Portada

Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid

© 2003 Karen Templeton-Berger
© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Muy personal, n.º 13 - mayo 2018
Título original: Saving Dr. Ryan
Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

I.S.B.N.: 978-84-9188-576-4

KAREN
TEMPLETON

Muy personal

Logo editorial

Capítulo 1

—¡Ya voy! ¡Ya voy! ¡Que ya voy! ¡Maldita sea!

A pesar del golpe en el dedo gordo del pie, Ryan Logan siguió bajando en calcetines las escaleras en penumbra al tiempo que se abrochaba la camisa de franela que se había puesto encima de la camiseta al primer timbrazo. Bostezó con fuerza, ya que hacía sólo dos horas que se había acostado, razón por la que su sangre no se movía todavía tan deprisa como para combatir el frío húmedo de finales de septiembre que impregnaba la casa. Y la lluvia que seguía golpeando el tejado indicaba que no habría amanecer.

El timbre volvió a sonar, y Ryan lanzó una maldición y abrió la puerta. Los dos niños pequeños que había en el porche dieron un salto. A Ryan se le encogió el corazón. Los pequeños estaban empapados y los ojos oscuros del chico relucían de miedo debajo del flequillo mojado. Sus dedos pálidos se agarraban a una sudadera con capucha y la otra mano tenía bien sujeta a la pequeña rubia que temblaba a su lado. Ryan no conocía a ninguno de los dos.

El niño retrocedió un poco, llevando consigo a su hermana. Abrió mucho los ojos y la boca, pero no emitió ningún sonido. Ryan comprendió que estaba muy asustado.

—No pasa nada, hijo —se acuclilló para quedar a su altura—. ¿Qué sucede?

—¿Es usted el médico?

—Sí.

El niño miró la oscuridad azotada por la lluvia.

—Mamá ha dicho que venga.

Ryan asintió con la cabeza y estiró la mano hacia las botas, colocadas al lado del felpudo de la entrada. Estaba ya bien despierto; con el hospital más próximo a tres cuartos de hora de allí, era normal que lo llamaran a cualquier hora.

—Ha dicho que se diera prisa —dijo el niño, que no podía tener más de seis años.

Ryan terminó de ponerse las botas, tomó la chaqueta vaquera del perchero y se la puso.

—¿Dónde está tu mamá? —se puso el sombrero de ala ancha con una mano y tomó el maletín negro con la otra.

El niño estiró el brazo.

—Por ahí. En el coche —lo miró con la barbilla temblando—. Ha dicho que le diga que ya viene el niño.

Ryan dejó el maletín sobre la mesa y metió a los niños en el vestíbulo. Se acuclilló de nuevo frente a ellos, apretó con gentileza el hombro del chico y sonrió a la niña.

—Quedaos aquí —dijo con suavidad.

Salió a la lluvia antes de que el niño tuviera ocasión de protestar.

Maddie Kincaid apretó el volante con fuerza y reprimió un grito. A pesar del frío húmedo que hacía en el interior del Impala, el sudor empapaba el camisón de franela que llevaba debajo del abrigo. Los dolores habían empezado tan de repente que su único pensamiento había sido salir a buscar ayuda. No se había molestado en ponerse calcetines y tenía los pies congelados en las zapatillas de lona.

Pasó la contracción y ella suspiró y apoyó la cabeza en el respaldo del asiento, decidida a no gritar, aunque era improbable que la oyera alguien con el ruido del viento y la lluvia. No había sido su intención llevarse a Noah y Katie consigo, pero ellos habían salido antes de que pudiera impedírselo. Y por lo menos había recordado el cartel de médico que había visto el día anterior en una casa antigua de dos pisos.

¿Pero y si no había nadie en la casa? ¿Y si tenía que dar a luz allí sola y cuidar además de sus otros dos hijos?

Llegó otra contracción y empezó a gemir. Sus dos primeros partos no habían sido para nada como aquél, sino mucho más lentos, sobre todo el de Noah.

El grito salió de sus labios sin que pudiera evitarlo. Intentó centrarse en la respiración, pero el dolor aniquilaba todo lo demás.

Se abrió la puerta del coche y entraron aire frío y hojas mojadas; una mano grande de hombre se posó en su vientre. Maddie miró en su dirección y vio unos ojos claros, una boca decidida y mejillas con asomo de barba, todo ello oscurecido por un sombrero de cowboy.

