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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid

© 2010 Sharon Kendrick. Todos los derechos reservados.
EL REY DE MI CORAZÓN, N.º 2045 - diciembre 2010
Título original: The Royal Baby Revelation
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2010

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
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I.S.B.N.: 978-84-671-9311-4
Editor responsable: Luis Pugni

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El rey de mi corazón

Sharon Kendrick

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Capítulo 1

UNA PRECIOSA luz dorada se filtraba por el techo abovedado, pero Melissa no se fijó. Incluso los palacios perdían toda importancia cuando una se daba cuenta de que había llegado su momento.

Por fin.

A veces, tenía la sensación de que su vida dependía de aquel momento, de que todo había girado en torno a él y de que, por supuesto, su futuro dependía de lo que sucediera. Todo había comenzado cuando había visto en la prueba de embarazo que se había hecho en casa que el resultado era azul y había sabido que estaba embarazada.

Desde aquel momento, su vida había cambiado para siempre.

–¿Me has oído, Melissa? –le preguntó Stephen–. Te he dicho que el rey te recibirá en breve.

–Sí, sí, te he oído –contestó Melissa sintiendo que se le aceleraba el corazón y mirándose fugazmente en uno de los espejos que había en la antesala del salón del trono del palacio de Zaffirinthos.

No era una mujer engreída, pero iba a una audiencia con el rey.

¡El rey y padre de su hijo!

Mientras se colocaba su larga melena oscura por enésima vez, rezó para tener buen aspecto por fuera, porque por dentro se encontraba bastante mal. Tenía que estar bien para que Carlo se interesara en ella, para que se convenciera de que era una madre digna para su hijo. Melissa se secó el sudor de las palmas de las manos en el vestido y miró nerviosa a Stephen.

–¿Estoy bien?

–Sí, estás bien, pero ya sabes que no se va a fijar en lo que llevas puesto. Los miembros de la realeza nunca se fijan en esas cosas. Somos personal de servicio, así que como si fuéramos muebles o papel pintado.

–¿Papel pintado? –repitió Melissa horrorizada.

–Exacto. Lo único que quiere es que le hagas un breve itinerario de la fiesta de esta noche. Nada más. Ya le he contado todo lo que necesita saber, pero, como tú te has encargado de las flores y esas cosas, quiere darte las gracias personalmente. Es una audiencia de cortesía, podríamos decir. Así que sé breve y encantadora y no olvides que sólo debes hablar cuando te lo indique.

–No lo olvidaré, claro que no –le aseguró Melissa–. ¿Sabes que ya lo conozco?

–¿Ah, sí? –se sorprendió Stephen mirándola con el ceño fruncido–. ¿Cuándo?

¿Y por qué había dicho aquello? ¿Tal vez para ir allanando el camino en caso de que sus sueños se hicieran realidad y el rey Carlo reconociera a Ben como su hijo y heredero? De ser así, podría hablar del padre de su hijo con orgullo en lugar de tener que morderse la lengua y decir que prefería no hablar de él.

El problema de los sueños era que era difícil pararlos. Melissa había llegado incluso a imaginar que el rey le estaría inmensamente agradecido cuando le hablara de la existencia de Ben.

Hacía pocos meses que la mujer del hermano menor de Carlo había dado a luz y la prensa internacional se había hecho eco del alumbramiento proclamando que el reino de Zaffirinthos ya tenía heredero, pero Melissa sabía que aquello no era cierto, porque el verdadero heredero era Ben, su hijo.

–¿Cuándo? Bueno, fue con motivo de la exposición itinerante de mármoles de Zaffirinthos que se hizo en Londres –contestó Melissa–. El rey asistió tanto a la exposición como a la fiesta que se organizó después. ¿No te acuerdas?

–Claro que me acuerdo –contestó Stephen–. Aquella noche, tú me ayudaste a servir los canapés. No creo que intercambiaras con él más de «¿otro canapé, Majestad?», así que no te hagas ilusiones. No te va a reconocer.

Melissa sonrió y asintió.

¿Cómo iba a saber su jefe lo que había sucedido cuando entre el rey y la ayudante del organizador de eventos no había habido contacto visual ni coqueteo alguno? No era de esperar que el huésped de honor se pusiera a hablar con una mujer que estaba allí simplemente para servir los canapés y asegurarse de que todo estuviera bien.

