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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid

© 2011 Julia James.

Todos los derechos reservados.

PASADO SECRETO, N.º 2112 - octubre 2011

Título original: From Dirt to Diamonds

Publicada originalmente por Mills and Boon®, Ltd., Londres.

Publicado en español en 2011

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios.

Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-9010-000-4

Editor responsable: Luis Pugni

Epub: Publidisa

Inhalt

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Epílogo

Promoción

Capítulo 1

ANGELOS Petrakos relajó sus anchos hombros contra el respaldo de la cómoda silla y tomó su copa de vino para saborear con delectación una pequeña cantidad del exclusivo caldo. Miró a su alrededor para observar a los comensales del elegante restaurante de Knightsbridge, distrayéndose durante un instante de quien lo acompañaba en aquella cena de negocios.

Inmediatamente, se dio cuenta de cómo lo observaban los ojos femeninos.

Una mirada de frío desprecio se reflejó en sus ojos, negros como la noche. ¿Qué parte de su interés se dirigía hacia él como persona y cuál hacia su puesto como presidente de un conglomerado internacional con participación en negocios muy rentables?

Aquélla era una distinción que su padre viudo había sido incapaz de hacer. Tan astuto en los negocios para construir el imperio Petrakos, su padre había sido víctima de una cazafortunas tras otra, algo que había desagradado profundamente al joven Petrakos. Le había repugnado ver cómo su vulnerable padre era explotado, obligado a prestarles dinero o a promover sus carreras con su riqueza y contactos. Angelos había aprendido muy bien la lección y, por muy tentadora o atractiva que resultara una mujer, se mostraba inflexible a la hora de separar los negocios del placer. Jamás permitía que ninguna bella y ambiciosa mujer se aprovechara del interés que él pudiera sentir por ella. Así, era mucho más sencillo y más seguro.

Siguió recorriendo el restaurante, ignorando descaradamente los intentos de muchas por llamar su atención y sin dejar de prestar atención a lo que su acompañante le decía. Entonces, abruptamente, algo le obligó a agarrar con más fuerza su copa de vino. Algo había llamado su atención hasta atraer su mirada hacia una mesa colocada contra la pared opuesta.

Una mujer, sentada de perfil hacia él.

Se quedó completamente inmóvil. Después, lenta, muy lentamente, bajó la copa hacia la mesa, sin apartar su mirada de la mujer. Sus ojos eran tan duros como el acero. Entonces, interrumpió lo que su acompañante le estaba diciendo y le dijo:

–Perdóneme un instante.

Se levantó y dejó la servilleta sobre la mesa. Entonces, con paso ágil y poderoso, atravesó el restaurante.

Hacia su presa.

Thea levantó su copa, sonrió a su acompañante y tomó un delicado sorbo de agua mineral. Aunque Giles estaba disfrutando de un buen vino, ella nunca bebía alcohol. No sólo se trataban de calorías sin aprovechamiento alguno, sino que resultaba peligroso. Durante un instante, una sombra le cruzó el rostro. Entonces, Giles habló y la disipó.

–Thea...

Ella le sonrió calmadamente a pesar de los nervios que la comían por dentro. «Que lo diga, por favor...».

Se había esforzando tanto y durante tanto tiempo para que llegara aquel momento y, de repente, lo que tanto había deseado estaba al alcance de su mano.

–Thea... –volvió a decir Giles. En esa ocasión, su voz sonó más decidida.

Y, de nuevo, una vez más, él se detuvo a pesar de lo mucho que Thea deseaba que continuase.

Entonces, una sombra cayó sobre la mesa.

A Angelos le resultó curioso lo rápidamente que la había reconocido. Después de todo, habían pasado casi cinco años, pero no había tenido dudas sobre su identidad desde el momento en el que la había visto. Una parte de su cerebro sintió algo parecido a la emoción, sentimiento que él descartó rápidamente.

¡Cómo no iba a reconocerla! La reconocería en cualquier parte. No había lugar donde ella pudiera ocultarse. No obstante, en aquel momento, cuando alcanzó la mesa en la que ella se encontraba, vio en lo que se había convertido. El cambio era ciertamente notable, tanto que, durante un momento, vio lo que ella deseaba que el mundo viera.

Una mujer de una belleza espectacular. Una mujer que sería capaz de conseguir que cualquier hombre contuviera el aliento.