—¿Dónde están mis hijos? —preguntó entre los dientes apretados.

—Dentro.

—¿Solos? —Maddie sintió un miedo más intenso que las contracciones—. Les da mucho miedo estar solos en un sitio desconocido. Están...

—Bien —dijo el hombre con calma—. ¿Con qué intervalo se dan las contracciones?

Maddie miró el agua que caía en el barro al lado del coche y notó que la mano del hombre seguía en su vientre.

—Espero que eso signifique que es usted médico.

—Parece que es su día de suerte, señora —apartó la mano y ella vio que estaba acuclillado junto a la puerta abierta del coche. Del ala de su sombrero caía agua—. Bueno, ¿con qué intervalo?

—No lo sé —repuso ella—. Muy poco.

—¿Puede andar?

—¿Cree que habría dejado salir a mis hijos con esta lluvia si pudiera?

Unos brazos fuertes la levantaron en vilo y la sacaron del coche. Maddie soltó un gritito y apoyó la cabeza en aquel pecho firme que olía a humo de leña. El doctor la acomodó lo mejor que pudo dentro de su chaqueta, le puso el sombrero en la cabeza y cerró la puerta del coche.

—¡Agárrese! —le dijo—. La llevaré a la casa lo más deprisa que pueda.

Maddie asintió débilmente; por suerte, el dolor remitió durante el minuto más o menos que tardaron en llegar a la casa.

Pero en cuanto entró empezó otra contracción, que tensó todos sus músculos de las costillas a las rodillas. Se mordió el labio inferior para no gritar delante de sus hijos, que seguían con ojos muy abiertos al doctor, que llevaba a su madre en brazos por un pasillo estrecho y la dejaba en una cama cubierta con una colcha gruesa.

—¿Necesita empujar ya? —le preguntó.

Ella negó con la cabeza.

—Bien. Eso significa que tenemos un minuto.

La ayudó a quitarse el abrigo y desapareció. Volvió segundos después con sábanas blancas y el maletín negro, que dejó en la mesilla. Noah y Katie estaban clavados al suelo a poca distancia de la cama. Maddie lanzó un gemido y luchó por incorporarse.

—Están empapados.

Otra contracción la dejó sin aliento. Se dobló y cayó de lado en la cama, mortificada y aterrorizada. Cerró los ojos con fuerza, pero se le escapó una lágrima. Sintió un contacto cálido y firme en el brazo que la tranquilizó un tanto.

—Yo me ocupo de eso —dijo el doctor—. Usted concéntrese en tener el niño, ¿me oye? —ella asintió con la cabeza—. Bien. ¿Ha roto ya aguas?

—No.

—Tenga —le pasó una toalla blanca—. Por si ocurre mientras me ocupo de los niños.

Maddie no protestó. Los siguientes minutos se redujeron a una serie de impresiones inconexas... el ruido de un radiador, la lluvia contra la ventana, ropa mojada que caía al suelo... el hecho de que no había nadie para ayudarlo, ni una esposa ni un ama de llaves.

De pronto sintió algo indoloro en el bajo vientre, como una aguja que pinchara un globo, y apenas tuvo tiempo de apretar la toalla entre las piernas para capturar el líquido caliente. Se secó una lágrima. Odiaba que un desconocido cuidara de sus hijos y de ella, odiaba no tener elección.

Con la siguiente contracción salió más líquido a la toalla. Maddie vio a medias al médico envolver a sus hijos en mantas y sentarlos en un sillón enorme que había en un rincón de la habitación, cerca del radiador.

Oyó el cambio en su voz y supo que lo había visto.

—Quedaos ahí los dos un momento mientras examino a vuestra madre. ¿De acuerdo?

—Sí, señor —oyó la voz de Noah. Y sintió un gran alivio. El niño se mostraba temeroso con muchos hombres, sobre todo si eran tan grandes como ese doctor Logan.

El médico volvió a desaparecer y regresó un minuto más tarde. Se pasó una mano por el pelo dorado y éste quedó en punta en la parte superior de la cabeza.

—Voy a meter la ropa de los niños en la secadora —dijo. Retiró la toalla de entre las piernas de ella—. El líquido es claro. Buena señal. Ahora vamos a ver cómo va todo.

