MOTIVOS PARA MATAR

 

 

 

RODRIGO PALACIOS

 

Diseño de la sobrecubierta: Salva Ardid Asociados

Diseño de la colección: Pepe Far

Primera edición: noviembre de 2016

Primera edición en e-book: diciembre de 2017

© Rodrigo Palacios, 2016

© de la presente edición: Edhasa, 2017

Diputación, 262, 2º 1ª

08007 Barcelona

Tel. 93 494 97 20

España

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ISBN: 978-84-350-4704-3

Producido en España

«El poder cree que las convulsiones de sus víctimas son de ingratitud.»

Rabindranath Tagore

«Todos nos volvemos un poco locos a veces.»

Ted Bundy

Entrando en la cámara

Cuando reúno documentación sobre temas que desconozco lo hago con el mayor interés y la mayor humildad. Sé que me habré equivocado, pero espero que el lector entienda que una novela no es un lugar al que acudir en busca de rigor, sino de credibilidad narrativa. En ocasiones, la realidad es tan increíble que necesita de la ficción para ser descrita.

El mercado de las armas

En un principio pensé que el núcleo de esta novela sería el tráfico de armas. Después descubrí que no era necesario superar la barrera hacia el extremo ilegal del negocio, porque la parte legal ya ofrecía un tapiz lo bastante oscuro. Es un hecho que existe un velo de ocultación sobre la venta de armas. En España, sin ir más lejos, las decisiones sobre las exportaciones de armamento y material de doble uso dependen de los informes secretos de la JIMDDU.

La información sobre ventas hacia el extranjero no se conocen hasta que el SIPRI, principal organismo observador del mercado armamentístico, emite su famoso «SIPRI Yearbook» a mediados del año siguiente.

En el momento en que escribo estas líneas, el último año del que se tiene registro completo es 2014. En dicho año, España realizó exportaciones de material de defensa, otro material antidisturbios, armas de caza y tiro deportivo y material de doble uso por valor de 3428 millones de euros. Para entender lo que constituye este montante podríamos compararlo con el total exportado por sectores tan representativos de nuestra economía como el vino (2562 M€) o el aceite de oliva (2895 M€), y descubrir que, en términos económicos, España vendió en 2014 más armamento que vino o aceite.

Es cierto que son productos que no guardan la misma relación de coste/beneficio, pero en todo caso llama la atención que cualquier español sepa que somos una potencia mundial en la venta al exterior de vino y aceite, y sin embargo desconozca que entre 2009 y 2014 fuimos el séptimo país exportador de armas en todo el mundo.

Existe una problemática constante para las organizaciones que intentan establecer un sistema de trazabilidad que ayude a mejorar el control de las armas convencionales. Los datos de exportaciones llegan a ellos cuando las armas ya están en destino o, en el peor de los casos, cuando ya han cambiado de manos. Para entonces, lo único que pueden hacer Amnistía Internacional, Intermon Oxfam o FundiPau (por citar algunas) es reiterar las mismas recomendaciones que plantearon el año anterior.

(Fuentes de las cifras: Informe Anual 2014. Ministerio de Agricultura, Alimentación y Medio Ambiente; Armas Marca España..., FundiPau.)

Tecnología

El DARPA y la Universidad de Standford han trabajado en su propia versión del traje de piel de geco, y ya existe una empresa de Massachusetts que lo comercializa. Hay varias entidades enfrascadas en la fabricación de la tela de la viuda negra, pero es un insecto difícil de criar en cautividad, motivo por el que se han desviado los esfuerzos hacia la alteración genética de gusanos de seda, levaduras y bacterias.

El humanoide es el ingenio más irreal de cuantos aparecen en el libro. La robótica no ha alcanzado tamañas cotas de perfección, y aún está a bastantes años de alcanzarla. Aunque la vistosidad de muchos robots con aspecto humano puede hacernos creer que nos encontramos cerca de la meta, la realidad es que todavía tendrá que mejorar mucho el gobierno autónomo de las máquinas. Gran parte de los que se nos presenta como robótica es, en realidad, control remoto.

Soldados privados

Ninguna empresa ha sido elegida como modelo para crear las empresas ficticias que aparecen en el libro. Sí existió, en cambio, Blackwater -que más tarde adoptaría el nombre de Academi-, y fue real también el suceso en el que algunos de sus hombres se vieron envueltos en Bagdad. El atentado de Latifiya contra espías españoles mencionado por Arguimbau y Sopena sucedió igualmente.

Es ficticio, en cambio, el ataque a la Base de Apoyo Avanzado de la ISAF en Herat. Lo he creado basándome en datos públicos sobre el equipamiento (helicóptero Superpuma) y personal (Fuerza de reacción rápida) de la base.

La hipotética privatización de la seguridad nacional se apoya sobre elementos reales. La ley de Seguridad Privada menciona en su artículo 40 la posibilidad de que «establecimientos militares u otros edificios o instalaciones de organismos públicos» sean vigilados por hombres armados y pertenecientes a una empresa privada. Es un hecho que existen desde 2008 empresas de seguridad privada en España con hombres capacitados para ejercer su actividad en territorios de alto riesgo. El paso que algunos de estos soldados privados esperan para que su actividad dé el salto definitivo es que la legislación española permita, precisamente, la protección de bases militares ubicadas en el extranjero por parte de personal no perteneciente al ejército, del mismo modo a como ocurre en los inicios de Defensiva.

