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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid

© 2008 Kim Lawrence.

Todos los derechos reservados.

HERIDAS EN EL CORAZÓN, N.º 1876 - octubre 2011

Título original: Secret Baby, Convenient Wife

Publicada originalmente por Mills and Boon®, Ltd., Londres.

Publicado en español en 2008

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios.

Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-9010-038-7

Editor responsable: Luis Pugni

Epub: Publidisa

Capítulo 1

LA FALDA de Dervla se levantó con el aire que provocaron las hélices del helicóptero al despegar con sus invitados. Su marido... había necesitado tres meses para utilizar ese término incluso en la intimidad de sus pensamientos, rió divertido mientras observaba sus desesperados esfuerzos para bajar la tela y cubrirse los muslos.

Lo miró con ojos centelleantes, evitando una exposición prolongada a esos ojos burlones, en los que también brillaba un destello de insolente desafío sexual que hizo que la mano le temblara levemente al intentar ordenar su revuelto cabello pelirrojo, una tarea nunca fácil.

Él no intentó peinar su pelo oscuro revuelto, pero de todos modos estaba magnífico.

Con su bronceada tonalidad mediterránea, con sus facciones de ángel caído y su cuerpo fibroso y musculoso de un metro noventa, Gianfranco Bruni nunca podía estar feo aunque lo intentara.

Cada vez que lo miraba, Dervla sentía una corriente hormonal que hacía que los músculos de su pelvis se contrajeran.

Así como no mencionar el amor no se había incluido en sus votos matrimoniales, Gianfranco había dejado bien claro el tema cuando se declaró.

¡Se había declarado!

¿Podía haber algo más extraño que eso?

Enarcó una ceja negra y la miró, esbozando una media sonrisa provocadora.

–¿Qué significa esa enigmática y leve sonrisa, cara mia?

Tembló cuando trazó la curva de su boca con la yema de un dedo largo y le alzó el rostro como una flor en busca del sol. Ella apoyó la mejilla acalorada en el hueco de la mano mientras miraba los labios gruesos y sensuales.

–A veces tengo que pellizcarme. Todo parece tan surrealista.

Él frunció las cejas oscuras sobre la nariz aguileña.

–¿Y marcar una piel tan perfecta e inmaculada? –bajó el dedo con movimiento sensual por la piel pálida del cuello hasta que lo dejó reposando sobre la base.

Dervla tragó saliva al tiempo que experimentaba un cosquilleo en el estómago y el pulso se le aceleraba.

–No puedo pensar con claridad cuando me miras así, Gianfranco, y aún tenemos una invitada –protestó. La sonrisa traviesa de él le provocó un vuelco del corazón.

–¿Carla? –mencionó a la prima lejana con un elocuente encogimiento de hombros–. Ni siquiera sé por qué la invitaste. Iba a ser un fin de semana para ponernos al día con Ângelo y Kate.

El suave reproche hizo que ella abriera sus ojos verdes con incredulidad.

–¿Que yo la invité? –no sólo había sido Gianfranco quien le enviara la invitación a la preciosa morena, ¡sino que incluso había olvidado mencionárselo a ella!

De modo que cuando la mujer mayor había aparecido impecable con un equipaje más apropiado para unas vacaciones de dos meses en un crucero de lujo que un fin de semana informal en la campiña, Dervla había tenido que improvisar y fingir que estaba al corriente de todo.

Gianfranco tampoco había ayudado a mejorar la situación al salir de la piscina y preguntarle sin atisbo de calidez o bienvenida:

–¿Qué haces aquí, Carla?

De hecho, lo había dicho en italiano, pero el dominio de Dervla del idioma había progresado hasta el punto de que incluso ya podía entender la esencia de una conversación bastante rápida.

–Sé que sois amigas, pero a veces me gustaría disponer de mi esposa para mí.

¿Ser amigas?

Experimentó una punzada de culpa. Tenía que pensar en la prima de Gianfranco como en una amiga; la mujer se había esforzado en hacer que se sintiera como en casa desde el primer día de su llegada.

De no haber sido por las delicadas sugerencias de Carla, habría cometido unas cuantas meteduras de pata bochornosas... de hecho, las había cometido, pero eso se debía a que no siempre aceptaba el buen consejo de la mujer mayor.

Había sido Carla quien le había proporcionado la identidad de la deslumbrante mujer joven que se había pegado a Gianfranco mientras recorrían la pista de baile cuando las demás personas a las que había hecho la misma pregunta habían cambiado de tema o habían dicho que no la conocían.

