen sobre ti, porque serás el mejor partido de toda la fiesta.

Luc asintió y se resistió al impulso de apartarle el mechón que se le había soltado. Si hubiera podido, habría cerrado la mano sobre él y lo habría utilizado como cuerda para tirar de Lisa, pegarla a su cuerpo y asaltar su boca.

–Sí, así es. Los príncipes somos especialmente apetecibles para ese tipo de mujeres.

–¿Y crees que estarás a salvo conmigo?

–Por supuesto. Nuestra relación terminó hace años... e incluso entonces, ni tú ni yo buscábamos nada más –dijo–. Eres la única mujer que no me ha pedido nada, lo cual te convierte en la elección perfecta.

–Ya, bueno...

–Vamos, Lisa, será divertido –la interrumpió–. Además, nos conocemos tan bien que no resultará incómodo.

Lisa lo miró con sorpresa, incapaz de creer lo que acababa de oír. ¿Que no resultaría incómodo? Por lo visto, Luc no era consciente de que su corazón latía con la fuerza de un pistón desde que él había entrado en la tienda. Y tampoco lo era de que sus senos se habían hinchado tanto que parecía haber ganado una talla.

–No es una buena idea –dijo–. Y ahora, si me disculpas... estaba a punto de irme.

Lisa se acercó a la puerta y puso el cartel de «cerrado», lo cual provocó un cambio de actitud en su antiguo amante. Luc empezó a caminar de un lado a otro, con nerviosismo. Luego, se detuvo delante de unos vestidos, se quedó pensativo durante unos instantes y dijo:

–Tu tienda está extrañamente vacía para ser día laborable.

Ella intentó mantener la calma.

–¿A qué viene eso?

–A que una boda de la alta sociedad sería una ocasión excelente para hacer publicidad de tus creaciones. Irán personas importantes. Podrías llevar uno de tus vestidos y dejarlos asombrados con su belleza... Si juegas tus cartas bien, estoy seguro de que conseguirás un montón de clientes nuevos.

Lisa se sintió enormemente tentada. El negocio no iba bien, y no parecía que las cosas fueran a cambiar a corto plazo. Cada vez que miraba una revista de modas, encontraba vestidos muy parecidos a los suyos, pero más baratos. Y, aunque fueran de peor calidad, su problema seguía siendo el mismo.

Además, ahora tenía una responsabilidad añadida que estaba vaciando su cuenta bancaria: Brittany, su hermana pequeña, quien había dejado la universidad para tener una hija con un vividor que la dominaba por completo, Jason. Lisa la ayudaba tanto como podía, pero sus recursos no eran ilimitados.

–Piénsalo con detenimiento –continuó Luc–. Aunque debo añadir que la mayoría de las mujeres no suele tardar mucho en aceptar una oferta mía.

–No, seguro que no.

Lisa lo miró con intensidad. Su instinto le decía que rechazara la invitación, pero su sentido común le decía que la aceptara de inmediato. Era una oportunidad ciertamente única. La boda estaría llena de mujeres ricas, es decir, de mujeres que no reparaban en gastos y que, por supuesto, solo querían ropa de calidad.

Tendría que haber estado loca para rechazarla. Aunque implicara pasar una noche con un hombre tan peligroso para ella.

–¿Quién se casa? –preguntó.

Él sonrió.

–Conall Devlin.

–¿El multimillonario irlandés?

–¿Has oído hablar de él?

–Y quién no... Sale constantemente en los periódicos.

–Entonces, puede que también te suene el nombre de su prometida, Amber Carter.

Lisa asintió. Era una morena impresionante, hija de un magnate de la industria; una mujer con muchos contactos, que tal vez estarían interesados en comprar su ropa.

Justo entonces, se le ocurrió otro motivo para aceptar la invitación de Luc. Si lo acompañaba a la boda y pasaba unas horas con él, cabía la posibilidad de que la experiencia lo expulsara definitivamente de sus pensamientos. Volvería a sufrir su arrogancia y su necesidad de controlarlo todo. Difuminaría los recuerdos románticos de su relación y reforzaría los que la habían llevado a romperla.

