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Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2012 Sharon Kendrick. Todos los derechos reservados.

BELLEZA MANCILLADA, N.º 2201 - Enero 2013

Título original: A Tainted Beauty

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2013

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-2590-1

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Capítulo 1

 

Alguien la estaba observando.

Se le había erizado el vello de la nuca y estaba segura. Levantó la cabeza de la masa que estaba preparando y entrecerró los ojos para mirar hacia afuera, hacia el sol, y vio la imponente figura de un hombre en la otra punta de su jardín.

Parecía una estatua. Solo su grueso pelo moreno parecía moverse, despeinado por la suave brisa que entraba también por la puerta abierta de la cocina. Inconscientemente enmarcado por uno de sus rosales, parecía una oscura e indeleble mancha en el paisaje y a Lily le dio un vuelco el corazón al ver que echaba a andar hacia la casa.

Por un momento, se preguntó por qué no estaba asustada. Por qué no estaba gritando y buscando un teléfono para llamar a la policía y contarle que un extraño había entrado en su propiedad. Tal vez porque su presencia la había distraído de los inquietantes pensamientos que ocupaban su mente. O tal vez porque había en aquel hombre algo muy extraño. Era como si tuviese todo el derecho a estar allí. Como si aquel día de verano hubiese estado esperando su llegada.

Lily observó con cierto placer culpable cómo sus muslos se movían dentro de los pantalones grises mientras el hombre atravesaba su perfecto jardín. La brisa le apretaba la camisa blanca contra el cuerpo, definiendo un fuerte torso. «Poesía en movimiento», pensó con nostalgia. Habría podido pasarse todo el día observándolo.

Se acercó más y Lily pudo ver la desvergonzada sensualidad de su rostro. Las gruesas pestañas enmarcaban unos ojos oscuros, que brillaban de manera peligrosa. La mandíbula fuerte, cubierta por una viril barba de dos días. Y unos labios que Lily no tardó en imaginar posados en los suyos. El corazón se le aceleró al verlo detenerse ante la puerta abierta y casi se mareó. ¿Cuánto tiempo hacía que no había sentido deseo por un hombre? ¿Cómo se le podía haber olvidado lo potente que este podía llegar a ser?

–¿Puedo... ayudarlo? –le preguntó.

Después se dio cuenta de lo pacíficas que habían sido sus palabras y, fulminándolo con la mirada, añadió:

–Me ha dado un susto de muerte, acercándose tan sigilosamente.

–No sabía que me había acercado sigilosamente –respondió él, mirándola de manera burlona–, pero la veo muy capaz de defenderse de cualquier intruso.

Lily se dio cuenta de que el hombre le estaba mirando la mano, en la que tenía el rodillo de amasar agarrado como si fuese un arma de defensa personal. Se humedeció los labios con la lengua.

–Solo estaba cocinando.

–¿De verdad? –dijo Ciro divertido, mirando la mesa cubierta de harina que había detrás de ella.

Vio el cuenco lleno de fruta y el azúcar y, de repente, todos sus sentidos se pusieron alerta por algo más que por aquella dulce belleza. El olor a repostería casera le hizo pensar en un mundo que casi no conocía. Un mundo de cálida y cómoda domesticidad. Y el corazón le dio un vuelco, pero con su habitual dureza, apartó aquellos incómodos pensamientos de su mente y miró a la repostera.

Era la mujer más anticuada que había visto en toda su vida. Una mujer de las que ya no había. Una tentadora mezcla de seductoras curvas y sombras con delantal. Y Ciro no recordaba la última vez que había visto a una mujer con delantal. A no ser que contase el disfraz de criada francesa con el que le había sorprendido su última amante cuando había sospechado que se estaba cansando de ella, cosa que era cierta. Aquel otro delantal había servido para realzar la desnudez de su dueña, pero aquella era una versión mucho más inocente. Un modelo deliberadamente retro, de algodón y con volantes, ajustado a la cintura más estrecha que había visto en toda su vida.

