AGRADECIMIENTOS

En primer lugar, me gustaría agradecer a Dios que me haya permitido contar la historia de mi vida. Ha sido un trayecto increíble lleno de gente alucinante, como bien demuestran estas páginas. Gracias a una de las más leales e íntegras mujeres que han formado parte de mi vida, la madre de mis hijos: Liza Morales. Gracias por tu paciencia, tu capacidad de perdonar y por tu manera de entender mi lado salvaje. No merecía tu amor, pero tú me lo diste igualmente. Gracias a mis hijos Destiny Odom y Lamar Jr., a quienes amo incondicionalmente. Me han querido a pesar de que me ausentara de sus vidas tantas veces, y no hay amor que pueda darles que sea comparable al amor que recibo de ellos.

Quiero darle las gracias también a mi madre, Cathy Mercer. No pasa un día sin que me acuerde de ti. Cada día me acuerdo de lo mucho que me diste en tan poquísimo tiempo. Ojalá pudieras ver al hombre que soy hoy. Tu nieta, Destiny, se parece cada día más a ti. Sé que estás en el cielo y que llevas a Jayden de la mano. Mi abuela, tu madre, Mildred Mercer, mantuvo mi espíritu intacto cuando te fuiste, y será para siempre una parte de mi alma.

Gracias, tía JaNean, el último vínculo de sangre que me queda con mi madre y mi abuela.

Ha habido un montón de gente que me ha ayudado a pulir mi experiencia como jugador de baloncesto en las tres últimas décadas, como Gary Charles, Jerry DeGregorio, Sonny Vaccaro, Jeff Schwartz, Rob Johnson, Tom Konchalski y Jim Harrick.

Y todo el amor para los cientos de compañeros a quienes puedo llamar hermanos a día de hoy. A Kobe Bryant, de quien lo aprendí todo en materia de competitividad y de entrega incondicional al juego. Siempre que pisé una cancha a tu lado lo di todo por mantener viva tu «Mamba Mentality». Serás mi hermano hasta el final.

A Pau Gasol, Dwyane Wade, Rasual Butler, Speedy Claxton, Ira Miller, Darius Miles, Quentin Richardson, Elton Brand, Ron Artest y Tavorris Bell, algunos de los mejores hermanos que haya tenido nunca.

Tuve también la suerte de contar con maestros increíbles como Phil Jackson, Pat Riley y Alvin Gentry. No solo me enseñaron lo que significa ser un jugador completo, sino también lo que significa ser un hombre. Y gracias a Jeanie Buss por su amabilidad y compasión.

Gracias a Khloé Kardashian, el amor de mi vida. Ojalá hubiese sido mejor persona. Gracias a toda la familia Kardashian por acogerme y ofrecerme su increíble y bondadoso amor. Siempre seré «Lammy».

No existe ningún hombre que viaje solo, y yo he contado con gente increíble a lo largo de mi periplo: James «Dollar» Gregory, Lara «Cake» Manoukian, Greg Nunn, Joseph Odom, Curt Smith, George «Boss» Revas, Ian Dominic, Alley Cat y Big John.

Gracias a todos por formar parte de mi camino.

1

Aquí nací yo Y aquí murió ella. Si cierro los ojos, lo sigo viendo todo. Afuera hace frío. No hay hojas en los árboles. El hormigón está resquebrajado, hecho pedazos. Cathy tiene que coger el autobús. No sabe dónde está Joe. El dormitorio está vacío. Yo estoy solo. Soy Lamar Joseph Odom. Y estoy vivo.

ERA OTOÑO, Y TENÍA VEINTITRÉS AÑOS. Ella siempre había querido tener un hijo. Un niño que, de mayor, sería alto y guapo. Cuando se quedó embarazada vivía con su madre en un altillo y trabajaba para el Departamento de Transporte de la ciudad de Nueva York, en Queens.

Joseph Odom era un carismático veterano de la Guerra del Vietnam que trabajaba como conserje en las viviendas de protección oficial de Woodside, en Queens. Mi madre estaba allí visitando a una amiga cuando Joe reparó en ella por primera vez. La conquistó gracias a su buena planta y a su encanto natural. A ella le gustó su sonrisa; a él, sus hermosos ojazos. Él tenía veintitrés años. Ella tenía veintiuno y empezaba a abrirse camino en el mundo.

Poco después de su primer encuentro, la alta, grácil y hermosa Cathy Mercer caminaba por Woodside cuando Joe la vio de nuevo. Él estaba cortando el césped y tenía las botas manchadas de verde. Apagó el cortacéspedes y salió a su encuentro en la acera.

—¿Qué tal, Flaca? —le dijo.

Así es como la llamaría en adelante. Un apelativo cariñoso para romper el hielo y desmarcarse del resto de pretendientes.

—Pues nada, aquí, intentando volver a casa —respondió Cathy—. Pero estoy sin ficha.

