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Editado por Harlequin Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2000 Sarah Morgan

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Un amor arriesgado, n.º 1244 - octubre 2014

Título original: Worth the Risk

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2001

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-4841-2

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Publicidad

Capítulo 1

 

Ally estaba helada.

La noche anterior, sentada frente a la chimenea, un paseo por la montaña le había parecido una gran idea. Solitario. Vigorizante. Bueno para su alma. Algo para lo que ya apenas tenía tiempo. El parte meteorológico había anunciado una temperatura agradable…

¿Cómo podía equivocarse tanto? Si alguna vez ella hacía un diagnóstico tan desacertado, la demandarían inmediatamente, pensó, cubriéndose las orejas con el gorro de lana.

Resignada, se metió dos dedos en la boca para lanzar un silbido y esperó hasta que una bola de pelo apareció entre la niebla y paró frente a ella, moviendo alegremente la cola.

–No sé por qué estás tan contento, yo estoy a punto de congelarme. Venga, vámonos a casa –dijo, acariciando al animal. Pero al darse la vuelta, algo la dejó paralizada. Su perro lanzó un gruñido–. ¿Tú también has oído eso?

Ally aguzó el oído, pero no escuchó nada. Solo el viento, que ululaba con fuerza.

¿Había sido el viento o un grito de ayuda? Aunque era arriesgado, decidió subir para comprobarlo. Cuando llegó al punto más alto del camino, se dejó caer de rodillas sobre el borde del barranco y miró hacia abajo.

–¿Está loca?

–Pero oiga…

Alguien la tomó por los hombros para echarla hacia atrás, dejándola tumbada en el suelo.

Cuando abrió los ojos, Ally se encontró con un par de largas y fuertes piernas masculinas. Parpadeando, vio un anorak oscuro, un mentón cuadrado y un par de ojos negros que relampagueaban, furiosos.

¿Furiosos con quién? ¿Con ella?

Con el corazón acelerado, se levantó sin aceptar la mano que el extraño le ofrecía.

–¿Qué demonios estaba haciendo?

–¿Usted qué cree? –replicó Ally, indignada.

–¿Pensaba suicidarse?

–¡No diga tonterías! Me había parecido oír un grito.

–¿Y pensaba tirarse de cabeza para investigar?

–No iba a caerme…

El hombre la tomó por la muñeca y la acercó al barranco.

–¿Ve eso? Si hubiera dado un paso más, estaría con ellos en el fondo.

Ally soltó su mano de un tirón.

–Mire, yo sé bien lo que hago… Un momento, ha dicho «ellos». Entonces, ¿usted también lo ha oído?

–Sí. Hay dos chicos ahí abajo. Estaban escalando.

–¿Escalando en esta época del año? Cuando llueve, esta montaña es muy peligrosa –dijo Ally, incrédula.

El hombre se quitó una mochila que llevaba a la espalda.

–Son unos críos. Probablemente, no sabían lo que estaban haciendo.

–Pues tendremos que ir a buscar ayuda.

–Desde luego –murmuró el hombre, mirándola de arriba abajo.

Ally apartó la mirada, incómoda. En los ojos de aquel hombre había algo que la hacía sentir como una adolescente. Y ella no era una adolescente; era una mujer de veintiocho años, médico de profesión.

El extraño tenía unos ojos preciosos. Ojos oscuros de hombre. Unos ojos en los que cualquiera podría perderse.

–Tenemos que llamar al equipo de rescate, pero no he traído mi móvil.

–Yo sí, pero no hay cobertura. Lo mejor será que baje usted a buscar un teléfono.

–¿Y qué va a hacer usted mientras tanto?

–Bajar y hacer lo que pueda por ellos.

–¿Va a bajar solo?

–¿Quiere que me baje alguna oveja conmigo?

Ally apretó los dientes.

–Lo que sugiero es que quizá sea mejor esperar al equipo de rescate.

–Tardarían demasiado –dijo él, sacando una cuerda de la mochila–. Esos chicos morirán de frío si esperamos más.

Ally se pasó una mano enguantada por las mejillas. La temperatura estaba bajando por segundos.

–No puede bajar solo. Es muy peligroso.

