Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2011 Sandra Marton. Todos los derechos reservados.

EL MISMO HOMBRE, N.º 63 - marzo 2012

Título original: The Real Rio D’Aquila

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2012

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

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I.S.B.N.: 978-84-9010-541-2

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Capítulo 1

RIO D’AQUILA era conocido por muchas cosas.

Era más rico de lo que cabía en cabeza humana, temido por los que tenían razones para temerlo y todo lo varonilmente guapo que un hombre puede ser.

Pero a Rio no le importaba su aspecto.

Lo importante era quién era o, más bien, quién había llegado a ser.

Había nacido en la pobreza, no en Brasil, a pesar de lo que pudiera indicar su nombre, sino en el peor barrio de Nápoles, en Italia.

A los diecisiete años había embarcado en un oxidado carguero brasileño. La tripulación lo había apodado «Rio», porque ese era el destino del barco; habían añadido «Aquila» porque había respondido con la fiereza de un águila a sus pullas.

Era un nombre más apropiado para él que Matteo Rossi, el que le habían puesto las hermanas en el orfanato donde había crecido. «Rossi» venía a ser el apellido italiano equivalente al inglés «Smith». Las hermanas le habían dicho, piadosamente, que «Matteo» significaba regalo de Dios.

Rio siempre había sabido que no lo era, así que decidió adoptar el nombre Rio D’Aquila como suyo. Ya tenía treinta y dos años, y el niño que había sido no era más que un recuerdo lejano.

Rio vivía en un mundo en el que el dinero y el poder eran la «lengua franca» y, en general, pasaban por derecho de padre a hijo.

El padre de Rio, o tal vez su madre, solo le había dado el cabello negro, los ojos azul oscuro, un rostro guapo, aunque curtido, y un cuerpo delgado y musculoso de un metro noventa de altura.

Todo lo demás, las casas, coches, aviones y el gigante empresarial conocido como Empresas Eagle, lo había conseguido por sí mismo.

No tenía ningún problema con eso. Empezar la vida sin equipaje y llegar a la cima por méritos propios era mucho más dulce. El único inconveniente era que esa clase de éxito llamaba la atención.

Al principio, le había gustado. Abrir el Times por la mañana y ver su nombre o su foto en la sección de finanzas había hecho que se sintiera bien, triunfal. Pero, inevitablemente, se había cansado de eso, comprendiendo que no significaba nada.

La verdad era que un hombre situado entre los diez primeros de la lista Forbes, salía en las noticias solo por existir. Cuando ese hombre era un soltero «de oro», perdía toda su intimidad.

Rio valoraba su intimidad tanto como odiaba ser un tema de conversación.

No le importaba que la gente dijera que era listo y duro, o listo y despiadado. Era quien era y solo le daba importancia a serle fiel a su propio código ético.

Creía en la honradez, la determinación, el enfoque centrado, la lógica y el control emocional. El control emocional lo era todo.

Aun así, esa calurosa tarde de agosto, con el canto de las cigarras en los campos que había a su espalda y el rumor de las olas golpeando la orilla, estaba dispuesto a admitir que el control y la lógica se le estaban escapando a toda velocidad.

Estaba tan enfadado que se lo llevaban los demonios.

En Manhattan, cuando un trato de negocios lo llevaba a la ira, iba al gimnasio y se subía al cuadrilátero para hacer un par de asaltos, pero no estaba en Nueva York, sino lo más al este que se podía estar de la ciudad sin sumergirse en el Atlántico.

Se encontraba en Southampton, en la exclusiva costa sur de Long Island. Había ido allí en busca de la elusiva intimidad y no iba a permitir que un idiota llamado Izzy Orsini le estropeara el día.

Durante la última hora, Rio había descargado su mal humor con una pala. Si alguno de sus socios lo hubiera visto, se habría quedado atónito. Rio D’Aquila vestido con vaqueros, camiseta y botas de trabajo. Rio D’Aquila en una zanja, sacando tierra a paladas.

Imposible.

Pero Rio había cavado zanjas antes, aunque nadie de su mundo actual lo supiera. No había esperado cavar ese día, desde luego, pero era mejor que estar quieto y encolerizándose por segundos. Sobre todo cuando el día había sido perfecto dos horas antes.

