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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2011 Kim Lawrence. Todos los derechos reservados.

LIBRES PARA EL AMOR, N.º 2123 - diciembre 2011

Título original: A Spanish Awakening

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2011

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

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I.S.B.N.: 978-84-9010-103-2

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Capítulo 1

EMILIO tomó un sorbo de su café e hizo una mueca de desagrado. Se había quedado frío. Mientras se anudaba la corbata de seda con una mano, apuró el café y salió por la puerta. Un vistazo rápido a su reloj le confirmó que, con un poco de suerte, y si el tráfico no estaba demasiado mal, podría llegar al aeropuerto a tiempo para recoger a Rosanna y estar de vuelta en la oficina a las diez. No solía empezar a trabajar tan tarde, pero ser el jefe tenía sus privilegios.

Había gente que pensaba que en su vida eran todo privilegios. Algunos iban más lejos, como la actriz a la que se suponía que iba a haber acompañado al estreno de la noche anterior, que lo había llamado egoísta, y a voz en grito además.

Emilio había respondido al insulto con una sonrisa filosófica. Le daba igual la opinión que tuviera de él. Ni siquiera se habían acostado, y dudaba que fueran a hacerlo, por mucho que ella lo hubiese llamado después, visiblemente avergonzada por su arranque de ira, para disculparse.

Sus esfuerzos por volver a congraciarse con él lo habían dejado tan indiferente como su pataleta. De hecho, lo cierto era que probablemente tuviera razón: quizá sí era un egoísta. Y la posibilidad de que así fuera no le molestaba demasiado. ¿No era precisamente ésa la ventaja de estar soltero, el poder pensar sólo en uno mismo?

¿Ventaja? ¡Eran todo ventajas! No había nada como no tener que preocuparse por lo que otra persona pudiese querer.

En el pasado había cumplido con su deber y había hecho lo que otros habían querido. O más concretamente, lo que había querido su padre. Esa docilidad lo había llevado a un matrimonio que había sido un fracaso, siendo demasiado joven, estúpido, y tan arrogante que había estado convencido de que nunca fracasaría en nada.

Rosanna y él debían haber sido la pareja perfecta: tenían muchas cosas en común, pertenecían al mismo estrato social y, lo más importante de todo desde el punto de vista de su padre, ella era de buena familia, una familia de rancio abolengo cuyo árbol genealógico se remontaba casi tanto en el tiempo como el suyo.

Emilio se sentó al volante de su coche y sus labios se arquearon en una sonrisa amarga al recordar los acontecimientos mientras se abrochaba el cinturón de seguridad.

Luis Ríos se había puesto hecho una furia cuando aquel matrimonio auspiciado por él había fracasado. Había recurrido a todas las amenazas de que disponía en su considerable arsenal, pero ninguna de ellas había logrado intimidar a su hijo.

Su ira se había transformado en desprecio cuando Emilio había apuntado como causante del fracaso al hecho de que aquél había sido un matrimonio sin amor.

Su padre había resoplado con cinismo, y le había espetado:

–¿Amor? ¿De eso se trata? ¿Desde cuándo eres un romántico?

A Emilio no le había extrañado aquella pregunta. Era cierto que siempre se había mostrado condescendiente, y hasta despectivo, con aquéllos que creían en el amor. Pero eso había sido hasta el día en que había descubierto, demasiado tarde, que aquel sentimiento no era el producto de una mente febril, que era posible mirar a una mujer y saber sin la menor sombra de duda que era amor lo que sentía.

Aquel instante había quedado grabado a fuego en su memoria. Cada detalle, desde el momento en que había llegado, tarde y sin aliento, a una cena aburridísima, inundando el aire cargado del comedor con el aroma de aquella cálida noche de verano.

A Emilio se le había parado literalmente el corazón, lo cual resultaba absurdo con todas las veces que la había visto entrando en una habitación. Sin embargo, en aquel momento había sido como verla por primera vez.

Consciente de que estaba a punto de deslizarse por la pendiente de la autocompasión, Emilio apretó la mandíbula y apartó de su mente el rostro de aquella mujer, permitiendo que el de su padre, mucho menos agradable, lo reemplazara. Ya no pretendía llenar el vacío de su corazón; había aprendido a vivir con él.

«No la perdiste», se recordó. «Nunca fue tuya». La oportunidad había pasado rozándolo, pero él la había dejado escapar.

Cambió de marcha, y contrajo el rostro al recordar las palabras de su padre cuando le había dicho que Rosanna y él iban a divorciarse.

