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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2002 Jolie Kramer

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Pasión al descubierto, n.º 163 - mayo 2018

Título original: Sensual Secrets

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-9188-587-0

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

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Epílogo

Si te ha gustado este libro…

1

 

Algo cambió en el ambiente. No era un aroma. La puerta del cibercafé no se había abierto, y de hecho no corría brisa alguna. Pero ella lo sintió. Era algo eléctrico, cortante, como el segundo anterior a la caída de un rayo.

Amelia Edwards miró de forma subrepticia a su derecha. David, que estaba estudiando ciencias, también lo sintió. El joven se pasó una mano por su revuelto y oscuro cabello, y sus hombros, generalmente hundidos, se enderezaron de repente.

Amelia miró entonces a otra chica que había visto varias veces en clase. Otra alumna, rubia, realmente atractiva. Se estaba mordiendo un labio y miraba hacia la puerta, nerviosa.

Al parecer, todo el mundo lo sentía. Ninguna ley de la física podía explicarlo. Era un enigma, un misterio, pero Amelia sabía lo que significaba.

Él se estaba acercando.

Se llamaba Jay Wagner y era propietario de la tienda de Harley-Davidson que se encontraba en la misma manzana. Algo mayor que ella, de veintiséis o veintisiete años, era un hombre alto, de cabello oscuro y ligeramente largo y los ojos marrones más intensos que Amelia había contemplado en toda su vida. Cuando entró en la habitación, el tiempo se detuvo y una vez más volvieron a asaltarle todo tipo de pensamientos lascivos.

Amelia se llevó una mano al cabello, como para comprobar que estaba bien, y se humedeció los labios. Mientras tanto, Brian, el dueño del café, puso música de fondo.

Jay llevaba gafas de sol, una chaqueta de cuero negro con pantalones y botas del mismo color y una camiseta blanca. Medía alrededor de un metro ochenta y seis y era delgado pero fuerte. Sus manos, de elegantes dedos, la fascinaban.

El hombre cerró la puerta y avanzó sin mirar ni a izquierda ni a derecha. Pero aquello solo era el principio del juego. La verdadera acción comenzaría cuando llegara a la mesa de Amelia. No tenía que hacer ese recorrido porque su mesa estaba al fondo, en una esquina, pero siempre se las arreglaba para pasar frente a ella cuando se encontraba en el cibercafé.

Poco antes de llegar a su altura, se quitó las gafas de sol y se las guardó en un bolsillo. Después, la miró. Amelia intentó apartar la vista, pero sabía que su resistencia era inútil; la miraría hasta que le devolviera la mirada, aunque no tenía idea de por qué se comportaba de ese modo. No entendía que la avergonzara, que la ruborizara de una forma tan evidente. Tal vez se divertía con el poder que tenía sobre ella.

Sin embargo, Amelia siempre regresaba a aquel lugar, día tras día. Y se sentía profundamente decepcionada si Jay no aparecía por alguna razón.

Por fin, cedió a la tentación. Primero miró su pecho, su chaqueta. Y luego, su mirada ascendió hacia su cuello y su cuadrada mandíbula.

Ni siquiera se había dado cuenta de que estaba conteniendo la respiración, pero dejó de respirar por completo cuando su mirada ascendió unos milímetros más.

Él la miró entonces y arqueó una ceja como si encontrara divertido su interés, casi como si estuviera ante una niña. Sonrió levemente y la atravesó con una mirada que la estremeció de los pies a la cabeza.

Nunca hablaban. Ella nunca se había atrevido a dirigirle la palabra, pero llevaban semanas jugando a aquel juego. Él pasaba a su lado y la retaba, la invitaba en silencio.

En parte, deseaba aceptar el reto. Levantarse y besarlo allí mismo, en mitad del cibercafé, con la música y el aroma a café de fondo. Querría borrar aquella sonrisa de sus labios y sabía que besarlo sería toda una experiencia.

Por desgracia, era muy cobarde. Se ruborizó un poco más y clavó la mirada en la pantalla del ordenador. Jay había ganado de nuevo y Amelia suspiró al oír su risa, la risa que ya había oído el día anterior y el anterior.