Algunas personas pensaban que mirar fijamente era de mala educación, pero ¿acaso no era un insulto no mirar a una mujer tan bella? Estudió su pelo espeso, del color del trigo maduro, que llevaba recogido en lo alto de la cabeza con toda una colección de horquillas. Tenía la piel sonrojada y a Ciro le sorprendió que un cuello tan esbelto pudiese soportar el peso de tanto pelo. Se preguntó si la mujer sería consciente de que era la imagen perfecta de la domesticidad, y no supo qué significaba que aquella imagen le resultase tan inesperadamente sexy.

–Entonces, ¿no me va a invitar a entrar? –le preguntó.

La presuntuosidad de su pregunta hizo que Lily se pusiese en marcha. ¿Por qué estaba allí parada como una estatua mientras aquel hombre la miraba como si fuese un coche que quisiese comprar? ¿No era ese el motivo por el que los hombres pensaban que podían conseguirlo todo con su comportamiento arrogante, porque mujeres como ella se lo permitían? ¿Acaso no había aprendido nada de su pasado?

–No, no voy a invitarlo a entrar. Podría ser un asesino.

–Le aseguro que en lo último en lo que estoy pensando es en matarla –le respondió él.

La miró a los ojos y Lily se sintió aturdida.

–Y usted no parece en absoluto asustada –añadió con voz melosa.

Ella se tragó el nudo que se le había hecho en la garganta. Era cierto que no estaba precisamente asustada. Al menos, en el sentido convencional de la palabra. Pero había algo en él que hacía que el corazón le latiese a toda velocidad. Y el sudor de sus manos iba a estropearle la masa si no tenía cuidado.

–No sé si sabe que lo normal cuando uno llega sin avisar a una cocina ajena es presentarse –le contestó ella remilgadamente.

Él contuvo una sonrisa porque estaba acostumbrado a que las mujeres se sintiesen intimidadas por su presencia, aunque no supiesen quién era. Salvo, al parecer, aquella. Intrigado por la novedad, inclinó la cabeza y dijo:

–Me llamo Ciro D’Angelo.

Ella lo miró fijamente a los ojos y comentó:

–Qué nombre tan peculiar.

–Yo soy un hombre peculiar.

Lily hizo un esfuerzo por ignorar aquella fanfarronada, sobre todo porque sospechaba que era cierta.

–¿Y es italiano?

–Lo cierto es que soy napolitano –respondió él, encogiéndose de hombros–. No es lo mismo.

–¿Por qué?

–Tardaría mucho tiempo en explicárselo, dolcezza.

A Lily se le aceleró todavía más el corazón al oír cómo decía aquella palabra que no sabía lo que significaba. Quería que le explicase la diferencia entre ser napolitano e italiano, pero tuvo la sensación de que eso la pondría en una situación todavía más complicada. Así que miró el reloj que había colgado en la pared y le dijo:

–Un tiempo del que me temo que no dispongo. Y sigo sin saber qué está haciendo aquí, señor D’Angelo. No sé si sabe que está en una propiedad privada.

Ciro inclinó la cabeza con satisfacción porque su pregunta le gustó. Significaba que la noticia de su nueva adquisición todavía no se había hecho pública. Eso era bueno. Odiaba la publicidad, pero sobre todo odiaba que sus negocios se hiciesen públicos antes de estar cerrados.

La pregunta le hizo preguntarse quién era ella. La mujer que vendía aquella casa era de mediana edad. Hizo un esfuerzo por recordar un nombre. Scott, sí, Suzy Scott. Una mujer que iba vestida de manera inapropiada para su edad, demasiado maquillada y que tenía una manera de mirar a los hombres que solo podía calificar de hambrienta. Frunció el ceño. ¿Podía ser aquella diosa doméstica su hija? ¿Qué edad podía tener? ¿Veintiún años? ¿Veintidós? Con una piel tan clara y suave, era difícil de saber. Pero, si era la hija de la dueña, tenía que saber que la casa iba a cambiar de propietario. Que iba a ser suya, para ser precisos.

