Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2011 Linda Susan Meier. Todos los derechos reservados.
UN BEBÉ PARA EL MILLONARIO, N.º 62 - diciembre 2011
Título original: Baby on the Ranch
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2011
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, logotipo Harlequin y Jazmín son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-9010-125-4
Editor responsable: Luis Pugni
ePub: Publidisa
SUZANNE Caldwell empujó la puerta del Old West Diner justo por donde habían colocado el cartel de Se necesita camarera. El olor a tarta de manzana recién hecha la recibió al entrar, junto con una tremenda algazara. Aunque no había más de diez personas entre el mostrador y las mesas, el ruido era tan fuerte como si hubiese una fiesta. Las mujeres iban vestidas con vaqueros y tops y los hombres con vaqueros también, camisetas y sombreros de vaqueros.
No había dado dos pasos en la sala cuando el ruido cesó. Al ver a una forastera dejaron de hablar.
Apretó a la pequeña Mitzi contra el pecho. Tenía seis meses recién cumplidos. No había nada en el mundo que la hiciera sentir más sola que entrar en una sala llena de desconocidos que se la quedaban mirando y, desde luego, ella estaba muy sola. Se había quedado sin gasolina a un par de kilómetros de Whiskey Springs, Texas, y no había tenido a nadie a quien pedir ayuda.
No tenía familia. Su abuela había muerto hacía seis meses y su madre falleció cuando ella tenía seis años. Su padre, quienquiera que fuese, no la había reconocido, y tanto su madre como su abuela eran hijas únicas, de modo que no tenía tíos ni primos.
Y tampoco amigos. Las amigas que había tenido en la hermandad y que juraron ser sus aliadas de por vida le dieron la espalda cuando se quedó embarazada de un profesor de la universidad. La acusaron de que lo había hecho deliberadamente para arruinar la carrera de Bill Baker. Y unas narices. El tío había orquestado toda una campaña de asedio para seducirla y se había colado en su vida reptando como un gusano con tal de acercarse a la fortuna de su abuela. Pero cuando Martha Caldwell cometió algunos errores graves al administrar sus fondos y perdió la mayor parte de sus riquezas, el buen profesor Baker perdió repentinamente las ganas de verla. Y ni qué decir tiene que no quiso volver a ver a su hija.
De modo que, en resumen, estaba sola. Completamente sola. Destrozada. Desesperada por encontrar un hogar para sí misma y para su hija. Y en ese intento había decidido abandonar Atlanta y dirigirse a Whiskey Springs con la esperanza de encontrar ayuda.
Pero tras hacer a pie más de un kilómetro bajo el sol abrasador del mes de junio los pies le dolían horrores de llevarlos metidos en sus botas de tacón de aguja. Mitzi se movió incómoda. La bolsa de las cosas del bebé le estaba dislocando el hombro pero aun así, con la cabeza bien alta, caminó hasta la primera mesa vacía. Cuando llegó, en el bar reinaba el más absoluto silencio.
Una camarera se acercó.
–¿En qué puedo ayudarla?
Suzanne carraspeó.
–Quiero un trozo de esa tarta de manzana, un café, un vaso de leche y un trozo de bizcocho.
–¿De cuál?
Ni uno solo de los presentes había vuelto a su conversación y la miraban como si fuese un zombie, un vampiro o alguna otra criatura mítica a la que vieran por primera vez.
–¿Qué tienen?
–Vainilla y chocolate.
–A Mitzi le encanta la vainilla.
Sin pronunciar palabra, la camarera dio media vuelta.
–No es usted de por aquí.
Consciente de que aquella voz de hombre sólo podía dirigirse a ella, siguió la dirección de la que venía y se encontró con la mirada más penetrante que había visto nunca. Eran unos ojos fríos, especulativos, tan negros que las pupilas eran casi invisibles. No parpadeaban ni miraban hacia otro lado.
«Tranquila, que ya no estamos en Kansas».
–No, no soy de por aquí.
–¿Y qué la trae a estos pagos?
–No es asunto suyo –espetó, y dejó de mirarle para ocuparse de Mitzi.
Horrorizada, vio que el hombre se levantaba de su sitio y se sentaba justo delante de ella. A continuación, le vio sonreír.
–Vaya… esa actitud no es buena. Y además, está equivocada.