En los minutos siguientes le palmeó el vientre, declaró que el niño estaba en la posición indicada y preparó la cama y a ella para el parto. Y todo el rato su rostro permanecía inexpresivo y sus modales tranquilos y eficientes, sin rastro de vergüenza, ni siquiera cuando la ayudó a quitarse las bragas empapadas. Le puso varias almohadas a la espalda y sacó del maletín el estetoscopio y el aparato para medir la tensión.

—Normalmente no dejo que nadie me quite las bragas sin saber antes su nombre —musitó ella.

—Logan —repuso él—. Los títulos están en la consulta —señaló con la cabeza hacia la derecha y miró a los niños, ambos dormidos ya—. Parece que ya han caído.

La mujer asintió y se lamió los labios.

—Yo no le hice eso —comentó.

—No suponía que hubiera sido usted. ¿Quiere agua?

Ella volvió a asentir. El doctor Logan sirvió un vaso de agua y se lo tendió.

—Pero sólo un sorbo…

—Lo sé, lo sé.

Tomó un sorbo y le devolvió el vaso. Él tomó un teléfono inalámbrico y marcó un número.

—Voy a pedir refuerzos —explicó—. A la comadrona. ¿Cuándo salía de cuentas?

—Creo que se ha adelantado unas tres semanas.

El médico frunció el ceño y habló por el teléfono.

—Ivy, tengo un parto en marcha aquí y me preguntaba si... ajá —soltó una risita—. Pequeño, me parece. Se ha adelantado... No, no lo he hecho —miró a Maddie—. ¿El tercer hijo?

—Sí.

—¿Cuánto tiempo lleva de parto?

Ella abrió la boca para hablar, pero se lo impidió otra contracción. El doctor Logan se inclinó para masajearle el hombro.

—Sí, son muy fuertes —dijo por teléfono—. Y dudo mucho que la segunda fase vaya a ser muy larga. No, la puerta no está cerrada con llave.

Dejó el teléfono en la mesilla y la miró gravemente.

—¿Cree que el parto se ha adelantado tres semanas?

—Sí.

—Y el parto ha empezado hace poco, ¿no?

—Hace una hora.

Llegó otra contracción y, sin pensar lo que hacía, se agarró a su mano y cerró los ojos para reprimir mejor el grito que amenazaba con estrangularla. Sintió que la mano libre de él masajeaba su vientre.

—Un minuto y medio —dijo—. Bien.

Maddie levantó la vista. Era más joven de lo que había creído al principio. No tendría más de treinta y pocos años.

Él le subió la manga del camisón para tomarle la presión arterial.

—Por cierto, yo tampoco tengo la costumbre de quitarle la ropa interior a una mujer antes de saber su nombre.

—Maddie. Maddie Kincaid.

—¿Y hay un señor Kincaid?

La alianza de boda había sido una de las primeras cosas que había empeñado Maddie.

—Ya no —repuso—. ¡Oh, Dios Santo!

—¿Está preparada para empujar? —preguntó él.

Maddie, que ya estaba empujando, no consideró necesario contestar.

Ryan se puso unos guantes de látex que había sacado del maletín.

—Lo siento —dijo; bajó la sábana—. Tengo que examinarla.

—De acuerdo —ella jadeaba y se agarraba con fuerza a la sábana—. Pero esto no es algo que deje hacer a todos los hombres en la primera cita.

Ryan reprimió una sonrisa y la examinó deprisa, aliviado al comprobar que todo iba bien. Su presión arterial no estaba muy alta, pero sí lo bastante para requerir vigilancia. Los partos no le daban miedo; había visto unos cuantos en los diez últimos años, pero no lo entusiasmaba atender uno fuera del hospital con una mujer muy delgada con tres semanas de adelanto y cuyo caso no conocía.

—Empuje —dijo. Dejó la sábana levantada y se quitó los guantes.

El rostro de ella se contorsionó, pero no de dolor, sino de determinación.

Ryan se puso otros guantes limpios y esperó. Tres empujones después vio asomar la cabeza del niño.

—¡Eso es, Maddie, muy bien! No empuje, respire. El niño es muy pequeño, tiene que alumbrarlo, no lanzarlo en órbita.

Maddie lo miró y por un instante pareció a punto de reír, pero otra contracción se lo impidió.