Pero no estaba segura de que eso fuera posible. A fin de cuentas, Luc no la había engañado. Le había dicho desde el principio que solo quería una aventura amorosa, y a ella le había parecido bien porque buscaba lo mismo. No se quería enamorar, ni de él ni de nadie; así que se habían limitado a disfrutar de un presente enormemente placentero.

–¿Dónde se va a celebrar? –se interesó.

–¿La fiesta? En la casa de campo de Conall, en Crewhurst –dijo–. Está a una hora y pico de Londres.

Ella lo miró a los ojos.

–¿Podría volver esa misma noche?

Luc volvió a sonreír.

–Por supuesto.

Capítulo 2

 

QUÉ estaba haciendo allí?

Lisa apretó su bolso con fuerza y admiró la mansión que se alzaba ante ellos, iluminada como un árbol de Navidad. Avanzaban por un camino flanqueado de antorchas, cuyas rojizas llamas daban un aire carnavalesco a la escena. Al fondo, tras los macizos de flores de una pradera interminable, se veía un tiovivo y un par de puestos de algodón de azúcar y otros dulces de feria.

Era como estar en un cuento de hadas. Salvo por el hecho de que se dirigía a una fiesta llena de desconocidos con un antiguo amante que se había presentado súbitamente en su tienda para invitarla a ir.

¿Es que se había vuelto loca? El ofrecimiento de Luc era de lo más sospechoso. No podía creer que solo necesitara una acompañante. Tenía que haber algo más. Seguro que había algo más. Pero, en lugar de concentrarse en su desconfianza, no hacía otra cosa que pensar en lo guapo que estaba y en lo bien que le quedaba el traje.

El vehículo se detuvo al cabo de unos momentos. Un lacayo se acercó y les abrió la portezuela, por donde Lisa salió con tanta premura que estuvo a punto de torcerse un tobillo por culpa de sus tacones altos. Por suerte, Luc vio que vacilaba y la tomó de la mano, evitando males peores. Pero el contacto de sus dedos bastó para que los pezones de Lisa se endurecieran al instante.

¿Cómo era posible que la excitara de esa manera? Habían pasado dos años desde aquella noche de amor. Y, a pesar del tiempo transcurrido, su cuerpo reaccionaba como si siguieran siendo amantes.

–Mira, aquí llega la novia –dijo él.

Lisa se giró y vio a una mujer de cabello oscuro y vestido blanco que, segundos después, hizo una elegante reverencia y dijo:

–¡Alteza...! Cuánto me alegra que haya venido.

–Oh, no me hables así esta noche... No es momento para formalidades. Hoy soy simplemente Luc –replicó–. Lisa, Lisa, te presento a la flamante señora de Conall Devlin.

–Es un placer.

–Puede que su nombre te suene, Amber. Es una diseñadora famosa.

–Claro que me suena. He oído hablar mucho ti, Lisa –dijo mientras le estrechaba la mano–. Por cierto, llevas un vestido precioso...

Lisa sonrió.

–No tanto como el tuyo.

Tras una breve conversación, Luc le presentó al marido de Amber, Conall. Era un irlandés alto y atractivo que no dejaba de admirar a su mujer.

–Será una cena informal –declaró Amber–. Se nos ocurrió que, en lugar de sentarnos a lo largo de una mesa, podíamos instalar puestos en el jardín y divertirnos como si estuviéramos en un parque de atracciones... Podéis hacer lo que queráis, desde montar en el tiovivo hasta comer perritos calientes. ¿Os apetece algo de beber? Me acercaré al porche y os traeré un par de copas...

–No te molestes. Iremos nosotros –dijo–. Así tendremos ocasión de admirar vuestros jardines y bailar un rato... ¿Te apetece bailar, chérie?