La mujer seguía mirándolo con cautela y Ciro se dio cuenta de que se le había escapado un mechón de pelo y caía sobre su mejilla. Tal vez lo mejor fuese darse la media vuelta y volver en otro momento, pero, de repente, se dio cuenta de que no quería marcharse. Se sintió inmerso en un cálido mundo tan distinto al suyo que sintió curiosidad por saber más, por descubrir sus inevitables defectos para poder marcharse de allí con su cinismo intacto.

Se encogió de hombros.

–Pensé que no habría nadie en casa.

–¿Quiere decir que pensaba que la casa estaría vacía? –preguntó ella, dándose cuenta de que se le iba a estropear la masa si seguía descuidándola, y trabajándola un poco más antes de colocarla en el molde–. ¿Qué es... un ladrón?

–¿Tengo pinta de ladrón?

Lily levantó la vista de la masa y pensó que no. Dudaba que un ladrón común fuese capaz de exhibir semejante seguridad, aunque parecía lo suficientemente ágil para cumplir con las exigencias físicas del trabajo. Y le resultó demasiado fácil imaginárselo vestido de licra negra.

–No va precisamente vestido de ladrón. Supongo que se le estropearía ese traje tan caro si intentase trepar por la fachada de la casa –comentó en tono sarcástico–. Y por si pensaba trepar por la fachada de esta casa en particular, le diré que puede ahorrarse el esfuerzo. No va a encontrar en ella nada de valor.

Lily empezó a cubrir la masa con huevo batido, pensando que debía sentirse vulnerable, después de haberle dicho aquello a un desconocido, pero ya llevaba mucho tiempo sintiéndose vulnerable, y el extraño comportamiento de su madrastra no la estaba ayudando nada. Suzy nunca había sido una mujer fácil, pero últimamente había decidido llevarse todos los objetos valiosos que tenía allí a su casa de Londres. Lily sabía que tenía derecho a hacerlo. Podía hacer lo que le diese la gana porque había heredado absolutamente todo lo que había tenido su padre. Todo su dinero y también aquella bonita casa, la Granja.

Ella seguía muy dolida. La muerte de su padre, nueve meses antes, justo después de celebrar su segunda boda, había sido tan repentina e inesperada que Lily todavía seguía con una entumecedora sensación de inseguridad. Mientras lidiaba con su propio dolor e intentaba reconfortar a su hermano pequeño, había intentado convencerse de que seguro que su padre había pensado cambiar el testamento. Ningún padre querría que sus dos hijos se quedasen sin ningún respaldo económico, ¿no? Pero lo cierto era que no había llegado a hacerlo y que todas sus propiedades habían ido a parar a manos de su joven esposa, que parecía haberse tomado su nuevo estado de viudedad alarmantemente bien.

Suzy se había llevado a su casa de Londres hasta el collar de perlas que había pertenecido a la madre de Lily, que le había prometido que algún día sería suyo y que, probablemente, jamás volviese a ver. ¿Sería ese el motivo por el que su madrastra se lo había llevado todo de allí? ¿Pensaba que Lily podía robarle? Lo peor era que eso habría resuelto algunos de sus problemas, ya que habría podido darle a su hermano la seguridad que se merecía.

Ciro se dio cuenta de que le había temblado la voz y se preguntó cuál sería la causa, pero su atención se vio distraída cuando la vio inclinarse a meter la tarta en el horno y sus ojos se clavaron en la seductora curva de su trasero. Sus piernas desnudas parecían muy suaves y el vestido corto de algodón se le pegó a los muslos.

–No, no soy un ladrón y no busco nada de valor –comentó con naturalidad.

Lily se giró y se dio cuenta de que tenía la vista clavada en su trasero, y aunque sabía que no estaba bien, le gustó que un hombre tan guapo la mirase con tanto interés. Era agradable, sentirse deseada para variar, en vez de sentirse una persona invisible, que se pasaba el día luchando contra sus miedos al futuro.

–Entonces, ¿qué está haciendo aquí?