Necesitaba coger el tren de las siete. A Joe solo le quedaba una ficha para el metro en el bolsillo. La necesitaba para regresar a casa.

—Toma la mía —le dijo.

Se palpó los bolsillos y depositó la ficha en la palma de la mano de ella. Cathy sonrió y le dio su número de teléfono.

—¿Me llamarás, verdad? —preguntó.

—Ya me he memorizado el número.

Mi padre caminó las setenta y dos manzanas que le separaban de casa. Se tiró el camino entero repitiéndose el número. Aquella ficha, tan pequeña como inequívocamente neoyorquina, es el principio de mi historia.


Joe creció en Williamsburg, en Brooklyn, mucho antes de la invasión hipster.

«Andábamos por el barrio —me contó mi padre años después—. Teníamos que buscarnos la vida. No era lo bonito que es hoy. Había drogas y tentaciones. Éramos jóvenes e inocentes. Y vivíamos al límite.»

Mi padre probó la marihuana por primera vez a los catorce años. A partir de ahí, se metería en las drogas duras. Trapicheaba por el barrio. Pasaba a proxenetas, mafiosos y pandilleros, y obtenía sus dosis de un camello del lugar, que le prometía más si conseguía vender en la calle.

A menudo acababa en un edificio abandonado colocándose. Sus padres se sulfuraron cuando dejó el instituto en segundo de bachillerato. Cuando Joe se lo contó finalmente a su padre, este le ordenó que se metiera en el coche familiar, un Cadillac Eldorado de 1968. Se pasaron dos horas conduciendo, hablando de repercusiones y de sueños, y del rumbo que estaba tomando la vida de Joe.

De vuelta a casa, mi abuelo apagó el motor. Se quedaron sentados en silencio durante diez minutos. Mi abuelo miró a Joe y se reconoció en el benjamín de sus cinco hijos. Mi padre, tan listo, alto y fuerte como era, rompió a llorar.

—Soy drogadicto —confesó.

—Lo sé, hijo —respondió mi abuelo.

Al día siguiente mi padre se alistó en el ejército. Había una oficina de reclutamiento cerca del domicilio familiar. Dos semanas después fue enviado a Fort Dix, Nueva Jersey, para empezar su instrucción militar. Poco después fue destacado en Saigón. Alcanzó el rango de soldado raso especialista y se entrenó con fusiles M16.

Las experiencias en el extranjero lo traumatizaron.

Regresó a Brooklyn derrumbado. Hasta entonces solo había fumado marihuana, pero en Vietnam descubriría la heroína. Muchos soldados la consumían para lidiar con el estrés de cobrarse vidas humanas. Era su manera de sobrellevarlo. Les ordenaban que abatieran a desconocidos: apretaban el gatillo y veían cómo se desplomaban los cuerpos. Aquello destruyó psicológicamente a mi padre. La poca empatía que le quedaba se evaporó.

Joe regresó al piso de sus padres. Tenía veintidós años y estaba paranoico, deprimido, ansioso y desnortado. En las escasas ocasiones en que salía del piso lo hacía mirando atrás constantemente, y solo salía para colocarse. Al cabo de un año Joe se puso en contacto con un funcionario del Departamento de Asuntos de Veteranos, un hombre al que le faltaba un brazo y que conocía la adicción de primera mano. Él le ayudó a recuperar el control. Gracias a él, conseguió un empleo en las viviendas de Woodside.


Cathy y Joe no se conocían muy bien, y a muchos niveles, nunca lo harían. Joe, pese a todo, proclamó que juntos alumbrarían a un príncipe.

La de cosas que un hombre es capaz de decirle a una mujer.

Así pues, el amor floreció en el gueto. El hormigón dio paso a algo más tierno. Joe la amaba, y Cathy contaba a sus amigas la historia de aquel chico de Woodside. Deseaba un marido, un hijo y un hogar. Se habían embarcado juntos en un camino sin retorno. Sus vidas tomarían rumbos dispares, aunque quedarían eternamente vinculadas a mí… lo único que de verdad tenían en común.

Pesé tres kilos y medio al nacer. «Caramba, qué largo», exclamó Joe en el hospital St. John’s, justo a las doce del mediodía del primer martes de noviembre. «Y es igualito a mí. Algo habremos hecho bien, Flaca.»

Iba a ser una criatura a la vez adorable y atormentada, querida y olvidada.


Mi abuela, Mildred Mercer, nació en el seno de una familia de aparceros y de antiguos esclavos de Athens, en el estado de Georgia, en 1934. Cuando tenía veintitantos, y después de reunir los veintinueve dólares para costearse el billete de autobús (relegada a ocupar la parte trasera del vehículo, desprovista de aire acondicionado), ella y su hermana se trasladaron de la Georgia rural a un duro barrio obrero del Bronx. Iban en busca de trabajo y con la intención de establecerse y formar sus propias familias.