Debería estar asustada. Era un tío grande, alto y de espalda bien ancha. La clase de hombre que podía partir en dos a una chica delgada como ella. Pero en lugar de miedo sintió un escalofrío de deseo bajarle por la espalda.
–Todo lo que ocurre en Whiskey Springs es asunto mío porque soy dueño de este pueblo.
¿Cómo podía haber experimentado aunque fueran sólo unos segundos de deseo por aquel extraño tan grosero?
–¿Es suyo? ¿Qué es usted, el sheriff?
El tipo se echó a reír. La gente sentada a la barra y en las otras mesas también rió.
–No. Soy Cade Andreas, y soy el dueño de este pueblo. El año pasado compré todas las casas. Ahora las tengo alquiladas a sus dueños, pero sigo siendo propietario de cada centímetro cuadrado de terreno, incluido sobre el que está usted sentada.
Vaya por Dios. ¿Aquel tipo era Cade Andreas?
¿Pero no se suponía que la familia Andreas estaba arruinada? Ella misma era titular de un número de acciones de Andreas Holdings y no había podido venderlas porque la empresa estaba en quiebra. ¿Cómo entonces aquel hombre había podido comprar todo un pueblo?
–Y me gustaría saber qué la trae por mi pueblo. Suzanne lo miró con atención. Barba de un día le sombreaba las mejillas y la barbilla, además de otorgarle un aire muy sexy. Tenía una boca de labios generosos y firmes y sin duda se había roto la nariz en alguna ocasión, pero no la tenía deforme sino más masculina quizás. No había nada delicado en aquel hombre que irradiaba una sexualidad masculina impresionante, pura, rotunda.
Sus miradas se enlazaron y sintió que el pecho se le atenazaba, igual que la respiración. Podría haberlo achacado a una electrizante atracción, pero no quiso. Un tipo que se atrevía a comprarse un pueblo entero tenía que ser un tanto arrogante. Y engreído. Puede que incluso narcisista. Y había aprendido bien la lección con el narcisismo, ya que el padre de Mitzi lo era. Tendría que congelarse el infierno antes de que volviera a tener algo con un hombre así.
El problema era que necesitaba trabajo aunque fuese dueña de un montón de acciones que podían valer un millón de dólares, ya que nadie quería comprárselas. Los dividendos habían caído en picado: en los dos últimos años Andreas Holdings no había dado ni un duro. Pero como era propietaria de un tercio de la empresa confiaba en que al menos la dejasen trabajar allí. Por eso había tomado la decisión de acercarse a Cade Andreas, al menor de los tres hermanos propietarios de Andreas Holdings. Texas estaba a una distancia asequible, mientras que Nueva York, donde estaba emplazado el cuartel general de la empresa, quedaba mucho más lejos. Aun así, si le ofrecían trabajo allí, estaría dispuesta a marcharse. Iría a cualquier lugar en el que pudiera echar raíces y crear un hogar. Puede que incluso encontrar amigos.
–¿Qué la trae a mi pueblo?
La pregunta había sonado áspera. No parecía enfadado, pero sí daba muestras de estar perdiendo la paciencia.
Miró a la camarera que desde detrás de la barra, con la cafetera y el pastel de manzana en la mano, aguardaba a que le contestara. Tenía la impresión de que si le confesaba quién era allí, delante de sus amigos y de la camarera petrificada, no le iba a hacer mucha gracia. Seguramente ninguna de todas aquellas personas conocía la situación de Andreas Holdings, y hacerlo público no la predispondría en su favor en aquel pueblo perdido de la mano de Dios.
Miró a su alrededor y reparó en el cartel que ofrecía trabajo de camarera.
–Me he enterado de que se necesitaba una camarera y he venido –inventó, aferrándose al primer golpe de buena suerte que tenía en un año.
–¿Con esos taconazos y un bebé en brazos?
–Es que nos hemos arreglado para la ocasión –replicó. No le gustaba tener que mentir, pero si alguien se merecía un engaño, era aquel hombre. Al fin y al cabo era dueño de un pueblo, ¿no? Además, tenía potencialmente en sus manos el futuro de la empresa de su familia al poder elegir a quién vender su paquete de acciones–. Para la entrevista –añadió.
Una mujer bajita, corpulenta y de pelo oscuro salió de la cocina.
–¿Buscas trabajo?
–Sí.
