Con los codos
en la mesa
Ritos y códigos del comensal contemporáneo
ALBERTO SORIA
@Albertosoria

A Marilys, Maru, Indira, María Victoria, Valeria Sofía, Luis Alberto, José Ramón y Joan.

Y a la abuela Robina, Doña Irma, Don Luis, mi hermano Víctor, la Yaya, y el Andreu.

Créditos y Agradecimientos

Solo, no se puede. Desde una sola franja etaria, un solo género, la abstinencia y la soledad, le resulta a uno imposible escribir un libro sobre las tendencias, los modales, la seducción, y los ritos y códigos de la mesa y el vino. Por eso agradezco a muchos.

A algunos de los que aquí menciono debo un dato, una observación oportuna, una frase milagrosa. A otros, su amistad y disposición para compartir experiencias y saberes desde su especialidad. Todos los que a continuación menciono me ayudaron a escribir este libro. A todos ellos, mi agradecimiento y el memorioso placer de las mesas y sobremesas compartidas.

Tendencias, estilos

Claudio Nazoa, Rafael Osío Cabrices, Adriana Gibbs, Cynthia Rodríguez, Ana Cecilia Ponte, Ana María Rodríguez, Marcela Silva, Marysol Fernández, Ileana Matos, Angela Oráa, Martín Cabrita, Antonio de Palma, Carlos Luis Martínez.

El vino, los spirits

Ricardo Fajula, Pedro Armas, Ferruccio Cappellin, Gianni Cappellin, Manuel Alejandro Armas, Fernando Soto y Pablo Monsant.

Cocina y restaurantes

Andrés Rodríguez, Yuman Ley Wong, Marc Provost, Javier Rodríguez, Yuman Ley Araya, Steve Provost, Gianni Riocci y Alain Krauss.

El negocio del lujo

Jean Huteau, Philippe Giraud.

A mis editores Ulises Milla y Carola Saravia, debo el aliento y olfato editorial, el hallazgo del título y la travesía compartida hacia el temario final. A Leonardo Milla, sus herencias, y las primeras medias sonrisas por las ironías aquí imaginadas.

Al equipo del Grupo Editorial Alfa, y a los libreros, el calor y afecto con el que se me recibe.

A mi fotógrafo y compañero de mesa y proyectos Nelson Garrido, los retratos y el aporte de su talento. A mi excelente asistente Alexandro Toro Galíndez, su constante y eficiente apoyo.

A los doctores Ramón Aguilar Vázquez, Manuel Hernández Arenas y Christine Weber, sus contribuciones, recomendaciones y cuidados.

Modales

Con los codos en la mesa

Me gusta poner los codos en la mesa. Los dos. Lo hago sin pensarlo. Me sale natural. Después, entrelazo las palmas de las manos. No como si estuviera rezando, sino como un tipo que se siente cómodo, a sus anchas en la mesa.

Admito que en mi caso (quizás también en el suyo), poner los codos sobre la mesa para unir después las manos, es una forma de plegaria urbana. Para que no se note que uno, sentado allí, pecando con los codos, le está pidiendo cosas importantes al cielo sobre la cocina moderna. Que el estofado al oporto no llegue seco. Que el mero no esté chicloso. Que al bistec a la pimienta no le hayan puesto salsa de parchita. Que el carajito que cree que va a revolucionar la cocina de la Toscana, tenga al menos una abuela italiana. Que no le manden a la mesa al sommelier de mentirita para que explique los abradacabrantes aromas del tinto de maceración carbónica...

Cuentan mis amigos que asistieron a colegios de curas, que los codos en la mesa (y no los codos abajo y las manitos encima y a la vista, como monaguillo esperando comulgar) generaba un golpe en la cabeza con la palma de la mano, de refilón, por lo general, ascendente. O un golpe plano con la regla de madera. Después, mientras el culpable se masajeaba la cabeza, una advertencia repetida mil veces, sacudía todo el comedor: «¡Los codos fuera de la mesa!».

Sitio de pecado

En los dos siglos pasados, los codos fueron prohibidos en la mesa. En ese período de la historia de las civilizaciones, convertida en cachetada o en reglazo, cientos de millones de veces la supuesta norma de urbanidad y buenas costumbres, sacudió la cabeza de millones de escolares. En mi casa por ejemplo, mi mamá como gran cocinera recordaba las reglas en la mesa; mi papá, un gourmet y catador con vocación y disciplina, me explicaba cuándo y cómo saltarlas. Y mi abuela siciliana me ubicaba en la tradición y las buenas costumbres con la mano que no sostenía el plato.