Archivos Secretos

El cierre de los archivos históricos de Defensa y del Ministerio de Asuntos Exteriores es también verídico. Los dos investigadores de la Universidad Complutense de Madrid a los que se hace mención por haberlo descubierto son Alvaro Jimena Millán y Carlos Sanz Díaz. La razón de este cierre sigue siendo un misterio. No fue justificada por parte del Gobierno que lo llevó a cabo ni por ninguno de los siguientes. La versión que plantea Arguimbau, apuntando a los ataques informáticos sufridos por el CNI en 2004 (también auténticos) como causa principal, son sólo una posibilidad. Parece probable que no haya un único desencadenante, sino que todo sea fruto de la cadena de acontecimientos que terminaron por hacer temer por la integridad de la información custodiada por el Estado (los vuelos de la CIA descubiertos en 2008, los ciberataques de 2009, el escándalo Wikileaks de 2010.). Parte de esa información incluye documentos asociados a la guerra civil: actividades de la censura, expedientes sobre desertores y desterrados, información sobre «batallones de trabajo» y campos de concentración, espionaje español en la etapa de la dictadura, planes de respuesta ante posibles invasiones extranjeras, dosieres políticos sobre el protectorado de Marruecos y la cesión de material bélico por parte de Estados Unidos.

Al margen de este caso en concreto, España cuenta con un problema de base que aún no ha sido atacado con rigor: no existe ninguna ley sobre desclasificación de secretos oficiales. La normativa vigente tiene origen en 1968 -aún en dictadura-, y sólo ha sido levemente retocada diez años después. A día de hoy, no contamos con una ley de secretos oficiales que estipule la duración de la clasificación de ningún documento.

A pesar de ello, Jimena y Sanz no se quedaron de brazos cruzados. Hoy forman parte de un grupo de trescientos investigadores y personalidades del mundo de la cultura que no han cejado en su empeño por lograr que los archivos vuelvan a ser abiertos.

Asesinas

Para cualquier atrocidad que una persona juzgue irrealizable existe otra persona con ganas de realizarla. Así de terrible es el cerebro humano.

Los psicópatas son ese patrón de personalidad que todos imaginamos como el malvado prototípico, que disfruta manipulando a los demás, y que nunca esperamos encontrar. Los estudios más recientes apuntan a que en muchos casos no sabríamos diferenciar estos perfiles del resto de la población.

Sólo una pequeña parte de los psicópatas mata y, de éstos, sólo otra pequeña porción cumple con el patrón del asesino en serie. En este último grupo, lo común entre los varones es que actúen en solitario y ejecuten crímenes de violencia física. Las mujeres normalmente emplean métodos que no exigen un contacto directo con la víctima. Lo típico es el veneno. Si acuden a la violencia lo suelen hacer acompañadas de un varón cómplice de sus actos. El perfil más raro de todos es el de la mujer que mata en solitario.

Adriana no tiene un calco en la vida real. Por el nivel de su violencia podríamos compararla con Irma Grese, que actuaba al amparo de su empleo de vigilante dentro de los campos de concentración del III Reich. La mejor equivalencia sería una asesina depredadora, que preparara cada crimen y que evolucionara en el ritual asociado al mismo. Encajarían en ese patrón Aileen Wuornos -una prostituta estadounidense que mató a siete hombres en el plazo de siete meses-, o la española Remedios Sánchez, acusada de asesinar a tres ancianas y atacar a otras siete en el espacio de veinticuatro días. Aunque ninguna de las dos coincida exactamente con el perfil de Adriana, ambas pertenecen al mismo grupo de mujeres con comportamiento asesino de hombres. En este sentido es interesante la conclusión apuntada por Vicente Garrido en su libro La mente criminal, cuando señala que dicha novedad respecto de los patrones tradicionales en el comportamiento de las asesinas puede tener origen en el mismo desarrollo social que ha provocado cambios en otras áreas de las relaciones humanas.

Respecto a la teoría presentada por Carlos Migala, hay que apresurarse a afirmar que carece de todo fundamento científico. No es cierto que puedan encontrarse indicios de psicopatía en cualquier individuo. Un asesino en serie mata para encontrar su lugar en el mundo. Es su manera de autoafirmación y de crecimiento personal.

Hombres de negro

El GEO no me permitió una entrevista directa, pero lo presentado en la novela sí tiene un fundamento coherente con los procedimientos del grupo. Es cierto que el GEO operaba hasta hace poco únicamente desde Guadalajara, y también es verdad que suelen actuar de noche. Su índice de efectividad es muy alto porque también lo es la preparación de sus hombres. Cada año se presentan alrededor de cuatrocientos aspirantes al proceso de selección, y en algunas convocatorias no lo ha superado nadie. El entrenamiento es constante para conservar un elevado nivel de perfeccionamiento y de resistencia al estrés.

El grupo no había sufrido ninguna baja en acto de servicio hasta que tuvo lugar la explosión en el tristemente famoso piso de Leganés. Antes de aquel suceso, sólo habían fallecido dos miembros durante entrenamientos.

En cuanto a la descripción del equipamiento, los elementos mencionados durante el capítulo de la entrada en la casa de Valmayor son auténticos, y es igual de auténtico el hecho de que cuenten con medios para desintegrar una puerta en cuestión de un segundo. La imagen que normalmente se ofrece en televisión -con dos agentes balanceando un ariete- representa el modo más básico de método de entrada.

En el GEO hay un departamento dedicado a estudiar toda la tecnología que sale al mercado y puede ser interesante para el desempeño de su actividad. Si Defensiva existiera, los del GEO serían los primeros en poner a prueba sus inventos.

Para Miriam, que me enseñó a celebrar las derrotas.

MOTIVOS PARA MATAR

Prólogo

El hombre de la camisa blanca apretaba el paso hacia el Museo del Prado. Volvía la mirada repetidamente, nervioso, aun sabedor de la inutilidad de su gesto. Le perseguía un demonio informe, imposible de descubrir antes de que saltara de entre las sombras.

La noche, templada, se mostraba fría en su indiferencia. No había nadie en la calle. Ni gente. Ni coches.

No podía comprender que no hubiera coches.

Cruzó la calzada haciendo caso omiso del semáforo. Miró al cielo y tragó saliva. Las escasas estrellas visibles estaban ahí, donde siempre. No se dibujaba nada extraño en el firmamento. No creía estar soñando.

Empezó a correr. Los zapatos negros hacían demasiado ruido. El taconeo era un aviso de su posición. Pensó en quitárselos, pero de inmediato desechó la idea. Ni siquiera comprendía que pudiera plantearse algo así. No había razón para sentirse tan desamparado en medio de un lugar tan abierto.