Se concentró en el trabajo, pero las palabras que acababa de escribir unos segundos antes le parecieron completamente ajenas. Guardó el archivo y acto seguido abrió un sitio web en el navegador: TrueConfessions.com. Introdujo la contraseña, «buena chica», y entró en la familiar página.

La contraseña la definía perfectamente. Realmente era una buena chica, una anomalía que se dedicaba a estudiar y nada más, como salida de un remoto pasado.

Levantó la mirada y vio que Jay seguía frente a ella, pero esta vez, más cerca. Entonces, Amelia comprendió que había cometido un error. Él siempre se marchaba cuando ella se ocultaba en su trabajo; sin embargo, en aquella ocasión se detuvo para ver lo que estaba haciendo.

Dio un paso hacia ella y el corazón de Amelia se aceleró. Cuando dio el siguiente, se quedó sin aliento. Pero a pesar de todo consiguió mantener la calma y se mantuvo muy erguida en la silla mientras miraba al hombre más atractivo que había visto.

Él sonrió. No fue una gran sonrisa, sino una simple inclinación de los labios. Después, extendió una mano como si fuera a acariciarla en la mejilla, pero la apartó.

Amelia se ruborizó y el volvió a reír.

—Buena chica —dijo él, en un susurro.

Ella abrió la boca para decir algo, pero no pudo.

Jay rio de nuevo, de forma infinitamente sexy. Pero pasó a su lado y se dirigió hacia la barra del bar, donde se encontraba su amigo Brian.

Amelia no podía creerlo. Le había hablado a ella, directamente.

A pesar de que era muy consciente de sus miradas, siempre se había sentido invisible ante él. A fin de cuentas lo era casi siempre. Lo era en clase, cuando estaba con hombres atractivos, cuando estudiaba. La gente se tropezaba con ella todo el tiempo, como si no la vieran.

Pero él le había hablado.

Miró entonces a la chica que estaba sentada junto al ordenador contiguo, y tal y como había imaginado, le devolvió la mirada con expresión de enfado. Estaba celosa. Amelia no pretendía que la rubia se sintiera mal, pero en cierto modo la alegró.

Entonces, volvió a concentrarse en la pantalla. Había pagado dos horas y le quedaban quince minutos. Escribió rápidamente, intentando recuperar el tiempo perdido, pero no tardó en volver a pensar en él.

Se dijo que era normal que se hubiera dirigido a ella, dado que siempre estaba allí, y pensó que solo había querido jugar un poco. Su tía Grace solía decir que nadie se moría de timidez, pero Amelia no estaba tan segura. Tal vez no se podía morir de timidez, pero se podía morir de soledad, de necesidad.

Amelia tenía un grave problema. Por dentro era una persona, y por fuera, otra bien distinta. Se vestía de forma en extremo conservadora, con faldas largas y blusas anchas. Casi siempre se recogía el pelo en un moño y desde luego no prestaba demasiada atención a su cabello.

Había crecido acostumbrada a ser invisible. Era más fácil de ese modo, porque así no esperaban mucho de ella.

Sin embargo, en su interior era muy distinta. Era una mujer apasionada, erótica, que se sentía bella y que siempre llevaba ropa interior de fantasía. De hecho, eso fue lo que escribió, literalmente, en el ordenador.

Después, cerró los ojos y siguió escribiendo la historia en la que estaba trabajando:

 

Si alguien supiera cuánto deseo que me toquen, cuánto deseo que me enciendan con un beso. Si él fuera consciente de las veces que lo he soñado, de lo mucho que deseo que me lleve al éxtasis. Oh, ¿pero a quién estoy engañando? Quiero hacer el amor con él hasta el agotamiento. Quiero que me haga cualquier cosa, todo. Quiero volverme loca, y seguir loca, a su lado.

 

La alarma que marcaba el fin de su tiempo comenzó a sonar y no tenía dinero para seguir allí, de modo que guardó el texto. Después, recogió sus pertenencias, se levantó y se apresuró a salir del cibercafé sin volverse para ver si Jay la estaba mirando. Pero a pesar de todo, se ruborizó.

 

 

Jay esperó mientras Brian servía una taza de café a un cliente, otro estudiante. El cibercafé no era grande ni elegante, pero disponía de seis ordenadores conectados a Internet con banda ancha, que proporcionaban acceso inmediato y rápido a la Red para buscar cualquier tipo de información. Incluidas, por supuesto, las páginas porno.