–En realidad, es más una amistad que una relación –había comentado sin darle importancia.

No lo pareció al ver cómo ella le bajaba la cara para darle un beso apasionado.

Carla le había aconsejado que no sacara el tema.

–De verdad, no debes preocuparte, Dervla, porque sé que jamás te faltará al respeto siéndote infiel.

Carla fue la única en no quedarse muda cuando había mencionado a Sara, la primera esposa de Gianfranco y madre de su hijo.

–La adoraba –le había confiado al entrar en una habitación y ver a Dervla mirando un retrato enmarcado de un recién nacido Alberto en brazos de su madre, que irradiaba la expresión serena de una feliz Madonna.

No era algo nuevo, pero había logrado que el ánimo de ella se fuera a pique.

Si había considerado amiga a alguien en Italia, esa persona tenía que ser Carla. Pero, de algún modo, jamás se sentía totalmente relajada en compañía de la sofisticada italiana.

Pensó que quizá se debía al incidente que había ocurrido nada más llegar a la Toscana, cuando aún se había sentido completamente perdida e insegura.

En realidad era normal que una persona asumiera que Carla era la esposa de Gianfranco... aunque en su momento se había mostrado menos agradable con la confusión. La elegante italiana era la clase de mujer que se esperaba encontrar casada con un multimillonario italiano increíblemente atractivo.

«Pero me eligió a mí», se recordó, adelantando el mentón en una actitud de desafío.

–Deberíamos volver a casa. Carla está sola –se mordió el labio inferior–. Creo que la hemos descuidado un poco este fin de semana –reflexionó con culpabilidad.

En cuanto Ângelo y Kate habían llegado, los dos hombres cambiaron los trajes por vaqueros y camisetas y se dirigieron hacia las colinas a caballo, mientras la muy embarazada Kate había sido incapaz, comprensiblemente, de hablar de algo que no fuera el embarazo y los bebés.

–Carla no es una mujer que se sienta cómoda en compañía de otras mujeres –musitó Dervla, pensando en que la hermosa italiana se animaba cuando un hombre entraba en una habitación–. Y, desde luego, no le gusta la conversación sobre bebés –añadió, recordando la expresión perdida y los bostezos de la otra mujer.

La llevó un poco a un lado al incorporarse al sendero que llevaba hasta la casa a través de los árboles.

–Pero, ¿tú te sentiste cómoda? –la miró con expresión velada–. Me refiero con la conversación sobre bebés.

Su tono casual no engañó a Dervla y supo que quería saber si estar al lado de la embarazada y feliz Kate era un recordatorio doloroso de su infertilidad. ¿Hacía que lamentara el hijo que jamás podría llevar en su interior del hombre al que amaba?

Si quisiera ser sincera al respecto, algo que jamás era ni siquiera consigo misma, debería responder que sí a la pregunta de Gianfranco. O lo habría sido, pero con un poco de suerte, las cosas habían cambiado. Bajó las pestañas como un escudo, porque sabía que él vería la esperanza que sentía que ardía en sus ojos.

Y no era el momento adecuado.

Cuando le contara la noticia, no quería ninguna interrupción, y la prima Carla tenía el instinto de entrar en una habitación en el momento equivocado.

–Por supuesto.

Gianfranco le alzó el rostro hacia el suyo.

Se movió incómoda bajo su escrutinio, pero no bajó los ojos. Pasado un momento, él asintió, al parecer satisfecho con lo que había visto.

–Pobre Carla –comentó al bajar la mano–. No creo que pudiera asimilar el hecho de que el personal tenía el fin de semana libre y quienes cocinabais erais Ângelo y tú. Creo que pensaba que era una tarea impropia para ti.

En alguna ocasión Dervla habría podido pensar lo mismo cuando las únicas cosas que había sabido acerca del multimillonario Gianfranco Bruni, miembro de la alta sociedad y financiero implacable, eran los titulares que mencionaban su nombre. Pero era mucho más.

Gianfranco era un hombre complejo, con diversas facetas. Un hombre al que se podría dedicar una vida entera para tratar de comprender, y que en el proceso podía volver loco de frustración a cualquiera que lo intentara.

–No me interesa hablar de Carla –comentó él, irradiando arrogancia masculina mientras descartaba a su prima y centraba la atención en su esposa–. Y en este momento preferiría tenerte debajo de mí –comentó, posando las manos sobre los hombros de ella.