–Si lo que quieres es amor, búscate una amante. O varias –le había espetado, como si no le cupiese en la cabeza que aquella solución no se le hubiese ocurrido a su hijo.

Emilio había mirado al hombre que le había dado la vida, y ni siquiera su respeto hacia él, jamás le había inspirado afecto, había podido evitar que se le revolvieran las tripas y que la sangre le hirviese en las venas, como si se hubiera trocado en ácido.

La sola idea de hacer pasar a Rosanna por la humillación que su padre le había infligido a su madre lo llenó de repulsión. Había sido un matrimonio de conveniencia, sí, pero nunca había pensado en serle infiel a Rosanna.

–¿Como tú, papá?

Le había costado no alzar la voz, pero no se había esforzado por disimular su ira ni su repulsión.

Aunque su padre había sido el primero en apartar la vista, durante el largo rato que habían permanecido mirándose a los ojos, se había producido un profundo cambio en la relación entre ambos.

Su padre nunca había llevado a cabo sus amenazas de desheredarlo, pero a Emilio le habría dado igual. De hecho, una parte de él habría disfrutado con el reto de iniciar una vida lejos del imperio financiero del que su bisabuelo había puesto la primera piedra, sobre la que cada generación había ido construyendo.

Poco después de aquello, su padre había dejado de intervenir activamente en el negocio, retirándose a la finca en la que criaba caballos de carreras, dejando a Emilio al timón con total libertad para poner en práctica los cambios que había estimado necesarios.

Cambios gracias a los cuales la crisis económica que afectaba al mundo entero prácticamente no había hecho mella en su negocio. Sus rivales, que ignoraban aquella profunda reestructuración que habían hecho, hablaban con envidia de la buena suerte de los Ríos.

Y quizá fuera verdad que la suerte estuviera de su parte, pensó Emilio cuando, después de dar varias vueltas, encontró el que parecía el único espacio libre en el aparcamiento del aeropuerto. Y aún le sobraban diez minutos antes de que llegase el vuelo de Rosanna.

Mientras avanzaba por la terminal hacia la puerta por la que entrarían los pasajeros del vuelo en el que viajaba su ex mujer, Emilio pasó junto a un grupo de vociferantes controladores aéreos con pancartas y se alegró de no haber ido allí para tomar un vuelo. En las caras de la gente que sí estaba allí para eso se veía preocupación e indignación por la huelga que estaba alterando el servicio, pensó compadeciéndose de ellos.

Su mente volvió entonces al motivo por el que él había ido al aeropuerto, y exhaló un suspiro al recordar una conversación que había mantenido el día anterior.

No había visto a su viejo amigo Philip Armstrong desde hacía casi un año, y se había llevado una gran sorpresa al verlo entrar en su despacho. ¡Y no había sido la única!, añadió para sus adentros con una sonrisa irónica.

Escogió un sitio desde el que pudiera ver bien a Rosanna cuando saliera, y dejó que su mente volviera a aquella conversación.

–Tengo un problema –había comenzado diciendo Philip.

Él había enarcado una ceja, pensando que no hacía falta ser un experto en lenguaje corporal para darse cuenta de que le pasaba algo a su amigo.

–Nunca había sido tan feliz como hasta ahora –había añadido Philip en un tono mustio.

–Pues cualquiera lo diría –había murmurado él con una media sonrisa.

–Me he enamorado, Emilio –le había confesado Philip con el mismo desánimo.

–Vaya, enhorabuena.

A su amigo le había pasado desapercibido su tono irónico.

–Gracias –había farfullado–. En fin, tratándose de ti no espero que lo entiendas. De hecho, muchas veces me he preguntado… bueno, ya sabes.

–¿Qué te has preguntado? –había inquirido él sin comprender la irritación que se adivinaba en las palabras de su amigo.

–Por qué diablos te casaste –había contestado Philip amargamente–. Ni siquiera estabas…

–¿Enamorado? –había adivinado él sin perder la calma–. No, no lo estaba. Pero supongo que no has venido aquí para hablar de mi matrimonio.

–Pues… en realidad sí. Bueno, más o menos –le había confesado Philip–. La cosa es, Emilio…

Emilio había contenido su impaciencia.

–La cosa es que quiero casarme –le había soltado el inglés de sopetón.

–Bueno, pero eso es una buena noticia, ¿no?

–Quiero casarme con tu ex mujer.

Emilio tenía fama por su capacidad deductiva, pero aquello no lo había visto venir.