No estaba encerrado. Sólo la noche lo envolvía. La noche y su soledad.

Cruzó por delante de la entrada principal del museo. Un inmenso cartel se desplegaba desde el techo al suelo, sobre las escaleras: «Surrealismo». Cínica pista de su situación.

Volvió a mirar atrás, pero no había nada. No quiso detenerse.

Escrutó hacia el frente persiguiendo algún consuelo. Allí delante, en lo alto, lo esperaba la iglesia de los Jerónimos. El campo santo en el que guarecerse de los fantasmas. Únicamente tendría que doblar la esquina del Prado y atajar el trecho que faltaba hasta las escaleras de subida. Un pasillo amplio, que acababa en el acceso a la ampliación del museo. Lo recorrería veloz, y ya estaría a los pies de la salvación.

Pero cuando hubo entrado en la recta final, restando pocos metros para el primer escalón, una figura delgada se agitó entre las sombras que resbalaban desde el edificio.

El hombre de la camisa se detuvo. Respiraba deprisa. Observó la forma humana que se recortaba bajo el umbral de la entrada nueva del Prado. Reconocía a quien lo perseguía. Sabía que era ella.

Tanteó sus posibilidades. Sólo quedaban las escaleras; tal vez lograra adelantarse intentando un arranque repentino, y alcanzaría la iglesia a tiempo para refugiarse.

Aun así, la verdad era evidente. Ella también respiraba rápido -la escuchaba-, porque había corrido tanto como él. Quizá más. Lo había llevado hasta allí. De algún modo inexplicable, le había tendido una trampa, y él había caído en ella. Lo había empujado para que corriera hasta donde estaba ahora mientras lo rodeaba por algún otro sitio. Como si ya supiera que iba a correr en esa dirección, y no en otra. Pero ¿cómo podía saberlo?

Sintió una punzada de terror en el estómago. No tenía opciones. No sabía hacia dónde ir.

Tal vez ella ya lo supiera.

La mujer saltó desde su escondite con decisión, como un relámpago. Un fugaz perfil que ocultaba el rostro bajo la protección del cabello desaliñado. Vestía de blanco de arriba abajo. Resultaba ilógico que no la hubiera visto antes.

El hombre de la camisa gritó y regresó sobre sus pasos. Los zapatos sonaban otra vez a muerte. Se desvió hacia el césped, queriendo dejar de oírlos. El error patente de correr con suelas planas sobre la hierba mojada. Absurdo.

En realidad, todo era absurdo. Un tipo que huía vestido con un traje de oficina sin terminar. Le faltaba la corbata y la chaqueta, y no sabía dónde los había dejado. No sabía si alguna vez los llevó puestos.

Trepando por la cuesta sentía el aliento de la mujer en la nuca. Se acercaba a él, veloz como el odio. Jadeaba en un apretado ritmo que buscaba saña. Dolor. ¿Por qué quería hacerle tanto daño? ¿Por qué a él, que ni siquiera entendía qué estaba haciendo allí?

Los pasos de ella eran más seguros, descalza por el césped. El hombre de la camisa se sintió embargado por otro ramalazo de terror cuando echó un momento la vista atrás y la soslayó ya encima.

Aquellos ojos abiertos como dos lunas. Aquella mandíbula apretada tras los labios fruncidos. ¿Por qué tantas ganas?

Iba a saltar sobre él, y sólo entonces se dio la vuelta el perseguido para trastabillar mientras se colocaba en defensiva. Se desplomó torpe de espaldas en tierra, perdiendo la oportunidad de apoyar un brazo para equilibrar el aterrizaje. Ella se lanzó al aire y le apartó la otra mano con una sacudida. Parecía invadida por el hambre. Levantó el cuchillo, preparó un seco ataque y lo abatió con facilidad. El filo se precipitó vertiginoso, y el hombre de la camisa no tuvo tiempo más que para reparar en el mango.

Un mango negro. Un cuchillo de cocina.

Una mujer despeinada y vestida de blanco lo perseguía con un cuchillo de cocina. Pero el terror no quería convencerlo de que fuera un sueño.

Ella ensartó la punta en el cuello, atravesándolo de un lado al otro. El hombre recibió el impacto con caliente sorpresa. Sus manos querían agarrarse al aire. Fue consciente de que un trozo de metal le cruzaba la garganta sin saber si todo aquello era dolor. El cuerpo se le agitaba impotente. Los brazos se zarandearon, combativos. Pero el daño ya estaba dentro. Lo había traspasado de parte a parte.

Demasiada realidad en tan poco tiempo.

El cuchillo salió, y entonces la mujer lo sostuvo en alto con ansia, en su mano temblorosa, en su gesto impaciente. Soportando una tortura interior que le impedía volver a bajarlo. Parecía lamentar la muerte de la víctima, cuando en verdad aguantaba las ganas de arremeter de nuevo.

El hombre de la camisa la observaba mientras intentaba respirar. El aire entraba, pero algo se iba y se venía con él. Le dolía mucho el cuello. Parecía hervir y deshacerse. Cerró los ojos con fuerza y luego los abrió cuanto pudo, llorando. Miraba el filo ahí arriba, goteando sangre, su sangre, y sentía que le dolía el propio cuchillo. Lo notaba más en su carne que fuera de ella. Seguía clavado desde la distancia.

Parpadeó horrorizado. La mirada de la mujer continuaba postrada en él. Lo estudiaba. Lo recorría a él y a su dolor. Estaba sentada sobre su pecho, evitando así que se levantara o se moviera. El de la camisa blanca sólo podía verla a ella mientras se revolvía desesperado. La tenía encima, eclipsando el cielo estrellado, inerme testigo de una muerte tan cierta.

Carraspeó, encogió los hombros y trató de zafarse, ya carente de impulso. Ella agitó su cuerpo apretando las piernas, antes de sonreír.

