Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2010 Cathy Williams. Todos los derechos reservados.
AMOR BAJO SOSPECHA, N.º 2078 - mayo 2011
Título original: Powerful Boss, Prim Miss Jones
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2011
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
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I.S.B.N.: 978-84-9000-311-4
Editor responsable: Luis Pugni
ePub: Publidisa
NO, NO y no. Me niego a tener a esa mujer cerca. ¿No has visto que tiene bigote? –dijo James Greystone, de setenta y dos años, que desde su silla de ruedas contemplaba por el ventanal los terrenos de su propiedad–. ¡Cómo se te ocurre que pueda soportarla! –concluyó, mirando airado a su ahijado quien, con las manos en los bolsillos, se apoyaba contra la pared.
Andreas suspiró y fue hacia él. El sol del final del verano acariciaba los prados que se extendían ante su vista sobre un paisaje de apacible belleza.
Nunca olvidaba que todo ello, el terreno, la mansión, cada uno de los bienes que su padre no se habría podido permitir ni en sueños, eran suyos gracias a la generosidad de James Greystone, quien había contratado a su padre como chófer y jefe de mantenimiento en un tiempo en el que era imposible para un inmigrante encontrar trabajo. Dos años más tarde, había dado también cobijo a su madre. Y, no teniendo hijos propios, cuando Andreas nació, lo trató como si lo fuera, pagando los colegios más prestigiosos, en los que Andreas había desarrollado su precoz y excepcional talento.
Andreas podía recordar a su padre sentado en el salón en que se encontraban en aquel momento, jugando al ajedrez con James mientras el café se enfriaba sobre la mesa. Andreas debía todo lo que tenía a su padrino, pero su relación con él iba mucho más allá que el sentido del deber. Andreas adoraba a su padrino a pesar de que podía ser un cascarrabias y de que, desde que estaba enfermo, se había vuelto insoportable.
–Hemos entrevistado a veintidós personas, James.
Su padrino emitió un gruñido y guardó silencio mientras Maria, la leal sirviente que trabajaba para él desde hacía quince años, le daba una copa de oporto que, en teoría, el médico le había recomendado no consumir.
–Ya lo sé. Hoy en día es imposible encontrar un buen trabajador.
Andreas no quiso reír la broma de su padre porque no quería darle pie a que criticara el proceso de selección. Lo cierto era que no quería necesitar una cuidadora, alguien que le ayudara a hacer la rehabilitación, que se ocupara ocasionalmente de la administración y que lo sacara de casa de vez en cuando. De hecho, no soportaba la silla de ruedas a la que se veía abocado temporalmente, y menos aún, tener que pedir ayuda o que le hubieran puesto un régimen. Todo ello se reducía a que no podía asumir que había sufrido un ataque al corazón y que, por el momento, tenía que guardar reposo. Había vuelto locas a las enfermeras en el hospital y llevaba días boicoteando la selección de una ayudante personal.
Entre tanto, Andreas había tenido que hacer un parón en su vida. Acudía a la oficina en helicóptero cuando su presencia era imprescindible, pero prácticamente estaba instalado en la mansión, trabajando por correo o videoconferencias y alejado de la vida de ciudad a la que estaba acostumbrado. Somerset era un lugar muy hermoso, pero para su gusto, demasiado alejado del ajetreo urbano.
–¿Te aburre mi compañía, Andreas?
–No es eso, sino que es frustrante que eches por tierra a cualquier candidata con excusas ridículas: o te parecen demasiado débiles para llevar una silla de ruedas, o no lo bastante listas, o demasiado gordas, o demasiado flacas... ¡Y ahora el problema es que tiene bigote!
–¡Qué buena memoria! –exclamó James, triunfal–. Veo que comprendes mi dilema –dio un sorbo al oporto mientras miraba a su ahijado de soslayo, preparándose para el siguiente ataque.
–A mí me ha parecido una buena candidata –comentó Andreas–. Mañana vienen cuatro más, pero en mi opinión, está entre las mejores que hemos visto hasta el momento.
Andreas estaba seguro de que la eficaz agencia que estaba haciendo la preselección iba a acabar por perder la paciencia, y entonces ya no sabría a quién recurrir.
Era la primera vez que se alejaba del trabajo durante tanto tiempo. Las grandes empresas no se gobernaban solas, y su imperio tenía tantos tentáculos que dominarlo exigía la habilidad de un malabarista.
