Corazones de gofre

 

 

 

Maria Parr

 

Traducción de Cristina Gómez-Baggethun

Título original: Vaffelhjarte

EDICIÓN NO VENAL

 

© De las ilustraciones: Zuzanna Celej

© De la traducción: Cristina Gómez-Baggethun

Edición en ebook: noviembre de 2017

 

© Nórdica Libros, S.L.

C/ Fuerte de Navidad, 11, 1.º B 28044 Madrid (España)

www.nordicalibros.com

ISBN DIGITAL: 978-84-16830-44-2

Diseño de colección: Diego Moreno

Corrección ortotipográfica: Victoria Parra y Ana Patrón

Maquetación ebook: emicaurina@gmail.com

Contenido

Portadilla

Créditos

 

El agujero en el seto

Theíco y la vecinica

Apagar una bruja

La barca de Noé

«Se busca papá»

La batalla de abuelos de Terruño Mathilde

Isak

Villancicos en pleno verano

El día que estrellé a Lena

El final del verano

Recogida de ovejas y viaje en helicóptero

El puñetazo de Lena

Nieve

El día más triste de mi vida

El abuelo y yo

Porrazo en trineo con doble conmoción cerebral y una gallina voladora

Jon de la Cuesta y la Yegua de la Cuesta

Lena y yo jugamos a la Segunda Guerra Mundial

El incendio

Los novios de San Juan

Sobre el autor

Contraportada

Maria Parr

(Fiskå, 1981)


Escritora noruega. De pequeña ya era una narradora entusiasta, y mantenía despiertos a sus tres hermanos hasta altas horas de la madrugada con sus cuentos. Parr comenzó a escribir historias en la escuela. Estudió Lenguas y Literatura Nórdicas en la Universidad de Bergen. Actualmente es profesora a tiempo parcial en la escuela secundaria en Vanylven. Los libros de Maria Parr han ganado muchos premios, entre ellos el Luchs, el Premio Brage, el Silbernen Griffel y el Prix Sorcière. Su trabajo también ha sido publicado en numerosos países con mucho éxito. En 2015, recibió por Corazones de gofre el Súper Premio que otorga la prestigiosa revista Andersen de Italia al mejor libro del año.

El agujero en el seto

La primera tarde de las vacaciones, Lena y yo montamos una tirolina entre su casa y la mía. Como de costumbre, Lena iba a ser la primera en probarla, así que se armó de valor y se encaramó al alféizar de la ventana, luego agarró bien la cuerda con ambas manos y lanzó los pies descalzos para enlazarlos alrededor de la tirolina. Cuando la vi arrastrarse hacia su casa y alejarse de la ventana, me pareció tan peligroso que tuve que contener la respiración. Lena cumplirá pronto nueve años, pero no es tan fuerte como los niños que le sacan algo de edad. Al llegar a la mitad de la cuerda, se le escurrieron los pies con un pequeño rish y de pronto estaba columpiándose entre dos segundas plantas, sujeta tan sólo por las manos. Se me aceleró el corazón.

—Uy —dijo Lena.

—¡Continúa! —le grité.

Pero Lena me hizo saber que no era tan fácil continuar como podía parecerle a alguien que sólo miraba desde la ventana.

—¡Pues aguanta! ¡Voy a salvarte!

Mientras pensaba, empezaron a sudarme las manos y crucé los dedos por que las de Lena estuvieran secas. Como se soltara, ¡caería al suelo desde dos pisos de altura! Y fue entonces cuando se me ocurrió lo del colchón.

Mientras Lena se aferraba a la cuerda, agarré el colchón de mis padres, lo saqué de la cama, lo empujé hacia el pasillo, lo tiré escaleras abajo, lo apretujé para meterlo en la entrada, abrí la puerta de la calle, lo bajé a patadas por los escalones y salí al jardín. Por el camino tiré una foto de mi tatarabuela que cuelga en la pared, la verdad es que se rompió. Pero prefería que la tatarabuela se hiciera añicos a que lo hiciera Lena.

Cuando por fin llegué junto a Lena, sus muecas me hicieron entender que estaba a punto de caer.