El que yacía en el césped habitó un relámpago de lucidez. La mujer disfrutaba con el espectáculo de su muerte. Se deleitaba con su terror. Lo vivía desde un plano imposiblemente pasional.

La presa no podía respirar, no podía moverse, no podía pensar. Le invadía la angustia. Pero ni así encontraba fuerzas. Aquella hija del diablo le había perforado en lo más hondo de la existencia. Cada latido escupía sangre al exterior, sangre que ella bebía con su mirada vidriosa, lasciva, pétrea y temblante.

Todo se desvanecía fugazmente, y lo único que quería el hombre de la camisa era poder incorporarse. Encontrar un modo de observar otra vez el mundo desde una posición diferente. No desaparecer tumbado. No desvanecerse mirando a lo alto, ahogando el ansia por descubrir otro espectáculo distinto del de la satisfacción de su verdugo. Ansiaba moverse; moverse un poco. Hacia un extremo. Por Dios, girarse hacia un lado. Un único instante en que ver la calle, el museo, lo que fuera. Lo suplicaba con la mirada.

Pero ella se mostraba implacable, apuntalada en el sitio con el quedo ímpetu de una estatua furiosa. La mano del cuchillo no se movía, y así la víctima no era capaz de intuir nada del mundo más que lo poco que se reflejaba en el filo. En la parte que no estaba manchada de aquel rojo apagado que lo inundaba de terror.

Se concentró en el metal, abatido, pugnando aún por distinguir una porción de lo que no podía ver. Lo encontró de un tono oscuro; quizá verde. Quizás era el césped que quería ser visto de aquella rara manera. O tal vez fuera el cielo. Sí, el cielo, que se repetía, cetrino, llenando su pensamiento mientras se desvanecía.

Mientras se marchaba.

Adriana inhaló profundamente y suspiró exhausta. Era maravilloso...

El tipo de la camisa ya no se movía. Lo zarandeó con las piernas, pero no hubo reacción; ni siquiera inconsciente. Ya no quedaba en él ni el inexplicable atisbo de lucha que se disuelve en los muertos recientes, cuando ya no es la consciencia, sino un espasmo de alma, lo que permite que los miembros bailen una última vez igual que la postrera cabezonería de un pez por volver al río.

Ahí no había nada. No sacaría más de él. Un cuerpo vacío.

Dejó resbalar el mango del cuchillo por su mano, y el arma cayó a tierra, desmadejada como el mismo muerto del que parecía formar parte.

Adriana se agachó lenta sobre el tipo de la camisa. Acercó la nariz a su cuello y lo olfateó con suavidad. Poco restaba por respirarle. Un desodorante excesivo destilado ya por el sudor. Siempre le parecía que mataba a hombres con poco olor natural.

Pero tampoco era excepcional, porque dentro de la cámara nada se antojaba muy real. Engañaba al tacto y a la vista. Engañaba al oído. Pero el olfato era astuto, y allí nada olía a realidad.

Ni siquiera aquel tipo que descansaba inerte sobre la hierba parecía auténtico.

Presentación

Al comandante Fermín Mesado no le gustaba hablar en público más que para dirigirse a hombres de guerra, pero entendía la necesidad de su participación en las presentaciones de los nuevos productos de la compañía. Miró hacia arriba desde el escenario, molesto por el incesante calor de los focos. Los fulminó con la mirada y permaneció estático, hasta que el chico de la cabina se sintió amenazado y redujo suavemente la intensidad de las luces.

-El negocio militar no se parece a ningún otro, por más que a muchos les guste insinuar lo contrario.

Mesado sabía que los comerciales se estarían revolviendo en sus asientos. Hacían denodados esfuerzos por educar al comandante, pero él se resistía con igual fiereza. Tenía su propio punto de vista. No le parecía que las palabras «estrategia» y «ventas» tuvieran cabida en la misma frase. Aquellos imberbes de labia fácil no entenderían nunca lo que era una estrategia. No sabían lo que había detrás de una palabra tan valiosa. Para ellos, todos los asuntos de la vida se podían reducir a la venta y la compra. Su idea simplificada del mundo.

Por mucho que los detestara, Fermín admitía secretamente la importancia de su presencia en la compañía. Defensiva no habría llegado hasta donde estaba sin la ayuda de algunos elementos poco apreciados por su creador. Aun así, el viejo gustaba de dejar caer aquellos guiños despectivos hacia los «vendebragas», como él los llamaba.

-Ningún otro mercado funciona de esta manera -insistió-, y en ninguna otra parte se encuentra a un cliente como el que requiere bienes de consumo de guerra. Tampoco nosotros nos vemos, por tanto, como un proveedor normal. Desde el principio, Defensiva fue pensada para satisfacer necesidades que aún no hubieran sido previstas por nuestros clientes. Atender sus demandas antes de que se hubieran percatado de ellas.

A los comerciales les gustaba hablar de crear necesidades. Ése era un punto en el que Mesado estaba de acuerdo. La ventaja de la industria armamentística era que las necesidades de cada cliente no hacían sino generar otras nuevas en el oponente, de manera que el mercado se autoabastecía y escalaba gracias a los requerimientos cruzados de unos y otros. Desde el punto de vista de una empresa ajena a patriotismos -si es que no lo eran todas-, no podrían desearse mejores condiciones para el crecimiento.

Fermín Mesado estaba curado de la lealtad a la patria. La época de desengaño había sido larga y penosa, pero la pasó, igual que se pasa el sarampión y termina uno por estar vacunado para toda la vida.

Ahora su visión del mundo era distinta. No estaba formado por mil enemigos o amigos potenciales de su propio país, sino por un mosaico de posibilidades. El insondable espacio de juego que encuentra un niño cuando llega a un centro comercial en Navidad. Opciones por todas partes. Sólo había que saber jugar las cartas, con quién jugarlas y cuándo.