Había llegado temprano, pilotando su propio avión, al pequeño aeropuerto de Easthampton. Allí había recogido el Chevy Silverado de color negro, que había dejado su capataz, y conducido hasta Southampton.

El pueblo era pequeño, pintoresco, y muy tranquilo un viernes por la mañana. Rio había aparcado y entrado en una cafetería para desayunar con el hombre que estaba instalando la piscina en la casa que había construido recientemente. La piscina se extendería sobre las dunas desde la terraza de la segunda planta, y habían hablado de su tamaño y de las vistas que tendría. La conversación había sido agradable, casi tanto como estar sentado en una cafetería sin ser el centro de atención.

Esa era una de las razones por las que había decidido construir una casa de fin de semana allí, en seis acres de tierra, de precio prohibitivo, con vistas al océano.

En general, aunque siempre había excepciones a la norma, en los pequeños pueblos del este de Long Island nadie molestaba a los famosos.

Allí podía ser él mismo. Salir a comer, dar un paseo. Era como un código no escrito: construir allí implicaba volverse invisible.

Para un hombre que solía viajar rodeado de guardaespaldas, o caminar por la acera con una limusina al lado, para subir a ella de un salto si era necesario, era un pequeño milagro.

Así que Rio había disfrutado de sus huevos con beicon, paseado por las calles, e incluso entrado en la ferretería a echar un vistazo, como si fuera a tener que comprar martillos y sierras.

De hecho, en otros tiempos había tenido esas herramientas y las había usado para ganarse el pan. Pensó, con cierta añoranza, que si hacía falta alguna estantería en su nueva casa, la pondría él. No era tan tonto como para creer que trabajar con las manos era edificante para el carácter, pero habría sido agradable llevar una vida más sencilla.

A media mañana se había reunido con el especialista en seguridad, que había instalado un sistema ultrasofisticado en la casa y en sus alrededores. Se habían sentado en la terraza de una heladería, bajo una sombrilla azul.

Rio no había sido capaz de recordar la última vez que había tomado un helado de fresa. Se sentía bien, perezoso, satisfecho. Casi había tenido que obligarse a prestar atención.

El sistema de seguridad de la verja fallaba. Según el guardés, las voces que llegaban a través del intercomunicador se perdían entre ruidos de estática, resultando incomprensibles, y el cierre de la verja no funcionaba siempre.

Era una zona agradable y en la verja solo había una discreta placa con el nombre Eagle’s Nest, pero Rio no era tonto. Un hombre como él necesitaba seguridad.

–No se preocupe –le había asegurado el tipo–. Iré a solucionarlo el lunes, a primera hora.

Rio había conducido hasta su casa. El camino de entrada aún no estaba acabado y tenía baches, pero nada habría podido disminuir el placer que le producía el lugar.

La casa era justo como la había querido. Madera clara y mucho cristal. Sería su refugio del mundo competitivo y despiadado en el que vivía.

El contratista lo esperaba para comentar algunos detalles. Después tenían que entrevistar a los tres candidatos para realizar el paisajismo de la terraza trasera y los dos porches. No eran tres candidatos, eran cuatro. Se maldijo por olvidarlo otra vez.

Rio tenía ideas muy claras de lo que quería y pensaba participar activamente en el diseño, igual que había participado en el de la casa.

El guardés estaba allí también, pero se marchaba en ese momento. Le dijo a Rio que se había tomado la libertad de meter algunas provisiones en la nevera.

–Cosas para el desayuno, como huevos, beicon, pan. Y unos filetes, maíz y tomates de la zona, y un par de botellas de vino. Por si decide pasar la noche aquí.

Rio le dio las gracias, aunque no tenía planes de quedarse. Había tenido que cancelar dos reuniones para ir a entrevistar a los tres candidatos al empleo de paisajista el mismo día.

Cuatro. Cuatro candidatos. Suponía que le costaba recordarlo porque no le apetecía entrevistar al cuarto. Nunca era buena idea mezclar la amistad y los negocios, pero cuando un amigo te pedía que al menos hablaras con su primo, o tío, o lo que diablos fuera ese Izzy Orsini de Dante Orsini, había que flexibilizar las normas.