—Jadee, querida. Eso es, así... Bien, bien... eso es...

Dos segundos más tarde, salía una cabeza pequeña, con el cordón flojo alrededor del cuello. Ryan lo apartó y ayudó al niño a girar antes de sacar el primer hombro y luego el otro de debajo del hueso pélvico. Mostró enseguida el bebé a Maddie Kincaid, una niña que no llegaba a los tres kilos, roja, arrugada y calva, pero con unos pulmones capaces de despertar a los muertos en tres condados.

Maddie extendió los brazos con un sonido que era una mezcla de sollozo y risa.

—¿Está bien? Tiene que estar bien para llorar así, ¿verdad?

—Está bien —repuso Ryan.

Limpió rápidamente la naricita y la boca de la niña, la envolvió en una toalla limpia y la colocó en el estómago de Maddie.

—Eres pequeñita, pero encantadora —dijo con suavidad; frotó la espalda de la niña a través de la toalla y miró a la mujer delgaducha de la que acababa de nacer. Sintió que algo cedía en su interior—. Lo ha hecho muy bien, mamá. Y ni siquiera ha sudado mucho.

Los ojos plateados de ella, llenos de regocijo y malicia, se clavaron en los suyos.

—Tengo una pelvis ancha —sonrió.

Un momento después llegaba Ivy Gardner, una mujer madura, gruesa, con el largo cabello pelirrojo entreverado de canas y sujeto apenas por unos pasadores plateados. Echó un vistazo a la situación y dijo:

—Suponía que ya habían pasado la parte divertida y me habían dejado la limpieza —se acercó a la cama—. Soy Ivy, querida. ¡Oh, qué pequeñito! ¿Niño o niña?

—Niña. Amy Rose.

Ivy sonrió.

—Amy. Adorada.

—Eso es.

Ivy le masajeaba ya el abdomen para facilitar la expulsión de la placenta. Ryan se apartó.

Ivy Gardner había asistido a más de quinientos partos en los últimos veinticinco años y nunca había perdido a un niño ni a una madre. Y suponía que en ese momento la paciente necesitaba también una madre.

Se quitó los guantes y miró por la ventana. Había dejado de llover y el cielo comenzaba a clarear por el este.

Y Ryan no pudo reprimir la sensación de que su vida acababa de dar un cambio.

Miró a los dos niños dormidos en el sillón y se le encogió el corazón. ¿Qué había llevado allí a esa mujer, con dos hijos y un tercero en camino? La ropa de los niños se veía limpia, pero gastada, probablemente de segunda mano.

Miró a la madre. Cabello castaño claro, pómulos altos, piel pecosa, frente elevada, nariz recta. Cuando hablaba o reía, lo hacía con voz profunda. Y su mirada era como un banco de nubes tormentosas.

Sus ojos, en ese momento, estaban clavados en la recién nacida y Ryan estaba seguro de que no veían la piel roja y arrugada ni el poco pelo aplastado contra la cabeza.

—Tienes una pinta muy graciosa —susurró.

Ryan estuvo a punto de echarse a reír.

—¿Mamá?

El médico se volvió. Noah estaba despierto.

—Hola —dijo. Lo levantó del sillón con manta y todo—. Ven a conocer a tu nueva hermanita.

El niño se acurrucó un instante contra su pecho. Olía a limpio. Ryan lo dejó en la cama, a la altura de las rodillas de Maddie, y el pequeño se frotó los ojos, bostezó y frunció el ceño.

—¿Otra niña?

—Oh, vamos —Maddie soltó una risita y Ryan depositó a una Katie silenciosa al lado de su hermano—. Las niñas no tienen nada de malo.

—¡Santo Cielo! —Ivy apartó la manta del hombro del niño—. ¿Qué lleváis puesto?

—Su ropa estaba mojada —dijo Ryan—. Así que la metí en la secadora. Pensé que estarían bien con una camisa mía.

Ivy lo miró enarcando las cejas y él movió la cabeza en un gesto con el que quería indicarle que no hiciera preguntas.

Noah miraba a su nueva hermana.

—¿Seguro que es una niña? Porque no lo parece.

Maddie extendió una mano y le revolvió el pelo.

—Sí, cariño, estoy segura. Si no me crees, pregunta al doctor.

—¿Crees que papá la habría querido más que a Katie y a mí?