La sinceridad de su respuesta volvió a ponerle los pies sobre la tierra. Ése era el motivo de su viaje: obtener un trabajo de Andreas Holdings. No precisamente como camarera, pero el dinero era el dinero y tenía que ganarse la vida. Cuanto antes. Aquel mismo día. Le quedaba bastante dinero para pagar la tarta de manzana y la leche para Mitzi, pero si no empezaba a trabajar, ambas tendrían que dormir en el coche.
–Me llamo Suzanne Caldwell –su abuela había dejado las acciones en un fideicomiso, de modo que su nombre no aparecía por ningún lado–. Y ésta es mi niña, Mitzi.
La pequeña eligió precisamente aquel momento para echarse a llorar.
–Yo soy Amanda Mae, y si quieres el trabajo, es tuyo –dijo mirando enfadada a Cade, lo cual le ganó inmediatamente las simpatías de Suzanne–. Los hombres de verdad no hacen llorar a los niños.
Cade hizo con las manos un gesto de inocencia.
–Oye, que yo no me he movido de aquí ni una sola vez. Ni la he tocado.
–Pero estás amenazando a su mamá.
–¡Yo no la he amenazado!
–Tu tono de voz es amenazador.
Él suspiró.
–Vale, vale. Lo que tú digas.
Amanda Mae tomó a la pequeña en brazos.
–¿Quieres tomarte un biberón, Mitzi?
–He pedido leche y un trocito de bizcocho para ella. Amanda Mae compuso un gesto horrorizado.
–June Marie, ¿se puede saber dónde está la comida de esta niña?
La camarera acudió rápidamente, dejó el plato con la tarta de manzana delante de Suzanne y le sirvió un café antes de salir de nuevo a toda prisa para traerle a la niña lo suyo.
Cade estudió a la mujer que tenía enfrente con los ojos entornados. Había que reconocer que era una monada. Tenía unos ojos que de puro azul rayaban en el violeta de las flores que crecían en sus pastos en primavera. Llevaba la melena negra y lisa cortada a la altura de la barbilla que le proporcionaba un aire dramático que no encajaba con una mujer que necesitase trabajo de camarera. Y esas botas negras de tacón de aguja con las que un hombre soñaba que le pusieran en el pecho para sujetarle sobre la cama.
Por aquel camino, no. No podía dejar que sus pensamientos siguieran por esos derroteros aunque tuviese una nariz perfecta y unos labios carnosos y tentadores.
Pero no debía perderla de vista. Algo no encajaba, y no sólo por la ropa de chica de ciudad que llevaba. Era su actitud lo que no le cuadraba. Las camareras no tenían las manos suaves y perfectas, ni aquella postura perfecta, ni una mirada imperturbable.
–Bueno –empezó, poniéndose en pie–, ya que veo que ha conseguido el trabajo que pretendía, imagino que nos encontraremos de vez en cuando.
Ella se limitó a sonreír. Fue un gesto frío y remoto que a él le calentó la sangre y le dio ganas de poner toda la carne en el asador, a ver cuánto tiempo le duraba.
–¿Tienes dónde hospedarte, cariño? –preguntó Amanda Mae.
–Pues… no. La verdad es que no.
–En el siguiente pueblo hay un hotel –dijo Cade mientras buscaba en la barra el café que ya se le había quedado frío.
Amanda le dedicó otra mirada de las suyas.
–O podría utilizar el apartamento de arriba mientras se instala.
–Me encantaría –contestó Suzanne, apretándole la mano en un gesto de apreciación que hizo reflexionar a Cade. A lo mejor necesitaba ayuda. Tal vez aquella blusa tan blanca y los vaqueros de marca fueran su última posesión de lujo. No había oído llegar su coche y miró por la ventana. No había nada. Podía estar sin un céntimo…
De ningún modo. Su olfato comercial le decía que algo en aquella mujer olía a dinero. A mucho dinero. Y si fingía no tenerlo era por alguna razón.
Diablos… iba a tener que seguirla muy de cerca.
Inmediatamente después de que Cade se hubiera marchado, Amanda llevó a Suzanne al primer piso para que viera el apartamento.
–Siempre vive aquí alguna de las camareras –le explicó mientras le mostraba el pequeño dormitorio en el que a duras penas cabía la cuna y una cama de matrimonio–, así que lo mantenemos amueblado.