A Lisa se le encogió el corazón. El inesperado y cariñoso adjetivo francés le recordaba cosas que habría preferido olvidar. Cosas como su forma de bajarle las braguitas, tan lentamente que siempre estaba a punto de rogarle que se las arrancara. Cosas intensas. Cosas excitantes. Cosas peligrosas para su equilibrio emocional.

–Me gusta la idea de echar un vistazo a tus jardines, Amber –dijo ella, obviando la pregunta de Luc–. Vivo en el centro de Londres, y no tengo muchas ocasiones de visitar lugares abiertos tan increíblemente bellos...

–Gracias por el cumplido –dijo Amber, sonriendo–. Ah, Luc, antes de que lo olvide... mi hermano está por ahí, en alguna parte. Acaba de llegar de Australia, y creo que quería hablar contigo sobre un asunto de oro y diamantes.

–Descuida, hablaré con él.

Luc detuvo a una camarera que pasaba bandeja en mano y alcanzó dos copas de champán. Los recién casados se fueron en ese momento, pero ni siquiera se dio cuenta; solo tenía ojos para Lisa.

Mientras ella bebía, él admiró su cuerpo. Estaba sensacional. Se había puesto un vestido de color tan plateado como las escamas de un pez, y Luc se dijo que era una metáfora de lo más apropiada, porque Lisa tenía verdadero talento para escabullirse. Cada vez que creía haberla atrapado, se escapaba y lo dejaba con las manos vacías.

Habría dado cualquier cosa por apretarse contra ella, volver a sentir sus magníficas curvas y penetrarla. No quería pensar en esos términos, pero no lo podía evitar. Y, por otra parte, ¿qué había de malo en desear una noche de pasión sin complicaciones? Sobre todo, teniendo en cuenta que, cuando regresara a Mardovia, dejaría de ser un hombre libre. Solo tendría el peso de sus responsabilidades políticas y del matrimonio que lo estaba esperando.

Luc no tuvo ocasión de responderse a sí mismo, porque sus pasos los llevaron a una zona del jardín donde se habían congregado varios grupos de personas, entre los que había amigos y conocidos suyos. Tras saludar al embajador irlandés y a unos cuantos políticos y empresarios, se encontró con la secretaria de Conall, Serena, que estaba en compañía del hermano de Amber, Rafe Carter.

Mientras hablaba con Rafe, Lisa se excusó y se acercó a hablar con un grupo de mujeres que estaban con sus hijos. Luc la tenía localizada, así que se despreocupó y se dedicó a cumplir con sus obligaciones como invitado.

De vez en cuando, se giraba hacia Lisa y la miraba. Era una situación completamente nueva para él, porque estaba acostumbrado a que fueran las mujeres quienes se lo comían con los ojos. Y lo encontró extrañamente divertido, aunque ella parecía del todo ajena a su interés.

Justo entonces, pasó algo que lo incomodó: un hombre se acercó a Lisa y le dedicó unas palabras, desatando en Luc un súbito ataque de celos.

De repente, ya no quería hablar con nadie. No quería discutir sobre la situación política del Principado de Mardovia; no quería responder preguntas sobre acuerdos comerciales con los Estados Unidos y, desde luego, tampoco quería que se le acercara una actriz deseosa de conquistar a un príncipe y le diera una tarjeta con su número de teléfono, como le ocurrió segundos después.

De hecho, ni siquiera se podía decir que se la hubiera dado. La sacó del bolso y se la plantó en la mano sin darle la oportunidad de rechazarla.

–Llámeme pronto, Alteza –dijo con voz seductora.

Luc se guardó la tarjeta en el bolsillo porque no quería ser maleducado, pero se la quitó de encima con la excusa de que tenía algo importante que hacer y se dirigió al lugar donde se encontraba Lisa.

Cuando llegó a su altura, las mujeres que estaban con ella lo miraron con interés. Obviamente, estaban deseando que se lo presentaran. Pero Luc no estaba de humor para perder el tiempo con esas cosas, así que se acercó a Lisa, le quitó la copa de champán que tenía en la mano y, tras dejarla en una mesa, dijo:

–Ven, vamos a explorar un poco.

