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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2014 Maisey Yates

© 2015 Harlequin Ibérica, S.A.

Una noche con un extraño, n.º 2360 - enero 2015

Título original: One Night to Risk It All

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-5765-0

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

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Capítulo 1

 

La mirada de Rachel Holt se vio atraída hacia la mesilla. Al anillo que descansaba allí, a la luz de la lámpara. Alzó la mano izquierda y se miró el dedo donde lo había lucido apenas unas horas atrás.

Era extraño verlo desnudo, después de todo el tiempo que lo había llevado. Pero no le había parecido justo llevarlo ya. Recogió el anillo y lo sostuvo un momento en el aire antes de volverse para mirar al hombre que seguía dormido a su lado. Tenía un brazo echado por encima de la cabeza, los ojos cerrados. Los oscuros rizos le caían sobre el rostro. Era como un ángel. Un maravilloso ángel caído que le hubiera enseñado una serie de cosas deliciosamente pecaminosas.

No era el hombre que le había dado el anillo. No era el hombre con el que supuestamente se casaría al mes siguiente. Y eso significaba un problema.

Pero era tan guapo que le resultaba difícil pensar en él como en un problema. Alex, con sus preciosos ojos azul oscuro y su tez de un moreno dorado. Alex, a quien había conocido aquella misma tarde, hacía menos de veinticuatro horas, en los muelles.

Miró el reloj. Lo había conocido hacía ocho horas. Ocho horas era todo lo que había necesitado para sacudirse años de formal e impecable comportamiento. Para olvidarse de su anillo de compromiso.

¿En qué había estado pensando? Aquel comportamiento no había tenido nada que ver con el suyo habitual. Nada. Ella no era tan ingenua como para dejar que los sentimientos o la pasión se impusieran al sentido común y al decoro.

Y decoro, esa noche, no había habido ninguno.

Desde el primer instante en que lo vio fregando la cubierta del barco, se había sentido completamente cautivada. Cerró los ojos y regresó a aquel momento. Y le resultó fácil recordar lo que le había hecho perder el juicio… y la ropa.

 

 

Desde que llegaron a Corfú no había hecho un tiempo tan espléndido como aquel. Rachel y Alana acababan de comer. Su amiga debía dirigirse al aeropuerto para volar de vuelta a Nueva York, mientras que ella se quedaría para representar a la familia Holt en un acto benéfico. Aquellas vacaciones eran su última alegría antes de la boda del mes siguiente. Su oportunidad de «echar una canita al aire» antes de comprometerse en cuerpo y alma con otra persona para el resto de su vida.

—¿Más zapatos? —le preguntó Alana, señalando la pequeña boutique que estaba al otro lado de la calle empedrada.

—Creo que no —contestó Rachel mientras desviaba la mirada hacia el mar, con los yates y veleros atracados en el muelle.

—¿Estás enferma?

Se echó a reír y se acercó al malecón, apoyándose en la barandilla.

—Tal vez.

—Es la boda, ¿verdad? —inquirió Alana.

—No tendría por qué. Hace siglos que la esperaba. Nos conocemos desde hace seis años y llevamos comprometidos la mayor parte de ese tiempo. La fecha de la boda la fijamos hace casi once meses.

—Sabes que todavía puedes cambiar de idea —le recordó Alana.

—No. No voy a hacerlo. ¿Te imaginas? La boda será el acontecimiento social del año. Por fin Jax se casará con la heredera Holt. Por fin mi padre lo tendrá como hijo, que es lo que ambos quieren.

—¿Y qué pasa con lo que tú quieres?

—Yo… quiero a Ajax.

—¿Lo amas?

Su mirada captó un movimiento en uno de los yates: un hombre estaba fregando la cubierta. Vestía unos amplios shorts que colgaban de su estrecha cintura. El sol destacaba el dibujo de sus músculos perfectamente delineados. La vista la dejó sin aliento. Y de repente toda la pasión, todo el calor, todo el profundo anhelo que había estado tan convencida de haber perdido por culpa de aquel horrible y antiguo desengaño… la barrió como una ola.

—No —dijo, sin apartar en ningún momento la mirada del hombre del yate—, no le amo. Quiero decir que no estoy enamorada. Lo quiero, sí, pero no… de esa manera.

No era ninguna revelación. Pero, acompañada de aquella súbita corriente de sensaciones, resultaba más inquietante de lo habitual.