Algunos clientes se portaban de un modo egoísta, al principio. Exigían exclusividad en ciertos productos, pero allí era donde Mesado aplicaba su proverbial mano dura. No se rendía ante consideraciones tales como la importancia del comprador. Era otra de las cosas que los comerciales no comprendían, pero él sabía lo que hacía. Confiaba en la calidad de su servicio y, al final, siempre se salía con la suya. El que pedía un trato especial, habría de pagarlo.

Siendo Defensiva el mejor fabricante de tecnología militar de la tierra, todos terminaban pagando.

-En la compañía sabemos lo que el cliente necesita porque lo conocemos. Nos preocupamos por conocerlo.

El espionaje era uno de los trabajos más caros. No sólo tenían que pagar a informadores dentro de cada ejército del planeta, sino también asegurarse de que no hubiera filtraciones hacia el exterior de Defensiva. Porque, hoy por hoy, nadie estaba a su altura.

-Es por eso que hemos decidido tomar una importante decisión: salir a bolsa para hacernos aún más grandes... -El comandante abrió los brazos en pretensión de entregarse a los presentes-. Hacernos con todos ustedes. Convertir a su suministrador de confianza en su mejor inversión.

«La mejor inversión para todos -pensó-. Todo el mundo invertirá en nosotros porque somos rentables; porque los mismos que nos hacen rentables son los propios inversores. Los que despiertan las guerras y luchan, unos contra otros. Los que se amenazan sin descanso. Los que pagan con su bravuconería las letras de nuestras hipotecas.»

-Pero para crecer hace falta ímpetu. Empuje. Y eso nunca nos ha faltado... -Fermín se separó del atril con un movimiento torpemente teatral. Caminó hacia el proscenio buscando un tono más distendido y cercano al público-. Hacen falta ganas de seguir inventando, de trepar por encima de nuestros propios sueños.

Ninguno de los presentes lo sabía, pero en la parte más adelantada del extremo izquierdo del escenario se había colocado un estrecho y alto muro de cristal, orientado adecuadamente para no proyectar reflejos hacia ninguna butaca. Sólo algún espectador aburrido lo podría haber descubierto en esa zona poco iluminada, pero ni aun así era probable que sospechara que tuviera ningún significado importante. Tal vez fuera un ornamento olvidado de otro evento anterior.

El comandante sonrió. Aquellos golpes de efecto eran lo que esperaban sus incondicionales. Defensiva era en las ferias de armamento lo que había sido Apple con sus keynotes. Estaban en cabeza de la carrera. Mucha gente los seguía en directo por internet.

Todas las grandes ferias pugnaban por conseguir que la compañía enseñara primero allí sus novedades. Lograrlo implicaba un inmediato incremento de asistencia y publicidad. Este año le había tocado a la HOMSEC de Madrid, más por motivos políticos que económicos. En realidad, los organizadores de la exhibición IDEX de Abu Dhabi habían pujado más fuerte, y habían tenido todas las papeletas para ganar. Lo habían logrado durante tres años consecutivos. Era la feria más importante del mundo, y se celebraba un mes antes que la de la capital de España.

A la compañía le costó mucho rechazar la oferta de los Emiratos, pero se encontraba en medio de un proceso de negociación para mejorar las condiciones de sus contratos con el Gobierno español. Estrenar producto y dar a conocer su salida a bolsa en Madrid era un gesto de gran importancia estratégica.

-Nuestro departamento de investigación, en línea con nuestro esfuerzo por avanzar y separarnos de los competidores, trabaja día a día para destacar. Para ascender.

Apenas hubo terminado la frase, una sombra de forma humana empezó a trepar pegada al cristal. Para el público era como si estuviera volando. Las luces de la sala se acomodaron al efecto, y los presentes no pudieron contener una bocanada de admiración.

La sombra trepó hasta detenerse a unos tres metros por encima del escenario, momento en el cual decidió girar la cabeza para darse a conocer a la platea. El tipo iba vestido de negro de pies a cabeza, y sólo unos afilados cristales oscuros delante de los ojos le otorgaban cierta apariencia viva. Un hombre araña de azabache.

-Esto es lo más nuevo... -El comandante se aventuró a señalar al inquietante escalador-. Lo último. Algo que nadie ha hecho nunca, y que nosotros ya tenemos fabricado y probado. Es lo que nos gusta hacer. Un tejido capaz de adherirse a cualquier superficie, otorgando a quien lo lleva el poder de moverse a voluntad por donde quiera y como quiera. De cualquier manera. En cualquier posición.

El trepador sacudió el cuello con ademanes de reptil. Era evidente que no se trataba de un soldado. Para una puesta en escena como aquélla había que contratar a profesionales del espectáculo. Sus enigmáticos ojos se volvieron hacia lo alto, justo cuando el comandante levantó los brazos hacia el techo, otorgando de nuevo un inusitado poder al iluminador de la sala. Una tenue penumbra lo cubrió todo, y en la techumbre del salón se perfiló un relajado tamiz de claridad; lo justo para que se adivinaran las siluetas de otros tantos hombres araña que tapizaban, boca abajo, la cubierta del teatro.

La exclamación de los espectadores dejó a un lado la sorpresa anterior. Ahora sí que los habían dejado de piedra. Los tipos de negro avanzaban rápidos como insectos hechos de carne, en una especie de persecución frenética en pos de un alimento invisible. Una débil música de bajos predominantes fue tomando posesión del ritmo de sus movimientos, en la emulación del principio de una película sobre el apocalipsis.

La venganza del mundo animal amenazando con caer sobre las cabezas del público.

El tamborileo fue en aumento, acompañado del incremento del volumen. El comandante decía algo desde el escenario, pero nadie podía escucharlo. Ya nadie lo miraba. Los arácnidos ejecutaban su procesión tribal con una destreza sobrehumana, repartiéndose en todas direcciones, bajando ya algunos por la pared, haciendo que los asistentes de los extremos se sintieran repentinamente incómodos y se inclinasen hacia sus compañeros de asiento. Había medio centenar de trepadores que tomaban posesión de todas las superficies, con tan sincrónica cadencia que se antojaba más innato que ensayado.