Lisa frunció el ceño, frustrada. ¿Cómo se atrevía a interrumpir su conversación y quitarle la copa? Estaba tan acostumbrado a dar órdenes y a salirse con la suya que no pensaba en los demás.

–¿Qué quieres explorar?

–Nada importante. He oído música, y me apetece bailar contigo.

Lisa no supo si indignarse más o darle las gracias. Si se hubiera dejado llevar por el orgullo, lo habría puesto en su sitio y se habría negado a bailar con él; pero la idea de estar entre sus brazos le gustaba demasiado.

Por desgracia, la experiencia no iba a resultarle tan placentera como imaginaba. Todas las mujeres de la fiesta la estaban mirando. Tal vez con envidia, porque habrían dado cualquier cosa por estar en su posición. O tal vez con sorpresa, porque no podían creer que un hombre tan poderoso como Luc se dispusiera a bailar con una morena tirando a baja que ni siquiera tenía un buen par de pechos.

El escrutinio de las mujeres la puso tan nerviosa que sintió el deseo de salir corriendo y esconderse. Sin embargo, se tragó su inseguridad y adoptó el gesto de aplomo que había perfeccionado cuando su madre se casó por segunda vez. Gracias a su padrastro, Lisa aprendió una de las primeras lecciones del arte de la supervivencia: disimular la debilidad y fingirse fuerte en todo momento.

–Está bien. Si tanto te apetece...

Él arqueó una ceja.

–No es la respuesta más entusiasta que he oído.

–¿Y qué esperabas? ¿Que me arrojara a tus pies por el simple hecho de que seas príncipe? –replicó.

Luc sonrió.

–Sí, algo así.

–Evidentemente, no estás acostumbrado a que te lleven la contraria.

–No, aunque intento acostumbrarme.

–Pues inténtalo con más ganas.

Él soltó una carcajada y la llevó hacia el salón de baile, donde se oía el ritmo denso y sensual de una banda de jazz. Al llegar, eligió una zona relativamente tranquila, la tomó entre sus brazos y se empezó a mover.

Lisa fue más consciente que nunca de su musculoso cuerpo y del aroma a bergamota de su piel. Se sentía abrumada por su contacto, incapaz de resistirse. Luc asaltaba sus sentidos con la fuerza de un huracán. Le arrancaba cosquilleos maravillosamente placenteros en los pezones, y avivaba el fuego que ya había encendido entre sus piernas.

¿Cómo podía escapar de aquella situación? No tenía ninguna posibilidad.

Justo entonces, se dio cuenta de que era la primera vez que bailaban. Luc no la había llevado nunca a ninguna fiesta, y no necesitó pensarlo mucho para saber por qué: se deseaban tanto que el secreto de su relación habría durado muy poco. Cualquiera habría supuesto que eran amantes. Y cualquiera podría haber sacado un móvil y haber hecho fotografías para vendérselas después a la prensa del corazón.

Pero, a pesar de su incomodidad, Lisa disfrutó mucho del baile. Por lo menos, hasta que se excitó tanto que casi empezó a jadear. Los pezones se le habían endurecido, y parecían apretarse contra el pecho de Luc con vida propia.

–Pareces tensa –observó él.

Ella se apartó ligeramente.

–¿Y eso te sorprende?

En lugar de contestar a su pregunta, Luc dijo:

–¿Es que no te gusta bailar?

–Claro que me gusta.

–Ah, entonces es por mí. Te incomoda mi cercanía.

Ella apretó los labios.

–Sí, un poco –admitió.

–Bueno, no te preocupes por eso. A mí también me incomoda la tuya.

Lisa lo miró con sorpresa.

–¿Por qué? Estoy segura de que habrás bailado con cientos de mujeres...

–Te equivocas por completo. No se puede decir que el baile esté entre mis pasatiempos preferidos –le confesó–. Y, en todo caso, no podría bailar con nadie que me hiciera sentir lo que tú.

Ella rio.