Cuando Mildred tuvo a su primera hija, Cathy Celestine Mercer, se trasladaron a un modesto apartamento de dos habitaciones en la calle 131 con Linden Boulevard, en el barrio de South Ozone Park, en Queens, al norte del aeropuerto internacional John F. Kennedy. Mis abuelos apoquinaron los doscientos cincuenta dólares de la fianza. La pequeña morada era puro Queens, con su portal negro y su porche cubierto de toldos que daba a una hilera de arbustos podados. Sus vecinos eran conductores de autobús, funcionarios de peajes, barrenderos y empleados de la administración local. Habían encontrado su paraíso en el corazón del barrio más grande e italiano de Nueva York.

Yo crecí en la casa de la abuela Mildred, el permanente centro de actividades vecinales de la calle 131. Siempre que se daba una ocasión especial o sucedía una tragedia, mi familia y los vecinos más allegados se reunían en la casa. Graduaciones, cumpleaños, funerales o nuevos empleos: cualquier excusa era buena para reunirse alrededor de una barbacoa en el jardín trasero, ya fuera para celebrar o para compadecerse.

Mi abuela era la matriarca: dictaba las normas de la casa y los toques de queda, y se aseguraba de que los estómagos estuviesen siempre llenos de sus alitas de pavo, coliflores, pollo frito y empanadas. Yo viví y crecí en aquella casa, excepto durante el breve periodo inmediatamente posterior a la boda de Joe y Cathy.

Fue en 1985, cuando yo tenía seis años. Durante el poco tiempo que Joe y Cathy estuvieron casados, vivimos en un apartamento cerca de la playa de Far Rockaway, en Queens. Entonces formé parte de una familia al completo.

Pero la tranquilidad y los buenos alimentos no durarían. Tengo que hurgar en lo más profundo de mi memoria para rescatar momentos felices de mi infancia, y cuando por fin lo consigo, tengo que convencerme de que sucedieron realmente. Los únicos recuerdos que me sobrevienen con facilidad son de miedo, dolor y ansiedad. En cambio, el recuerdo del olor de la comida de Mildred empieza a desvanecerse, así como la sonrisa angelical de mi madre, que se desdibuja en mi memoria.

Solo queda un niño asustado y desvalido de diez años de edad.

2

EN MENOS DE UN AÑO, las discusiones de mis padres subieron de tono y de frecuencia, inaugurando un periodo de ansiedad, incertidumbre y turbulencia que marcaría mi vida indeleblemente. Fue entonces cuando empezó la violencia. A pesar de que era incapaz de entender el origen de las discusiones y por qué mis padres no podían llevarse bien, sabía lo que era que mi padre le pegara a mi madre. Sus alaridos y los lamentos ahogados que desencadenaban me hacían sentir impotente y que me escondiera de la cólera de mi padre.

Me daba pavor. Y lo que es peor: me marcaría. A día de hoy sigo recuperándome del trauma de haber sido incapaz de proteger a mi madre de aquel estrépito, de aquel dolor y de aquellas discusiones.

Hasta que un día, de pronto, mi madre gritó «¡Basta!».

Y de un día para el otro mi padre se largó, dejando en la estacada a su hijo de siete años. Menos de un año después de la boda, mi padre regresó a las calles, donde se convertiría en poco más que un rumor o un fantasma. Sé que hubo un tiempo en que quiso a mi madre. Muy profundamente. Fue hace muchísimo tiempo, cuando mi mirada todavía era joven. Pero mi padre se largó y mi corazón se llenó de odio. Y, sin embargo, deseaba que me amara más de lo que le odiaba yo a él. Él siempre dispuso del beneficio de la duda… Y su debilidad era más poderosa que la mayor de mis fuerzas.

El odio que sentía hacia él me quemaba, pero seguía buscando su aprobación de yonqui por encima de todas las cosas.

Mi madre y yo nos mudamos a casa de la abuela Mildred, en la calle 131. Mi madre, su hermana, la tía JaNean y yo procuramos rescatar a nuestra familia y resguardarnos de la crueldad de la vida cotidiana. Mi madre y yo compartíamos una habitación en la planta de arriba. Era la primera puerta a la izquierda, la que había sido el dormitorio de soltera de mamá antes de que yo naciera. Mi madre añadió una cama supletoria y despejó parte del armario. Cada noche nos quedábamos hablando hasta que uno de los dos caía dormido. Según parece, el primero en hacerlo era siempre yo.

Cathy no tardaría en conseguir trabajo como funcionaria de prisiones en Rikers Island, una de las cárceles con peor fama del país. Era la época en que no existía la menor garantía de que sus trabajadores regresarían a casa después de haber fichado. Como trabajaba en un lugar tan chungo, casi todo el mundo se pensaba que mi madre era una tía dura como una roca. Pero no era así. Y si bien es cierto que no permitía que nadie se le subiera a la chepa, también lo es que no se endureció. Aquel lugar no conseguiría arrebatarle ni su maternidad ni su feminidad. Su integridad era más resistente que las paredes de hormigón y la alambrada de cuchillas donde habitaban la desesperanza y el desaliento.