La música alcanzó un compás demasiado acelerado, y entonces se detuvo, de súbito, como si los altavoces ya no fueran capaces de conservarlo por más tiempo. Los de negro quedaron al instante congelados, cada uno soportando la última postura que hubieron alcanzado durante el baile. Las luces subieron lentamente desde el escenario y por los laterales para presentar el improvisado resultado escultural.

El público se otorgó entonces un respiro. El silencio se hacía patente por doquier. Aún se sentían amenazados, pero al tiempo contemplaban maravillados las imposibles poses de los que les observaban desde todas partes con aquellos ojos apagados. Algunos estaban sujetos con manos y pies, pero también los había colgando únicamente de una de sus extremidades, incluso sólo de unos pocos de sus dedos.

Imposible de creer si no lo estuvieran viendo.

-Éstas son las cosas en las que invertimos nuestro tiempo -sentenció por fin el comandante en tono calmado y conciliador-. Éstas serían las cosas en las que ustedes invertirían.

Desde el fondo, tímidamente, arrancó un aplauso, que tardó poco en ser secundado por los que precedían en asientos más avanzados, hasta elevarse en una entusiasmada ovación.

Fermín Mesado sonrió. Ya eran suyos.

En la última fila, Carlos Migala también sonreía levemente. Cumplió con el rito de los aplausos. Haberse quedado inmóvil no le habría ayudado a pasar desapercibido. Estaba allí para corroborar lo que ya sabía: que el comandante nunca presentaba sus inventos como a él le gustaba.

Migala no necesitaba reconocimiento alguno, tampoco pedía halagos. El comandante no era propenso a reconocer los méritos de nadie, y Carlos no había esperado recibir ninguno. Tampoco le importaba que se refiriera al autor de la obra como «nuestro departamento de investigación». No habría tenido sentido decir que estaba compuesto por un solo hombre. Nadie lo habría creído.

Carlos Migala era el tesoro mejor guardado de Defensiva. El comandante se había obsesionado particularmente con ello en los últimos tiempos. Ya no le hacía gracia ni siquiera que saliera del complejo que la compañía tenía a las afueras de Madrid.

No se lo podía prohibir, por supuesto, pero sí se lo podía poner difícil. Se aprovechó de su situación de hombre soltero para facilitarle su estancia en el interior de Defensiva el mayor tiempo posible. Por eso terminó por habilitar aquella zona exclusiva para él en el ala Este. Un grupo de habitaciones bien dispuestas y con buenas vistas, equipadas con todo lo que Migala solicitara. En principio, se suponía que no sería más que un rincón algo amplio en el que permitirle retirarse a pensar. El escondite del genio. Pero luego lo amueblaron, lo llenaron de caprichos y de utilidades. Nevera. Cocina. Salón. El televisor de cincuenta pulgadas. La cama.

Carlos no era estúpido. Comprendió desde el principio lo que estaba pasando, pero se dejó hacer. En realidad, no tenía ningún sitio al que volver. No desde que Marta murió... Allí dentro resultaba más fácil no pensar. No recordar.

Tenía miedo de regresar a la soledad de su piso.

Poco a poco, Migala terminó de convertirse en lo que toda Defensiva había sabido siempre que era: el alma de la empresa. Al comandante le encantaba otorgarse el mérito completo de haber levantado Defensiva desde sus cimientos. Enfatizaba el momento en que había reunido valor suficiente para lanzarse a por un negocio en el que pocos otros se atrevían a entrar.

La verdad del cuento era que la compañía no habría alcanzado tamaño éxito de no haber sido por el cerebro de Carlos. Sin él, Defensiva no habría pasado de ser un sencillo proveedor de infantería. Si las cosas tomaron el cariz adecuado fue porque Migala entró en el juego.

En realidad, Carlos había estado ahí desde el principio. Mesado lo contrató al mismo tiempo que creó Defensiva, y así lo convirtió en el primero de sus hijos, como a él le gustaba relatar. Sería más propio decir que se trató de uno de los padres del proyecto.

Carlos provenía de Bullet, la mayor proveedora -hasta la fecha- del ejército español. Fue así como lo había conocido el comandante. Supo ver en él a un tipo inteligente, verdaderamente despierto y trabajador. Eran cualidades que Fermín había aprendido a valorar.

Cuando abandonó el ejército, con cuarenta y cinco años, para emprender su nueva aventura, Fermín le ofreció a Migala un salario mucho mayor del que el joven ingeniero percibía por entonces.

Carlos acababa de casarse, y los niños estarían por llegar. El comandante sabía lo que hacía. Era la situación perfecta.

Carlos acogió la idea con entusiasmo. Conocía al comandante porque llevaba algunos años lidiando con él como cliente. Era un hombre peculiar, no había duda. Un militar chapado a la antigua, aunque a la vez dotado de un raro individualismo. Más que estar dispuesto a dar su vida por la patria, Fermín Mesado parecía estar esperando algo de ella. Era cercano en el trato, aunque siempre estudiaba detenidamente a quien tenía delante. Reservaba sus propias ideas, y era terco a la hora de defenderlas. El propio Migala estaba cansado de repetirle que no era ingeniero, sino físico, y que había una enorme diferencia entre ambas cosas. El comandante encogía los hombros; para él aquella distinción no tenía ninguna importancia, y acabó por ignorarla.

Juntos formaron un buen equipo, pero Mesado se esforzó en todo momento por establecer una fina línea de autoridad por encima de Carlos. A Migala le traía sin cuidado. La realidad del día a día fue estableciendo en qué coto cazaba cada uno.

Defensiva entró en un natural proceso de separación interna en dos divisiones: infantería y armamento. El comandante disfrutaba del aspecto más comercial del negocio, siempre a su manera. Es lo que lo acabó relegando a encargarse del departamento de soldadesca, como a él le gustaba definirlo.