–Te ha quedado una frase muy bonita –dijo con sorna–. Tan cariñosa y convincente como vagamente sarcástica.

–Lo he dicho en serio –replicó, frunciendo el ceño–. ¿Por qué eres tan descreída?

–No soy descreída, sino realista. Cuando estábamos juntos, nunca te tomabas la molestia de halagarme.

Él le acarició el brazo.

–Quizá, porque estaba ocupado quitándote la ropa.

–Luc...

–Es la verdad. Y deja de mirarme con la boca entreabierta, por favor. Si insistes, me veré obligado a llevarte a algún rincón oscuro.

–Y yo me veré obligada a marcharme.

Luc suspiró.

–Está bien... si quieres que seamos formales, lo seremos –dijo–. ¿Qué está pasando en tu vida, Lisa?

–¿Te refieres a la tienda?

Luc parpadeó un par de veces, como si estuviera sorprendido de que se refiriera a su establecimiento, y Lisa se dio cuenta de que solo había sido una pregunta de carácter general. Pero ya era demasiado tarde.

–Sí, por supuesto –mintió él.

Súbitamente atrapada, ella no tuvo más remedio que contestar.

–Bueno... la gente no dejaba de decirme que tenía que ampliar el negocio, así que me busqué un socio financiero. Alguien que creía en mí y que estaba dispuesto a poner dinero para que me mudara a una zona más céntrica.

–¿Quién?

–Eso carece de importancia.

–No si es tu amante.

–¿Crees que me acostaría con un socio?

–No lo sé. Todo es posible.

Lisa soltó una carcajada. Su socio, Martin, era un buen amigo; pero nunca se habría acostado con él.

–Vamos, Luc... Todo el mundo sabe que no se deben mezclar los negocios y el placer. Además, no tengo tiempo para esa clase de diversiones.

–¿Por qué no?

–Porque me juego demasiado. Y no solo con la tienda, sino también con Brittany.

–¿Con tu hermana?

–Sí. Acaba de tener una niña.

Luc frunció el ceño.

–¿No es muy joven para ser madre?

–Sí, pero...

–¿Pero?

Lisa optó por no responder a la pregunta. Era un asunto familiar y, por mucho que odiara a Jason, no estaba dispuesta a discutirlo con Luc.

–Pero nada. Sencillamente, tengo demasiadas cosas que hacer.

Luc asintió.

–Vaya... así que ahora eres tía...

Ella sonrió con afecto.

–Sí, lo soy. Tengo una sobrina que se llama Tasmin, y es absolutamente preciosa. Pero me temo que esas son todas mis novedades –añadió–. ¿Qué tal estás tú? ¿Ha pasado algo nuevo en tu vida?

Luc se sintió frustrado. Se sentía cómodo con ella, y sabía que habría sido la persona perfecta para confesarle sus preocupaciones. Empezando por el hecho de que estaba a punto de casarse por motivos exclusivamente políticos.

Lisa se jactaba de ser una mujer realista, y él supuso que estaría de acuerdo en que los matrimonios de conveniencia eran más sensatos que los románticos, cuyo índice de fracaso era extraordinariamente alto. Pero no se lo podía decir. La deseaba demasiado. La deseaba tanto que casi resultaba doloroso. Y se alegró de que estuvieran a poca distancia, porque eso impedía que viera su erección.

Entonces, ¿por qué no intentaba seducirla? Era consciente de que ella también lo deseaba. Lo notaba en su forma de mirarlo y en las inflexiones de su voz, que se quebraba de vez en cuando como si tuviera problemas para respirar. No necesitaba sentir el roce de sus pezones endurecidos para llegar a una conclusión tan obvia.

La respuesta era igualmente evidente: no intentaba seducirla porque su sentido del deber se lo impedía. Si se acostaba con ella y luego se separaban, se sentiría frustrado durante semanas. Y no le podía hacer eso a su prometida. Aunque no se quisiera casar con ella. Aunque fuera un matrimonio de conveniencia que sus familias habían pactado cuando Sophie y él eran solo unos niños.