–Lo sabía, sabía que no te lo tomarías bien –había murmurado Philip en un tono pesimista.

–Estoy sorprendido, nada más –le había respondido él con sinceridad–. Pero, aunque no me sentara bien, ¿qué importaría eso? Ya hace mucho que Rosanna no es mi mujer. No necesitas mi bendición, ni mi permiso.

–Lo sé, pero es que creo que se siente culpable ante la idea de que pueda ser feliz si tú no lo eres.

–Me parece que estás imaginándote cosas –le había dicho Emilio, preguntándose si no debería sentirse al menos un poco celoso.

La verdad era que no estaba celoso. Todavía sentía cariño por Rosanna, pero ése había sido precisamente el problema, que lo único que había sentido por ella, igual que ella por él, había sido cariño. Los dos habían pensado que el respeto mutuo y el tener cosas en común era una base mucho más sólida para un matrimonio que algo tan fugaz como el amor, un concepto puramente romántico.

¡Por Dios! ¿Cómo podían haber estado tan equivocados? Su matrimonio había estado abocado al fracaso desde el principio, por supuesto, pero por suerte, Emilio no había tenido que decirle a Rosanna que había alguien más. Un día, con sólo mirarlo a los ojos, ella lo había comprendido. No sabía si por intuición femenina, o porque saltaba a la vista que se había enamorado.

De lo que no había podido escapar había sido del sentimiento de culpabilidad, irracional, habrían dicho algunos, teniendo en cuenta que su esposa le había sido infiel, ni del sabor amargo que le quedaba siempre después de un fracaso.

Desde niño se le había inculcado que el fracaso era algo inaceptable en un Ríos. El divorcio no era sólo un fracaso; para su padre significaba un fracaso de cara a la opinión pública, y tener que enfrentarse a eso había sido más duro que el que su esposa le confesase que se había acostado con alguien sólo unos meses después de que hubieran pronunciado los votos.

Emilio había sido mucho más tolerante con la debilidad de ella que con la suya propia, y el que él no le hubiera sido infiel más que en sus pensamientos no lo hacía sentirse menos culpable.

Antes de enviar la nota de prensa a los medios de comunicación cada uno se había encargado de decirle a su familia que iban a divorciarse, para prepararlos. La reacción de su padre había sido tan predecible que Emilio había ignorado sus furibundas críticas con desdén, lo que había airado aún más a su padre.

Lo que no se había esperado había sido la virulenta reacción de la familia de Rosanna. Aquello había sido un shock para él, aunque parecía que no para ella.

Durante la acalorada discusión con su padre, se había enterado de que, a sus espaldas, éste se había comprometido a pagar a la familia Carreras, de noble estirpe pero insolvente, una enorme suma de dinero si su hija se casaba con él, y otra igual de generosa cuando naciese su primer vástago.

Emilio siempre había pensado que Rosanna había accedido a aquel matrimonio de conveniencia por pragmatismo. Sólo entonces se había dado cuenta de que más bien había sido coaccionada y presionada por sus padres.

Aquello desde luego explicaba su reticencia inicial cuando él había sugerido que deberían divorciarse. En aquel momento él no había entendido su actitud, pero después había comprendido que le daba más miedo ser repudiada por su ambiciosa familia que seguir viviendo una mentira.

Ésa había sido la razón por la cual, aunque había apoyado la versión oficial de que había sido una decisión tomada de mutuo acuerdo, y que había sido un divorcio amistoso, no había hecho nada por negar los rumores de que había sido una infidelidad de él la que había provocado su ruptura.

En el fondo, no era una mentira, aunque no le hubiera sido infiel, y a Rosanna le había puesto las cosas más fáciles ya que, como compensación, había pagado a su familia una sustanciosa suma de dinero.

Los medios, que se habían hecho eco de la noticia, habían esperado ansiosos, con los titulares preparados, seguros de que pronto aparecería una amante, o incluso una ristra de ellas, pero eso no había pasado, porque la mujer que lo había llevado a acabar con su matrimonio ni siquiera era consciente del papel que había desempeñado.

De hecho, cualquier mujer con la que se lo hubiese visto inmediatamente después del divorcio habría corrido el riesgo de ser etiquetada como «la otra mujer», por lo que, para proteger la reputación de la mujer de la que se había enamorado, había decidido que lo mejor que podía hacer era ser paciente.

Había esperado un tiempo prudencial: seis meses. Seis meses para que se asentaran las cosas y los medios de comunicación se cansasen del asunto. El único problema con el que había previsto que tendría que enfrentarse cuando llegase el día en que acabase la espera era que no tenía experiencia alguna en cortejar a una mujer. Sabía seducir, pero nada acerca de cortejar.