En el siglo XXI, las cosas están cambiando. Los senos medio exhibidos y la forma de la barriga del comensal sustituyeron al codo como sitio visible del pecado en la mesa. Lo de los senos no tengo que explicárselos. Lo de las barrigas tampoco. La televisión por cable lo hace todos los días, en todo el mundo, desde que amanece hasta media mañana.

Gracias a esas dos nuevas tendencias, mediáticas y planetarias, a los codos –por un rato– se los ha dejado tranquilos. O por lo menos eso cree uno, hasta que desde el cielo bajan tutores, maestros y abuelos, y le zumban una bofetada de vieja urbanidad, de vetusta urbanidad, haciendo cimbrar el peinado.

¿Dónde está el pecado del codo en la mesa? En que ocupa mucho espacio y molesta a los de al lado, dicen Miss Manners[1] y Carreño. No es cierto. Uno pone los codos solo un poco más allá de la altura de sus hombros, no como si estuviese abrazando una almohada, no como si fuera a dormir en la mesa. Tampoco se hace incomodando al vecino. Por tanto, más espacio, no se ocupa.

En la mesa no se da, con los codos, la lucha por el espacio que ocurre en la clase turista, que también llaman económica para hacerle sentir que es casi nadie, porque no va en primera, donde no se pelea por los codos en las butacas sino por el estilo de cocción de la langosta.

«¡Que está mal!», dicen los acartonados maestros en modales. ¿Por qué? «No se apoyan los codos en la mesa, sino los antebrazos». ¿Por qué? «Porque no podemos confundir la mesa de un comedor con el pupitre de un colegio».

¿Ése es su mejor argumento para repartir cachetadas de supuesta urbanidad?, repreguntamos. Y entonces los censores de costumbres titubean, y se miran largamente los zapatos como si se lo estuvieran pensando. Pero en realidad no tienen más razones.

Mal está –supone uno– mantener las manos en el regazo, como si estuviera «haciendo manitas» con la dama que tiene a su lado. O untando a escondidas mantequilla sobre el pan con ajo porque está muerto de hambre. Mal está tirar la servilleta al piso para andar buceando debajo de la mesa. Como lo hacían los pícaros del colegio cuando las reuniones mixtas (cosa que además de cuatro padrenuestros y dos avemaría) implicaba automáticamente cuatro golpes con el filo de la regla.

Las manos fuera de la vista, ayudada por los codos abajo, tienen sentido –y condena– cuando uno quiere pasar inadvertido al encontrarse en situaciones extremas. A saber: a) lanzando al suelo el trozo de bistec que comió sin darse cuenta que era hígado; b) para deshacerse de las criadillas (casquería = testículos de toro) que la beldad frente a usted mastica y celebra como buñuelos ricos y adictivos, mientras a los varones en la mesa se les hace un nudo en la garganta; y c) buscando no dejar en el plato ni a la vista, el bolo alimenticio de carne cruda o de entrañas de pescado que a los japoneses les parecen deliciosas.

Mala fama

La mala fama de los codos no viene por ponerlos en la mesa. Se origina en otros excesos. El beber sin límites (empinar el codo), por la verborrea (hablar hasta por los codos), por la mala conducta (estar metido hasta los codos), o por la tacañería (duro de codos, hincar los codos).

El codo sólo parece bueno socialmente cuando describe una conducta de solidaridad: luchar codo a codo.

La sociedad contemporánea ya no tiene a Gabrielle «Cocó» Chanel (1883-1971) para que lance sentencias sobre los huesos y las articulaciones. «La rodilla es un hueso y como tal hay que cubrirla », explicaba en la época de los 40. Le hicieron caso hasta mediados de los años 60 cuando apareció la minifalda. Con un golpe de tijera, a «Cocó» la mandaron por dos décadas al baúl de los recuerdos. Después, cansada ya la sociedad de exhibir pantorrillas, se descubrieron las clavículas. Con el bikini y el toples, lo que quedaba.