El lugar estaba decorado con motivos de los años sesenta. Había carteles de Jimmy Hendrix, Janis Joplin, The Grateful Dead y nunca faltaban los números de la mítica revista Rolling Stone. Brian, que por su aspecto parecía haber sido un hippie en otra época, ponía todo el tiempo música actual, pero tenía la impresión de que lo hacía por obligación.

En realidad, le parecía extraño que su amigo se hubiera decidido a abrir un cibercafé, pero no había duda de que había sido todo un éxito. Brian servía las bebidas, tenía enormes conocimientos de informática y se aseguraba de que sus clientes estaban contentos. Le había dado toda una lección empresarial, que Jay había aprovechado cuando abrió su tienda de motocicletas.

Cuando Brian terminó de servir al cliente, se acercó y preguntó:

—¿Quieres más café?

Jay hizo caso omiso y preguntó a su vez:

—¿Qué es TrueConfessions.com?

Brian se encogió de hombros. En cualquier otra persona, el gesto habría significado que no lo sabía. Pero Jay conocía a su amigo y sabía que significaba otra cosa: que no le importaba demasiado.

—Es un sitio web donde la gente confiesa sus pecados o sus fantasías. Ahora está de moda y las adolescentes lo utilizan para declarar su amor a sus enamorados.

—¿Y todo el mundo puede leer las confesiones?

—Sí, claro, es un sitio público. Pero también es anónimo. Además, los sistemas de seguridad dificultan que se pueda hacer un seguimiento de los nombres de usuarios para averiguar su identidad.

—Lo dificultan, pero no es imposible…

—Nada es imposible. Sobre todo, para mí.

Jay alzó su taza de café y dijo:

—Brindo por tu arrogancia.

—Mira quién habla.

Jay sonrió y le dio la taza a Brian.

—Voy un momento a conectarme en un ordenador. Sírveme otro café.

—Como quieras. ¿Quieres algo más? ¿Un masaje en los pies, tal vez? ¿Una cita con Penélope Cruz? —preguntó, burlándose.

—Sí, quiero algo más: que cierres la boca.

Jay se dirigió hacia el ordenador que había estado utilizando la joven a la que había mirado unos minutos antes.

Le gustaba ir al cibercafé, aunque raramente se conectaba a Internet. Se encontraba junto a su tienda y el café era bueno, pero su presencia allí obedecía a una razón bien distinta: las mujeres. Estaba lleno de estudiantes preciosas y todas se morían por coquetear con él.

Pero ella no.

Sin embargo, le gustaba ver cómo se ruborizaba.

Cuando empezó a ir al cibercafé, ni siquiera se fijó en ella. No sabía quién la vestía, pero desde luego necesitaba una buena renovación. Con tantos jerséis y prendas largas, parecía una abuela.

Pero algo en ella le había llamado la atención. Tal vez una tos, algún sonido que hizo. O probablemente, su rubor. Al mirarla con más detenimiento, se había quedado asombrado. Era preciosa, de piel blanca y delicada, como su cuerpo. Alta y esbelta, caminaba como una bailarina y solo había sonreído una vez en todos los meses desde que había empezado a ir al establecimiento. No le había sonreído a él, pero no lo había olvidado.

Era una belleza natural, sin artificios, sin adornos. Parecía salida de otra época, acaso del Renacimiento. Y sentía que detrás de aquella ropa conservadora y de su facilidad para ruborizarse, había algo oculto. Lo sabía. Podía notarlo. Y lo deseaba.

Se sentó ante el ordenador y escribió la dirección de la página de Internet: TrueConfessions.com. Una vez dentro, comenzó a buscar lo que quería y no tardó en encontrarlo.

Buena chica.

Ese era el nombre que había visto. De no haber estado tan alterada por su presencia, tal vez habría bloqueado su visión o apagado el ordenador para que él no pudiera verlo, pero no lo había hecho y él estaba más que dispuesto a aprovechar la situación.

Cinco minutos más tarde, justo después de que Brian le sirviera otra taza de café, comenzó a leer los textos de la mujer. Y por supuesto, no probó ni una gota del café.

 

 

La música que procedía del dormitorio de Tabby resonaba en toda la casa, pero Amelia intentó hacer caso omiso y comportarse como si no le importara demasiado.