De todas maneras, ella siempre había sido bella, aunque no tan elegante y pulida. Su cabello, de un rubio claro y brillante, iba peinado impecablemente con un esculpido recogido sobre la nuca. El maquillaje era tan sutil que parecía que no llevaba. El brillo de las perlas en los lóbulos de las orejas, el vestido de alta costura de seda color champán...

Estuvo a punto de soltar una carcajada. Verla así, tan elegante, tan chic, con una imagen que estaba a años luz de la que había tenido cinco largos años antes. Cinco años para crear aquella transformación. Aquella ilusión.

Aquella mentira.

Ella se volvió para mirarlo y, en menos de una décima de segundo, Angelos vio cómo la sorpresa y el shock se le reflejaban en su rostro. Entonces, menos de un segundo después, su rostro cambió de nuevo, tanto que Angelos estuvo a punto de admirarla por el férreo control que ejercía sobre sus sentimientos.

Sin embargo, no era admiración lo que sentía por ella, sino más bien...

Era algo diferente, muy diferente. Algo que llevaba enterrado profundamente más de cinco largos años, aplastado como las rocas bajo la lava y quemado para transformarse después en frío e impenetrable basalto.

Hasta aquel momento.

Se metió la mano en el bolsillo del pecho y sacó una tarjeta de visita. La dejó sobre la mesa, justo delante de ella.

–Llámame –le dijo sin más.

Con eso, se dio la vuelta y se marchó. Mientras lo hacía, sacó el teléfono móvil y apretó un botón. Recibió una respuesta inmediata.

–La rubia. Quiero un informe completo sobre ella cuando regrese a mi suite esta noche –dijo. Hizo una pequeña pausa–. Y también sobre su acompañante.

Entonces, volvió a guardarse el teléfono y se dirigió a su mesa. Su rostro seguía sin expresar emoción alguna.

–Mis disculpas –le dijo a su acompañante–. Me decía usted que...

–Thea, ¿qué diablos ha sido eso? –le preguntó Giles. Su elegante voz e impecable acento reflejaban la sorpresa que sentía.

Ella levantó los ojos de la tarjeta. Durante un momento, su rostro pareció expresar lo que sentía.

–Angelos Petrakos –oyó que decía Giles, leyendo el nombre que figuraba en la tarjeta.

Angelos Petrakos. El nombre le hería en lo más profundo de su ser. Cinco años...

Sentía cómo la sorpresa le explotaba dentro. Una fuerza destructiva que casi no podía soportar, pero que debía hacerlo. Era primordial.

Además del asombro, experimentó otra fuerza devastadora: el pánico. Un abrasador calor que le incendió el pecho y amenazó con asfixiarla. Con un esfuerzo que casi no pudo soportar, aplastó todos los sentimientos que la embargaban y recuperó el control.

«Puedo conseguirlo».

Aquellas palabras salieron de lo más profundo de su ser. Eran palabras familiares, ya conocidas, que en un pasado no muy lejano habían sido una letanía para ella, una letanía que había conseguido llevarla al lugar en el que se encontraba en aquellos momentos. A un lugar controlado. Seguro.

Parpadeó para poder centrarse de nuevo en el rostro de Giles. En el rostro del hombre que representaba para ella todo lo que había deseado siempre. Y él seguía allí, sentado aún frente a ella.

«Todo va bien. Todo sigue estando bien...».

Giles se había dado la vuelta para mirar la alta figura que atravesaba el restaurante.

–Parece que no es la clase de hombre que se molesta en mostrar buenos modales –comentó Giles con desaprobación.

Thea sintió que la histeria amenazaba de nuevo con romper su férreo autocontrol. ¿Buenos modales? ¿Buenos modales en un hombre como Angelos Petrakos? ¿Un hombre cuyas últimas palabras a Thea hacía cinco amargos años habían sido...?

Prefirió no seguir aquel curso de pensamiento. No. No tenía que pensar. Ni recordar.

Giles había vuelto a tomar la palabra. Se forzó a escuchar, a mantener bajo control unos sentimientos que amenazaban con paralizarle de puro terror. Tenía que negar lo que acababa de ocurrir. Debía olvidarse de que Angelos Petrakos, el hombre que la había destruido, había surgido de la nada como un oscuro y maligno demonio.