Eso en principio a él no le importaba. De hecho, su carrera se había distinguido por su inteligencia y su talento a partes iguales. Rechazando la ayuda de su padrino, se había embarcado en una carrera propia en la Bolsa, y pronto había reunido el capital necesario como para abandonar el inestable mercado de valores y establecer su propia compañía. En diez años se había hecho un nombre en el campo de las fisiones y las adquisiciones empresariales. Además de una empresa de publicidad, era dueño de una cadena mundial de floristerías, tres empresas de comunicación y una de ordenadores que lideraba el mercado de Internet. Su astucia le había permitido esquivar la recesión y era consciente de que dentro del mundo empresarial lo consideraban prácticamente intocable. Una reputación de la que se enorgullecía.
Sin embargo, para él lo importante era que nunca había olvidado que el privilegiado estilo de vida del que había partido había sido un regalo de su padrino, y desde muy joven había tomado la determinación de alcanzar por sí mismo ese mismo estatus. Para ello, había tenido que llegar todo lo demás a un segundo plano. Sobre todo, las mujeres y más concretamente las que, como su novia del momento, empezaban a exigir un lugar más preeminente.
Andreas se había reunido a cenar con su padrino con la mente ocupada por un acuerdo pendiente con una pequeña compañía farmacéutica del norte, un mercado que hasta el momento no había tocado y que por ese mismo motivo le resultaba especialmente atractivo.
Pero su preocupación principal era resolver el problema de la acompañante de su padrino, así como elegir la mejor manera de cortar con Amanda Fellows.
–Vas a tener que rebajar tus expectativas –dijo a James mientras les retiraban los platos–. No vas a encontrar a la persona perfecta.
–Y tú deberías conseguirte una buena mujer –replicó James con brusquedad.
Andreas sonrió porque estaba acostumbrado a que su padrino se entrometiera en su vida privada.
–Resulta que ya la tengo –dijo, decidiendo posponer el tema para evitar irritarlo.
–¿Una de tus bellezas sin cerebro?
Andreas fingió reflexionar mientras hacía girar el vino en la copa sin dejar de sonreír.
–¿Quién quiere una mujer con cerebro? Después de un día de trabajo, lo único que quiero oír de ellas es «sí».
Tal y como había previsto, su padrino lo miró horrorizado y empezó una de sus peroratas sobre la necesidad de que sentara la cabeza, cuando sonó el timbre de la puerta, un timbre que reverbera en toda la mansión con la sonoridad de la campana de una iglesia.
Fuera, Elizabeth pensó que el timbre era perfecto para aquella casa, lo cual no significaba que no estuviera nerviosa. De hecho, se había pasado varios minutos con el dedo sobre el botón antes de finalmente reunir el valor suficiente como para presionarlo.
El taxi que la había llevado hasta allí, se había marchado ya, así que no tenía forma de volver si es que no había nadie en la casa. Era uno de tantos otros detalles que no se había parado a pensar.
Pero había tantos otros que sentía un nudo en el estómago y para relajarse, utilizó la técnica de respiración profunda que solía usar cuando necesitaba calmar los nervios.
Estaba tomando aire cuando abrió la puerta una mujer menuda, de unos sesenta años, con el cabello oscuro recogido en un moño y ojos atentos.
–¿Sí?
Elizabeth tragó saliva. Había tardado horas en elegir el vestido floreado, la rebeca y las sandalias planas que se había puesto. Con su largo cabello color caoba, siempre indomable, había hecho el esfuerzo de hacerse una trenza que le colgaba hasta la cintura. Aunque tenía un aspecto presentable, no se sentía lo bastante segura, de hecho, estaba tan nerviosa como dos meses atrás, cuando había tomado la decisión de seguir aquel plan de acción.
–He... he venido a ver al señor Greystone.
–¿Tiene cita?
–Me temo que no. Puedo volver en otro momento si es que... –recordó haber visto una parada de autobús a unos kilómetros de distancia. Retorció la correa del bolso a la altura del hombro con gesto nervioso.
–¿La envía la agencia?
Elizabeth miró a la mujer, desconcertada. ¿Qué agencia? ¿Para qué? Empezó a marearse. Todo lo que sabía de James Greystone procedía de Internet. Conocía su aspecto y su edad. También que era rico, aunque hasta que no vio la casa no supo hasta qué punto. No tenía mujer ni hijos. Además, había averiguado que hacía años que se había retirado del próspero negocio de construcción que había heredado de su abuelo y que vivía como un recluso. Para ser un empresario de tanto éxito, la información que había podido recabar era limitada, y eso le había hecho deducir que siempre había mantenido un perfil discreto.