Cuando ya estaba todo descubierto en la playa y en las fiestas, en la mesa se comenzaron a mostrar los huesos de los hombros, y a ocultar los de las clavículas. Al agotarse la novedad se descubrió la espalda. Los mesoneros lo disfrutaron mucho observando en todo su esplendor la columna vertebral. Ahora hemos regresado al frente, sacando pecho. En la mesa hoy se juega en la cuerda floja, sugiriendo. Las señoras, lo suyo. Los caballeros, el piercing en la tetilla izquierda (en la derecha es considerado sin arte y de mal gusto).

¿Y el codo? El codo nunca fue en realidad pecado. Ni objeto de exhibición. Si se lo destapa, nada pasa. Si se lo cubre, no es el codo sino la larga manga la que presume de elegante. Y para eso, hasta joyas o fantasías para cerrar la camisa reclama.

Sentido común vs. conservadurismo

Visto lo que ha pasado con el codo y los modales en la mesa, se piensa que si la urbanidad en estos tiempos algo necesita, es sentido común.

Habrá observado usted que en los últimos decenios ha surgido en los colegios, en las oficinas, en el ascensor, en los sitios de vacaciones, un rechazo generalizado a los buenos modales. Se los acusa sobre todo de hipocresía y conservadurismo. Por allí incluso se llega a sostener que las formas no son sino una falsedad consentida. Que aquello que llamamos elegancia es un lujo. Un adorno, algo accesorio y no importante.

Es decir que ser grosero o tosco en modales o falto de tacto en comportamiento, corresponde a una conducta «espontánea, natural». A uno le parece que eso de natural tiene el exhibir con la más brutal sinceridad lo desnuda que puede estar la educación personal.

En el caso de las normas de urbanidad en la mesa, este cántico a la espontaneidad (tan grato a algunas sociedades) «ha conducido a una cierta forma de zafiedad ambiental», sostiene José Antonio Marina. «Bajo todo esto hay una equivocada idea de la igualdad. Las personas bien educadas no son iguales a las personas zafias, salvo en sus derechos fundamentales. Por ello, deberíamos hacer un elogio de la distinción. Hay que recuperar la urbanidad, que no es más que un modo de amortiguar las numerosas ocasiones de colisión que provoca la convivencia en las ciudades».

Como Marina es un intelectual sesentón y filoso, no se le prestó mucha atención. Hasta que en agosto de 2008 llegaron los Juegos Olímpicos a Beijing. Allí se pusieron en evidencia las contradicciones, contrastes y diversidad de lo que consideramos buenos modales, comportamiento correcto o reglas de urbanidad universal. A más de 4,3 millones de familias, el gobierno local les exigió eliminar costumbres tan arraigadas como escupir en la calle o colearse. Casi un millón de taxistas, funcionarios, camareros y conductores de autobús debieron realizar cursos de «buenos modales». Las compañías de taxis vetaron a sus conductores el pelo rapado, la barba y el que comieran durante el trabajo ajo crudo.

Ortega y Gasset ayer, Marina hoy, sostienen que en la interpretación de la comodidad y de la igualdad, quizás escogimos el mal camino. La tradición francesa en vez de la tradición inglesa. La Revolución Francesa afirmó que no hay nobles. Todos nos igualamos por abajo. La Revolución Inglesa insistió en afirmar que todos somos nobles, y que debemos igualarnos por arriba.

La urbanidad, la cortesía, la amabilidad –sostiene el filósofo francés André Comte-Sponville– no son valores éticos fundamentales, pero son pequeñas virtudes cotidianas que hacen más agradable la vida. Son, en el fondo, parte de la enorme virtud que es el respeto. Con los codos en la mesa, admitámoslo de una vez por todas y terminemos con la leyenda negra, nunca hemos violado esa virtud (salvo que la abuela de la familia piense lo contrario).

De mal ver: Piercing de campanitas, en el codo.

Pecado venial: Los codos asomando por sendos agujeros en la camisa manga larga, para que hagan juego con las rodillas que emergen del blue jean de marca, costoso, deshilachado a propósito a golpes de navaja.

Pecado mortal: Codos en la mesa para exhibir el tatuaje malandro del antebrazo (que deja ver la camiseta sin mangas con mensaje impreso en el Bronx).

Bebé en la mesa 8

¿Es de buen ver que a uno, en un restaurante, le den la comida en la boca? Sí.