–¿Tiene una idea mejor?

El corazón de Ally se paró un momento cuando el extraño se quitó el gorro de lana. Era guapísimo. Tenía el pelo oscuro y una boca de labios firmes y masculinos. Le parecía tan guapo que no podía apartar la mirada… pero ella nunca se quedaba mirando a los hombres. Especialmente a los hombres guapos.

–Lo que va a hacer es muy arriesgado. ¿Cómo puede estar tan tranquilo?

–¿Preferiría verme muerto de miedo? –sonrió él, poniéndose un casco que sacó de la mochila–. Mientras el viento no sople con más fuerza… Pero no creo que puedan rescatarlos con un helicóptero.

–Esperaré hasta que llegue abajo y así podrá decirme en qué estado se encuentran.

–Muy bien. ¿Dónde está el resto de su grupo?

–No he venido con ningún grupo. Estoy sola con mi perro.

–¿Sola? –repitió él–. ¿Con este tiempo?

–Sí.

–¿Dando un paseo por la montaña con esta niebla? Está usted loca.

–Usted también está solo, si no me equivoco –replicó Ally, irritada–. Y a punto de bajar por el barranco sin ayuda de nadie.

–Eso es diferente.

–¿Por qué usted es un hombre y yo una mujer?

–Algo así –contestó él, sonriendo. Una sonrisa que, curiosamente, calentó a Ally por dentro.

Si enfadado le había parecido guapo, cuando sonreía era un pecado.

–Es usted un poco machista, ¿no le parece?

–Supongo que sí. Pero no es muy sensato dar un paseo por aquí con esta temperatura. Además, está sola y el mundo está lleno de pervertidos.

–Voy equipada para el frío y mi perro se encarga de los pervertidos –replicó Ally–. Y cuando deje de decirme lo que tengo que hacer, quizá podamos seguir adelante con el plan de rescate.

–¿El plan de rescate? Pensé que había venido con un grupo. Estando sola no me servirá de nada.

–¿Ah, no? Muchas gracias.

–Lo siento, pero estando sola es más un problema que una ayuda.

–¿Cómo dice? –exclamó ella, indignada.

–No necesito que una rubia me distraiga cuando me juego la vida. La misma razón por la que no creo que las mujeres deban entrar en el ejército. Los hombres siempre intentan protegerlas y así no pueden hacer su trabajo.

Ally se quedó muda. ¿De dónde había salido aquel bárbaro?

–Mire, no hace falta que me proteja de nada. Yo me protejo solita.

–Pues lo siento, pero no pienso dejar que baje usted sola.

–¿Que no va a dejarme? Llevo toda mi vida paseando por esta montaña y nunca me ha pasado nada –dijo Ally, pensando que aquella discusión era surrealista.

–Ha tenido suerte.

–¿Cómo se atreve a hacer esa clase de juicio? ¡Ni siquiera sabe si soy rubia!

El hombre miró el gorro de lana, que ocultaba por completo su pelo.

–Es verdad –asintió, sonriendo–. Pero yo sé mucho de rubias. Solo las rubias tienen los ojos de color violeta.

Que sabía mucho de rubias… Lo que una tenía que oír.

–¿Y por ser rubia soy tonta? Es usted el tipo más machista y más ridículo que he conocido en mi vida.

–A mí también me gusta usted –sonrió él, mirando hacia el barranco.

–Mire, conozco bien esta montaña y puedo ayudarlo. Se lo aseguro –dijo Ally, intentando tener paciencia.

–Mide usted un metro cincuenta y debe pesar cuarenta kilos. ¿De dónde va a sacar fuerza para subir a esos chicos?

–No hacen falta músculos para rescatar a alguien.

–¿No? ¿Y si alguno de ellos se ha roto una pierna y hay que subirlo a peso?

Ally tuvo que contar hasta diez. Y luego hasta veinte.

–Podría ayudarlo, pero si no quiere, es su problema. En cualquier caso, alguien tiene que ir a buscar al equipo de rescate y lo haré yo.

El extraño volvió a sonreír.

–Por encima de mi cadáver.

Ally apretó los dientes. La idea era muy atractiva.

–Este no es el mejor sitio para bajar con una cuerda.