La ironía de todo aquello casi le arrancó una sonrisa. Casi. Le resultaba difícil sonreír al pensar en aquel día, el día en que su orgullo había quedado maltrecho y su corazón destrozado. Sin embargo, se había mordido los puños, como un hombre, y había seguido con su vida.

–Si te enamoraras de alguien, estoy seguro de que Rosanna dejaría de sentirse mal y se casaría conmigo –le había dicho Philip.

¡Qué ironía! Si él supiera…

–Ya. ¿De alguien en particular?

–De quien sea. ¿Eso qué más da? –había respondido Philip exasperado. Luego, al oírlo reírse, se había dado cuenta de lo que había dicho–. Perdona –había añadido contrayendo el rostro– , no lo decía en serio. Lo que pasa es que estoy seguro de que Rosanna y yo podríamos ser felices juntos, pero ella no se ve capaz de dar ese paso hasta que tú estés con alguien.

–Bueno, tampoco puede decirse que haya llevado una vida monástica estos dos últimos años.

–Lo sé, y estoy seguro de que la mayoría de los hombres te envidian; yo te envidiaba hasta hace poco –le había confesado Philip–, pero Rosanna cree que no eres tan superficial como para vivir como un playboy. Y yo tampoco lo creo, naturalmente –se había apresurado a puntualizar.

–Vaya, gracias; eso me alivia –había respondido Emilio con sorna–. De modo que me estás pidiendo que me enamore par allanarte el camino. Tú sabes que estaría encantado de hacer lo que fuera por ayudarte, Philip, pero eso…

–Lo sé, lo sé. Lo siento. No sé qué esperaba al pedirte esto. La verdad es que no sé qué hacer –le había dicho Philip con expresión desesperada–. Haría cualquier cosa por Rosanna; como cortarme el pelo, para empezar…

Aquel comentario había hecho reír a Emilio.

–Eso sí que me ha impresionado.

–No, de verdad, quiero sentar la cabeza y dejar de ir dando tumbos por la vida. Voy a convertirme en un hombre respetable. Si Rosanna me lo pidiese, hasta me pondría a trabajar para mi padre, me convertiría en un hombre gris, y sería el hombre que él siempre ha querido que llegara a ser.

–¿Y crees que eso podría llegar a pasar, que tu padre…?

–¿Acaso lo dudas? Le encantaría verme volver con el rabo entre las piernas. Ha construido un imperio para legárselo a su heredero, y ése soy yo –había concluido Philip con una sonrisa, señalándose el pecho con el pulgar.

–Pero si no eres hijo único.

Philip se había encogido de hombros.

–Supongo que si Janie hubiese mostrado algún interés por el negocio familiar, mi padre no estaría esperándome, pero nunca lo ha hecho, y no creo que lo vaya a hacer ahora que se ha convertido en la imagen de esa marca de perfume. No sabes lo raro que es ver la cara de tu hermana mirándote cuando abres una revista, o cuando pasas por delante de un cartel publicitario.

Emilio había sacudido la cabeza.

–Yo estaba pensando en Megan.

El ver de pronto una figura familiar mientras esperaba a que apareciera su ex mujer lo devolvió al presente. Estaba pensando en Megan y de repente… ¡allí estaba!

Aunque parecía que había bajado un par de tallas cosa que Emilio no aprobaba en absoluto, no había duda de que era ella, Megan Armstrong. Aquel encuentro era suficiente como para hacer que un hombre creyese en el destino. Emilio no creía en señales ni en fuerzas cósmicas, por supuesto, pero sí acostumbraba a confiar en su instinto y dejarse guiar por él.

Claro que, de seguirlo en ese momento, lo único que conseguiría sería que los arrestasen a los dos. Aunque la verdad era que merecería la pena, pensó, al tiempo que una sonrisa lobuna asomaba a sus labios y sus ojos brillaban traviesos.

Capítulo 2

PERO te necesito aquí esta noche!

A Megan no le sorprendió el tono de suprema irritación de la voz del que era su jefe además de su padre.

Charlie Armstrong no se había hecho millonario permitiendo que pequeñeces como una huelga de controladores aéreos se interpusieran en su camino, y esperaba de sus empleados, y más aún de ella por ser su hija, que salvasen cualquier obstáculo para cumplir sus deseos.

–Lo siento, papá.