—¡Serás lentorro, Theo! —jadeó enfadada desde las alturas, con las coletas morenas ondeando al viento. Pero fingí no oírla. Como colgaba justo encima del seto, sería allí donde tendría que colocar el colchón. No habría servido de nada ponerlo en otro sitio.

Y por fin Lena Lid pudo soltarse de la cuerda. Cayó del cielo como una manzana pocha y aterrizó con un mullido porrazo. Dos de los arbustos del seto se partieron al instante.

Aliviado, me dejé caer al suelo mientras miraba a Lena gatear furiosa entre las ramas destrozadas del seto y la sábana ajustable.

—Puñetas, Theo, esto ha sido culpa tuya —dijo al levantarse ilesa.

Pensé que culpa mía, culpa mía, tampoco había sido, pero no dije nada. Me alegraba de que estuviera viva, como de costumbre.

Theíco y la vecinica

Lena y yo vamos a la misma clase. Y ella es la única chica. Por suerte estábamos de vacaciones, de lo contrario la habría palmado en coma, como dice ella.

—La verdad es que, si no hubieras tenido el colchón, al caer también podrías haberla palmado —le dije un poco más tarde, cuando salimos a estudiar el agujero en el seto. Eso Lena lo dudaba mucho. Dijo que a lo sumo habría sufrido una conmoción cerebral, pero que eso ya le había pasado, dos veces.

Aun así, me pregunto qué habría ocurrido si se hubiera caído sin tener el colchón debajo. Habría sido una pena que la palmara. Me habría quedado sin Lena. Y Lena es mi mejor amiga, a pesar de que es una chica. Nunca se lo he dicho a ella. No me atrevo a hacerlo porque no estoy seguro de que yo sea su mejor amigo. A veces creo que sí lo soy y otras veces creo que no. Depende. Pero le doy muchas vueltas a este asunto, sobre todo cuando pasan cosas como que se cae de una tirolina sobre un colchón que le he colocado yo debajo. Este tipo de situaciones suelen hacerme pensar en lo mucho que me gustaría ser su mejor amigo. No necesitaría que me lo dijera en voz alta ni nada, bastaría con que me lo susurrara, pero nunca lo hace. Lena tiene el corazón de piedra, o al menos lo parece a veces.

Por lo demás, Lena es delgada y tiene los ojos verdes y siete pecas en la nariz. El abuelo suele decir que come como un caballo y que tiene el aspecto de una bicicleta. Además pierde siempre que le echa un pulso a alguien, aunque eso, según ella, es porque todo el mundo hace trampas.

Yo tengo un aspecto normal, creo, el pelo rubio y un hoyuelo en una mejilla. Lo que tengo raro es el nombre y eso no se me nota por fuera, claro. Mis padres me llamaron Theobald Rodrik. Después se arrepintieron porque no está bonito darle un nombre tan grande a un bebé tan pequeño. Pero a lo hecho, pecho. Hace ya nueve años que me llamo Theobald Rodrik Danielsen Yttergård. Y eso es bastante tiempo, una vida entera. Pero afortunadamente todo el mundo me llama Theo, así que no lo noto mucho, salvo cuando Lena, de vez en cuando, me pregunta:

—¿Cómo era que te llamabas, Theo?

Y yo le respondo:

—Theobald Rodrik.

Y entonces a Lena le da un ataque de risa. A veces incluso se da palmadas en las rodillas.

El seto al que Lena y yo le hicimos el agujero es la frontera entre nuestras casas. En la casita blanca a un lado, vive Lena con su madre. En esa casa no hay padre, aunque Lena piensa que, si despejaran un poco el sótano, les cabría uno perfectamente. En la gran casa naranja al otro lado del seto, vivo yo. Nosotros tenemos tres plantas además del desván porque en mi familia somos muchos: mi madre, mi padre, Minda de catorce años, Magnus de trece, Theo de nueve y Caracola de tres. Y luego está el abuelo, que vive en el sótano. Según mi madre, somos el número máximo de personas que se pueden controlar. Cuando además viene Lena, pasamos a ser demasiados y la cosa se desmadra.