A ojos de un niño como yo, Cathy era tierna y angelical. Hermosa. Su voz, tan delicada como una canción en el aire. Ni siquiera sus 175 centímetros de altura me parecieron jamás imponentes. La veía más como alguien protector que prefería el amor a la disputa. Y todo su amor era para su pequeño Mookah. Así me llamaba.

Después de instalarnos en casa de la abuela Mildred, mi vida empezó a recobrar cierta apariencia de normalidad. El sonido de las cantantes favoritas de mi madre, Anita Baker y El DeBarge, inundaba la casa. Me acuerdo de cómo cantaba «Giving You the Best I Got» de Anita, mientras la abuela Mildred freía el pollo en la cocina los sábados por la noche.

Aquella fue la mejor época de mi infancia. Mi madre era feliz. Y yo me sentía a salvo. Era un niño normal.


En 1991 cumplí doce años y entré en los Lynvet Jets, un equipo de fútbol americano para chavales de entre once y catorce años. Si no trabajaba, mi madre asistía prácticamente a todos los partidos. En mitad de uno de aquellos encuentros de sábado por la tarde, mientras jugaba de quarterback (me bauticé a mí mismo como «Randall Cunningham de chaval»), me desplacé hacia la derecha y un chico mucho mayor me pegó un viaje bastante bestia.

Mientras me retorcía en el suelo, solo hubo algo peor que aquel dolor en la rodilla: la total vergüenza que sentí cuando mi madre se precipitó al terreno de juego para socorrer a su único hijo.

—¡Mamá! ¿Qué estás haciendo? —exclamé mientras mis compañeros se reían.

En Navidades los regalos bajo el árbol escaseaban. Los cumpleaños solían ser igual de parcos. A veces se trataba de una prenda deportiva o de un cartucho para la Nintendo, pero a mí no me importaba porque sabía que mi madre hacía lo que podía. Hubo una Navidad en particular en que hubiese preferido que no lo hubiera hecho. Se pasó un mes haciendo horas extras en Rikers para comprarme una nueva y molona bicicleta de montaña provista de neumáticos resistentes y rayas de carreras. El único problema es que tenía un manillar raro y anticuado en forma de U. Cuando pedaleaba en bajada tenía que girarlo aparatosamente para evitar que las rodillas se me subieran a los hombros. Resultaba imposible parecer un tío guay cuando ibas montado en ella, así que la candé detrás de casa y crucé los dedos para que mi madre no se enterara de que había dejado de montarla.


A los siete años, boté por primera vez un balón de baloncesto. Sucedió en la Escuela Pública 155, un colegio que quedaba a una manzana de mi casa: bastaba con doblar a la derecha al salir de mi portal para llegar. Los niños se reunían allí al salir de clase y los fines de semana, y no paraban de corretear sobre el asfalto imitando a dioses del baloncesto como Rod Strickland, Mark Jackson o Pearl Washington. Lo hacían arrojando la pelota contra el aro con las dos manos.

Cuando empecé secundaria, dirigí mi atención a Lincoln Park, donde físico y destreza se batían a diario. El parque tenía una despiadada pista de cemento provista de aros sin red, y quedaba a la sombra de la Van Wyck, la interestatal 678. Era el lugar donde se cortaba el bacalao en el barrio. Allí, o demostrabas lo que valías o te volvías para casa. A mí me ayudó pegar un estirón cuando estudiaba octavo: pasé a medir más de metro ochenta. Siempre jugaba con tíos mayores, más rápidos y más fuertes que yo. Cuando tenía trece años les decía que tenía quince para que me dejaran jugar. Entonces empezó a circular una coña recurrente: cada vez que confesaba mi edad, alguien me decía: «Joder, hace dos años que tienes quince años».

Mi juego mejoró rápidamente gracias a las brutalmente didácticas sesiones en Lincoln Park. Yo me jactaba de ser la reencarnación de Magic Johnson. Me flipaba ver cómo un base de más de dos metros ponía a la muchedumbre a sus pies repartiendo asistencias sin mirar, y lo mucho que disfrutaban sus compañeros de jugar con alguien capaz de pasarles la pelota desde prácticamente cualquier posición. Había descubierto desde bien pequeño que si bien mi cabeza deambulaba sin pena ni gloria cuando estaba en clase o tenía exámenes, sobre la cancha de baloncesto lo leía todo con facilidad.

Me convertí en alguien capaz de aportar soluciones. Allí donde el resto de chavales forzaban los tiros, yo me dedicaba a arrastrar a los defensores y a dar un pase de más. Aprendí lo valioso que resultaba contemplar la pista de cemento en su totalidad para hacer jugadas, en lugar de quedarme botando la pelota sobre el pavimento con la mirada clavada en el suelo. No era una máquina de anotar como Bernard King, pero era insólitamente alto para mi edad y tenía mis virtudes… hasta el punto de que los organizadores de los torneos locales empezaron a invitarme a jugar en Lincoln Park.