–Tal vez quiera contratarte –dijo Giles mirándola de nuevo–, aunque me parece un modo muy extraño de hacerlo. Extremadamente maleducado. De todos modos –añadió. Su voz había cambiado. Sonaba tímida, reservada–, ya no tienes necesidad de aceptar más contratos.... Bueno, es decir, si tú... si tú...

Se aclaró la garganta.

–Bueno, Thea, lo que te iba a decir antes de que ese hombre nos interrumpiera era... era... Bueno, ¿considerarías...?

Volvió a interrumpirse. De repente, Thea sintió que no podía moverse ni respirar. Giles la miraba como si no supiera cómo completar su frase. Entonces, levantó la barbilla y su voz ya no sonó dubitativa ni temerosa.

–Mi querida Thea, ¿me harías el gran honor de casarte conmigo?

Ella cerró los ojos. Estos se le llenaron de lágrimas. De repente, todos los sentimientos que había experimentado hacía pocos minutos y que habían amenazado con abrumarla cesaron. Abrió los ojos y sintió un profundo alivio.

–Por supuesto que sí, Giles –respondió con voz suave. Las lágrimas le brillaban en los ojos como si fueran diamantes. El alivio que experimentó era tan profundo como el océano.

Estaba a salvo. A salvo. Por primera vez en su vida. Nada ni nadie podían ya hacerle daño.

Estuvo a punto de girar la cabeza con gesto desafiante para mirar hacia el otro lado del comedor y atravesar con la mirada al único hombre al que había odiado con todo su corazón. No lo hizo. No le daría la satisfacción de saber que ni siquiera pensaba en él. Fuera cual fuera el maligno giro del destino que lo había llevado aquella noche hasta allí, le había permitido ser testigo, aunque él no supiera siquiera lo que estaba ocurriendo, de un momento de suprema alegría en su vida.

Sintió una profunda satisfacción. De hecho, resultaba de lo más adecuado que él estuviera allí, en el momento cumbre de su vida, cuando él había estado a punto de destruirla.

«No se lo permití. Volví a salir a la superficie y ahora estoy aquí. Tengo todo lo que he deseado en la vida. ¡Vete al diablo, Angelos Petrakos! ¡Vete de mi vida para siempre!».

Entonces, miró a los ojos de Giles. El hombre con el que se iba a casar. Al otro lado del comedor, los ojos de Angelos Petrakos estaban afilados como cuchillos.

El resto de la velada quedó en un segundo plano para Thea. El alivio y la gratitud que sentía eran lo primordial, pero sabía también que aún le esperaban graves dificultades. Ella no era la esposa ideal para Giles. ¿Cómo podía serlo? Sin embargo, sabía que se esforzaría mucho para tener éxito en su matrimonio y que se convertiría en una esposa con la que él no lamentaría haberse casado, hasta tal punto que los padres de él la aceptarían sin trabas. No les defraudaría. Ni tampoco a Giles. Lo que él le estaba dando tenía un valor incalculable para ella. No permitiría que él se arrepintiera de ello.

Decidió que Giles se merecía lo mejor de ella y ella, por su parte, no escatimaría esfuerzos para dárselo. Se juró que aprendería cómo hacerlo mientras escuchaba cómo Giles le hablaba de Farsdale, la casa ancestral de Yorkshire que él heredaría algún día.

–¿Estás segura de que te gustará vivir allí? –preguntó–. Es una monstruosidad, ¿sabes?

Ella sonrió cariñosamente.

–Haré lo que haga falta. Sólo espero no defraudarte.

–Por supuesto que no –afirmó él tomándole la mano–. ¡Nunca me defraudarás! ¡Serás la más hermosa y maravillosa vizcondesa que hayamos tenido en la familia!

Angelos se puso de pie y apoyó las manos sobre la fría balaustrada de metal de la azotea de su suite y observó el río, que fluía en penumbra bajo sus pies. La oscuridad del Támesis devolvía brillos dorados, que eran las luces reflejadas de los edificios que lo flanqueaban. Desde la terraza podía ver cómo la ciudad se extendía en todas direcciones.

La zona de Londres en la que él residía cuando visitaba la ciudad era la más exclusiva de la capital. Era el Londres de los más ricos. Muchos querían vivir allí, pero pocos lo conseguían. El dinero era el principal modo de conseguirlo, pero no el único. En ocasiones, el dinero no era esencial. En ocasiones, bastaban otros atributos, en especial si se trataba de una mujer.