La habitación quedó en silencio. Ryan vio que Maddie se sonrojaba y recordó con rabia las cicatrices que había visto en la espalda del niño. No eran recientes, tenían varios meses por lo menos, pero no eran producto de un accidente.

Maddie parpadeó varias veces y tragó saliva. Atrajo la cabeza del niño hacia sí y lo besó en la frente.

—Eso ya no importa —dijo—. Ahora lo que importa es que no olvides cuánto os quiero yo a Katie y a ti. Os quiero a los tres con todo mi corazón. ¿Me oyes?

Noah sonrió y anunció que tenía hambre.

—Claro que sí, tesoro —anunció Ivy, que se sentía en su elemento ayudando a parir y dando de comer—. Y seguro que tu madre también.

Miró al médico.

—He supuesto que no tendría nada decente en la cocina, así que he traído comida.

Ryan fingió sentirse dolido.

—No soy ningún bárbaro. Creo que hay huevos. Y café.

—Oh, muy bonito —protestó la comadrona—. Pero no puede darles café ni a la madre ni a los niños.

Se dirigió a la puerta en medio de un revuelo de faldas; la de aquel día llevaba espejos y cuentas por todo el borde. Se volvió y extendió la mano.

—Vamos a ver si vuestra ropa está seca —dijo—. Y luego podéis ayudarme a hacer tortitas.

Dos pares de ojos miraron a su madre. Katie se metió el pulgar en la boca.

—Podéis ir —dijo Maddie con una sonrisa.

Los niños se fueron y la madre se apoyó de nuevo en las almohadas con un suspiro.

—Les estoy muy agradecida —dijo—. Pero tendremos que irnos pronto, no quiero molestar.

Ryan arrugó la frente.

—A menos que pueda asegurarme que va a tener ayuda en los próximos días, no saldrá de aquí hasta que yo lo diga.

La mujer levantó su barbilla puntiaguda, sólo un poco más grande que la de su hijo.

—Ha sido un parto sencillo. Y las otras dos veces estaba en pie a las pocas horas.

—¿Por elección suya?

Lo sobresaltó ver lágrimas en aquellos ojos grises. Ella apartó la vista y se desabrochó el camisón para acercar a la niña a su pecho. Ryan las observó con interés. La recién nacida acertó con el pezón casi a la primera. Maddie soltó una risita y Ryan sintió derretirse algo en su interior y se creyó obligado a justificar su presencia en la habitación.

—¿Cansada? —preguntó.

Maddie negó con la cabeza. Acarició la mejilla de la niña con un dedo.

—No.

—No es un signo de debilidad admitir que esté cansada si acaba de dar a luz.

—Estoy bien.

—Vale, está bien. ¿Le apetece hablar?

Ella tardó un momento en responder.

—¿Se refiere a contestar preguntas?

—Si una desconocida da a luz en mi casa, es normal que sienta curiosidad. Y también interés.

La mujer lo miró con orgullo.

—Le pagaré por sus servicios.

—Estoy seguro. Pero no es eso lo que quiero saber.

Vio otra vez lágrimas en sus ojos, y supuso que haría lo imposible por evitar que rodaran.

—Puedo decirle que no es de su incumbencia.

Ryan la miró con exasperación.

—Ahora ya sí es de mi incumbencia. Pesa usted diez kilos por debajo de su peso normal, así que perdone que me tome mi trabajo en serio, pero quiero saber por qué. Tiene suerte de que la niña esté bien, pero no puede seguir descuidándose a sí misma. ¿Ha tenido cuidados prenatales?

Maddie miraba a la niña con la boca fruncida.

—Ha sido mi tercer embarazo, sabía cuidarme sola —levantó la vista—. No fumo ni bebo y he comido tan bien como he podido. Y nunca he pesado más de cincuenta kilos, ni siquiera cuando...

Se interrumpió. Acarició la mejilla de la niña.

Ryan suspiró.

—Yo no te juzgo —dijo—. Sólo quiero saber si te vas a cuidar como es debido. Y también a tus hijos.

—Sobreviviremos.

Ryan se cruzó de brazos.

—¿Por qué no has tenido a la niña en el coche?

—No había espacio —musitó ella—. Y no me gusta que me mire la gente.