No tenía ni idea de a qué agencia se refería la mujer.
–Mmm –se limitó a decir. Pero debió servir como respuesta porque la mujer abrió de par en par y le hizo pasar a un vestíbulo que la dejó paralizada.
Un grandioso suelo de baldosas blancas y negras conducía a una elegante escalera central que tras un primer rellano se dividía a derecha e izquierda. Los cuadros, en lujosos marcos dorados, mostraban escenas rurales tradicionales. Aquella casa no tenía habitaciones, sino alas.
¿Qué le habría hecho pensar que el mejor plan era ir en persona a conocerlo? ¿Por qué no habría escrito una carta como habría hecho cualquier otro en su misma situación?
Volvió al presente al darse cuenta de que el ama de llaves se había detenido frente a una puerta y la miraba inquisitivamente.
–El señor Greystone está tomando café en el comedor. Espere un momento, por favor. ¿A quién debo anunciar?
Elizabeth carraspeó.
–Señorita Jones. Elizabeth Jones. Mis amigos me llaman Lizzy.
Esperó exactamente tres minutos y cuarenta segundos, como supo porque miró el reloj constantemente al tiempo que su nerviosismo se disparaba. Entonces llegó la mujer y la guió hasta al comedor.
Elizabeth no tenía ni idea de lo que la esperaba. Llegó un momento en que dejó de contar el número de habitaciones que pasaban. Cuando por fin entraron en el comedor, el ama de llaves desapareció discretamente y Elizabeth se encontró cara a cara no sólo con James Greystone, sino también con otro hombre que, de espaldas, miraba por la ventana.
Elizabeth se quedó sin aliento cuando se volvió, y por unos segundos olvidó el motivo de su visita. La luz dorada del atardecer lo iluminaba desde detrás, recortando a contraluz su cuerpo alto y fuerte, vestido con vaqueros y una camisa de manga corta, abierta en el cuello. No parecía inglés, y si lo era, su sangre debía tener genes de una procedencia exótica que se reflejaba en su piel de bronce y en sus ojos y su cabello, negros como el azabache.
Su rostro de facciones cinceladas era a un tiempo hermoso, frío e increíblemente magnético. Elizabeth tardó unos segundos en darse cuenta de que él la estudiaba tan atentamente como ella a él, y que James Greystone los observaba a ambos con curiosidad.
Apartó sus ojos del desconocido con la sensación de acabar de bajar de una montaña rusa a una velocidad supersónica.
–Señorita Jones... No sé si estaba en la lista de la agencia. ¡Qué incompetencia! Seguro que no la habían incluido.
Elizabeth se volvió hacia la razón de su visita. James Greystone presentaba un aspecto imponente, con un denso cabello gris plateado, sus penetrantes ojos azules y la actitud de un hombre nacido en un mundo privilegiado. Verlo en una silla de ruedas la tomó de sorpresa y dedujo que la mención de la agencia estaba relacionada con ello.
Abrumada por la presencia del hombre próximo a la ventana, Elizabeth no conseguía poner sus pensamientos, y aun menos sus palabras, en orden. Aquélla no tenía nada que ver con la imagen que le habría gustado dar.
–¿Su currículum? –Andreas decidió entrar en acción.
La última candidata de la agencia parecía un ser frágil, una chica que apenas podía expresarse, que se ruborizaba y se asía a la correa de su bolso como si fuera un salvavidas.
–¡Deja hablar a la chica, Andreas! Este hombre tan abrumador, por cierto, es mi ahijado. Ignórelo.
Pedirle que lo ignorara era como decirle a un andador con una pierna ensangrentada que no prestara atención a un tiburón próximo, pero Elizabeth apartó la mirada de él y se acercó al hombre de la silla de ruedas.
–Lo siento. Me temo que no he traído un currículum –se puso en cuclillas para estar al mismo nivel que James–. ¿Le importa que le pregunte por qué está en silla de ruedas?
Un silencio cargado acogió su pregunta hasta que James Greystone soltó una carcajada.
–¡Se ve que no te gusta irse por las ramas! ¡Póngase de pie! –James la inspeccionó como un domador lo haría con un caballo.
–Lo siento –susurró ella–. Debo parecerle una grosera. Mi madre estuvo enferma los dos últimos años de su vida y lo odiaba.
–Siento interrumpir, pero... –Andreas se colocó detrás de su padrino y de frente a ella– ni trae un currículum, ni sabía que mi padrino estaba en silla de ruedas. ¿Puede saberse de qué le ha informado la agencia, señorita...?