Sus tres compañeras de piso eran encantadoras. Tal vez algo narcisistas y demasiado obsesionadas con el sexo, pero pensó que a fin de cuentas todas tenían poco más de veinte años y era lo natural en la edad.

En realidad, ella era igual. Esperaba no ser tan ególatra, pero ciertamente estaba tan obsesionada con el sexo como sus amigas. Por desgracia, ellas no la ayudaban demasiado. No dejaban de aparecer en el piso con hombres, de forma regular. Tabby y Kathy mantenían relaciones monógamas, con dos chicos. En cambio, Donna tenía al menos tres amantes; aunque parecía que las cosas le iban bastante bien.

En más de una ocasión, dos de sus amantes se habían presentado en la casa al mismo tiempo. La solución de Donna no podía ser más sencilla: irse a la cama con los dos. En esas ocasiones, Amelia se tapaba los oídos para no oír nada durante la noche, e incluso se cubría la cabeza con una almohada.

Al principio, la situación la había asustado. Pero después, la idea de acostarse con dos hombres atractivos y hacer y que le hicieran todo tipo de cosas le resultó de lo más interesante. Sin embargo, Amelia carecía del valor necesario para hacerlo. Ni siquiera se atrevía a hablar en clase, y mucho menos a coquetear.

Al pensar en ello, se ruborizó. Y al ruborizarse, pensó en Jay. Cerró los ojos para imaginárselo mejor y en cuestión de segundos tuvo que levantarse e ir a la cocina para echar un buen trago de agua fría.

Entonces miró la hora y se maldijo. Eran las cuatro y media y no había estudiado nada, lo que significaba que tendría que quedarse despierta hasta tarde y que no podría ir al cibercafé por la mañana. O peor aún: podría quedarse dormida en clase.

Se limpió la boca después de beber y miró hacia la pila del platos acumulados en el fregadero. Sabía perfectamente desde cuándo estaban allí: desde la última vez que ella los había fregado.

Sus compañeras de piso se aprovechaban de ella, y lo sabía. Pero también era la única de las cuatro que parecía preocuparse de las cosas mundanas, como fregar, lavar y limpiar. Y cada vez que limpiaba la casa, se prometía que sería la última vez.

Si no conseguía convencer a sus propias compañeras de piso para que limpiaran, ¿dónde iba a encontrar las fuerzas para hablar con él?

La idea de dirigirse a él le pareció tan imposible que soltó un taco y rio. Había estado practicando palabras malsonantes durante los últimos dos meses. Palabras y expresiones que habrían provocado el rubor en el más duro de los hombres. Y aunque solo se las decía a sí misma, cuando estaba sola, pensó que por algo se empezaba. Si seguía así, en poco tiempo sería como las demás. Tal vez no tan sórdida, pero dejaría de ser un caso aparte.

Suspiró y se apoyó en la puerta del frigorífico. Pensó que Jay nunca se sentiría atraído por una mujer como ella, ni en un millón de años, y se dijo que sería mejor que lo olvidara y dejara de soñar con él.

Pero no podía hacerlo.

 

 

A las cinco y cuarto, Jay no podía esperar ni un minuto más. Tenía que hacer algo y hacerlo ya.

—Karl…

Su ayudante levantó la mirada y dijo:

—¿Sí?

—¿Qué te parece si cierras tú esta noche?

Karl asintió. Tenía diez años más que Jay, pero su cabello largo y revuelto le daba un aspecto tan juvenil que parecía un estudiante de los que entraban de cuando en cuando en la tienda para ver las motos.

—¿Tienes una cita?

—Algo así.

—No hay problema. María no llegará a casa hasta las once.

Jay se puso la chaqueta y recogió el casco que había dejado en el suelo.

—Entonces, ¿aún sigue con ese trabajo?

—Sí. Por alguna razón, le gusta trabajar con números.

Jay caminó hacia la salida y miró hacia las motocicletas para asegurarse de que estaban limpias y relucientes.

—Al menos tiene empleo…

—Por supuesto. Y un segundo sueldo es más que bienvenido —dijo Karl—. Aunque si me pagaras lo que merezco…

—No sigas por ese camino, amigo.

Karl suspiró.