Si, eufórico pero condicionado, me aclaran los machistas especializados en ritos en la mesa. «Siempre que la mano que alimenta sea de una mujer espectacular. Y que todos los tipos en el restaurante se mueran de envidia».

Al revés, no funciona. Si el personaje es muy mayor, tosco, tiene barriga cervecera y le da de comer primorosamente en la boca a una jovencita con figura que provoca infartos, no. Si el tipo además da la impresión de estar empalagosamente enamorado, dos veces no. Porque ése señor ya no es un seductor en plena acción, sino eso que en Venezuela llaman un huevón (lo contrario del calificativo que con la misma palabra en Centroamérica significa «animoso y valiente»).

«Chequera mata a galán» es una tendencia sostenida en la modernidad, que por lo general se salta ritos y códigos en los restaurantes. ¿Funciona?, le pregunto a un veterano maître nacional. Funciona, se ve mucho, especialmente en parrilladas con música llanera, dice el especialista en parejas a la mesa. «Pero hay que mirarle los ojos de aburrimiento a ella, para entender que preferiría no parecer una bebé. Cuando se cansa y cambia de tipo, también cambia de restaurante. Uno debe despedirse entonces de las propinas generosas que él dejaba para completar la mezcla de pantalla y noviazgo sostenido a punta de billete».

Entre el mal llamado sexo débil se considera válido, y objeto de clara envidia –especialmente si el tipo está bien plantado y es más joven que ella– el que a mujeres ostensiblemente modernas y exitosas le pongan bocaditos en la boca. Lo que es de mal ver –precisan mis asesoras en comportamiento femenino– son tres cosas: 1. Que el tipo mire mucho y fijo, a otros clientes varoniles. 2. Que todo el restaurante –menos ella– advierta que el personaje califica para un concurso de gigolós. 3. Que tenga bronceado y musculatura de recogidito en la playa.

¿Seguro que esas cosas son así? Le pregunto a Richard, maître clásico con mucha escuela, con una pasantía larga en el Savoy en Londres. Seguro, me explica. Hombre maduro que le da de comer en la boca a una mujer muy sexi y joven, es un lelo obviamente sin modales. Y si lo hace con una mujer envejecida, es un vividor ya en el otoño, tratando de asegurar su quince y último.

¿Y si parecen bien armonizados, y él le da bocaditos a ella, y ella a su vez hace lo mismo con él? ¡Ah, no. Entonces no!, reconoce Richard. «Esa es una pareja de venezolanos».

Dilemas del hombre maduro

En la mesa –aseguran los expertos en conducta– hay que tener dignidad. Si un hombre mayor al que le tiembla la mano necesita que una enfermera le dé la comida en la boca, almuerza y cena en su casa. No anda dando espectáculo por los restaurantes de la ciudad.

El show del veterano alimentado a bocaditos por una mujer joven y sensual, es un episodio que poco se observa en restaurantes de Londres, y jamás en Tokio. En esas ciudades, el poder es una cosa, y la ostentación otra. Por el contrario, es fácil de presenciar en New York, Chicago, Taiwán, ciudades sobre el Mediterráneo, Buenos Aires y Río de Janeiro. En ellas, el poder sin ostentación social, no es poder.

Según cuentan los maîtres y concierges, las ciudades tradicionales de buen ver donde el hombre maduro y exitoso se viste con elegancia y se deja mimar son París, Montecarlo, Milán, Turín, Barcelona y Madrid. Eso sí, siempre y cuando no traten de sentarse los dos en la misma silla. Como destinos, se excluyen Roma (por la cercanía del Vaticano), Ibiza, Hollywood y los demás distritos de Los Angeles, y Las Vegas, porque en ellos, los gigolós distorsionan la visión global de la plaza.

Sostiene en sus memorias aún en redacción Niles, maître inglés en el Plaza Central Park de New York, que el dilema del hombre maduro con una bebé en la mesa 8, se ha complicado con la sofisticación de muy buenas cámaras fotográficas integradas a los teléfonos celulares. Eso lo comprueban a cada rato los políticos, impedidos de negar la evidencia de quién les dio de comer en la boca.

Para Niles, las mesas de mujeres con sus teléfonos- cámaras en los restaurantes, «son la personificación actual y mejorada de los paparazzis paparazzispaparazza