–Jones... Elizabeth –dijo ella, aunque estaba segura de que no había olvidado su nombre.
Era evidente que tenía una actitud extremadamente protectora respecto a su padrino y que no tenía ningún problema en expresar su desconfianza aunque con ello la ofendiera.
–No me manda la agencia.
–Muy bien. Entonces supongo que ha sabido que la plaza estaba vacante a través de un conocido, y ha decido pasarse por si tenía suerte. ¿Me equivoco?
Andreas la sometió a una mirada crítica y la vio cambiar de color, del rubor a la palidez, y de nuevo al rubor. Era el vivo reflejo de la inocencia, el tipo de persona a quien le gustaba cuidar de los demás. Pero Andreas no estaba dispuesto a correr riesgos. James era un hombre rico y eso podía atraer a cazafortunas Al menos las mujeres que enviaba la agencia habían pasado por un estricto proceso de preselección, tal y como él había exigido para evitar problemas. Así que no estaba dispuesto a dejarse engañar por una mujer de la que no sabía nada y que se había acercado a probar suerte sin ni siquiera concertar una cita previa.
Elizabeth lo miró en silencio con sus ojos verdes desorbitadamente abiertos mientras se mordisqueaba el labio inferior.
–¡Andreas, deja de atosigar a la chica!
Andreas contuvo un gruñido de desesperación. Era típico de James haber criticado a todas las candidatas y en cambio defender a una mujer de la que no tenían referencias.
–No estoy atosigándola –dijo–. Sólo intento recabar información
–¡Información, información! ¡Al menos ésta no tiene bigote!
Elizabeth rió, pero una mirada de reprobación de Andreas le hizo ponerse sería y agachar la cabeza.
–Y además tiene sentido del humor. Tú, por el contrario, cada vez tienes menos. Es la primera candidata que me gusta.
–Sé sensato, James.
–Empiezo a sentirme un poco mareado, Andreas –James giró la silla de ruedas para mirar a Elizabeth de frente–. Está contratada. ¿Cuándo puede empezar?
–¡James!
–Andreas, no olvides lo que dijo el médico sobre el estrés. Ahora mismo, me estás estresando, así que será mejor que me vaya a la cama. Querida, me encantaría que aceptara el puesto –sonrió con tristeza–. Los últimos tiempos han sido espantosos: he sufrido un ataque al corazón y encontrar a una ayudante adecuada para liberar a mi ahijado de la responsabilidad de cuidar de mí ha sido una tortura.
A Elizabeth le hizo gracia la sutileza con la que criticó a su ahijado.
–Por supuesto que acepto el puesto –dijo tímidamente. Y la cara de alivio del anciano le levantó el ánimo.
–Magnífico. Andreas se hará cargo de los detalles. Espero verla pronto, querida –concluyó James, y salió de la habitación.
Elizabeth oyó que llamaba a Maria, y luego el sonido de pasos dubitativos. A su pesar, se volvió hacia Andreas, al que había conseguido ignorar mientras hablaba con James Greystone aunque eso no le había impedido percibir su irritación. Pero tenía que mirarlo directamente, y el impacto que le causó no fue menor que cuando había posado los ojos por primera vez en él.
–Enhorabuena –dijo él con sorna.
Elizabeth se quedó sin palabra al ver que la rodeaba como si fuera un depredador a punto de atacarla. Andreas se detuvo delante de ella.
–Ahora empieza la verdadera entrevista. Puede que haya podido engañar a mi padrino fácilmente, pero a mí no. Sígame –se marchó sin dudar por un instante que ella, tal y como hizo, le obedecería–. Siéntese –dijo cuando llegaron al salón, una habitación tan impresionante como el resto de lo que Elizabeth había visto.
–Le rogaría que dejara de darme órdenes, señor...
–Puede llamarme Andreas.
–Estoy dispuesta a contestar sus preguntas –«dentro de un límite» añadió, para sí–. No pretendo causar ningún problema.
–Si es así, no hay razón para que nos llevemos mal. Pero si descubro que me engaña, le aseguro que la estrangularé con mis propias manos
–Ésa es una amenaza horrible.
–No me importa que piense que soy horrible.
–¿Es ése el trato que han recibido todas las candidatas?
–Todas las demás venían a través de la agencia y podían proporcionar todo tipo de referencias y recomendaciones. En cambio usted ni siquiera ha traído un currículum.