–Por alguna extraña razón, se me ha borrado de la mente –respondió él–. No me acuerdo.

Ambos se miraron a los ojos y Lily no necesitó que se le acelerase el corazón para saber que estaban flirteando. Hacía mucho tiempo que no lo hacía y le pareció... peligroso. Porque la sensualidad que emanaba de aquel hombre le traía demasiados recuerdos, y ninguno bueno. Recuerdos de desconfianzas, desengaños amorosos y almohadas mojadas de lágrimas.

–Pues intente recordar –le replicó–. Antes de que pierda la poca paciencia que me queda.

Ciro se preguntó qué decirle, porque no era él quien debía darle la noticia de que era el nuevo dueño de la casa, pero si trabajaba allí... Tal vez pudiese contratarla.

–Estaba buscando una casa para comprar –empezó.

Lily lo miró confundida.

–Pues esta no está en venta.

Ciro se sintió momentáneamente culpable.

–Ya lo veo –añadió–, pero, ya sabe, estaba dando una vuelta por la zona y uno siempre encuentra las mejores cosas cuando no tiene prisa. Ves un camino que te llama la atención por su belleza y te preguntas adónde llevará.

–¿Está diciendo que se pasea por propiedades ajenas cuando piensa que están vacías? Ya sabía yo que no tramaba nada bueno.

Pero Ciro no la estaba escuchando. Solo podía pensar en quitarle las horquillas del pelo para verlo suelto sobre sus hombros, en agarrarla por las generosas caderas y enterrar los labios en la esbelta columna de su cuello.

Se dijo a sí mismo que debía marcharse y no volver hasta que no tuviese las llaves de la casa, pero la cocina era tan hogareña y aquella mujer tenía un cuerpo tan a la antigua, que sintió una especie de nostalgia que aumentó el deseo que sentía por ella. De repente, le resultó demasiado sencillo imaginársela desnuda. Si la hubiese conocido en una fiesta, tal vez en esos momentos estaría haciendo realidad aquella fantasía, pero era la primera vez que conocía a una mujer en una cocina.

–¿A qué huele? –le preguntó.

–¿Se refiere a lo que he preparado?

–Sí, no me ha dejado acercarme lo suficiente para degustar su perfume –contestó.

Lily tragó saliva, le picaba la piel de los nervios y de la excitación.

–Lo cierto es que hay varios olores compitiendo por su atención –respondió enseguida–. Tengo un puré en el fuego.

–¿Un puré casero, quiere decir?

–Bueno, evidentemente no es de lata ni de cartón –le dijo ella, estremeciéndose–. Es de espinacas y lentejas, con un toque de cilantro. Lo mejor es tomarlo mezclado con nata fresca y un trozo de pan recién hecho.

A Ciro le sonó a orgasmo comestible.

–Parece delicioso –comentó con naturalidad.

–Está delicioso. Y esto... –continuó Lily, señalando una mezcla de aspecto pegajoso que descansaba en un estante– es la típica tarta de limón.

–Vaya –comentó él en voz baja.

Lily intentó encontrar en su rostro algún signo de sarcasmo, pero su expresión casi melancólica hizo que se pusiese alerta.

–Puede... probarla, si quiere. Sabe mejor cuando está recién sacada del horno. Siéntese y le pondré un trozo. Al fin y al cabo, si ha venido desde Nápoles, lo menos que puedo hacer es demostrarle un poco de hospitalidad inglesa.

Una vez más, Ciro oyó la voz de su conciencia, pero la ignoró. En su lugar, se sentó en una silla de madera y observó cómo se movía aquella mujer por la cocina.

–Todavía no me ha dicho cómo se llama.

–No me lo ha preguntado.

–Se lo estoy preguntando ahora.

–Lily.

Él recorrió su rostro con la mirada y detuvo la vista en la curva de sus labios.

–Bonito nombre.

Ella se giró a sacar una jarra de leche de la nevera y odió que un cumplido tan insignificante consiguiese ruborizarla.