Eso andaba yo pensando, cuando Lena dijo que quizá iba siendo hora de que nos metiéramos en la cocina para ver si alguien tenía planes de tomarse un café con galletas. Y el abuelo los tenía. De hecho, sube cada dos por tres del sótano para tomarse un café. Es un hombre flaco y arrugado, tiene el pelo marchito y es el mejor adulto que conozco. Mi abuelo se quitó los zuecos y se metió las manos en los bolsillos del mono de trabajo, porque él siempre lleva mono.

—Vaya, vaya, aquí vienen Theíco y la vecinica —nos dijo, haciendo una reverencia—. Me da la sensación de que venimos con las mismas intenciones.

Mi madre estaba leyendo el periódico en el salón y no se dio cuenta de que habíamos llegado. Eso es porque está muy acostumbrada a que se nos llene la cocina de Lena y el abuelo. Aunque ninguno de los dos viva en casa, se dejan caer por aquí, la verdad es que Lena viene tanto que ya casi es vecina de sí misma. De pronto el abuelo cogió una linterna que estaba sobre la encimera de la cocina y se acercó de puntillas a mi madre.

—¡Manos arriba! —exclamó, apuntándola con la linterna como si fuera una pistola—. El café o la vida, doña Kari.

—¡Y galletas! —añadió Lena, por si acaso.

A Lena, al abuelo y a mí nos dan café con galletas casi siempre que lo pedimos. Mi madre es incapaz de negárnoslo. Por lo menos cuando se lo pedimos de buenas maneras, o cuando la amenazan de muerte con una linterna.

«Qué buena pandilla», pensé cuando los cuatro nos sentamos alrededor de la mesa de la cocina para merendar y hacer bromas. Mi madre se había enfadado bastante por lo de la tirolina, pero ya estaba recuperando el buen humor y de repente nos preguntó a Lena y a mí si nos haría ilusión hacer de novios en la Noche de San Juan.

Lena dejó de masticar.

—¿Este año también? ¿Quieres matarnos a bodas? —respondió casi a voces.

No, mi madre nos explicó que no tenía la menor intención de matarnos a bodas, aunque no llegó a decir más porque Lena la interrumpió enseguida. En su opinión era precisamente eso lo que estaba haciendo.

—Theo y yo tenemos empacho de bodas. Este año nos negamos —dijo, sin ni siquiera preguntarme antes. Pero no pasaba nada. No me importaba negarme. Siempre nos toca a Lena y a mí disfrazarnos de novios en la Noche de San Juan.

—No va a poder ser, mamá —le dije—. ¿No podríamos hacer otra cosa?

Tampoco esta vez mi madre alcanzó a decir nada antes de que Lena propusiera a bombo y platillo que este año hiciéramos nosotros la bruja. En el momento me llevé un buen susto, pero luego me alegré. Era justo que Lena y yo probáramos a hacer la bruja por una vez. Lena rogó, suplicó y empezó a dar saltos delante de mi madre mientras agitaba las manos.

—Deja que Theíco y la vecinica hagan la bruja. Seguro que a lo de los novios le encontramos remedio —dijo el abuelo.

Y así fue como Lena y yo conseguimos nuestro primer encargo de bruja, que, muy probablemente, también será el último.

Apagar una bruja

Lena y yo vivimos en una bahía que se llama Terruño Mathilde. El abuelo dice que Terruño Mathilde es un reino. Y aunque el abuelo cuenta muchas trolas, me gusta pensar que en esto tiene razón y que Terruño Mathilde es un reino, nuestro reino. Entre las casas y el mar se extienden nuestros campos, y por ellos corre un camino de gravilla que lleva hasta la playa. A lo largo de ese camino crecen unos serbales que, cuando hace viento, son estupendos para trepar. Todas las mañanas, al levantarme, miro el tiempo y el mar por la ventana de mi cuarto. Cuando sopla mucho viento, las olas rompen tan fuerte contra el malecón que salpican los campos. Cuando no sopla, el mar parece un charco enorme. Si te fijas bien, te das cuenta de que el mar cambia de tono de azul todos los días. De paso, también intento avistar el barco del abuelo, que se levanta todos los días a las cinco de la mañana y sale a pescar. Por detrás de nuestras casas, algo más arriba, pasa la carretera. Y al otro lado de ésta, suben unas cuestas por las que, en invierno, podemos tirarnos con el trineo y los esquís. Una vez Lena y yo construimos allí una pista de salto porque Lena quería ver si podía saltarse la carretera sobre el trineo. Pero aterrizó en medio de la calzada y después le dolía tanto el trasero que tuvo que pasarse dos días tumbada boca abajo. Lo peor fue que en el momento en que aterrizaba apareció un coche que tuvo que dar un frenazo antes de que pudiéramos volcar a Lena hacia la cuneta. Al final de las cuestas, mucho mucho más arriba, está la granja de Jon de la Cuesta, que es el mejor amigo del abuelo. Y más arriba aún, empiezan las montañas. Y cuando las remontas y pasas la cumbre, llegas a nuestra pequeña cabaña de verano. Se tarda dos horas en llegar hasta allí.