Unos minutos después, Rio sacó una cesta de merienda del Silverado. Le había pedido a su ama de llaves que le preparase el almuerzo. Resultó ser bastante elegante. Finas lonchas de ternera asada fría en pan francés, un trozo de cheddar curado, una botella de vino fresco, fresas y diminutas pastas de mantequilla.

Junto con, por supuesto, servilletas de lino, copas y tazas de porcelana.

Rio y el contratista se sonrieron. Ambos vestían pantalones vaqueros y estaban sentados sobre cubos puestos del revés en la terraza inacabada, con la comida colocada sobre un tablón de madera.

Cerveza fría y bocadillos de jamón y queso habrían encajado mejor con el ambiente, pero la comida estaba rica y no dejaron ni una miga.

Los paisajistas empezaron a llegar poco después. Aparecieron uno tras otro, exactamente a las horas previstas. Rio les abría la verja, que parecía funcionar perfectamente, desde la casa. Eran hombres de la localidad, eficientes, profesionales y deseosos de conseguir lo que sería un buen contrato de obra.

Todos llegaron con carpetas brillantes llenas de diseños informatizados, sugerencias de posibles trazados, fotos de proyectos previos y hojas de cálculo muy detalladas.

Escucharon atentamente mientras Rio les explicaba lo que ya sabían. Quería que el perímetro de la terraza tuviera el aspecto más natural posible. Y las zonas soladas también. Con plantas verdes, arbustos y tal vez flores, o arbustos que florecieran. Rio estaba dispuesto a admitir que no sabía nada de jardinería, pero les dejó muy claro el efecto que quería lograr.

–Lo que quiero –dijo a cada uno de los candidatos–, es que la terraza parezca fluir desde los campos que hay detrás de la casa. ¿Eso tiene sentido para usted?

Cada uno de los hombres asintió y realizó un boceto rápido con ideas. Aunque ninguno de ellos había sido exactamente lo que Rio quería, había sabido de inmediato que podría elegir a cualquiera de los tres tipos y, al final, quedar satisfecho.

Tres paisajistas excelentes.

Pero, por supuesto, había un cuarto.

El contratista le dijo que lo entendía. Un amigo de un amigo. Sabía bien lo que eran esas cosas. El amigo del amigo se retrasaba, pero ambos se sentaron a esperar.

Y esperar.

–El tipo tendría que saber que no ganará puntos llegando tarde –dijo Rio al cabo de un rato.

–Habrá pinchado. O algo –apuntó el contratista.

–O algo –dijo Rio.

Pasaron diez minutos más. Rio pensó que si no hubiera ido a esa fiesta, no estaría allí esperando para entrevistar a otro paisajista.

La fiesta había tenido lugar hacía unas semanas. Dante Orsini y su esposa, Gabriella, habían invitado a algunas personas a su ático, para un acto benéfico. Rio había ido acompañado por una mujer con la que llevaba saliendo un par de meses.

Ella se había excusado para ir al aseo, «tocador», según ella. Dante había hecho una mueca, había puesto una copa en la mano de Rio y lo había conducido a la terraza, donde había menos gente.

–Al tocador, ¿eh? –había dicho Dante irónico, recordando sus tiempos de soltero.

–Todo lo bueno llega a su fin –había contestado Rio, sonriente.

Los amigos habían brindado y bebido un sorbo de bourbon. Luego Dante había carraspeado.

–Hemos oído que estás construyendo una casa en los Hamptons.

Rio había asentido. Todo se sabía antes o después.

Nueva York era una ciudad grande, pero la gente como Dante y él se movía en círculos relativamente pequeños.

–En Southampton –había confirmado–. El verano pasado visité a un amigo allí. Lucas Viera. ¿Lo conoces? Tiene una casa en la playa. Muy privada y tranquila. Me gustó lo que vi, y ahora…

–Y ahora –había dicho Gabriella Orsini sonriente, agarrándose al brazo de su marido–, necesitas paisajista –su sonrisa se amplió–. ¿Verdad que sí?

–Bueno, sí, pero… –Rio se había encogido de hombros.

–Conocemos a la persona ideal.

Para sorpresa de Rio, Dante se había sonrojado.

–Izzy –había dicho Gabriella, señalando las frondosas plantas que bordeaban la terraza–. Ese trabajo es de Izzy. Espectacular, ¿no crees?