¿Qué pensaría Stephen si supiera lo que el rey le había dicho en realidad la noche siguiente cuando Melissa se había sentido fría y vacía y había necesitado consuelo humano?

Había sido algo así como que era una pena que llevara braguitas y, después, había procedido a quitárselas y eso, acompañado de un apasionado beso, había hecho completamente imposible que Melissa se negara a hacer el amor con él.

Evidentemente, Stephen no tenía ni idea de que se había acostado con el hombre que regía la próspera isla mediterránea de Zaffirinthos. No tenía ni idea de que Carlo era el padre de Ben. Ni siquiera la tía de Melissa, que se había quedado en Inglaterra al cuidado del pequeño, lo sabía. Lo cierto era que ni siquiera lo sabía el propio Carlo.

Era un secreto terriblemente pesado de guardar y que Melissa se había visto obligada a ocultar, pero pronto quedaría relevada de aquella intolerable carga.

–La gente sigue preocupada por la salud del rey –añadió Stephen.

Melissa dio un respingo.

–Pero no está enfermo, ¿no?

–¿Enfermo? No, es un hombre muy sano y ágil, está en forma, te lo aseguro, pero... ¿sabes que estuvo a punto de morir el año pasado?

A pesar de que estaban a finales de mayo y hacía buen tiempo, Melissa no pudo evitar estremecerse, porque las palabras de su jefe la devolvieron a aquel terrible momento de su vida en el que supo que Carlo se debatía entre la vida y la muerte. Se había pasado horas delante del televisor, viendo el canal informativo de veinticuatro horas, durmiendo poco y mal, esperando los boletines que tan poca información le habían dado.

Cuando se había enterado de que estaba tan grave, había decidido que no podía seguir escondiéndose y, cuando habían informado de que Carlo había salido del coma, había visto claro que tenía que contarle que tenía un hijo, porque aquel chiquillo al que ella quería con todo su corazón, no era sólo su hijo, sino el hijo de un rey, heredero de una dinastía milenaria.

Ambos, padre e hijo, tenían derecho a saber de la existencia del otro.

–Se cayó del caballo, ¿verdad? –le preguntó a Stephen a pesar de que ya lo sabía.

–Sí, aterrizó de cabeza... estuvo semanas en coma.

–¿Pero ahora está bien?

–Eso parece, pero uno de sus ayudas de cámara me ha contado que los está volviendo locos a todos desde que se ha recuperado.

Melissa no quería oír aquello. Lo que quería oír era que Carlo era la persona más amable del mundo, quería creer que, cuando le dijera lo que le tenía que decir, le sonreiría y le diría que no se preocupara, que no pasaba nada, que él se encargaría de solucionarlo todo.

–¿Es frío? –preguntó.

–Como el hielo, así que sé breve y encantadora –insistió Stephen.

–No lo olvidaré –contestó Melissa siguiendo al guardia que la esperaba para conducirla ante el rey.

Había llegado el día anterior en un avión privado, nada que ver con los autobuses atestados que estaba acostumbrada a tomar, para ayudar a Stephen con la fiesta del rey. Iban a celebrar la boda de su hermano menor, Xaviero, y su esposa, Catherine, y el nacimiento de su primer hijo. Stephen se estaba encargando de todo. Era el organizador de eventos y fiestas más codiciado.

Stephen Woods era su jefe. Melissa lo ayudaba a organizar las fiestas. Lo cierto era que había llegado a aquel trabajo más por suerte que por ganas. Se habían conocido cuando ella trabajaba como empleada temporal en una de sus oficinas, lo que se había visto obligada a hacer cuando había muerto su madre y se había quedado sin dinero para pagarse los estudios universitarios.

En mitad de su dolor, Stephen había sabido ver su talento y le había devuelto la autoestima. El famoso restaurador le repetía constantemente que su ojo artístico le era de una ayuda inestimable, que su capacidad de transformar lo mundano en algo extraordinario era lo que le había ayudado a convertir su empresa en el servicio de catering más solicitado.

Por eso, Stephen le permitía que eligiera sus propios horarios, que giraban en torno a Ben, y Melissa le estaba inmensamente agradecida por ello.

Melissa iba pensando en todas esas cosas mientras seguía al guardia y apenas se fijó en la elegancia y el esplendor del palacio.

No podía dejar de pensar en su hijo y en cómo le iba a cambiar la vida. En poco tiempo, tendría padre, un padre que lo querría y lo cuidaría, un padre que enriquecería su vida con todo tipo de beneficios.