–¿Y a mí de qué me sirve que lo sientas? Necesito…

–Lo sé, pero no hay nada que pueda hacer –lo interrumpió Megan sin perder la calma–. Me buscaré un hotel y mañana tomaré el primer vuelo que salga –le prometió.

–¿Y a qué hora será eso?

Megan miró su reloj. La esfera estaba algo rayada, pero tenía un gran valor sentimental para ella porque había sido de su madre, que había muerto cuando ella tenía doce años.

–Es una huelga de veinticuatro horas, así que mañana debería haber terminado. El primer vuelo sale a las nueve.

–¡A las nueve! No, eso es sencillamente inaceptable.

–Aceptable o no, papá, a menos que me salgan alas, no sé cómo esperas que llegue ahí, y antes de que lo sugieras, ya no quedan billetes de tren ni del ferry que cruza el canal.

–Claro, la gente, que es más previsora que tú, se te ha adelantado.

Megan se contuvo para no replicar que con toda la gente que volvía del Mundial de Fútbol era imposible encontrar billetes. Cuando estaba de mal humor a su padre ninguna excusa le parecía aceptable.

Por eso, lo dejó que se desahogara a gusto durante unos minutos más, asintiendo de vez en cuando con monosílabos mientras se dejaba arrastrar por la masa de pasajeros que se dirigían como ella hacia la salida.

Encontrar un taxi iba a ser una pesadilla, se dijo, preparándose mentalmente. Quizá tendría que acabar pasando la noche en el aeropuerto, tirada en el suelo.

–Y no pienses ahora que voy a pagarte un hotel carísimo. El que seas mi hija no significa que puedas aprovecharte de la situación. Espero de ti el mismo nivel de compromiso que del resto de mis…

Megan, que había oído ese sermón cientos de veces, desconectó mentalmente. Fue entonces cuando sus ojos se posaron en un rostro en medio de la multitud y se le cortó la respiración.

–¡Oh, Dios! –murmuró, llevándose una mano al pecho.

–¿Qué? ¿Qué pasa?

Megan se paró en seco y un joven que iba en la dirección opuesta casi se tropezó con ella. Se disculpó azorada, y cuando volvió a mirar hacia el lugar donde había visto aquel rostro, ya no estaba. ¿Se lo habría imaginado?, se preguntó mirando a un lado y a otro.

–¿Qué ocurre, Megan? ¿Te ha pasado algo?

–Nada, papá, estoy bien –mintió ella, con el corazón latiéndole todavía como un loco.

–Pues a mí no me parece que lo estés.

Megan se sentía como una tonta. En un segundo había vuelto a ser la chica vergonzosa de veintiún años que había sido la última vez que había visto a aquel hombre, Emilio Ríos. Si no se hubiese quedado paralizada, probablemente incluso se habría dado media vuelta y habría echado a correr, exactamente igual que había acabado haciendo en aquella ocasión.

Aquello era una locura. No había visto a Emilio desde hacía casi dos años, y probablemente él hasta se había olvidado de ella y de lo embarazoso que había sido aquel encuentro. En cualquier caso, se alegraba de que sólo hubiese sido un espejismo.

–No ha pasado nada, de verdad, papá; es sólo que me pareció ver a alguien, eso es todo. Mira, ahora tengo que irme, así que luego te llamo, cuando haya encontrado un hotel, ¿de acuerdo?

–¿A quién te ha parecido ver?

Megan inspiró profundamente y tragó saliva, pero su voz sonó ronca cuando pronunció su nombre.

–A Emilio Ríos.

–¡Emilio!

–Bueno, o alguien que se le parecía.

Estaba en Madrid. Había muchos hombres morenos y de ojos castaños, se dijo, y aquello alivió un poco la tensión de sus hombros.

–Bueno, bien pensado puede que sí fuera él –murmuró su padre–. Tiene oficinas en Madrid.

Y no era el único sitio. Emilio Ríos, que según algunos era un genio de las finanzas, y según otros sólo un tipo con suerte, tenía oficinas en varias capitales del mundo.

En opinión de Megan, para alcanzar el éxito que él había alcanzado se necesitaban ambas cosas, y además otro ingrediente esencial: ser implacable en los negocios.

–Y tienen una finca en la sierra, con un caserón impresionante del siglo pasado –añadió su padre–. Me invitaron allí hace años, cuando su padre, Luis, y yo estábamos negociando un acuerdo. Un tipo duro de pelar, Luis Ríos. ¿Llegaste a conocerlo?

–Sí, y me pareció un esnob.