Rio había mirado las plantas. No eran espectaculares, pero sí agradables y el conjunto tenía un aspecto natural.

–Eh –había empezado Dante–, verás, Izzy está intentando independizarse, y…

–Y –había comentado Gabriella con dulzura–, no estamos por encima de un poco de nepotismo, ¿verdad, cariño?

Entonces Rio había entendido el asunto. La esposa de su amigo estaba elogiando el trabajo de algún pariente de su marido. Un primo, o tal vez un tío, porque Rio conocía a los cuatro hermanos Orsini y ninguno se llamaba Izzy.

En cualquier caso, daba igual. Las plantas de la terraza estaban bien. Y a Rio le gustaban Dante y Gabriella, que habían nacido en Brasil, su país adoptivo. Así que cuando llegó el momento de ocuparse del paisajismo, Rio le había dado el nombre y el correo electrónico de Izzy Orsini al contratista, que había organizado la fecha y hora de la cita.

Una cita a la que Izzy Orsini no había acudido.

Había seguido pasando el tiempo, con el contratista esforzándose por no mirar su reloj, hasta que Rio por fin se hartó.

–Estoy seguro de que tienes mejores cosas que hacer que esperar a un tipo que no va a aparecer –le había dicho Rio al contratista.

–¿Está seguro, señor D’Aquila? Porque si quiere, puedo…

–Llámame Rio, ¿de acuerdo? No es problema, me quedaré un rato, por si acaso.

Y eso, pensó Rio, clavando la pala en la tierra, lo devolvía al presente. Llevaba dos malditas horas esperando a Izzy Orsini.

Merda –masculló. Su ira aumentaba proporcionalmente a la profundidad de la zanja que cimentaría un murete de piedra; al ritmo que iba, se arriesgaba a seguir cavando hasta China.

Se apoyó en el mango de la pala y se limpió el sudor de los ojos con un musculoso antebrazo.

Ya no le quedaban excusas para el primo de Dante. Tal vez Orsini había entendido mal la hora. Tal vez había pinchado. Tal vez su tía abuela había tenido un ataque de fiebre infecciosa, o lo que fuera que tuviesen las tías abuelas.

Podría haber explicado cualquiera de esas cosas con una llamada telefónica, pero Orsini no había llamado.

Rio apretó los labios.

Ya había perdido demasiado tiempo con ese asunto. Sería incómodo explicarles a Dante y a Gabriella lo ocurrido, pero estaba harto.

Una sombra pasó por encima de él. Rio echó la cabeza hacia atrás y vio a una bandada de pelícanos dirigiéndose hacia el océano. El refrescante océano.

Eso lo convenció.

Sacó la pala de la tierra y la llevó donde la había encontrado.

Había comprado ese lugar para relajarse. Y en ese momento le hervía la sangre por pensar en un idiota que había dejado que se le escapara un contrato tan bueno como ese.

Él no habría dejado que se le escapara algo tan importante. Habría caminado, gateado o hecho lo que hiciera falta para acceder a un trabajo bien pagado y que podía llevar a algo mejor.

No era raro que Gabriella hiciera publicidad a ese idiota de Orsini. Era obvio que no sabía hacer nada por sí solo.

Rio se estiró y rotó los hombros. Le dolían los músculos. Se había raspado dos nudillos y tenía tierra bajo sus habitualmente impolutas uñas.

La verdad era que había disfrutado de ese par de horas de trabajo físico, igual que disfrutaba en el cuadrilátero del gimnasio. Pero ya tenía suficiente. Se sacó la camiseta y la utilizó para secarse el sudor del rostro.

El sol empezaba a hundirse en el horizonte. El día llegaba a su fin. Odiaba marcharse de allí para volver a la ajetreada y calurosa ciudad.

Rio decidió ir a nadar. Después, en vez de volar de vuelta a Manhattan, pasaría la noche allí. No había razón para no hacerlo. La mayoría de los muebles había llegado. Gracias a su guardés tenía filetes, maíz fresco e incluso vino. Cuanto más lo pensaba, mejor le…

Zum.

Se preguntó qué diablos era el zumbido. ¿Una abeja? ¿Una avispa? No. Era el intercomunicador de la verja.

Zum. Zum. Zum.

Tenía que ser Orsini. El idiota había aparecido por fin, pero tres horas tarde.