Ajax no era un hombre apasionado. Con ella nunca había mostrado pasión alguna. De hecho, apenas la había tocado. Después de todos los años que llevaban juntos, lo máximo que había hecho era besarla. Le había dado un bonito y largo beso alguna que otra vez, mientras descansaban juntos en el sofá de su apartamento. Pero sin quitarse siquiera la ropa.

Pero porque Ajax era un hombre muy guapo, Rachel había llegado a pensar que el problema, si podía llamarse así, era también suyo. Como si su propia pasión hubiera quedado estrangulada por años de férreo control. Después de haber dejado que aquella pasión la arrastrara años atrás al borde del abismo, solo para salvarse en el último momento, se había vuelto demasiado consciente del destino del que había escapado. Desde entonces, se había controlado mucho. Lo cual los había convertido a los dos en la pareja ideal, o al menos eso había pensado ella.

Pero no era verdad. En ese momento podía darse cuenta de ello. En un deslumbrante relámpago de lucidez, lo supo. Ella tenía pasión. La pasión seguía allí. Sentía deseo.

—¿Qué vas a hacer ahora? —le preguntó Alana, ya con un tono de mayor preocupación.

Rachel se ruborizó.

—Umm… ¿sobre qué?

—No lo amas.

Oh. Por supuesto, Alana no estaba dentro de su cabeza, y no sabía que todo su mundo acababa de ser sacudido por un hombre que se hallaba a más de cincuenta metros de donde estaba ella. Hizo un gesto de indiferencia con la mano.

—Sí, pero eso no es nada nuevo.

—Te has quedado clavada mirando a aquel hombre de allí.

—¿Yo? —Rachel parpadeó varias veces.

—Evidentemente. Ve a hablar con él.

—¿Qué? —se giró de golpe para mirarla—. ¿Que vaya a hablar con él, dices?

—Sí. Mi avión no sale hasta dentro de unas horas, así que, si necesitas un cable, estaré aquí. Pero no quiero entrometerme.

—¿Que vaya a hablar con él y luego qué?

Flirtear, vivir peligrosamente, disfrutar del momento… todo eso formaba parte de un pasado tan lejano que era como si perteneciera a otra persona. La Rachel que se había humillado a sí misma y a su familia ya no existía. Una nueva Rachel había escapado de aquel siniestro. Y la nueva Rachel era una amante de las normas. Una contemporizadora. Iba siempre a favor de la corriente y hacía todo lo posible por mantener a todo el mundo contento. Se aseguraba de no traspasar nunca la raya para no perder la red de seguridad que le proporcionaba su padre.

Pero, por alguna razón, mientras estaba allí de pie, bajo el sol, pensando en la seguridad que su padre le había proporcionado, en la estabilidad que tenía con Ajax, tuvo una sensación de ahogo. Como si tuviera un nudo corredizo apretándole el cuello… «Estás exagerando, Rachel», se dijo. «Es una boda, no una ejecución».

Y sin embargo la sensación era la misma. Porque la boda se presentaba con una total y absoluta certidumbre sobre su futuro. Un futuro como esposa de Ajax. Como la nueva Rachel, la que nunca había roto un plato, para el resto de su vida.

—Tienes que ir a hablar con él —le dijo Alana—. Te has puesto roja nada más verlo. Roja de verdad. Como si estuvieras ardiendo por dentro.

—¿Tanto se me nota?

—Hasta ahora no he dicho nada sobre tu compromiso con Ajax. Me he limitado a observar. Como tú misma has dicho, no estás locamente enamorada de él. Y cualquiera que tenga ojos puede darse cuenta.

—Lo sé —reconoció Rachel con un nudo en la garganta.

—Mira, ya sé que somos unas viejas aburridas. Y sé que en el instituto cometimos algunas tonterías…

—Eso es quedarse corta.

—Pero también creo que tú te has pasado un poco en sentido contrario.

—La alternativa no era muy buena.

—Quizá no. Pero creo que tal vez este futuro tuyo tampoco lo sea.

—¿Qué otra cosa puedo hacer, Alana? —le preguntó Rachel—. Mi padre tuvo que sacarme un montón de veces de apuros, y yo tensé tanto la cuerda que al final me amenazó con lavarse las manos conmigo. Y ahora estamos muy unidos. Se siente orgulloso de mí. Y, si Ajax es el precio que tengo que pagar por todo eso, entonces… yo lo acepto.