Carlos, entretanto, se dispuso a la preparación de un laboratorio tecnológico en condiciones. En sus conversaciones con los clientes empezó a entender que si quería destacar en el negocio tendría que mirar más allá. Para despuntar, habría que ofrecer productos diferentes.

Fue una época de profundo análisis del mercado. Navegó por la red, las bibliotecas, la competencia y los cuarteles. Buscó oportunidades por doquier y resolvió que prácticamente todo lo que se necesitaba para hacer la guerra parecía estar inventado. No es que no fuera un ámbito dispuesto a las novedades; era evidente que existían pocos negocios más abiertos a la inventiva. El problema era otro: los competidores ya estaban muy dentro. Conocían el negocio tan bien -o mejor- que los clientes.

Para Migala no era ninguna ayuda contar con el comandante en la empresa, porque guardaba una visión anticuada sobre los asuntos de guerra. Lo observaba todo desde arriba, a gran escala, pero para vender tecnología había que volver al detallado trabajo de campo.

Así que Carlos Migala estaba solo. Eran él y su problema, y pocas posibilidades de solucionarlo. Preguntando a militares se encontraría con el mismo escollo una y otra vez: la competencia ya lo había hecho, y muy bien. No quedaba mucho donde rascar. Las pistas no saldrían de allí, sino de exprimir su propio cerebro.

Era a lo que estaba acostumbrado. Su éxito en sus estudios y en su vida laboral había tenido origen en su inusitada capacidad para destacar sobre otros hasta en las circunstancias más insospechadas. Carlos Migala tenía talento, y era consciente de ello. Y éste era uno de aquellos momentos en los que debía aferrarse a él. Aislarse y confiar en su instinto.

«¿Qué necesita el ejército?»

«¿Qué necesita el ejército?»

«¿Qué demonios necesita el ejército?»

La pregunta se repetía. Y dejó que lo persiguiera.

Despertaba con ella, comía con ella, dormía con ella. La escribió en pequeñas notas de papel que fue pegando por todas partes, para encontrarlas y no poder ignorarlas. Inundaban los rincones de la casa. El subconsciente peleaba por encontrar la respuesta cuando él ya ni lo notaba. La mesa del despacho se llenó de pegatinas. En la cocina había más. Y también en el salón, junto al teléfono.

Su mujer, incrédula, le preguntó si no querría que ella también se hiciera una camiseta con las cuatro palabritas de marras. Migala le dirigió entonces una de sus miradas despistadas.

-Es una idea -murmuró.

Pero la inspiración no llegaba y, mientras, la división de armamento se quedaba irremediablemente rezagada. Era como entrar a competir en una maratón con los que les han puesto nombres a todas las piedras del camino.

El comandante no estaba contento.

Aterrizó la Navidad en la misma rutina, y Carlos olvidó levemente su reciente pasatiempo para regresar a la preocupación compartida con su mujer: el niño que no llegaba. Lo habían intentado todo, pero no había manera de que se quedara embarazada. Y a final de año se presentaba otra vez la dichosa pesadilla. El hastío, más bien. Los juguetes por todas partes, el cierre de los colegios, los atascos, los restaurantes llenos. Niños y más niños.

En esa coyuntura fue en la que la cabeza de Migala pudo reposar al fin, en un abandono mundano de su tortura laboral. La pregunta se marchó por unos días, mientras él y su mujer se esforzaron por fingir que no pensaban los dos en lo mismo, y que sus miradas no se abandonaban hacia los turrones de la mesa, llenos de melancolía por una vida distinta mientras los demás reían. Ella se castigaba por habitar su absurda culpabilidad. Él, por no saber sacarla de ella.

A Carlos le gustaba observar a los niños jugar; se preguntaba cuánto de eso que ellos tenían quedaba aún en él. Su capacidad, inagotable, para transformarlo todo en juego. Conquistar los lugares más insulsos con la imaginación, siempre con una inmensa ansia de disfrute. Un espejismo al servicio de su dueño. Una herramienta que se suponía agotada al pasar a la edad adulta. Algo que Migala se empeñaba en desmentir. Él se sentía todavía como un niño. Quería sentirse como un niño.

El juego del adulto era del mismo tipo, tal vez, trasladado a otros ámbitos. Al sexo, al día a día. A la vida, siempre que a uno le era necesario observarla desde un ángulo distinto. Ése que ahora él pugnaba por asediar, y no alcanzaba. Sus ojos de adulto no hallaban respuesta.

Hasta que la iluminación llegó, de la manera más imprevisible.

Mientras observaba a unos chavales dándole patadas a una pelota, Migala se despistó en una cuestión intrascendente, tan tonta que no le pareció que mereciera más que unos pocos segundos. Indagando en su propia opinión del mundo, se preguntó cuál sería el más universal de los juguetes, la más pura esencia de lo que todo niño desea para jugar. Y la primera imagen que acudió a su mente fue la de una pelota. El más simple de los objetos. Simétrico por todas partes, respecto de todos sus ejes. Lleno de posibilidades. Capaz de ser creado a partir de cualquier material. Sonrió al pensar que quizá las manos humanas hubieran evolucionado hasta la forma que tenían para ser capaces de amasar una bola.

El juego era una necesidad natural. La esfera matemática adquiría capital importancia en la diversión. Todo el mundo, sin excepción, había jugado alguna vez con una pelota. Porque con una pelota se podía hacer de todo: lanzarla, correr detrás de ella, darle patadas, se podía.

Migala dio un respingo y carraspeó. Regresó de aquel halo de sueño en vida y se encontró sumido de pronto en una suerte de éxtasis instantáneo.

Ya lo tenía.

Maldita sea, ya sabía lo que tenía que hacer. Y era tan sencillo que le daba hasta miedo pronunciarlo. Si alguien lo escuchaba, dejaría de pertenecerle.

Tenía mucho trabajo por delante.

La tarea se presentó ardua desde el principio. Todos los pasos del proceso guardaban inconvenientes. Manejar una esfera desde el interior no era fácil, pero para mantener su inestimable ventaja, sólo podía conducirse desde dentro. Cualquier alternativa significaba dibujarle un chichón a una maravilla.