Rio casi se rio. El tipo tenía valor, no podía negarlo. Pero no iba a abrirle. Los negocios habían acabado por ese día. Estaba en su tiempo libre. Su tiempo para…

Zum. Zum. Zum. Zum.

Rio cruzó los brazos y se mantuvo firme.

La maldita cosa zumbó de nuevo.

Rio achicó los ojos, fue hacia el intercomunicador y pulsó el botón.

–¿Qué? –rugió.

Escuchó una explosión de ruido estático.

Rio maldijo y dio un golpe al botón. No sirvió de nada. Orsini debía de seguir pulsando el botón, o el condenado aparato volvía a fallar. Solo se oía estática.

Zum. Zum. Zum. Zum.

Tensó la barbilla. Dejaría entrar a Orsini y le daría una lección de cortesía y puntualidad.

Hizo una bola con la camiseta y la tiró a un lado, abrió las puertas de cristal que daban al salón y cruzó la casa hasta el vestíbulo, dejando huellas de barro en los suelos de mármol.

–Maldición –rugió, abriendo la puerta. Luego se calló.

Alguien llegaba caminando apresuradamente por la carretera inacabada. Intentando apresurarse, más bien, pues era imposible correr sobre una superficie desigual y pedregosa con… ¿tacones de aguja?

Su visitante no era Izzy Orsini.

Era una mujer.

Maldijo al intercomunicador estropeado.

Una vez ya le había ocurrido algo así. Una mujer había decidido que él era su amor verdadero. No había hablado con ella, ni oído su nombre, ni la había visto en su vida. Pero él era su fijación. Le había enviado cartas, mensajes de correo, regalos y tarjetas. Lo había seguido sin descanso, y había acabado instalándose cerca de su piso de Manhattan; llegado ese punto, había optado por denunciarla.

¿Era la misma mujer?

No. Su acosadora había tenido unos cincuenta años, era baja y contundente. La mujer que veía era joven, de unos veintitantos años. Alta, esbelta y vestida como si fuera a una reunión de junta directiva: zapatos de tacón de aguja, una blusa blanca bajo el traje de chaqueta, el pelo oscuro retirado de la cara. No parecía una acosadora demente ni una reportera curiosa, pero a Rio eso le daba igual.

Lo único importante era que ella no pintaba nada allí.

–Quieta ahí –ladró Rio. Como su orden no la detuvo, trotó escalones abajo–. He dicho…

–El señor D’Aquila me espera.

No era ni una reportera ni una loca que lo buscara, o lo habría reconocido incluso descamisado, con vaqueros y botas de trabajo. Pero sin duda era una mentirosa con planes propios.

Rio esbozó una sonrisa débil.

–Le aseguro, señora, que eso sería una sorpresa para él.

Ya solo los separaba medio metro. De cerca, vio que tenía un roto en la falda, barro en los zapatos de tacón y una mancha en la blusa. El pelo no estaba tan bien recogido como había pensado; algunos mechones oscuros y rizados, se estaban soltando alrededor de su cara.

Era un rostro interesante. Triangular. Pómulos altos, grandes ojos verdes. Le pareció felino.

Si había tenido algún accidente, supuso que podría, al menos, ofrecerse a…

–Su actitud sí que sería una sorpresa para él –dijo Isabella Orsini, confiando en que no le temblara la voz; por dentro se sentía como un cuenco de gelatina a medio cuajar. Con todo lo que había pasado ese día, no iba a permitir que un tipo medio desnudo y muy guapo, lacayo de un hombre demasiado rico, poderoso y egocéntrico, la detuviera.

Siguió un momento de silencio. Entonces Don Medio-Desnudo enarcó una ceja negra.

–¿En serio? –dijo en un tono suave que, aun así, le aceleró el corazón a Izzy.

–En serio –contestó, alzando la barbilla.

Don Medio-Desnudo esbozó otra débil sonrisa e indicó la puerta con la mano.

–En ese caso –dijo, con una voz que sonó como un ronroneo–, será mejor que entre.

Capítulo 2

UN HOMBRE medio desnudo.

Una casa en mitad de la nada.

Una puerta abierta, una invitación a entrar.

Izzy tragó saliva con fuerza.