Además, tampoco habría sido justo para la propia Lisa. No merecía verse envuelta en un destino tan complicado como el suyo. No se podía acostar con ella y abandonarla después para casarse con otra.

Tenía que ser un caballero. De lo contrario, no se lo perdonaría nunca. Así que se apartó de ella y dijo con frialdad:

–Será mejor que nos vayamos.

Lisa se quedó sorprendida.

–¿Tan pronto?

–Bueno, supongo que estarás cansada.

Ella se encogió de hombros.

–Sí, supongo que sí.

–Y doy por sentado que ya habrás hecho todas las ventas que podías hacer –continuó Luc–. La gente ha empezado a disfrutar de la fiesta, así que no querrán hablar de negocios... Es un momento perfecto para irse. No nos echarán de menos.

Lisa asintió, consciente de que no estaba en posición de negarse; pero, mientras caminaban hacia el coche, lamentó que no se hubieran quedado un rato más. Se había sentido maravillosamente bien entre sus brazos, y ahora se sentía decepcionada y avergonzada por sus propios sentimientos.

¿Qué esperaba? ¿Terminar en la cama con él?

Ya en el coche, se quitó los zapatos y se apretó contra la esquina del amplio asiento trasero, deseando encogerse y desaparecer. Sin embargo, Luc no le hizo caso. Se limitó a sacar el teléfono móvil y comprobar los mensajes. Había levantado un muro entre los dos, y la trataba como si fuera un objeto sin importancia alguna.

Lisa se maldijo a sí misma por haber sido tan arrogante. En el fondo, creía que Luc la encontraría tan apetecible como al principio y que sería incapaz de resistirse a sus encantos. Pero, por lo visto, se había equivocado con él.

 

 

Luc se dedicó a mirar la pantalla del teléfono hasta que el sonido de la respiración de Lisa le confirmó que se había quedado dormida.

Habían sido unos minutos verdaderamente difíciles. Un hombre con menos fuerza de voluntad se habría abalanzado sobre ella, le habría metido una mano entre los muslos y la habría acariciado hasta volverla loca de deseo. Pero el peligro había pasado y, con él, la tortura de tener que refrenarse.

Por fin, Londres apareció en la distancia. Luc se inclinó entonces hacia delante y le dijo al conductor que se dirigiera al domicilio de Lisa.

–¿Quiere que lo deje antes en alguna parte, jefe? –replicó el hombre.

Luc estuvo a punto de asentir. Separarse de ella era la mejor forma de evitar tentaciones. Pero Lisa le había hecho un favor al acompañarlo a la fiesta, y no la podía abandonar en un coche. Además, se había portado razonablemente bien con él. Otras mujeres habrían corrido a vender su historia a la prensa o habrían intentado aprovechar su relación con un príncipe.

–No. Pasemos antes por su casa.

Luc se llevó una sorpresa cuando el chófer cambió de dirección y lo llevó a un barrio de calles mal iluminadas. Suponía que Lisa se habría mudado a alguna zona cara, pero aquello era notablemente peor que el sitio donde vivía cuando se conocieron.

¿Qué estaba pasando allí? ¿Por qué se había mudado a ese lugar?

Momentos después, el conductor detuvo el coche. Luc se giró hacia ella y la sacudió con suavidad.

–Despierta, Lisa. Ya hemos llegado.

Lisa abrió los ojos y echó un vistazo a su alrededor, desorientada. Estaban en su barrio. Y no quería estar allí.

–Gracias –dijo.

–¿Vives aquí?

Lisa se puso los zapatos, que se había quitado para estar más cómoda, y alcanzó el bolso mientras sopesaba su respuesta. Durante unos segundos, sintió la tentación de decir que era una situación temporal, y que había alquilado un piso en aquel vecindario mientras redecoraban su casa. Pero, ¿por qué tenía que mentir? ¿Por vergüenza? Ella era lo que era y vivía donde vivía, le gustara a Luc o no.