–¿Va a decirme cómo hacerlo? –preguntó él, irónico.

–Sí –contestó Ally.

–Pues dígame.

Algo le decía que aquel cavernícola conseguiría bajar por muy difícil que fuera. Pero él no conocía el terreno tan bien como ella y sería estúpido intentarlo en aquella zona.

–No puede bajar por ahí. Hay una cascada de seis metros y no podrá agarrarse a nada.

Él la estudió en silencio durante unos segundos.

–¿Ha bajado usted alguna vez?

–Pues sí. ¿Lo sorprende? Y mi pelo rubio no me dio ningún problema.

–¿Es montañera? –insistió el extraño.

Ally parpadeó varias veces, haciéndose la tonta.

–Sí. Y si me concentro mucho, incluso puedo leer y escribir.

–Vale, vale. Puede que me haya equivocado…

–¿En serio? Mire, ya me he hartado de sus comentarios –lo interrumpió ella entonces–. Para su información, mido un metro sesenta y cinco, soy una mujer muy fuerte y puedo bajar a pedir ayuda sin torcerme un tobillo –añadió. Sin esperar una respuesta, Ally se dio la vuelta y señaló unas piedras planas–. Enganche ahí la cuerda.

El hombre la miró de arriba abajo.

–¿Es usted hija única?

–¿Perdón? –preguntó ella, sorprendida.

–Seguro que es hija única.

–¿Por qué dice eso?

–Porque, después de tener una hija como usted, ninguna madre querría arriesgarse –bromeó el extraño–. O es hija única o es la pequeña.

Ally soltó una carcajada. A su pesar.

–Soy la pequeña. ¿Quiere que baje con usted?

–¿Lleva casco?

–No.

–Entonces, se queda aquí. Si está segura de que no va a perderse, supongo que puede bajar a buscar ayuda.

–¿Perderme? Su opinión sobre las mujeres es ridícula. ¿Por qué piensa de esa forma tan anticuada?

–¿Por qué? Podría darle una lista de razones –sonrió él.

Ally decidió no replicar al tonto comentario. Discutir con aquel hombre era una pérdida de tiempo.

–Sabe que no hay que mover a un herido a menos que sea absolutamente necesario, ¿verdad? –preguntó, cambiando de tema.

–¿También quiere darme una lección de primeros auxilios?

–Soy médico –suspiró Ally, impaciente.

–¿Médico?

–¿Qué pasa? ¿No cree que las mujeres puedan ser médicos?

–Yo no he dicho eso.

No, era cierto. Y, a juzgar por el brillo de sus ojos, empezaba a pensar que la estaba tomando el pelo.

–¿Lo ayudo con la cuerda?

–No, gracias –sonrió él–. Por cierto, yo también soy médico, así que puede estar tranquila.

¿Tranquila? ¿Cómo iba a estar tranquila con un hombre que, más que un médico, parecía un actor de cine?

Ally lo observó atarse la cuerda alrededor de la cintura y sujetarla a unas ramas.

–¿Seguro que puede hacerlo solo?

–Sí. Lo he hecho muchas veces.

–Tenga cuidado. Es una bajada difícil.

–Lo tendré –murmuró el extraño, mirándola a los ojos–. ¿Seguro que puede bajar sola? La verdad es que no me hace mucha gracia…

–Hágame un favor. Baje de una vez –lo interrumpió ella. ¿Por qué lo encontraba tan atractivo? Si se pusiera un taparrabos, sería el perfecto retrato de un cavernícola–. ¿Tiene prejuicios con todas las mujeres o solo con las rubias?

Él sonrió de tal forma que su indignación se derritió tan rápido como un helado en un microondas.

–No me malinterprete. Siempre me han gustado las rubias. En su sitio, claro.

–No me lo diga. Y su sitio es atadas al fregadero, ¿verdad?

–Oh, no. Si usted fuera mía, no perdería el tiempo en la cocina –sonrió él, perverso.

Si fuera suya…

Ally miró los ojos oscuros, sorprendida. Pero ella no era suya. Y no tenía intención de serlo. Ella tenía a Charlie. La vida no era muy emocionante, pero sí tranquila y apacible.