—Pero ¿al menos te hace sentir como si estuvieras ardiendo por dentro?

Rachel volvió a mirar al hombre del yate.

—No —la palabra se le atascó en la garganta.

—Entonces creo que te debes a ti misma pasar un rato con un hombre que sí sea capaz de hacerlo.

—Así que… ¿debería hablar con él? ¿Quieres apostar a que me maldice en griego y luego sigue trabajando como si nada?

Alana se echó a reír.

—Eso no sucederá, Rach.

—¿Cómo lo sabes? —Rachel parpadeó varias veces—. Quizá no le gusten las rubias.

—Tú le gustarás porque eres de la clase de mujeres que vuelve locos a los hombres.

—Ya no —lo de flirtear, jugar y seducir había terminado mal para ella hacía once años.

—Eso no es cierto —repuso Alana, haciendo un gesto con la mano—. Vive peligrosamente, cariño. Antes de que dejes de vivir del todo.

Rachel no podía apartar la vista de aquel hombre, ni siquiera para mirar mal a su amiga, que era lo que debería estar haciendo.

—¿Has leído eso en una galletita de la suerte? —le preguntó a su amiga.

—¿Te refieres a si he tenido alguna vez un orgasmo con un hombre? Sí. De modo que…

Al oír la palabra «orgasmo», Rachel se ruborizó. No, ella no. Los había regalado unas cuantas veces, pero nunca había experimentado uno.

—Está bien. Iré a hablar con él —dijo—. A hablar. Que no a tener ningún orgasmo. Y no me mires así.

—De acuerdo. Andaré por aquí. Ya sabes, si necesitas cualquier cosa, ponme un mensaje.

—Llevo un spray —dijo Rachel—. Ajax insistió en ello.

Esbozó una mueca al mencionar el nombre de su prometido. Aunque en realidad no iba a hacer nada. Solo iba a hablar con el semental marinero sin camisa. No iba a hacer nada indecente.

Solo se trataba de un momento. Solo un momento. Una oportunidad de ser osada e imprudente, nada que ver con la Rachel que había estado siendo durante la última década.

Solo un momento. Para hablar con un hombre solamente porque era guapo. Nada más. Respiró hondo y se echó la melena sobre un hombro.

—Deséame… bueno, suerte no, exactamente.

Alana le hizo un guiño.

—Que tengas suerte.

—No. No estoy engañando a Jax.

—Ya, claro —dijo su amiga.

—Calla —Rachel se volvió y empezó a caminar hacia el muelle.

Le temblaban las manos: su cuerpo se rebelaba contra lo que estaba a punto de hacer. Le sudaban las palmas, el corazón le latía tan rápido que estaba segura de que iba a desmayarse, salivaba. Señales todas que la alertaban de que debía echar a correr y sobrevivir. Pero las ignoró.

Se volvió para mirar a Alana por última vez, que seguía de pie apoyada en la pared, observando. Y de nuevo se concentró en su objetivo. Le saludaría. Y quizá flirtearía un poco. Un poco de flirteo inofensivo. Recordaba algo cómo se hacía. En sus tiempos, había sido una maestra de la seducción. Batir pestañas y tocar al hombre en un hombro, sin pretender durante todo el tiempo otra cosa que no fuera utilizar su interés en estimular su ego. En aquel entonces había sido un juego. Una diversión.

¿Por qué no volver a vivir aquello? Aquella sería su última alegría antes de su matrimonio. Una oportunidad de descansar y de salir de tiendas con Alana. Un tiempo para relajarse, para estar tirada en la playa, para ver películas románticas en la habitación del hotel y luego disfrutar de una gala benéfica. Y todo sin Ajax ni su familia cerca.

Aquello no era más que una parte de ese plan. Un pequeño descanso de tener que ser siempre Rachel Holt, la aclamada estrella mediática. Necesitaba un momento para ser simplemente Rachel. No la nueva Rachel. Tampoco la antigua Rachel. Solo Rachel.

Se detuvo frente al yate y su mirada colisionó con los ojos más azules que había visto en su vida. Acompañados de una lenta y traviesa sonrisa, un relámpago de dientes blancos contrastando con una tez morena. De cerca era todavía más guapo. Absolutamente arrebatador. Se apartó los rizos oscuros de los ojos y, al hacerlo, flexionó los músculos. Una actuación reservada solo para ella. Sus hormonas se pusieron en pie y aplaudieron. Y pidieron a gritos un bis. Estúpidas hormonas…

—¿Te has perdido? —le preguntó él en un inglés con fuerte acento. El mismo acento que el de Ajax. Griego. Y sin embargo no sonaba igual. No era tan refinado. Tenía una aspereza que parecía tocar algo profundo en su interior. Y levantar una nube de chispas.