–Sí, en efecto.

–¿Te has mudado? ¿Por qué?

–Te dije que Brittany había tenido una niña...

–¿Y eso qué tiene que ver?

Ella se encogió de hombros.

–Vivían apretujados en un apartamento y, como mi domicilio era mucho más grande, se lo cambié. Me pareció lo más lógico. Pero me mudaré a otro sitio cuando...

–¿Cuando el negocio vaya bien?

–Cuando tenga tiempo de buscar una casa.

Lisa lo dijo tan deprisa y de un modo tan tenso que cualquiera se habría dado cuenta de que había mentido, así que cambió de conversación.

–Bueno, gracias por llevarme a la fiesta. Espero haber conseguido algún cliente nuevo... y, de todas formas, me alegro de haberte visto otra vez.

–Sí, yo también me alegro. Te acompañaré a la puerta.

–No es necesario, Luc. Soy una mujer adulta...

–Puede que no sea necesario, pero te acompañaré –insistió.

Lisa se estremeció al salir a la calle, y no precisamente por la temperatura. Estaban a punto de despedirse, y era consciente de que no se volverían a ver.

Deprimida, se preguntó cómo era posible que hubiera cometido el error de abandonarlo. Se había convencido a sí misma de que lo hacía por instinto de supervivencia, para ahorrarse un dolor inevitable. Y, en lugar de disfrutar del presente con un hombre que la hacía feliz, había rechazado el placer y se había ido.

Pero ya no tenía remedio, así que se puso de puntillas, le pasó un brazo alrededor del cuello y le dio un beso.

–Buenas noches, Luc.

Luc se quedó helado al sentir el contacto del cuerpo y de los labios de Lisa, que avivaron todas sus fantasías reprimidas. No quería dejarse llevar. No quería dejarse arrastrar a una noche de pasión que terminaría irremediablemente en una mañana de arrepentimientos. No quería que aquella mujer le volviera a hacer daño.

Su relación había terminado. Tenía que haber terminado.

Pero, en ese caso, ¿por qué no se apartaba de ella?

Luc soltó un gemido de ansiedad y la apretó contra la puerta. Luego, inclinó la cabeza y asaltó su boca.

Capítulo 3

 

LUC estaba tan concentrado en ella que no prestó atención a nada más. No fue consciente del momento en el que entraron en el piso. No notó el leve olor a humedad. No se fijó en la pintura descascarada de las paredes del salón. Solo le interesaban dos cosas: las suaves curvas de Lisa y el deseo que los dominaba.

La besó hasta que ella gritó su nombre y se empezó a frotar contra él, en un movimiento impaciente que lo empujó a subirle el vestido y meterle las manos por debajo. Sabía lo que iba a pasar. Sabía que no era conveniente para ninguno. Pero había ido demasiado lejos, y ya no podía retroceder.

Lentamente, ascendió por sus muslos y llegó a sus braguitas.

–Oh, Luc... –dijo ella, suspirando.

Él no dijo nada. Se limitó a apartarle la prenda y a acariciarle el clítoris, una y otra vez. El aire estaba cargado de tensión sexual. Y los gemidos de Lisa no hacían otra cosa que aumentar el apetito de Luc.

–Estás tan excitada...

–¿Y cómo quieres que esté, si me tocas así? –replicó, casi jadeando.

Lisa no quiso esperar más. Llevó las manos a sus pantalones y, tras bajarles la cremallera, se los quitó y lo liberó de los calzoncillos. Luego, cerró los dedos sobre su sexo y lo acarició con delicadeza, provocando una reacción inesperada: él perdió el aplomo y rasgó la frágil tela de las braguitas con un tirón salvaje.

Ella soltó una carcajada de placer, que recordó a Luc sus viejas e intensas noches de amor. Se sentía como si viajara en un tren que avanzaba a toda prisa, sin que nadie pudiera detenerlo. Estaba fuera de sí, y apenas tuvo la fuerza de voluntad suficiente para sacar un preservativo del bolsillo de la camisa y ponérselo.