Durante aquella época veía a mi padre más o menos una vez al mes. A veces se acercaba para darme algo de dinero o unas zapatillas. Yo seguía sintiendo una profunda animadversión hacia él. El abismo que nos separaba estaba inundado de preguntas sin responder: ¿Por qué nos abandonaste? ¿Por qué pegabas a mamá? ¿Por qué te metiste en las drogas? ¿Por qué intentaste destruir nuestro hogar? ¿Por qué no me quisiste?

Yo no era más que un mocoso de mierda.

Me imaginaba que las respuestas serían tan duras para él como para mí. Pero el adulto era él. Era él quien se había largado y escondido, quien se había negado a lidiar con las cosas, dejando que me precipitara hasta el fondo de un pozo de confusión y rencor. Era como si nunca se hubiese planteado el significado de la palabra responsabilidad. Colocarse era más fácil. Creía que con solo aparecer y deslizar un billete de veinte dólares en mi mano estaría todo solucionado. En aquel momento no supe entenderlo, pero me estaba entregando la hoja de ruta a seguir: iba a convertirme en todas las cosas que odiaba de él.

3

DE PEQUEÑO, LO ÚNICO QUE SABÍA del cáncer es que podía ser mortal. Los adultos siempre lo explicaban diciendo que era la voluntad de Dios. Yo nunca me había enfrentado al cáncer cara a cara, e ignoraba que pudiese afectar a mis más allegados. Hasta que lo hizo. Cuando todavía era demasiado pequeño para entender nada, mi abuelo paterno murió de cáncer. Sucedió unos seis años antes del verano de 1991, cuando mi madre cayó enferma. Recuerdo que se fue apagando poco a poco. Cada vez se reía menos, tenía una tos que no se le iba y su energía empezó a mermar mes a mes.

Después de ingresar en el hospital por agotamiento, los médicos pronunciaron las palabras que todos temíamos: «Cathy, tienes cáncer de colon».

Yo ni siquiera sabía en qué parte del cuerpo estaba aquello. Me convencí de que mi madre mejoraría, por mucho que la realidad fuera otra. Hice todo lo posible por hacerla feliz, al tiempo que enterré mis propios miedos tan hondo como pude. Creía que si lograba hacerla reír, su dolor disminuiría; aunque nunca supe hasta qué punto sufría, puesto que me lo escondía.

En un momento dado dejó de ir a trabajar. Las exigencias físicas y el estrés de su trabajo en Rikers eran demasiado insoportables. Empezó a tener dificultades para ir al baño y subir escaleras. Su apetito disminuyó hasta casi desaparecer, y tenía problemas para digerir la poca comida que lograba ingerir. A la que la salud de mi madre empeoró visiblemente, mi padre empezó a aparecer por casa para echarnos una mano.

En abril de 1992, cuando la asistencia doméstica se hizo insostenible, fue admitida en la planta de oncología del hospital St. John’s. Allí seguiría marchitándose. Fue como verla desaparecer delante de mi cara, como si alguien la estuviera borrando, literalmente, de mi vida.

Lo que más me dolía es que apenas era capaz de hablar. Aquella voz tan bonita que tenía también le fue arrebatada, y en su lugar apenas quedó un susurro. No sonaba como Cathy; era como hablarle a una desconocida.

En los últimos días de su vida, la fui a ver prácticamente a diario, y trató de hablarme todo lo que pudo. Me di cuenta de que hacerlo era importante para ella. A veces se limitaba a repetir mi apodo infantil una y otra vez: «Mookah… Mookah… Mookah». Sacó fuerzas de flaqueza de su cuerpo exhausto.

Un día, cerca del final, estaba sentado junto a su cama, en el hospital, cuando me agarró de la mano. Me quedé de piedra: hacía tiempo que no lo hacía con tanta fuerza. Entonces entreabrió los ojos y dijo: «Pórtate bien con todo el mundo, Mookah».

Mi tía y yo nos incorporamos y salimos de la habitación para dejarla descansar.

No volvería a escuchar la voz de mi madre.

«Es posible que se haya ido antes de que lleguemos a casa», dijo la tía JaNean después de hablar con los médicos.

Condujimos hasta casa en silencio. Vi el mundo deslizarse más allá del parabrisas. Me pareció silencioso y frío. Me sentí muy pequeño y muy solo. Estaba muerto de miedo. ¿Qué sería de mí? ¿Dónde terminaría? Cuando llegamos a casa, mientras subíamos las escaleras, sonó el teléfono. La abuela Mildred se precipitó sobre el aparato. Se quedó sentada en la cocina, hablando en voz baja. Colgó. Yo me quedé de pie junto a la puerta mirándola inexpresivamente.

—Se ha ido —dijo la abuela suavemente. Y se puso a rezar.