—Tómatelo con calma —añadió Jay.

Su ayudante rio y Jay salió del local. Llevaba todo el día pensando en su buena chica. Había leído varios de sus textos, y cuando más leía, más intrigado estaba. Era toda una sorpresa para él, y eso no le sucedía a menudo. Nadie podía haber imaginado que bajo su apariencia pacata se ocultaba una apasionada mujer.

Se puso el casco y montó su Harley de 1965. Arrancó y se dirigió a su casa, algo más tranquilo gracias al ronroneo del motor.

Mientras maniobraba entre el tráfico de Manhattan, imaginó que desnudaba a la mujer, poco a poco. Pero tuvo que dejar de imaginarlo porque estuvo a punto de llevarse por delante un puesto de perritos calientes.

Veinte minutos más tarde, se detuvo frente al edificio donde vivía, un edificio antiguo y marrón, de piedra, que se encontraba en el corazón de la conocida Cocina del Infierno neoyorquina. Ahora tenía bastante mejor aspecto porque habían abierto tiendas y locales de moda en todas partes, pero a él le daban igual esas cosas siempre y cuando lo dejaran en paz.

Se quitó el casco, dejó la moto en un pequeño recodo y la aseguró con las cadenas. El vecindario podía haber mejorado, pero seguía viviendo en Manhattan.

Al entrar en el edificio saludó a Jasper, el portero. Era un hombre muy anciano, con un uniforme que parecía haber sido confeccionado en la guerra de Crimea. Llevaba toda la vida allí y suponía que seguiría hasta su muerte. En realidad, en el interior del edificio no había cambiado casi nada en muchas décadas; ni siquiera el ascensor, que olía a perro mojado.

Jay vivía en el quinto piso, pero el ascensor se detuvo en el tercero y subió un hombre casi tan viejo como Jasper.

—Hola, Jay. Me alegro mucho de verte.

Jay sonrió. Shawn Cody era uno de sus vecinos. Se encargaba de arreglar los problemas del edificio, y si estaba en el tercer piso significaba que había estado con Darlene, para asegurarse de que había tomado sus medicinas. A sus ochenta y cuatro años, Shawn seguía siendo un hombre muy activo, que siempre sabía todo lo que pasaba. Decía ser escritor, aunque nadie había leído nada suyo. Pero no importaba. Era una gran persona.

—¿Qué tal te va, Shawn?

—Como solía decir mi padre, estoy tan bien como cabría esperar de un hombre destinado a ser polvo.

—Pero eso no será hoy. Hoy te veo bastante vivo, e incluso dispuesto a causar problemas…

—Cierto. Estoy aquí para animar a los atormentados y para atormentar a los animados.

El viejo ascensor comenzó a moverse de nuevo y Jay esperó que llegara cuanto antes al quinto piso. Si Shawn empezaba a hablar, lo tendría allí un buen rato. Sin embargo, le caía muy bien; tanto como su compañero de piso, Bill. Vivían juntos desde hacía cincuenta años.

—¿Sabes una cosa? Echo de menos a tu abuelo —dijo Shawn.

—Yo también.

—Era un gran tipo.

—Sí, es cierto.

Jay sintió una gran tristeza. Su abuelo había fallecido cuatro meses antes, tras una enfermedad de dos años. Jay empezó a cuidarlo cuando cayó enfermo y decidió quedarse a vivir en su piso para estar más cerca. De paso, también ayudaba al resto de los ancianos del edificio, que a fin de cuentas eran amigos de su abuelo. Por no mencionar que el lugar era excelente: pagaba una miseria por una casa de dos dormitorios por la que muchos habrían matado.

El ascensor se detuvo finalmente en el quinto, y Jay se despidió.

—Cuídate, Shawn.

—Igual te digo, jovencito.

Cuando Jay abrió la puerta de su casa, esperó notar el olor del tabaco de su abuelo. Pero obviamente, no fue así. La pipa estaba con él, en su tumba, tal y como había pedido.

Se quitó la chaqueta y la dejó junto con el casco de la moto en un sofá. Después, sacó una cerveza del frigorífico, echó un trago y se dirigió a su ordenador. Minutos después estaba en la página de TrueConfessions.com, leyendo los textos de su buena chica. Y a partir de ese momento, el resto del mundo dejó de existir.