Así que Carlos se encerró en el laboratorio de prototipos y concentró sus esfuerzos en buscar una solución. Estaba seguro de que merecía la pena.

Por aquel entonces los medios de la compañía eran escasos. Su principal línea de negocio, los mercenarios -aunque el comandante detestara emplear ese nombre-, avanzaba despacio. Defensiva se había posicionado bien para arrancar, pero tropezó con la misma piedra que el resto del sector: el caso Blackwater.

El 16 de septiembre de 2007, la empresa norteamericana de seguridad Blackwater se había visto envuelta en un tiroteo mientras escoltaba a un convoy a través de la plaza Al Nusur de Bagdad. Murieron diecisiete civiles. Los guardias aseguraron haber abierto fuego defensivo ante lo que parecía un ataque con coche bomba, pero las investigaciones posteriores sólo encontraron justificación para tres de las víctimas, en el mejor de los casos. Blackwater perdió su licencia para operar en Iraq, y el suceso los colocó en el punto de mira de la prensa internacional.

El efecto contagio fue inmediato; se extendió la reticencia hacia la contratación de soldados privados. Un sector en auge estaba de repente lastrado en mitad de su ascenso. Defensiva también sufrió el varapalo. Tuvo que mantener un perfil bajo, esperar y soportar la reducción del número de contratos.

Así que Migala no contaba con todos los fondos que necesitaba. Empezó a llevarse equipos que tenía en casa. Visitó desguaces y chatarrerías. Cualquier cosa menos robar.

Una vez entró en una juguetería y compró una docena de balones, de todos los tamaños y texturas imaginables. El laboratorio se parecía al cuarto de un niño empeñado en despedazar objetos. Carlos se arriesgó al dedicarse por entero al proyecto, pero los esfuerzos dieron fruto, más o menos cuando la paciencia del comandante -y de la mujer de Migala- empezaba a agotarse.

Aquel primer cacharro no era del todo esférico. Había quedado apepinado después de cerrarse, y la cremallera estaba mal unida a la superficie. Daba cierta lástima. Carlos lo sabía, pero estaba tranquilo: sólo necesitaba demostrar lo que sería capaz de hacer con algo más de dinero.

Había encerrado un robot dentro de un balón de playa pequeño, de ésos hechos de goma que se deforman cuando son abandonados al sol. Y éste, efectivamente, lo estaba.

Por debajo de su apariencia ligera y alegre se escondía un aparatoso lío de cables confinado tras una pesada carcasa de metal. La piel de goma lo hacía más vistoso, y le daba mejor agarre.

Carlos empezó gobernándolo con un mando a distancia, para dejar claro que el artilugio tenía plena libertad de movimiento. Eso no sorprendió demasiado a su jefe. Migala no esperaba otra cosa; sólo se trataba del aperitivo.

El mecanismo contaba con una IMU para conocer su posición tridimensional (arriba, abajo y los puntos cardinales). A cielo abierto obtenía su posición vía GPS. Nada del otro mundo. Era lo mismo que se instalaba en los sistemas de guiado de misiles.

El problema era que el juguete de Migala necesitaba más información del entorno. Tenía que poder trabajar de manera autónoma, en espacios cerrados, en distancias cortas y evitando obstáculos.

La superficie de la esfera estaba salpicada de agujeros del tamaño de un lunar. A través de cada uno, una microcámara registraba los datos de una porción del exterior. De esta manera contaba con una percepción tridimensional completa, y ahí era donde radicaba la maravilla del prototipo. Procesaba imagen espacial en tiempo real, la interpretaba y tomaba decisiones. Pocas personas entenderían el alcance de lo que Carlos había conseguido enclaustrar en aquella pelota.

Cuando activó el robot en modo automático y soltó el mando, el rostro del comandante abandonó su pétrea expresión. Migala había cargado un programa para que el aparato dibujara, a base de derrapes, el logotipo de la compañía sobre un pequeño recinto de arena. Así que en el mismo momento en que el ingeniero pulsó el botón, aquella endemoniada bola se paró en seco, poniéndose en guardia, giró trescientos sesenta grados sobre sí misma para reconocer el terreno, y luego salió disparada hacia un extremo para elegir la posición inicial desde la que aprovechar al máximo su improvisado lienzo.

Se aceleraba como un depredador atacando, y se detenía calculando los deslizamientos con precisión de relojero. A Fermín

Mesado aquella cosa le parecía la versión redonda de una serpiente enloquecida.

—La madre que lo parió -musitó cuando lo vio terminar.

El robot se había quedado quieto como una piedra después del último trazo. Debajo de su piel, multitud de luces verdes aumentaban y disminuían en intensidad, imitando una suerte de respiración expectante.

Mesado se llevó la mano al mentón y lo acarició, anonadado.

-Esto está lleno de posibilidades, Carlos -dijo.

Migala tuvo que sonreír. Nunca antes lo había llamado Carlos.

El clásico recelo del comandante se transformó en entusiasmo. Dejó de importarle el armamento tradicional. Sólo tenía ojos para su nuevo juguete.

El primer modelo partió con el nombre de «Roller Robot», pero durante la fase de diseño los comerciales se referían a él como «Roller», y para cuando llegó el momento de su lanzamiento el apodo contaba con más aceptación que la denominación original.

Dado que su forma recordaba a la de los antiguos proyectiles de cañón, otra idea feliz fue la de distinguir las versiones por calibres. Así, la primera familia en salir al mercado fue la del Roller 240: un robot esférico del mismo tamaño que la pelota de playa del prototipo.

Todos los calibres se vendían en multitud de colores y texturas. Los había completamente lisos y negros, rugosos como el velcro o teñidos para camuflaje, pintados para confundirse con un balón de baloncesto o con un bloque de hormigón. Cualquier cosa que se le hubiera ocurrido a la gente de Defensiva o que solicitara un cliente.