Suzanne sintió una enorme gratitud que le debilitó las rodillas. Por lo menos no iban a tener que dormir en el coche.
–Gracias. Te lo agradezco de verdad.
Amanda le puso unos billetes en la mano.
–Y aquí tienes un poco de dinero para que te acerques a la tienda que vende cosas de segunda mano a comprarte sábanas y toallas.
Suzanne enrojeció. A aquellas mismas alturas del año anterior le estaba diciendo a su abuela que estaba embarazada de tres meses y que el padre de la criatura no quería saber nada de ellas. Y su adorada abuela le había tomado la mano para decirle que no se preocupase por nada, que todo iba a salir bien. Que aunque habían hecho algunas inversiones equivocadas, seguían manteniendo las acciones de Andreas Holdings.
Un par de meses no sólo lo habían cambiado todo: le habían quitado la casa, lo único que le quedaba, y en lugar de ser una nieta rodeada del cariño de su abuela, había pasado a ser una madre soltera y completamente sola. Tan sola que su único contacto fueron abogados y gestores mientras se puso en orden lo dispuesto en el testamento de su abuela. Después, ni eso.
Se le llenaron los ojos de lágrimas.
–Te lo devolveré todo –le dijo.
Amanda Mae le apretó la mano.
–Todo a su tiempo. Por ahora me contento con tener a alguien que me ayude servir desayunos.
Mientras iba de vuelta al rancho, Cade marcó el número de su asistente.
–Hola, Cade.
–Hola, Eric.
Había contratado a Eric recién salido del instituto porque era un muchacho inteligente y educado, pero también porque no se le pasaba desapercibido ni un solo detalle. Si alguien mencionaba en una conversación a una tía, un primo, un hermano o un amigo al que hacía mucho tiempo que no veía, Eric lo recordaba.
–¿Has oído hablar de Suzanne Caldwell? –le preguntó.
–La verdad es que no.
«Demonios…».
–¿Quién es?
–Sólo una mujer que se ha pasado hoy por el bar. Venía por el puesto de camarera, pero hay algo en ella que no me cuadra.
–Ah, ya. Tu sexto sentido para los negocios te ha avisado.
–Oye, no te rías, que mi sexto sentido me ha hecho tan rico que no voy a tener que trabajar en la vida. Pero tú vas a seguir trabajando para mí.
Y colgó. ¿Por qué demonios una camarera tenía que activar su sexto sentido? ¿Y por qué había decidido volver al rancho cuando su instinto le decía que lo que debía hacer era investigar a fondo?
Pisó el pedal del freno y dio media vuelta. Aparcó delante del restaurante, pero cuando se acercó al escaparate vio que la nueva camarera no estaba.
Respiró hondo para serenarse y se maldijo por ser el desconfiado que Eric le había sugerido que era. Pero antes de que pudiera darse la vuelta para volver a su camioneta vio a Suzanne bajar por la escalera exterior del primer piso con su niña en brazos.
Verla y sentir una descarga de deseo fue todo una. Menos mal que el vello de la nuca se le erizó como siempre que una negociación le iba a salir mal. ¿Por qué? Decidió girar en la esquina y verla subir la calle desde allí. Por desgracia la vista desde atrás era tan impresionante como lo era su perfil. Su melena negra y lisa rozaba el cuello de la blusa blanca que se le ajustaba a la cintura y los vaqueros enmarcaban un trasero perfecto que se balanceaba suavemente a cada paso de sus largas piernas, aún más largas y sexys con aquellas botas de tacón de aguja.
La atracción le empapó como lo haría una ola del mar y le dejó ahogado en sensaciones. Y es que ningún hombre que estuviera vivo podría resistirse a ese cuerpo, sobre todo si en el paquete se incluía un rostro que no le desmerecía. Un pelo espectacular y unos ojos que podían alumbrar la oscuridad.
Movió la cabeza para despejarse. Tener fantasías con aquella mujer tampoco iba a hacerle ningún bien, y en lo que de verdad debía concentrarse era en encontrarle una explicación al hecho de que sus alarmas se hubieran disparado. Sí, a lo mejor estaba un poco obsesionado con el control, pero al fin y al cabo era un obseso rico que había alcanzado el éxito. Y siempre había hecho caso a su instinto.