Y todo eso con tres palabras. Debería marcharse. Pero no lo hizo. Se quedó clavada en el sitio.

—Pues… yo… resulta que estaba allí… —señaló la pared donde había estado apoyada con Alana, que a esas alturas ya había desaparecido—. Y te vi.

—¿Me viste?

—Sí.

—¿Hay algún problema?

—Yo… No, no hay ningún problema. Simplemente me fijé en ti.

—¿Eso es todo?

Apoyó un pie en la barra de metal que rodeaba la cubierta y saltó al muelle, en un movimiento fluido, impresionante y… condenadamente excitante.

—Sí —dijo ella—. Eso es todo.

—¿Te llamas…?

—Rachel Holt.

Esperó. Esperó a ver el brillo de reconocimiento en sus ojos. A que se entusiasmara por estar delante de alguien que poseía un cierto nivel de fama mediática. O que diera media vuelta y se marchara. La gente solía hacer una de esas dos cosas. Raramente cualquier otra. Pero no hubo reconocimiento alguno.

—Bueno, Rachel —aquella voz era un chorro de líquido que se aposentaba en la parte baja de su cuerpo—. ¿Y a qué se debe que te hayas fijado en mí?

—A que, pues… eres guapo —respondió. Nunca en toda su vida se había mostrado tan descarada con un hombre. Aunque, sinceramente, no sabía si estaba siendo descarada o estúpida. La gente se le daba bien. Era la anfitriona perfecta. Caía bien a todo el mundo, incluso a la prensa más infame. Una reputación que había cultivado cuidadosamente… y protegido ferozmente.

Pero tenía mucha más experiencia en ofrecer a la gente bebidas refrescantes que en ofrecerles… su cuerpo. Vio que él enarcaba una ceja.

—¿Soy guapo?

—Sí. ¿Acaso es la primera vez que te lo dice una mujer? —le ardía la cara, y no podía echar la culpa al sol de primera hora de la tarde.

—No. Pero nunca de una manera tan original. ¿Qué idea tenías en mente cuando decidiste acercarte?

—Yo pensé… —de repente lo hizo. De repente lo quería todo. Lo quería todo, todo a la vez, con aquel desconocido. Quería tocarlo, besarlo, sentir las yemas de sus dedos trazando un rastro de fuego por su piel desnuda—. Pensé que tal vez podríamos tomar una copa.

Una copa. Una bebida refrescante. Eso volvía a situarla en su zona de confort, aunque ni siquiera conocía su nombre.

—¿Cómo te llamas? —dado que había empezado a tener fantasías sexuales con aquel tipo, lo cortés era que le preguntara por su nombre.

—Alex.

—¿Alex, sin más?

—¿Por qué no? —él se encogió de hombros.

Claro, ¿por qué no? ¿A quién le importaba su apellido? Ella nunca tendría ocasión de usarlo. Nunca lo presentaría en una fiesta, ni necesitaría mencionarlo en una conversación. No volvería a verlo después de aquel día.

—Es verdad. Entonces… ¿qué? ¿Hace esa copa? ¿O… se enfadará tu jefe?

—¿Mi jefe?

—El dueño del yate.

Él frunció el ceño y lanzó una mirada sobre su espalda, antes de volver a mirarla.

—Ah. No, se ha ido a Atenas a pasar unos días. Se supone que yo solo tengo que echar un vistazo al barco de cuando en cuando. No hay necesidad de que me quede amarrado al muelle.

—Ya. No te alejarás flotando a la deriva, ¿eh? —se echó a reír, e inmediatamente se sintió como una estúpida, como si hubiera vuelto a convertirse en una chica de dieciocho años en lugar de la mujer de veintiocho que era. Por supuesto, tampoco se había mostrado tan ridícula y risueña con los hombres a los dieciocho años. Ya había escarmentado para entonces.

Aparentemente, todo aquel buen sentido y las lecciones que había aprendido de la vida estaban brillando por su ausencia. Vio que arrugaba la nariz y guiñaba los ojos con la cara levantada hacia el sol, un gesto extrañamente infantil que acentuó su atractivo.