Dervla no se resistió cuando la acercó a él; sintió un calor líquido en su vientre y las rodillas le cedieron.

–Carla... –titubeó en un último intento de aferrarse a la cordura y el sentido común.

Gianfranco sonrió, y quizá se hubiera enfadado con él de no sentir los temblores que recorrieron su cuerpo como una fiebre. Podía perdonarlo por convertirla en una esclava del deseo carente de discernimiento porque, asombrosamente, ella le hacía lo mismo a él... a pesar de su pelo rojo, sus pecas y todo lo demás.

Sin dejar de mirarla, bajó una mano y con los nudillos le rozó el contorno de un pecho pequeño y firme antes de rodeárselo con los dedos y dejar que el calor le llenara la palma de la mano.

El deseo encendido estalló de forma instantánea. Ella echó la cabeza hacia atrás, entornó los párpados y respiró hondo antes de soltar el aire en un suspiro prolongado y entrecortado.

Gianfranco le deslizó el brazo alrededor de la cintura para sostenerla cuando le fallaron las rodillas; posó la boca en la columna suave que era su garganta.

–¿Sabes lo mucho que te deseo?

Antes de que tuviera la oportunidad de responder a esa pregunta ronca, él le tomó la mano y la presionó contra su entrepierna, donde la erección estaba dolorosamente contenida por los vaqueros.

–Todo esto.

Las entrañas de Dervla se disolvieron en un deseo primigenio y el calor líquido se extendió hasta cada célula hambrienta, el placer bordeando lo doloroso.

–Gianfranco, no deberíamos... –susurró, mientras pensaba: «Si no lo hacemos, me moriré. Me marchitaré por la frustración».

Él le mordisqueó con suavidad el labio inferior y pasó la lengua por el perfil suave, pleno, trémulo y húmedo.

–Deberíamos –contradijo él al tiempo que le tomaba la boca. La lengua de ella se deslizó sinuosamente por la suya y de la garganta de Gianfranco salió un gemido ronco.

–¿Sabes lo agradable que eres? –le preguntó, coronándole el trasero con la mano para pegarla con fuerza contra él–. No podría pasar un día sin oler tu piel, ver tu cara, tocarte...

Ella lo miró directamente al calor hipnotizador de sus ojos. Anhelaba decirle que lo amaba, pero bloqueó las palabras prohibidas y murmuró:

–Muéstrame todo lo que me deseas, Gianfranco.

Vio las llamas en sus ojos y se puso de puntillas para acoplar la boca contra la suya. Él la besó como si pensara que así podría arrancarle la vida.

Sin separar los labios, se dejaron caer sobre la fresca hierba.

El silencio atravesado por jadeos suaves y roncos fue testigo del modo febril en que se desprendieron mutuamente de la ropa.

Gianfranco cubrió un pezón duro con la boca, haciendo que ella arqueara la espalda esbelta a medida que unos dardos profundos de placer la penetraban hasta el mismo centro. La fue besando mientras bajaba por su estómago y con los dedos le exploraba los rizos delicados de la cumbre de los muslos antes de entrar más profundamente en ella.

Sintiendo como si se estuviera ahogando en un placer erótico, Dervla le acarició la espalda sudorosa.

–¡Ahora, por favor! –imploró–. Oh, Dios mío, Gianfranco, ¿por qué eres tan condenadamente bueno en esto? –gimió mientras él respondía a su súplica.

–¡Mírame! –ordenó mientras se zambullía en su calor–. Quiero verte la cara.

Sus ojos estaban unidos con tanta intensidad como sus cuerpos mientras se movían juntos, los dos en silencio salvo por la respiración agitada, hasta que un grito bajo, casi animal, abandonó los labios de Dervla al tiempo que la golpeaba la primera oleada del orgasmo.

Y casi al mismo tiempo lo sintió palpitar dentro de ella.

Tendido sobre la hierba, con la cabeza apoyada en un brazo, Gianfranco la observaba mientras se vestía.

Equilibrada sobre una pierna, Dervla se afanó torpemente con el cierre del sujetador.

Respondió a la oleada de ternura que rompió sobre él con el mantra habitual: «Es sólo lujuria, algo puramente sexual», al tiempo que se preguntaba cuánta verdad había en ello.

–Podrías ayudarme.