Elizabeth nunca había conocido a un hombre como aquél, tan increíblemente guapo y tan arrogante. Un hombre acostumbrado a chasquear los dedos y ser obedecido. En aquel instante la observaba con ojos entornados, y Elizabeth decidió que no le gustaba. Pero aun así no se dejaría amedrentar por él. Para presentarse en aquella casa había tenido que hacer acopio de valentía, y no estaba dispuesta a perder la oportunidad que tan inesperadamente se le había presentado.
–Estoy esperando –insistió Andreas, mirándola de arriba abajo–. ¿Tiene referencias? –se acercó hasta proyectar su sombra sobre ella antes de sentarse a su lado.
–Tengo formación de secretariado –dijo Elizabeth tras carraspear–. Estoy segura de que mi jefe, el señor Riggs, estará dispuesto a escribir una carta de recomendación.
–¿Y dónde trabaja exactamente?
–En Londres.
–¿Cómo se llama la compañía?
Elizabeth empezó a explicarle lo que hacía en Riggs and Son, que era un pequeño bufete de abogados con oficinas cerca de la aeropuerto, pero Andreas alzó la mano para detenerla.
–No necesito conocer la historia de la compañía. ¿Por qué quiere dejar su trabajo en el despacho para venir a hacer compañía a un hombre mayor?
Era una buena pregunta para la que Elizabeth no tenía repuesta, así que se limitó a decir algo inconexo sobre la necesidad de un cambio en su vida.
–Hable más alto –le exigió Andreas–. No la oigo.
–¡Es que me está poniendo nerviosa!
–Me alegro. Me gusta la gente con nervio. Ahora hable claramente y diga por qué quiere el puesto.
–Me gusta cuidar de la gente –Elizabeth lo miró titubeante. Él frunció el ceño y apartó de su mente la idea de que tenía los ojos verdes más puros y diáfanos que había visto en toda su vida–. Cuidé de mi madre los dos años previos a su muerte y, en lugar de una carga, lo viví como una experiencia valiosa. Creo que nuestros mayores se merecen que les atendamos.
–¿Y por qué no se hizo enfermera?
La mirada fija de Andreas perturbaba a Elizabeth, impidiéndole proyectar la imagen de seguridad que la situación requería.
–¡Vamos, señorita Jones! –se impacientó Andreas–. Esto es un entrevista y apenas es capaz de hilvanar una respuesta coherente. ¿Cómo voy a creerla capaz de ocuparse de mi padrino, un hombre inteligente y extremadamente capaz a pesar de estar reducido a una silla de ruedas? ¿Cómo va a convencerme de que puede tratar con él, supervisar su comida y animarle a hacer ejercicio a diario? ¿No se da cuenta de que necesito alguien con personalidad, que no se deje manipular? ¿No entiende que probablemente haya sido su actitud de ratoncito desvalido lo que le ha convencido de que es su candidata ideal?
A Elizabeth le indignó la ofensiva comparación. Pero antes de que pudiera defenderse, Andreas continuó:
–Puede que a James le haya seducido con su aire de inocencia, pero a mí no. Desde mi punto de vista, no es más que una cazafortunas en potencia.
–¡No tiene derecho a acusarme de...!
–Claro que lo tengo. Cuido del bienestar de mi padrino, y no estoy dispuesto a confiárselo a una desconocida que sólo puede proporcionarme su nombre y una estudiada habilidad para sonrojarse.
Elizabeth se puso en pie con toda la dignidad de que fue capaz.
–No tengo por qué consentir que me insulte. No me interesa el dinero de su padrino. Estoy segura de que ha entrevistado a muchas personas cualificadas, pero si el señor Greystone quiere darme una oportunidad, también debería dármela usted.
–¿Y si no es así?
Elizabeth no supo qué responder. Tras la muerte de su madre había solicitado una baja temporal durante la que había planeado ir a visitar a James Greystone. Pero al descubrir que necesitaba alguien que cuidara de él y presentarse la oportunidad de ser ella misma, no podía soportar la idea de perderla.
–No lo sé –dijo, encorvándose en un gesto de abatimiento.
–¿Cómo murió su madre? Debía de ser relativamente joven.
El cambio de tema desconcertó a Elizabeth. Tras una pausa, explicó que había fallecido a causa de un cáncer. Para cuando acabó su historia, notó que los ojos se humedecían y buscó un pañuelo en el bolso, pero Andreas se adelantó, poniéndole uno en la mano.
–Lo siento –balbuceó–. Estábamos muy unidas. No tengo hermanos y mi madre... era adoptada.
Andreas fue hacia la ventana y Elizabeth le agradeció mentalmente que no hiciera ningún vacío comentario de condolencia.