El guardia se paró ante unas enormes puertas y llamó.

–¿Sí? –contestó una potente voz desde dentro.

Las puertas se abrieron. Melissa sintió que le temblaban las manos. La verdad era que sentía que le temblaba todo el cuerpo. Su sueño estaba a punto de convertirse en realidad, pero tenía que aguantar un poco más.

Entonces, lo vio.

Carlo estaba sentado ante su mesa, leyendo tan concentrado unos papeles que ni se fijó en ella. Melissa aprovechó para mirarlo atentamente, para disfrutar del brillo oscuro de su pelo, de su silueta fuerte y musculosa y de su piel aceitunada.

Aquel hombre había nacido para gobernar y para ella era perfecto.

De repente, levantó la mirada y Melissa sintió que le daba un vuelco el corazón. ¿Qué mujer no se sentiría emocionada al volver a ver al hombre que había plantado su semilla en su interior?

Durante el tiempo que llevaba sin verlo, no había dejado de pensar en él a pesar de que Carlo no había mostrado ningún interés en ponerse en contacto con ella. ¿Cuánto tiempo hacía que no se veían? Melissa echó cálculos... casi dos años.

¡Había estado casi dos años sin verlo!

Se quedó mirándose en aquellos profundos ojos color ámbar de larguísimas pestañas negras que la estaban taladrando.

Carlo.

Era Carlo, pero parecía muy diferente.

Tenía una expresión facial mucho más dura que hizo que Melissa tragara saliva. Con aquella aura real, estaba regio, imponente y... completamente inaccesible.

Pero una vez había sido muy accesible para ella, ¿verdad? Sí, tan accesible que se la había llevado a su dormitorio y se había tumbado sobre ella, penetrándola una y otra vez con su cuerpo dorado, pero ahora, verlo allí, en su palacio...

Melissa se puso nerviosa.

Siempre había sabido que era un rey, pero en ese momento lo estaba viendo con sus propios ojos. Carlo era el rey de una exquisita isla, dueño y señor de todo lo que había en ella. Aquello resultaba bastante intimidante.

Era demasiado tarde para echarse atrás. Llevaba mucho tiempo esperando que la recibiera y había llegado el momento, así que Melissa se obligó a sonreír, pues aquel hombre era el padre de su hijo y seguro que se comportaría de forma adulta al respecto.

Melissa no esperaba que Carlo se pusiera en pie, corriera hacia ella, la tomara en brazos y le diera vueltas en el aire, pero sí algún tipo de reacción. Tal vez, sorpresa o susto, o incluso fastidio, pero algo.

Sin embargo, Carlo se mantenía frío y distante.

Melissa decidió romper el hielo.

–Ho-hola –lo saludó con voz trémula.

Carlo tardó en contestar. Estaba tan sumido en sus pensamientos que no recordaba haber dicho que quería ver a nadie y ahora no sabía quién era la mujer que tenía ante sí.

Tenía el pelo largo, del color del té oscuro, y los ojos verdes. Lucía una piel casi translúcida y un vestido muy sencillo que realzaba sus larguísimas y bien torneadas piernas.

Carlo frunció el ceño. Estaba acostumbrado a un férreo protocolo. Llevaba toda la vida rodeado de él y, aunque a veces se le antojaba aburrido e inútil, cuando los demás no lo seguían, se molestaba.

–¿Y usted quién es? –le preguntó con frialdad a la desconocida.

A Melissa se le borró la sonrisa del rostro. ¿Estaba de broma? Por cómo la miraba, no. Melissa se quedó mirándolo, esperando que la reconociera. Nada. No recordaba que era la mujer a la que le había hecho el amor varias veces.

Seguía mirándola con frialdad y dureza.

«¡No sabe quién soy!», se dijo.

No se lo podía creer.

Era cierto que su relación solamente había durado unos días, pero... ¿de verdad se había olvidado de ella? Y eso que Carlo le había dicho que siempre recordaría su apasionado idilio. ¿Se lo diría a todas?

Melissa parpadeó varias veces e intentó ordenar sus pensamientos. No se podía permitir el lujo de decir algo de lo que luego se pudiera arrepentir, algo como por ejemplo «Majestad, es usted exactamente igual que mi hijo» o «tengo uno como usted en miniatura en casa».