—Supongo que no. Yo sólo quiero que en los próximos días te preocupes únicamente de dar de comer a tu niña y recuperar las fuerzas.

La mujer le lanzó una mirada acerada.

—No necesito...

Ryan la miró con fijeza y ella guardó silencio.

—Usted no nos conoce —dijo—. ¿Por qué se siente obligado a cuidar de nosotros?

Ryan sintió deseos de estrangularla. Se sentó en el borde de la cama y se inclinó de modo que ella no tuviera otro remedio que mirarlo a los ojos.

—Vamos a dejar algo claro. La obligación no tiene nada que ver con esto. Te guste o no, tu hija y tú sois ahora mis pacientes, ¿entendido? —esperó un momento—. Bien —tomó un cartón de la mesilla con una hoja de papel encima—. Vamos a hacerlo oficial. ¿Nombre completo?

—Madelyn Mae Kincaid.

—¿Edad?

—Veinticuatro.

—¿Dirección?

Cuando ella no contestó, levantó la vista.

—¿Maddie?

Ella tardó un momento en mirarlo a los ojos.

—De momento no tengo una. A menos que cuente el Flecha Doble.

El Flecha Doble era el motel de su hermano Hank. No era el Hilton precisamente, pero allí estaba segura. Sin embargo, los moteles baratos también costaban dinero, y sospechaba que ella tenía poco.

—¿Dónde estaba antes?

—En Little Rock. Arkansas —ella hizo una mueca—. Nos mudamos allí desde Fayetteville cuando nació Noah. Vine aquí en busca del tío abuelo de mi marido. Quizá lo conozca. ¿Ned McAllister?

—¿Ned? ¿En serio? ¿Es familia suya?

—Por matrimonio... pero no nos conocemos —palideció aún más, si aquello era posible—. ¡Oh, no! No habrá muerto, ¿verdad?

Ryan soltó una risita.

—¿Ned? Ese viejo buitre nos enterrará a todos, pero sus huesos ya no son tan fuertes como antes. La semana pasada se rompió la cadera y ahora esté en el hospital, en Claremore, y estará allí bastante tiempo, por lo menos hasta que termine la fisioterapia.

—¡Oh! —Maddie miró a la niña y le acarició la mejilla con mano temblorosa—. No tiene teléfono y usa un apartado de correos para las cartas. Sabía que era un riesgo venir así, pero no había nadie más que...

Guardo silencio. La niña se había quedado dormida. Ryan se la quitó de los brazos con gentileza.

—Tengo ropa para ella en el motel —dijo la mujer—, pero he olvidado traerla.

—Es comprensible —sonrió él.

Maddie miró a la niña con un suspiro.

—Antes de que lo pregunte, mi esposo está muerto —dijo.

—Lo siento.

—Yo también, pero no por los motivos habituales.

—¿La ha dejado en la ruina? —preguntó él.

La mujer soltó una carcajada amarga, pero no contestó.

De la cocina llegaba olor a tortitas y café y la voz de Ivy hablando con los niños. Unos cuantos pájaros piaban fuera de la ventana y el sol empezaba a quemar lo que quedaba de la tormenta. Ryan dejó la niña en una cuna que había llevado desde su consulta antes del alumbramiento.

—¿Tus padres viven todavía? —preguntó.

Ella tardó un momento en contestar.

—Ya le he dicho que no tenemos a nadie.

Ryan no entendía lo que le ocurría. Cierto que se interesaba por todos sus pacientes, incluida la vieja señorita Hightower, cuyos contratiempos Ryan atribuía desde hacía tiempo al miedo a hacerse vieja y estar sola. Pero aquello era distinto. Aquel caso tocaba una fibra personal que no tocaban otros casos.

Hacía mucho tiempo que nada lo afectaba de aquel modo. No sabía lo que iba a hacer con Maddie, pero todo aquello no le gustaba nada.

Se acercó a la puerta.

—Creo que voy a ver cómo están en la cocina y a limpiarme —musitó, sin saber por qué se sentía tan nervioso en su propia casa.

Capítulo 2

Maddie frunció el ceño. A pesar de la insistencia del médico en que no se fuera de allí hasta que él dijera que estaba en condiciones, tenía la impresión de que la idea no le gustaba mucho, aunque probablemente su reacción no se debía tanto a ella personalmente como a que no estaba habituado a tener invitados.