–¿Estás segura de que quieres seguir? –le preguntó.

–¿Y tú? ¿Lo estás?

–Por supuesto...

Luc la penetró y se empezó a mover. Sus acometidas eran tan profundas e intensas que ella gritaba como una loca, así que la besó para acallarla. Fueron momentos ferozmente apasionados, pero pasaron enseguida. Lisa alcanzó el orgasmo casi al instante, y él se dejó llevar poco después.

Mientras recuperaban el aliento, Luc se preguntó por qué no se lo había tomado con más calma. No quería desnudarla a toda prisa, sino despacio. No la quería agotar con una demostración de potencia, sino tentarla poco a poco con su legendaria capacidad de control y someterla a una tortura de lento e interminable placer. Sin embargo, sus buenas intenciones se habían esfumado en cuanto entró en su cuerpo.

Luc acarició su cabello, que estaba húmedo por el sudor, y se limitó a disfrutar del momento. Pero, al cabo de unos minutos, se dio cuenta de que se estaba excitando otra vez. Y, conociendo a Lisa, sabía que querría repetir.

Al pensarlo, se dijo que no se podía permitir ese lujo. Había cometido la estupidez de dejarse arrastrar al pasado, cuando lo único importante era el futuro. Insistir en el error era una forma segura de complicar las cosas y hacerse daño mutuamente.

Tenía que salir de allí, y tan deprisa como pudiera.

Decidido, alcanzó los pantalones y los calzoncillos y se los puso a pesar de su erección, que dificultó bastante el proceso.

–¿Dónde está el cuarto de baño?

–En el dormitorio.

El piso era tan pequeño que Luc no tuvo ninguna dificultad para encontrar el servicio. Cuando salió de él, corrió las cortinas de la habitación y encendió una lamparita con intención de llevar a Lisa a la cama. Solo pretendía darle las buenas noches, halagarla un poco y despedirse tras haberse asegurado de que estaba bien.

Volvió al salón, la tomó de la mano y la llevó al dormitorio, donde las cosas se complicaron de nuevo.

De repente, le pareció imperdonable que hubiera hecho el amor con ella sin quitarle el vestido, así que se lo quitó. Después, le pareció imperdonable que lo hubieran hecho en el salón, así que la tumbó en la cama. Y al verla allí, sin más atuendo que un sostén de color esmeralda y unos zapatos de aguja, le pareció que no disfrutar de aquella vista habría sido, naturalmente, imperdonable.

–Lisa, yo...

Ella lo miró con ojos brillantes y entreabrió los labios.

–¿Sí? –preguntó con voz seductora.

Luc sabía que lo estaba tentando, e intentó recordarse que no debía caer en la tentación. Pero su cuerpo se rebeló y, antes de ser consciente de lo que estaba haciendo, cerró los dedos sobre la muñeca de Lisa y llevó su mano al duro bulto de sus pantalones.

–Vuelvo a estar excitado –dijo.

Ella soltó una carcajada deliciosa e introdujo la mano por debajo de la tela, hasta encontrar lo que buscaba.

–Sí, ya lo noto...

–Tendremos que hacer algo al respecto, ¿no crees?

Lisa sonrió.

–Desde luego que sí.

 

 

Se desnudaron con impaciencia, y a Luc se le hizo un nudo en la garganta cuando volvió a ver las maravillosas curvas de Lisa, que no había visto en dos años. Luego, ella le pasó la lengua por el pecho, cruzó su estómago y cerró la boca sobre su pene, dispuesta a seguir hasta el final. Pero él se lo impidió.

–No... –dijo

–¿No quieres que...?

–Yo quiero todo lo que me sabes dar, Lisa. Pero preferiría que esta vez nos lo tomemos con más calma.

Luc la tumbó de espaldas y se puso encima de ella.

–Eres consciente de que esto no cambia nada, ¿verdad? –continuó–. No estoy en posición de ofrecerte ningún tipo de futuro.

Ella sonrió.