Yo me fui escaleras arriba, ajeno a todo, y me senté en la cama. Agarré mi pelota de baloncesto y salí de casa sin que nadie se enterara. Esprinté calle arriba, por la 131, botando sin parar, la pelota convertida en una extensión de mis manos. Llegué a la pista y me puse a lanzar. Cada tiro era más desesperado que el anterior, como si cada vez que soltaba la pelota pudiera, de algún modo, contener la oleada de dolor y de tristeza que se avecinaba.

Lancé un tiro detrás de otro. La pelota salía proyectada de mi mano y flotaba, suspendida, como si el tiempo no importara, antes de descender hacia el aro. Era la misma mano que mi madre había sujetado por última vez apenas unas horas antes. Otro tiro. Y luego otro. Llevaba allí una hora cuando empezó a correr la voz por el barrio de que Miss Cathy había fallecido.

Entonces sucedió algo extraño. Poco a poco, la pista empezó a llenarse de gente. Al principio se limitaban a mirar. Había compañeros de clase, profesores y jugadores veteranos que nunca me habían dirigido la palabra. Uno a uno, se me sumaron, la mayoría sin pronunciar más que un solo vocablo. Hubo abrazos y gestos de cariño, pero apenas palabras. Sentí todo aquello que nunca me habían dicho.

Te protegemos. Estamos contigo, Mookah.


El funeral de mi madre fue como un espejismo. Me quedé mirando fijamente al suelo durante toda la ceremonia. Intenté silenciar los sollozos ahogados que manaban a borbotones del primer banco hasta la última fila de la iglesia. Yo ya había asistido a funerales donde la gente gimoteaba y se desplomaba por haber perdido a un ser querido demasiado temprano, ya fuera víctima de la violencia callejera o de la despiadada naturaleza de una bala perdida. Pero en el funeral de mi madre nadie lloró. Nadie le imploró a Dios el porqué. Excepto yo, por mucho que no osara decirlo en voz alta.

Para mí, la muerte era una jaula, pero para mi madre fue una liberación. Se trataba, simplemente, de la voluntad de Dios. No hacía falta que me lo dijera ningún adulto.

Te protegemos. Estamos contigo, Mookah.

El barrio me protegía. Queens me protegía. Por primera vez en mi vida, el baloncesto me había salvado. Sentí cómo me elevaba por encima del suelo.

Aunque solo fuera por un instante.

4

MI MADRE YA NO ESTABA. El problema era que yo tampoco. Me sentía como si hubiese desaparecido de mi propia vida. No me la podía quitar de la cabeza. Cada vez que sonaba el teléfono o se abría la puerta, pensaba que era ella. No podía dormir. Me olvidé del sabor de mis comidas favoritas. Por no recordar, ni siquiera recordaba el sonido de mi voz. Había pasado un montón de tiempo desde la última vez que había escuchado mi propia risa. Me sentía como si todas mis emociones estuvieran embozadas, congeladas en un momento del que quería huir a toda costa. Pero era incapaz de moverme. El mundo empezó a dejarme de lado.

Si conseguí superarlo fue por un solo motivo: el maldito baloncesto. Estuve yendo a Lincoln Park casi cada día durante dos años. Invertí hasta la última gota de energía que me quedaba en el baloncesto, ya fuera jugando partidillos, torneos o unos contra uno. Mi manejo de balón se volvió instintivo; a fin de cuentas, raramente había un momento en que no tuviera una pelota gastada entre las manos. Ataqué los tableros desenfrenadamente, aprovechándome de mi altura y capacidad de salto para taponar los tiros de los rivales con fuerza contra la valla de la pista. Estaba decidido a batir a todos mis adversarios en el uno contra uno como si mi vida dependiera de ello. Y es posible que así fuera.

Mi visión de la pista, que se convertiría en la clave de mi juego, comenzó a pulirse. Veía ángulos de pase que ni siquiera veían la mayoría de adultos. Y se me daba bien asistir a los compañeros. Pases a un toque, de campo a campo, sin mirar… Además de toda suerte de manejos por detrás de la espalda. Estaba mejorando mucho, pero a mí me encantaba jugar con el estilo de los jugadores que habían crecido en aquellas calles de Nueva York antes que yo. Hacerlo me parecía, sencillamente, lo más natural.

Y, por si fuera poco, al cumplir los catorce años ya rozaba el metro noventa y era casi tan alto como mi padre. Estaba listo para dar el salto al siguiente nivel: el baloncesto de instituto de la ciudad de Nueva York. Me dije a mí mismo que sería allí donde me haría un nombre.

En otoño de 1993, me inscribí en el instituto provincial Christ the King (CTK), de Queens, que quedaba a unos quince kilómetros de mi casa. Tenía trece años y ya estaba preparado para hacer nuevos amigos y dejar atrás mi sufrimiento. A pesar de que era un estudiante del montón y de que las estructuras y los deberes me la traían floja, el instituto me parecía una aventura tan estimulante como cualquier otra.