—No creo. Aunque lo he hecho en el pasado.

—¿De veras?

—Claro. Así es como terminé aquí. He pasado buena parte de mi vida flotando a la deriva.

Percibía un significado oculto en sus palabras. Y tuvo al mismo tiempo la sensación de que aquellas palabras, las de un hombre al que hacía apenas cinco minutos que conocía, eran mucho más sinceras que las del hombre con quien planeaba casarse.

—Entonces —dijo él—, ¿va esa copa?

—Por supuesto.

—Permíteme que me ponga una camisa —le lanzó una sonrisa y volvió a subir al barco.

Rachel necesitó recurrir a toda su fuerza de voluntad para no decirle: «Oh, por favor, déjate el pecho desnudo». Se imaginó que eso sería forzar las cosas. Sobre todo teniendo en cuenta que, por mucho que lo deseara, sabía que nunca haría nada al respecto.

Todo aquello se quedaría en una simple copa.

Fueron a un bar cercano y pidieron un par de refrescos. Rachel le había puesto un mensaje a Alana informándole de que todo marchaba bien y que no la habían asesinado a hachazos. Pero no volvió a enviarle ninguno más cuando después estuvieron paseando por la ciudad durante horas. O cuando terminaron cenando en el puerto, riendo y charlando de mil cosas mientras comían pasta y marisco.

No informó a su amiga del momento en que Alex le acercó el tenedor a los labios para que probara su plato, de la forma en que se encontraron sus miradas en aquel preciso instante y de la punzada de calor que la atravesó de golpe. Como tampoco le dijo nada cuando la llevó a un club aquella noche. No había vuelto a pisar un club como aquel desde que era una adolescente. La clase de lugares que su padre y Ajax jamás habrían aprobado. La prensa la crucificaría si llegaba a enterarse.

Alcohol, música atronadora, pistas de baile atiborradas de cuerpos. Había habido una época en la que aquello le había encantado. Pero no desde que llegó a ser consciente del tipo de problemas en los que podía llegar a meterse. Por el momento, sin embargo, iba a dejar aquel buen comportamiento a un lado. Allí se sentía como escondida, aislada por el extraño encantamiento que le había lanzado Alex desde el primer instante en que lo vio.

De alguna manera, con Alex, todo aquello resultaba excitante. Le suministraba la adrenalina que tanto había disfrutado antes. Y que llevaba negándose durante tanto tiempo.

—¡Esto es tan divertido…! —gritó, intentando hacerse oír en medio de la música.

—¿Estás disfrutando? —le preguntó él.

—Mucho.

Le tomó entonces la mano izquierda. El contacto de su piel contra la suya tuvo el mismo efecto que un rayo.

—Tenía intención de preguntarte por esto —le dijo él, volviéndole la mano de manera que el anillo de compromiso quedara a la vista.

Fue mirar el anillo y se le cayó el alama a los pies. No quería pensar en eso. No quería pensar en la realidad.

—No estoy casada.

Vio que una sonrisa traviesa se dibujaba en sus labios, con sus ojos azules brillando en la penumbra.

—A mí no me habría importado, de todas formas. Aunque quizá sí me habría preguntado por lo grande que era tu marido. Y si estaba relacionado con el crimen organizado.

El pensamiento de Ajax relacionado con algo tan sórdido como el crimen organizado resultaba histéricamente divertido. Ajax era demasiado formal. Él representaba la influencia serena, tranquilizadora de su vida. O al menos así era como lo veía su padre.

—Pues… no necesitas preocuparte. Además, no hemos hecho nada de lo que tengamos que avergonzarnos —dijo ella—. Yo no he… quebrantado ninguna promesa.

—Todavía —repuso él con otra sonrisa traviesa—. Aún es temprano.

—Sí —el corazón le atronaba en el pecho.

—¿Quieres bailar?

Miró la mano que le tendía y sintió un dolor, una necesidad, apretándose en su vientre. Y, en aquel preciso instante, se dio cuenta de que aquello no era una simple invitación a bailar. Sabía lo que era. El momento decisivo. Que si decía «sí» a aquello, no podría volver a decir «no» durante el resto de la noche.

—Sí —fue como si le arrancaran la palabra, raspándole la garganta seca y dejando en su lugar un dulce y ligero alivio. Había tomado la decisión. Esa noche iba a abrazar la vida—. Sí, Alex. Quiero bailar.