No, no podía hacerlo. No era la manera, debía elegir el momento cuidadosamente. Desde luego, no parecía el momento adecuado, porque Carlo la estaba mirando como si hubiera bajado de una nave extraterrestre y le estuviera abriendo un cráter en la alfombra.

–Me llamo Melissa –le dijo con la esperanza de que eso le dijera algo.

¿Acaso no le había dicho muchas veces que su nombre le recordaba a la miel?

–¿Melissa?

–Sí, Melissa Maguire.

–Su nombre no me dice nada –contestó Carlo con aire aburrido.

¿Qué le podía decir para hacerle recordar? Melissa recordó que Carlo le había dicho que la tarde que habían estado navegando por el río había sido una de las mejores de su vida.

–Vivo a las afueras de Londres, en un sitio que se llama Walton-on-Thames. Está muy cerca del río y se pueden alquilar barcas. A lo mejor...

–A lo mejor me quedo dormido si sigue con ese insulso monólogo –la interrumpió Carlo–. No quiero que me cuente su vida, sino que me diga qué hace aquí, por qué entra en mis aposentos privados –le espetó dando rienda suelta a la irritación que lo acompañaba desde hacía meses–. Supongo que sabrá usted quién soy, aunque no lo ha demostrado en ningún momento.

–Por supuesto que sé quién es –contestó Melissa–. Es el rey de Zaffirinthos.

–Y, aun así, me saluda como quien saluda a un amigo. ¿Por qué no baja la mirada ni me hace una reverencia?

Melissa cruzó los tobillos y dobló las rodillas en señal de deferencia, pero por dentro estaba furiosa y humillada. Después de aquello, quedaba muy claro que no la había reconocido. ¿Por qué iba a tener que hacerle una reverencia cuando era la madre de su hijo?

Claro que, no era el mejor momento para decírselo, así que intentó comportarse con educación.

–Perdón, Alteza –se disculpó.

–Majestad –la corrigió él a pesar de que no iba a seguir siéndolo por mucho tiempo.

Carlo sintió que se le encogía el corazón ante lo que le quedaba por hacer. En breve, se vería libre de los condicionamientos que habían convertido su vida en una jaula de oro. Cuando aquella noche hiciera el anuncio que iba a hacer en el baile, las especulaciones sobre su futuro cesarían.

Carlo se quedó mirando a la mujer, que mantenía la cabeza inclinada, y se puso alerta. Había algo en ella, algo que no podía describir, algo que el accidente no le había robado, pero no sabía qué era.

–Levántese –le ordenó con impaciencia.

Melissa así lo hizo.

–¿Por qué ha venido?

–Usted me llamó.

¿La había hecho llamar? Debía de estar tan consumido por la enormidad de lo que iba a hacer que no se había parado a pensar en ningún momento en la vida diaria de palacio.

Carlo se puso a colocar los papeles que tenía ante él.

–Muy bien. Entonces, dígame quién es y a qué se dedica.

Qué forma tan humillante de recordarle que no sabía quién era, pero Melissa decidió no dejarse vencer, no mostrarle el dolor que estaba sintiendo.

–Trabajo para Stephen Woods, el organizador de fiestas, Majestad –contestó Melissa consiguiendo dedicarle una leve sonrisa profesional–. Le he estado ayudando desde Inglaterra a organizar la fiesta de esta noche. Llegué anoche para ayudarlo con los últimos detalles y Stephen me ha dicho que usted quería verme para que le hiciera un breve resumen de los acontecimientos de esta noche –le explicó Melissa.

Stephen también le había dicho que el rey quería darle las gracias, pero no creía que eso fuera a suceder y no le pareció oportuno recordárselo.

–¿Ah, sí? –se preguntó Carlo en voz alta–. Muy bien. Pues siéntese y adelante –le ordenó.

–Gracias –contestó Melissa sentándose en una butaca tapizada con tela dorada.

–Hable.

Melissa se mojó los labios con la punta de la lengua. Estaba intentando no ponerse nerviosa, pero no podía dejar de mirar aquel rostro tan bello y aquellos ojos que la estudiaban de pies a cabeza.

¿Cómo reaccionaría cuando se lo dijera? ¿Y cómo demonios se lo iba a decir? Tras tomar aire, Melissa decidió impresionarlo con sus dotes profesionales en lugar de soltarle de buenas a primeras que era la madre de su hijo.

–El baile comenzará a las ocho con su entrada, Majestad. Luego, llegarán su hermano el príncipe Xaviero y su esposa la princesa Catherine con su hijo el príncipe Cosimo.