CTK contaba con un cuerpo de estudiantes multicultural y con un gran prestigio académico. Yo era miembro de su trigésimo primera promoción, y a mi abuela le hacía feliz saberme rodeado de estudiantes con inquietudes académicas. El equipo de baloncesto del instituto era uno de los más prestigiosos de su liga, que era nada más y nada menos que la mejor liga de baloncesto de instituto del país: la Asociación Católica de Institutos Deportivos de Nueva York (CHSAA1).


Los alumnos estaban repartidos en las distintas aulas por orden alfabético, en función de sus apellidos. Aquel sería mi primer golpe de suerte. Yo todavía no lo sabía, pero aquella política marcaría el resto de mi vida.

La jornada escolar empezaba a las ocho y cuarto de la mañana con una tutoría de veinte minutos, lo cual era una excusa perfecta para que mis amigos y yo hiciéramos payasadas. No había prohibiciones de ningún tipo: ni por repetir atuendo durante dos días consecutivos ni por cuestiones de higiene personal ni por mal comportamiento… Bueno, así era cuando no llegaba tarde a clase. Y casi siempre llegaba tarde.

Sucedió, sin embargo, que durante la primera tutoría me senté en mitad del aula, algunas filas por detrás de una bonita puertorriqueña que se llamaba Liza Morales. La busqué con la mirada y ella miró hacia otro lado. Le dediqué una sonrisita, y me la devolvió con un mohín avergonzado. Entonces supe que tenía que hablar con ella. Tal vez fuera a disfrutar del instituto después de todo. El profesor nos estaba dando la chapa con algún importante anuncio, pero para entonces yo ya tenía la cabeza en las nubes.

Una mañana, antes de la tutoría, estaba frente a mi taquilla cepillándome los dientes; llegaba tarde, como era habitual.

—¿Por qué te cepillas los dientes en el pasillo? —me preguntó Liza—. ¿No tienes casa?

—Uno tiene que estar fresco para las damas, ya sabes.

—Venga ya, por favor.

Empecé a cortejarla. Ella siempre ponía los ojos en blanco. Me lo tomé como una buena señal. Nunca me cortaba el rollo del todo y acompañaba sus ocurrencias con una adorable risilla. A mí no me gustaba ir a la escuela, pero Liza me dio un motivo para hacerlo.

—Hablas con todas las chicas —me decía—. ¿Por qué te pasas la vida hablando con esas cacatúas?

—No te preocupes por ellas. Tú y yo estamos hechos el uno para el otro —le respondía yo.

Pero lo cierto es que éramos completamente antagónicos. Ella siempre llegaba temprano, yo me comportaba como si no tuviera reloj; su taquilla no podía estar más ordenada, la mía parecía un campo de maniobras para tornados; sus notas y su asistencia a clase eran intachables, yo raramente hacía los deberes y hacía campana tan a menudo que mi existencia en el instituto era poco más que un rumor. Además, a ella no le atraían los deportes, iba con un grupo diametralmente opuesto al mío y estaba convencida de que solo me interesaba una cosa. A ver, la cosa me interesaba, pero la verdad es que, más allá de nuestras diferencias, Liza me gustaba de verdad.

Así pues, empecé a asistir puntualmente a las tutorías. Me sentaba cada día en un pupitre más cercano al suyo y le arrojaba pedazos de papel estrujado para llamar su atención. Sin embargo, cuando lo conseguía y se daba media vuelta para mirarme, me quedaba en blanco. ¿Qué podía decir? Tenía catorce años y nunca había hablado con nadie de la manera en que quería hablarle a Liza.

Liza era de Woodhaven y se movía en autobús: primero pillaba el Q11 hasta Woodhaven Boulevard, se bajaba y se subía al Q54, que la llevaba al instituto. Yo solía subirme al Q54 algunas paradas antes que ella. Me sentaba al final e intentaba mirarla de extranjis, quizás sonsacarle una sonrisa y pensar en algo divertido que decirle para cuando hubiésemos llegado a la tutoría.

Me gustaban mucho las chicas y yo les gustaba a ellas, lo cual explicaba, probablemente, que Liza se mantuviera a una distancia prudencial. Teniendo en cuenta que era una niña buena, católica y demás, aquello quizás fuera un pelín demasiado para ella. Claro que a veces la agarraba suavemente de la mano, la miraba seductoramente y le soltaba:

—¿Cuándo quedaremos?

—Cuando dejes de perseguir a otras chicas —me respondía.

—Yo te espero a ti y solo a ti.

Ella sonreía.


El instituto había empezado a lo grande, pero yo me moría por que se celebraran las pruebas de baloncesto cuanto antes. A pesar de que mi madre ya no estaría allí para animarme, me prometí dedicarle todo lo que hiciera en la pista. Logré entrar en el equipo de los estudiantes de primero, y, después de jugar varios buenos partidos, el entrenador, Bob Oliva, me ascendió al primer equipo. A pesar de que me sentía preparado para competir, no dispuse de muchas oportunidades, puesto que el equipo estaba ya muy hecho.