Agarró con fuerza la balaustrada.

El método más antiguo de todos. Eso era lo que ella había utilizado.

Respiró lentamente. Por supuesto que sí. ¿Qué otra cosa tenía ella?

El gesto que atenazaba su boca se hizo más cínico. La única diferencia es que ella aspiraba a más de lo que había querido de él en el pasado, tal y como indicaba el dossier que él había pedido.

El Excelentísimo Señor Giles Edward St John Brooke, único hijo del quinto vizconde de Carriston, cuya residencia principal es Farsdale, en Yorkshire. El señor Giles St John Brooke ha asistido a una amplia variedad de acontecimientos sociales en el último año. Se rumorea que tiene una relación que puede terminar en matrimonio, pero que se especula que tiene como impedimento que el vizconde y la vizcondesa pudieran oponerse a la misma, dado que preferirían una esposa más tradicional para su heredero.

La última frase resonó en el pensamiento de Andreas. «Una esposa más tradicional para su heredero». Tensó los labios.

¿Habrían estado tan preocupados por aquella relación que la habrían investigado? Si había sido así, ellos sólo habrían encontrado lo que su propio equipo de seguridad había hallado.

Thea Dauntry, veinticinco años. Modelo de profesión, representada por Elan, una importante agencia de modelos. Posee un estudio en Covent Garden. Nacionalidad británica. Nacida en Managua, Centroamérica. Hija de dos trabajadores de una organización religiosa que murieron en un terremoto cuando ella tenía seis años. Regresó al Reino Unido y vivió en un internado religioso hasta que cumplió los dieciocho años. Vivió en el extranjero durante dos años y empezó su carrera de modelo a los veintiún años. Buena reputación en su trabajo. No ha consumido drogas ni se le conoce otra relación sentimental aparte de la que tiene con Giles St John Brooke. Ningún escándalo. No tiene demandas de ningún tipo ante ningún tribunal ni cargos policiales.

Durante un segundo, una profunda ira se adueñó de él. Entonces, se dio la vuelta y volvió al interior del apartamento tras cerrar con fuerza las puertas de cristal del balcón.

Thea sabía que debería estar dormida, pero se sentía inquieta. No hacía más que mirar sin ver la oscuridad de su apartamento de Covent Garden. En el exterior, se podía escuchar el ruido de la calle, algo suavizado ya por lo intempestiva de la hora, aunque la ciudad de Londres nunca dormía. Thea lo sabía muy bien. Llevaba viviendo en Londres toda su vida, aunque no en aquel Londres, que estaba a años luz de distancia del Londres que ella había conocido. El Londres al que no quería regresar.

Afortunadamente, no tardaría mucho en abandonar la capital. No la echaría de menos. Se entregaría con gratitud y determinación a los páramos de Yorkshire, a la nueva y maravillosa vida que se abría para ella, una vida en la que estaría segura para siempre.

Sin embargo, incluso mientras estaba tumbada allí, escuchando el ruido del tráfico más allá en el Strand, sintió que una sombra se cernía sobre ella. Una sombra negra y cruel, que le arrojaba una tarjeta delante de ella. Una voz profunda, dura, que la había transportado al pasado.

Sin embargo, el pasado era precisamente eso, pasado. No regresaría jamás.

No podía permitir que regresara.

Giles telefoneó por la mañana. Deseaba que ella lo acompañara a Farsdale para poder recibir el anillo de compromiso, una joya de la familia, y conocer a sus padres. Sin embargo, Thea le quitó la idea.

–Creo que debes verlos tú solo cuando se lo digas –afirmó–. Yo no quiero causar un distanciamiento entre vosotros, Giles, ya lo sabes. Además, tengo una sesión de fotos esta mañana.

–Espero que sea para un ajuar de novia –comentó Giles afectuosamente–. Así te irás haciendo a la idea...

Ella se echó a reír y le colgó. La intranquilidad de la noche anterior había desaparecido, se había desvanecido con el sol de la mañana. Sentía el corazón ligero, como si tuviera champán burbujeándole en las venas. El pasado había desaparecido. Para siempre. Y no iba a regresar. No lo iba a permitir. Y eso significaba que nada, absolutamente nada, iba a hacerla retroceder.