¿Realmente quería hacer eso? No le gustaba correr riesgos. Todo el mundo lo sabía, incluso su padre, que no sabía nada sobre ninguno de sus hijos.

–He oído que te estás planteando aceptar un cliente nuevo, Isabella –había dicho Cesare Orsini durante una de las inevitables cenas dominicales en su mansión–. Pero no lo harás.

–¿Perdona? –había dicho Izzy.

Su padre le había dedicado una de sus miradas estilo «Soy el cabeza de esta familia», excepto que, por supuesto, sus miradas como don de la famiglia más poderosa de la Costa Este tenían mucho más impacto en aquellos que lo temían que en sus hijos e hijas.

Para ellos no era el cabeza de nada. Tan solo era una vergüenza que tenían que sobrellevar por amor a su madre.

–¿Acaso no hablo inglés tan bien como tú? He dicho que no trabajarás para Rio D’Aquila.

–Y lo dices ¿por?

–Lo conozco y no me gusta lo que sé. Por lo tanto, un puesto que te convierta en su sirvienta está fuera de lugar.

Isabella se habría reído si no hubiera oído a menudo la opinión de su padre sobre lo que hacía para ganarse la vida.

–No soy una sirvienta, soy una horticultora licenciada por la Universidad de Connecticut.

–Eres jardinera.

–Desde luego que sí. ¿Y si fuera eso que tú denominas sirvienta? No hay nada deshonroso en ser criada o cocinera.

–Los Orsini no bajan la cabeza ni doblan las rodillas ante nadie, Isabella. ¿Está claro?

Nada había estado claro, empezando por cómo había descubierto su padre que la habían invitado a hacer una oferta a un millonario de quien no había oído hablar hasta hacía un par de semanas, y acabando por cómo Cesare se atrevía a imaginar que aceptaría órdenes de él.

El que estuviera tan seguro de que lo obedecería, había sido lo que la había llevado a plantearse en serio la idea, cosa que no había hecho hasta entonces.

Decidió no pensar en eso. Ya era suficiente estar junto a un hombre guapísimo y medio desnudo, a punto de entrar en una casa que, tirando por lo bajo, tenía el tamaño de un hangar.

–¿Y? ¿Vas a entrar o has cambiado de opinión respecto al interés del señor D’Aquila por verte?

Izzy parpadeó. El guardés, o lo que fuera, la observaba con expresión divertida. Irónica, más bien. Isabella, pensando que no tenía ninguna gracia ser el entretenimiento del día, se irguió hasta alcanzar su metro setenta y dos de altura.

–No tengo la costumbre de cambiar de opinión sobre nada –dijo. Hizo una mueca. Había dicho una estupidez. Pero ya estaba dicha.

Sus pies, que por lo visto no tenían más que una tenue conexión con su cerebro, la llevaron a subir unos anchos escalones, cruzar el umbral y entrar en la casa. Dio un bote cuando la puerta se cerró de golpe a su espalda.

Deseó poder pensar que era el sonido de la condenación eterna, pero no era más que una puerta cerrándose. Y el vestíbulo de entrada era enorme. ¡Gigantesco!

–Sí que lo es. ¿Verdad?

Se giró en redondo. Don Medio-Desnudo estaba a su espalda, con los brazos cruzados sobre el pecho.

Un pecho impresionante, todo músculo, piel dorada y rizos oscuros.

Bajó la mirada y tragó aire. Su abdomen era una auténtica tabla de lavar. Eran músculos reales, seccionados por vello sedoso que descendía como una flecha hacia abajo…

–El vestíbulo –dijo él, con tono divertido y ronco. Ella lo miró–. Estabas pensando que es grande. Enorme, de hecho –sus labios se curvaron en una sonrisa–. Te referías a eso, ¿no?

Ella se sonrojó. Supuso que había pensado en voz alta, pero no… Achicó los ojos y lo maldijo para sí.

Estaba jugando con ella.

Pero no podía culparlo.

Si bien él estaba medio vestido, ella…

Estaba hecha un desastre.

Todo lo que llevaba puesto estaba sucio, rasgado o polvoriento. Unas horas antes había estado perfecta. O tan perfecta como podía estar. Había pasado más tiempo preparándose para esa reunión que para ninguna otra cosa en su vida.

Lo cierto era que ella no había hecho nada. Anna lo había hecho todo.