Lena y yo sabemos todo lo que merece la pena saber sobre Terruño Mathilde, y alguna cosa más. Así que sabíamos exactamente dónde buscar las cosas que necesitábamos para hacer la bruja.

Por suerte, el abuelo nos ha enseñado a hacer nudos de marinero y eso a Lena y a mí nos viene bien cada dos por tres, aunque hemos jurado por lo más sagrado que nunca volveremos a hacer una tirolina. El caso es que, esa tarde, Lena y yo nos dedicamos a hacer nudos de ballestrinque como locos para armar la bruja. Lena es muy rápida cuando se pone. Aun así, nos costó mucho que el heno no asomara por entre los trapos viejos con los que lo habíamos envuelto y además la bruja quedó bastante endeble, no había manera de enderezarla. Era tan grande como Lena y yo y daba el miedo justo. Al acabar, dimos un paso atrás y ladeamos la cabeza para observarla.

—Preciosa —dijo Lena con una sonrisa de satisfacción.

Justo cuando íbamos a guardar a la bruja en la cuadra vieja, apareció Magnus.

—¿Habéis hecho un espantapájaros? —preguntó.

—Es una bruja —le expliqué.

Magnus se echó a reír.

—¿Eso? ¡Es la bruja más cutre que he visto en mi vida! ¡Menos mal que va directa a la hoguera!

Me enfadé bastante, pero Lena se enfadó aún más.

—¡¿Por qué no te bajas a la playa a preparar la hoguera?! —le gritó a Magnus, tan fuerte que me vibró el jersey.

Y Magnus se fue, pero seguimos oyendo sus risas durante un buen rato. Le dije a Lena que seguramente era por envidia, porque Minda y él siempre se encargaban de hacer la bruja, pero no sirvió de nada. Lena estaba tan furiosa que empezó a darle patadas a la bruja hasta que se desmoronó y parte del heno se le salió por la barriga.

Después nos fuimos a casa de Lena a tomarnos un zumo. La madre de Lena pinta y hace obras de arte con cosas curiosas, así que tienen la casa llena de todo tipo de rarezas. En el lavadero, tienen incluso media motocicleta, pero cuando acaben de arreglarla tendrán una entera. Lena estaba tan rabiosa que hacía grandes burbujas en su zumo mientras recorría el salón con la mirada. De pronto dejó de resoplar y se quedó pensativa.

Encima del armario rojo del rincón guardan la muñeca más grande que conozco. La he mirado muchas veces. Tiene una mano suelta y la pintura de la cara un poco desconchada, pero la madre de Lena la ha adornado con flores. Ésa era la muñeca que miraba Lena.

Menudo susto me llevé al comprender lo que estaba pensando.

—No creo que podamos…

—Theo, las brujas se hacen con basurilla, puñetas. Y esta muñeca tiene más de setenta años, me lo ha dicho mi madre muchas veces.

—¿No será ya demasiado vieja? —le pregunté.

Pero a Lena le pareció una pregunta absurda, aunque tuviera que decirlo ella misma. Cuanto más vieja, mejor. Así que empujó la vieja mecedora hasta el armario y me ordenó que bajara la muñeca.

—Me tiemblan las rodillas —murmuré.

Entonces Lena me las agarró con sus muchos dedos.

—Ya no.