Cuando estuvo seguro de que había suficiente distancia entre ellos para que no pudiera verle, echó a andar tras ella. La vio meterse en la segunda tienda y se detuvo y esperó a que se internase un poco más para que no reparara en que iba a observarla a través del cristal del escaparate.
Judy Petrovic, propietaria de Yesterday’s Goods, se acercó a ella.
Suzanne se volvió y le dedicó una sonrisa tan dulce y sincera que le dejó sin aliento. Era la primera vez que la veía sonreír de verdad, de lo cual se alegró: de haberle dedicado semejante sonrisa en el restaurante no habría sido capaz de articular palabra.
Dejó al bebé en brazos de Judy y se desprendió de aquella bolsa de pañales de aspecto tan pesado para ponerse a rebuscar en una mesa que parecía cargada de sábanas, o de toallas quizás, y tras hacer una rápida selección, fue dejando algunas junto a la caja. Luego añadió unos vaqueros de segunda mano y una camiseta, y varias cosas para la niña. Una vez Judy hizo la cuenta, pagó con unos billetes arrugados que llevaba en la mano izquierda.
Cade retrocedió y se apartó del escaparate con el corazón encogido. Suzanne le había dicho que estaba en Whiskey Springs para ocupar el puesto de camarera y la había visto comprar sábanas viejas para cubrir un colchón viejo que tenía más años que muchas de las personas que vivían en el pueblo. Luego era cierto que no tenía un céntimo.
Y él, espiándola, cuando ni siquiera podía estar seguro de que su sexto sentido hubiera tenido que ver con su instinto para los negocios. Lo más probable era que se debiese a la atracción que había despertado en él. Hacía muchísimo tiempo que no le ocurría algo parecido. Tan derrotado había salido de su matrimonio que se había mantenido a distancia de cualquier mujer que pudiera inspirar en él algo más que lujuria. Y una mujer con una hija de meses no era precisamente para andar tonteando.
Una brisa seca y polvorienta le envolvió, haciéndole ser consciente de que estaba escondido en una esquina espiando a una camarera.
Por Dios bendito… ¿qué estaba haciendo?
CADE levantó la mano para saludar pero se encontró prisionero en sábanas de seda, y el maravilloso sueño que estaba teniendo explotó como una burbuja.
Se incorporó en la cama y se pasó una mano por los labios. Era el mismo sueño de siempre. Se veía a sí mismo montando a caballo en dirección a los corrales y al frente veía a su fallecida esposa, Ashley, atendiendo las flores que había plantado en los márgenes del camino que conducía a los graneros y establos. Por mucho que él insistiera que un granero no necesitaba flores, ella no le hacía caso.
Pero por tener ocasión de volver a verla, aunque fuera en sueños, renunciaba a discutir por unas flores. Incluso dormido el corazón le golpeaba contra las costillas y deseaba abrazarla, besarla, decirle lo mucho que la echaba de menos.
Cerró los ojos de nuevo. No había tenido ocasión de hacer nada de todo aquello. Como siempre que tenía aquel sueño, nunca conseguía saludarla. Su subconsciente ni siquiera le daba la oportunidad de decirle hola, y aun menos de abrazarla o besarla.
No podía dejarse arrastrar por la tristeza, de modo que se levantó y se metió en la ducha. Había superado ya la muerte de Ashley, acaecida dos años atrás, y aun sabiendo que en su pecho había un agujero donde debería haber habido un corazón, había dejado atrás aquella parte de su vida.
Metió la cabeza bajo el agua y dejó que aquel chorro caliente le recordara que era real, que tenía un trabajo satisfactorio, un enorme rancho, pozos de petróleo, un pueblo que dependía de él. No había hombre en todo Texas más satisfecho que él.
Se vistió con unos vaqueros y una camiseta y bajó rápidamente la escalera. Aunque eran sólo las cuatro de la madrugada, sabía que la señora Granger, la cocinera, tendría ya el café listo. Pero no se dejó llevar por su dulce aroma. Tampoco fue a su despacho. Faltaban horas para que la Bolsa de Nueva York iniciara su sesión. Se calzó unas botas viejas, subió a su camioneta y se fue a los establos.
Es lo que solía hacer cada vez que tenía ese sueño, y no sólo porque necesitara mantener la cabeza ocupada, sino porque el sueño le dejaba hambriento, enfadado, y no estaba dispuesto a pagar consigo mismo ni con ningún otro su estado de ánimo.