«No puede hacer nada. ¡Nada! No tiene poder alguno. ¿Qué importa que esté en Londres? ¿Que me haya reconocido? Debería estar encantada. ¡Triunfante! Debe de ser frustrante para él ver cómo he terminado a pesar de todo lo que me hizo...».

Trató de animarse con aquellas palabras. Darse fuerza, resolución y determinación. Tal y como lo había hecho siempre. No le había quedado más opción que levantarse del suelo y salir del abismo en el que se había visto sumergida por un solo hombre. El hombre que, la noche anterior, había reaparecido como un espectro.

Sin embargo, el pasado había quedado atrás. Estaba encaminada hacia el futuro, el futuro que llevaba deseando toda su vida. Angelos Petrakos ya no podía hacerle daño.

Nunca más.

Angelos estaba sentado frente a su escritorio de caoba tamborileando lentamente los dedos. Tenía una expresión inescrutable en el rostro y los oscuros ojos velados.

Frente a él, estaba su asistente personal en el Reino Unido esperando instrucciones. Angelos casi nunca iba a Londres, dado que prefería dirigir el imperio Petrakos desde la Europa continental. Por lo tanto, ella tenía la rara oportunidad de observarlo. Más de metro ochenta, anchos hombros, estrechas caderas, rasgos muy masculinos y, principalmente, unos ojos negros completamente insoldables que le provocaban un escalofrío por todo el cuerpo, sobre el que prefería no pensar demasiado.

–¿No hubo más llamadas mientras estuve ayer en Dublín? ¿Estás segura?

–No, señor –repuso ella obligándose a abandonar sus pensamientos y a centrarse en su trabajo–. Sólo las que le dicho.

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Sin embargo, todo aquello sólo había sido una ilusión, una mentira. Angelos se encargaría de desenmascararla.

Thea le permitió que entrara en su piso. A continuación, dejó el bolso.

–Bien, tú dirás –le espetó, con las manos en las caderas y un aire de desafío y beligerancia en la mirada.

Durante un largo instante, Angelos la observó. Ella no sólo había transformado su imagen, sino que había madurado, como si fuera un buen vino. Se había convertido en una mujer en su máxima expresión de belleza. Esbelta, elegante, con una belleza luminiscente.

Percibió un sentimiento que se apoderaba de él, pero ese sentimiento, al igual que la belleza de ella, era irrelevante en aquel momento. Resultaba evidente lo que ella estaba haciendo. Atacaba para no tener que defenderse. Angelos sabía por qué. Ella no tenía defensa alguna. ¿Se habría dado ya cuenta? Él había mostrado sus cartas cuando le había mencionado Yorkshire. Por eso no había llamado a la policía. Sin embargo, este hecho no impedía que luchara para tratar de defender lo que era indefendible.

Igual que había hecho en el pasado.

Angelos apretó los labios y la miró durante unos instantes. Impasible. Inescrutable. Tomándose su tiempo. Provocando tensión en ella. Entonces, deliberadamente, miró a su alrededor.

–Veo que te va bien...

–Sí.

–Y que planeas que te vaya mejor aún. ¿De verdad crees que puedes conseguir que Giles St John Brooke se case contigo? ¿Contigo?

–Ya me lo ha pedido y yo he aceptado –replicó ella, desafiante.

Para Thea fue un momento muy dulce. Al ver cómo el rostro de él se tensaba y la furia le corroía la mirada, fue más dulce aún.

Entonces, la furia despareció. El rostro de Angelos se convirtió en una máscara. Se dirigió hacia el sofá y se dejó caer sobre él. Notó que a ella no le gustaba.

–Thea Dauntry –musitó–. Un nombre adecuado para la esposa de un aristócrata. La excelentísima señora de Giles St John Brooke –dijo, con opulencia–. Vizcondesa de Carriston –añadió, tras una pausa.

La miró de arriba abajo con gesto insultante. Entonces, volvió a tomar la palabra.

–Bueno, dime, ¿qué piensa él de tu pequeño secreto? ¿Qué piensa él de... Kat Jones?

La voz de Angelos cortó a Thea como si se tratara de una cuchilla. Un frío escalofrío le recorrió la espalda. El nombre parecía flotar entre ellos, cortando la presa que dividía el pasado del presente.

Los recuerdos, como una insoportable y fétida marea, se apoderaron de ella.