–¿Y no es un poco tarde para que el bebé esté despierto?

–Puede que un poco –admitió Melissa–. Es que... se nos había ocurrido que sería una buena ocasión para presentárselo a la prensa y que le hicieran una breve sesión de fotografías. Como con esta fiesta se celebra el enlace matrimonial de su hermano y el bautizo de su hijo, los medios de comunicación nos han pedido encarecidamente que les permitiéramos tomar alguna foto del príncipe con sus padres –le explicó Melissa–. La idea es darles lo que quieren para que, así, los dejen tranquilos el resto de la velada.

Carlo la miró atentamente y supo que aquella mujer tenía razón. Sus súbditos estaban completamente enamorados de su sobrinito, que era un bebé guapo y adorable.

Cosimo simbolizaba la esperanza en el futuro y la continuidad de una de las monarquías más antiguas de Europa.

Lo único malo de su nacimiento había sido que había incrementado la presión sobre Carlo para que se casara y tuviera su propia descendencia.

Carlo se tensó al pensar en aquello. No tenía ninguna intención de permitir que sus súbditos le impusieran cuándo ser padre. Había obedecido toda la vida, pero en esa ocasión no estaba dispuesto a hacerlo.

Si algo había aprendido en aquellos últimos meses, era que no podía seguir con la vida que llevaba. Mucha gente habría matado por tenerla, pero él no la quería. Parecía una vida regalada y feliz, pero era una vida que lo atrapaba a uno y lo constreñía de mala manera.

Por sus venas corría una inquietud que se había hecho más pronunciada desde el accidente y Carlo estaba convencido de que un rey inquieto no era un buen rey. Además, tenía otra razón para hacer lo que iba a hacer, algo que lo perseguía desde que se había despertado del coma...

–¿Le parece bien la idea, Majestad? –le preguntó la mujer de acento inglés.

–¿Cómo? –contestó Carlo saliendo de sus pensamientos.

–¿Le parece bien que hagamos la sesión de fotografías con su hermano y su familia?

–Se me ocurren un millón de objeciones a la idea, pero comprendo por qué se les ha ocurrido, así que hable con mi equipo de seguridad y adelante –le ordenó–. Asegúrese de que la prensa no excede el tiempo que se le asigne, que seguro que lo intentan. Demasiados flashes no son buenos para un niño. La verdad es que tampoco lo son para los adultos –añadió con ironía–. ¿Qué más?

–Cena para doscientas personas, el discurso de su hermano en el que le agradece el haber organizado el baile, fuegos artificiales y...

–Un momento –la interrumpió Carlo–. Yo también quiero dar un discurso. Antes que el de mi hermano.

Melissa dio un respingo.

–Pero, Majestad...

–¿Qué?

Melissa pensó en las familias reales, los dignatarios y los intelectuales y artistas que llegarían del extranjero, de Europa y los Estados Unidos, y en los servicios de seguridad que estaban trabajando a un ritmo infernal para cumplir los horarios previstos y suspiró. ¿De verdad aquel hombre iba a querer algo así en el último momento?

–Los horarios están hechos al milímetro –le dijo.

–Pues los vuelven a hacer –contestó el rey–. ¿Acaso no cobran por eso?

Melissa se sintió morir, pero consiguió mantener la calma.

–Muy bien, Majestad. Dígame, por favor, cuánto tiempo necesita para su discurso. Así, podré comunicárselo a todo el mundo. Lo arreglaremos, claro que sí.

«¿No te acuerdas de mí? ¡Acuérdate!», le imploró en silencio. «Recuerda que me dijiste que era más dulce que la miel y que mi piel era más suave que las nubes. ¿No te acuerdas de cómo te hundiste en mí repetidas veces mientras gemías contra mi cuello?».

Carlo frunció el ceño ante la reacción de Melissa mientras algo intangible cruzaba el aire en su dirección. Sus ojos verdes se habían vuelto de repente más oscuros y había abierto los labios de una manera que los hacía muy seductores.

De repente, deseó besarlos. De la piel de aquella mujer se desprendió un delicado perfume a lilas que, cuando le llegó, lo paralizó.

Carlo se encontró rebuscando en los rincones más recónditos de su mente. ¿A qué demonios le recordaba aquel olor?

De repente, la sensación desapareció y no pudo volver a recuperarla.