–Mi pericia radica en quitar ropa. Además, la verdad es que no necesitas esa cosa, a pesar de lo bonita que es –concedió–. Te prefiero libre y sin trabas, en particular cuando llevas una blusa de seda.

–Quieres decir que tengo el pecho plano –espetó ella, fingiendo indignación mientras le quitaba la blusa de los dedos. De hecho, el matrimonio con Gianfranco la había curado de cualquier inseguridad que tenía sobre su cuerpo; él lo disfrutaba y le había enseñado a hacer lo mismo.

Él rió.

–¡En absoluto, cara! Encajas en mis manos perfectamente –le recordó, extendiendo una para flexionar los dedos con movimientos sugerentes con el fin de demostrárselo. La vio girar la cabeza–. Te ruborizas.

Dervla agitó el cabello rojo y se volvió, cerrándose la blusa.

–Sólo te gusta atormentarme –lo acusó con tono de reproche.

Él se incorporó con movimiento fluido y con una mano le apartó el cabello de la cara antes de plantar un beso cálido en los labios entreabiertos.

–Me parece justo, cara –musitó–, tal como tú me atormentas a mí –era verdad, aunque la urgencia de su deseo había menguado, a pesar de que jamás permanecía muy lejos cuando la miraba o incluso pensaba en ella. Jamás había conocido algo semejante–. ¿En qué piensas? –le preguntó, estudiando su rostro con inquietante intensidad.

Dervla movió la cabeza.

–Pensaba... –se distrajo al verlo abrocharse el cinturón y comenzar a abotonarse la camisa sobre el estómago liso y duro–. Es todo esto...

Con el brazo esbelto abarcó el paisaje de la Toscana, las colinas moteadas de olivos y el palazzo restaurado, que, con la excepción de unos años en los que el padre de Gianfranco lo había perdido en una partida de póquer, había estado en su familia desde el siglo

XV.

Un año atrás la vida había sido mucho más sencilla. Era una enfermera que se tomaba con filosofía el hecho de que jamás podría adquirir una propiedad en Londres.

Y en ese momento era la señora de esa vasta propiedad y de otras lujosas casas diseminadas por Europa, incluida una de estilo georgiano en Londres, completa con la obligatoria piscina cubierta y gimnasio privado, y esposa de un hombre poderoso y enigmático que ganaba los millones para mantenerlas.

–Está tan lejos de mi antigua vida.

Había habido tantos cambios en el último año, que a veces le costaba reconocerse en un espejo, y no hablaba sólo de la ropa de marca.

Eran cambios mucho más profundos.

Pero no le había quedado más alternativa que adaptarse.

Lo que antes le hubiera causado pánico, ya formaba parte de su vida cotidiana, como ir de visita oficial a un orfanato, asistir a fiestas o ser anfitriona de ellas, con invitados tan diversos como políticos, actores famosos y miembros de la realeza.

Y además se había convertido en madrastra.

Frunció levemente el ceño al pensar en su hijastro, a quien adoraba.

Ése podría haber sido el mayor desafío de todos si Alberto hubiera exhibido el más remoto resentimiento hacia ella, su nueva madrastra, o si Gianfranco no hubiera dejado bien claro en la única ocasión en que se había encontrado entre una discusión entre padre e hijo, que cuando se trataba de éste, era él quien tomaba las decisiones.

Había olvidado por qué había surgido el nimio desacuerdo, pero no las palabras que él había empleado para referirse al incidente una vez que estuvieron a solas.

–Hace tiempo que estamos solos Alberto y yo... lo que tenemos funciona.

–Sé que eres un buen padre –la admiración que le inspiraba era sincera–. Yo sólo...

–No toleraré que socaves mi autoridad con mi hijo, Dervla.

–Yo no intentaba...

Descartó su protesta con un gesto impaciente de la mano, al parecer ajeno al insulto que le había dirigido.

–Los niños necesitan seguridad.

–Quieres decir que los niños siempre están y las esposas son temporales.

La mirada acerada de él reflejó irritación.

–Si deseas exponerlo de esa manera –dijo con frialdad.

Ocultó su dolor detrás de la réplica:

–Lo has hecho tú –el encogimiento de hombros indiferente de él hizo que su resentimiento pasara a lo impropio, algo que supo en cuanto abrió la boca–: Imagino que a la madre de Alberto no le dijiste que no era para siempre cuando le propusiste matrimonio, ¿verdad?