–Un comentario muy original –replicó, intentando disimular su turbación.

–No se enfade. Enviar a una mujer sola por esta montaña ofende mi sentido de la caballerosidad. Aunque sea una mujer muy valiente.

–Pues la caballerosidad no va a salvar a esos chicos –dijo ella, acariciando la cabeza de su perro–. Esperaré hasta que baje.

Él asintió con la cabeza y Ally intentó no parecer impresionada cuando lo vio bajar como un profesional. Sin duda sabía lo que hacía. Y, sin duda, habría sufrido un infarto si la hubiera visto bajar a ella cuando era pequeña. Unos minutos después, oyó voces en el fondo del barranco.

–¡Ya los tengo! Uno de ellos tiene la clavícula fracturada y el otro, un par de costillas rotas. Vaya a buscar al equipo de rescate, pero tenga cuidado.

–De acuerdo –gritó Ally.

Después empezó a bajar por el camino, intentando ver entre la niebla.

¿Llegarían a tiempo para salvar a esos chicos?

 

 

Una hora después, estaba de vuelta con el equipo de rescate. Cuando consiguieron subir al primero de los chicos en una camilla sujeta por cuerdas, Ally se quedó boquiabierta.

–¡Andy! ¿Qué ha pasado?

–Lo siento mucho, doctora McGuire…

–Siéntelo por ti, no por mí –suspiró ella.

–¿Quién es el otro chico? –preguntó Jack Morgan, el jefe del equipo.

–Pete Williams –contestó Andy.

–¡Pete! –exclamó Ally, acercándose al borde del barranco. Podía oír por radio que había problemas para subirlo porque tenía varios huesos rotos.

Conocía a Pete desde que era niño. Tenía diabetes y parecía querer probarle a todo el mundo que eso no era obstáculo para hacer las mismas cosas que sus compañeros de instituto. Era un habitual de las escayolas, pero en aquel momento estaba gravemente herido.

–Va a ser difícil subirlo sin la ayuda de un helicóptero, pero con esta niebla es imposible –dijo Jack.

Quince minutos después, lograban subir la segunda camilla.

–Gracias a Dios –murmuró Ally.

–¿Nicholson?

–Hola, Jack –lo saludó el extraño, quitándose el casco.

–¡Sean Nicholson! ¡Qué alegría verte!

–¿Os conocéis? –preguntó Ally, calándose el gorro sobre las orejas para protegerse del frío.

–Desde luego. Pero cuando me dijiste que había un machista insoportable intentando bajar al fondo del barranco, no imaginé que sería Sean Nicholson.

–Muchas gracias, Jack –murmuró ella, haciendo una mueca.

–¿Cómo estás, Sean? –preguntó Jack, abrazando a su amigo–. ¿Y qué haces aquí?

–Estoy en el sitio equivocado, como siempre –contestó él, quitándose un guante para examinar al chico–. Este chaval no está bien. Tiene una contusión, varias costillas rotas y la tibia fracturada.

–¿Algo más?

–Está al borde de la hipotermia. Lo hemos cubierto con una manta, pero hay que llevarlo al hospital inmediatamente. Estaba intentado escalar con zapatillas de deporte.

–¿Zapatillas de deporte? ¿Por qué no se quedan en casa viendo la televisión? –exclamó Jack, irritado.

–Es miércoles. No hay nada en la tele –intervino Ted Wilson, el más bromista del grupo.

Ally se puso de rodillas, al lado del muchacho.

–Pete… Pete, ¿me oyes?

El chico no contestó. Su palidez era impresionante.

–¿Lo conoce? –preguntó Sean.

–Sí. Es uno de mis pacientes.

–¿Chicos del pueblo? –murmuró Jack, sacudiendo la cabeza–. Increíble. Ahora, además de los turistas, tenemos que rescatar a los de casa.

Ally hubiera querido decirles que Pete solo intentaba probar que era un chico como los demás, pero era más importante reanimarlo.

–¿Pete? –lo llamó, dándole golpecitos en la cara. El muchacho abrió los ojos poco a poco–. Vamos a llevarte al hospital. No te preocupes.

–Deberías regañarlo, Ally –dijo, Jack, tomando la radio para dar órdenes.