No había esperado encontrar la luz encendida en el más grande de los establos, el rojo, pero no le sorprendió que su capataz y suegro, Jim Malloy, estuviera en el despacho.
–¿Se pude saber qué haces aquí tan temprano? –le preguntó.
La silla de Jim crujió al recostarse en ella.
–¿Yo? Siempre empiezo a estas horas. Mi gente llegará en una hora más o menos y necesito ponerme al día con el papeleo. ¿Y tú? ¿Por qué te has levantado tan temprano? La Bolsa no abre hasta dentro de unas cuantas horas.
Cade se dejó caer en la silla que había frente a la mesa y encogió los hombros.
–Has vuelto a soñar, ¿no?
Cade no contestó.
–Puede que ese dolor no te abandone nunca.
–Estoy bien. Tengo mi trabajo.
–Sí, mucho trabajo –puntualizó Jim con una sonrisa.
Estuvieron callados un momento. Luego Jim se levantó.
–¿Un café?
–¿Es reciente?
–Pues claro. No llevo aquí tanto tiempo.
–De acuerdo.
Jim llenó dos tazas y le entregó una antes de sentarse en el borde de la mesa.
–Fuiste un buen marido para Ashley y eres un buen yerno.
Cade sonrió de medio lado. Su suegro sabía bien que en muchas ocasiones había dejado sola a su hija para salir en viajes de negocios que a veces duraban semanas. Era muy amable con semejante comentario, pero no era tan fácil engañarlo.
–De verdad lo fuiste –continuó Jim–. Que en tus sueño no consigas hablar con Ashley no significa que te esté castigando.
Jim volvía a equivocarse. Estaba fuera de la ciudad el día que su mujer murió. No había estado para sostener su mano, sino que estaba fuera intentando convencer a uno de los barones del petróleo de que le vendiera su empresa. Y Ashley había muerto sola. Eso era lo que le decía su subconsciente en aquellos sueños. Al igual que ella no había podido despedirse de él, su subconsciente no le permitía despedirse de ella. Ni siquiera simbólicamente.
Pero sería mejor no discutir con Jim.
Tomó un sorbo de café pero se atragantó.
–Dios mío… el barro debe de saber mejor que esto.
–¿Ah, sí? ¿Y cuándo has probado el barro, si se puede saber?
Cade se echó a reír y Jim volvió a su mesa desde donde empezaron el diálogo habitual sobre cercados y terneros, el precio de la carne y el número de cabezas que habían criado. Los minutos se hicieron horas y la tensión que Cade llevaba en el pecho comenzó a aflojar, lo mismo que la tristeza que le dejaba siempre aquel sueño. No había tenido ocasión de decirle adiós a Ashley e iba a tener que aceptarlo.
Suzanne se despertó poco después de las cinco y pudo darse una ducha mientras Mitzi comenzaba a desperezarse. A continuación se vistió con el uniforme rosa que le había dado Amanda Mae, vistió también a la niña y, antes de salir, se llevó un biberón y cereales.
Tal y como esperaba, se encontró a Amanda en la cocina del restaurante amasando pan.
–Hazme sitio –le dijo mientras colocaba a la niña en su mecedora. Habían acordado que la pequeña podría estar en la cocina mientras Suzanne trabajaba. Cuando la cocina se calentase la colocarían en el pasillo que comunicaba la cocina con el comedor, pero por el momento allí reinaba la paz.
–En cuanto le dé el desayuno a Mitzi, voy a preparar unos rollitos de canela como los que hacía mi abuela.
Amanda la miró sorprendida.
–¿Ah, sí?
–Es mi modo de darte las gracias por haberme ofrecido el trabajo.
–No es para tanto. Sé que seguramente este trabajo va a ser sólo temporal para ti, pero necesitaba ayuda, así que me doy por satisfecha con el tiempo que puedas quedarte.
Aunque Amanda Mae se mostrara comprensiva, Suzanne sintió el peso de la culpa en el pecho. No sabía cómo iban a ir las cosas cuando hablara con los hermanos Andreas sobre su paquete de acciones, pero esperaba que le ofrecieran un puesto de trabajo. Tenía que encontrar un hogar para su hija y la paga de camarera no era tan buena como la que esperaba recibir trabajando para un conglomerado de transporte.