Erick Barkley era un estudiante flacucho de primer año al que conocía del barrio: venía de las conflictivas viviendas de protección oficial de Farragut, en Fort Greene, Brooklyn. Era rápido como un rayo y se comportaba con una madurez en la pista que no pasaría desapercibida entre los entrenadores universitarios. En una ocasión anotó cuarenta y ocho puntos ante Stephon Marbury, la futura estrella de la NBA, que terminaría alzándose con el galardón de Mr. New York Basketball, durante mi primer año. Claro que Steph replicó anotando otros cuarenta y cuatro puntos. Ah, se me olvidaba mencionar que aquel épico duelo sucedió cuando Erick tenía nueve años y Steph, once. A mí siempre me había fascinado que Erick fuera el benjamín de nueve hermanos, probablemente porque soy hijo único. Diría que aquel fue el principal motivo por el que me acerqué a él.

A Erick, que era dificilísimo de defender, lo quería la universidad St. John’s. Solíamos jugar unos contra uno antes y después de los entrenamientos, y nos dejábamos la piel. Enfrentarme a Erick me ayudó a fortalecer la capacidad para botar bajo presión y a tirar frente a defensores fuertes. Aprendí más en esos duelos que en todos los partidos que jugué. Con solo catorce años, fue un curso intensivo en cómo convertirse en un sólido alero neoyorquino.

Luego también estaba Speedy Claxton, un base rapidísimo procedente de Hempstead que iba a segundo y que era incluso más veloz que Erick. Al igual que Erick, Speedy procedía de una familia de siete hijos, entre hermanos y hermanas. El equipo estaba tan unido que Erick se fue a vivir con la familia de Speedy durante su último año.

Formábamos una gran familia. Aquel equipo de Christ the King de mi primer año contaba con tres futuros jugadores de la NBA: Speedy, Erick y yo, aunque por aquel entonces todavía éramos unos niños. Speedy y Erick eran más completos que yo; no sería hasta la temporada siguiente cuando el curso de mi vida y mi carrera cambiarían drásticamente.

5

EN 1994, DURANTE EL VERANO entre mi primer y mi segundo año de instituto, tuve la inmensa fortuna de crecer casi dieciocho centímetros. Pero no solo alcancé los dos metros cinco, sino que mi coordinación y mi agilidad se adaptaron a mi altura sin problema. Jugar en Christ the King me dio mucha visibilidad, aunque lo cierto es que seguía siendo un desconocido. Sin embargo, durante aquel verano mi juego empezó a crecer de manera exponencial, en gran medida gracias a que jugué en los Riverside Hawks, una formación de la Amateur Athletic Union (AAU) que había reunido a lo largo de su historia a algunos de los mejores equipos amateur de todos los tiempos, y muchos de sus discípulos habían terminado triunfando en la NBA.

Empecé a jugar con Riverside aquel verano, donde coincidiría por primera vez con una bestia de dos metros procedente de Queensbridge, un alero súper versátil que respondía al nombre de Ron Artest. Nunca había visto a nadie con semejante energía y abnegación sobre el parqué. Podía dirigir el ataque, tirar y desplegar el juego más elegante, al tiempo que te atosigaba como una auténtica apisonadora. Su temperamento fluctuaba de manera salvaje, aunque todos estábamos convencidos de que tal era su naturaleza.

En Riverside jugaba también uno los mejores pívots del país, Elton Brand, un contemplativo mastodonte de voz suave que dominaba el juego en la pintura. ¡Ah! Y también contábamos con Erick Barkley para conducir las transiciones ofensivas. Jugamos en todos los torneos de primer nivel de Nueva York y aplastamos a todos los rivales. Cuando la pelota no estaba en manos de Erick, estaba en las mías. La conducía pista arriba, dirigía el ataque y deslumbraba al personal con mi repertorio de asistencias.

Fue entonces cuando mi nombre empezó a sonar a nivel local y empezaron las comparaciones con Magic Johnson. Universidades locales como Hofstra, Manhattan y Fordham comenzaron a enviarme cartas de reclutamiento, y otros entrenadores de la AAU advirtieron mi emergente talento y también se interesaron por mí.


Mi segundo año de bachillerato en Christ the King arrancó por todo lo alto, sobre todo a nivel defensivo. Empecé a meter tapones a diestro y siniestro. En un partido de principios de temporada, en diciembre, puse siete: uno por cada pulgada que había crecido aquel verano.

Para cuando llegó enero, había florecido completamente sobre la cancha, y promediaba 15 puntos, 11 rebotes, 6 asistencias y 4 tapones por partido. Iba camino de romper el récord de tapones de Christ the King en una sola temporada: sumaba ya 95, y con un balance de 11-1 el equipo iba subiendo en los rankings de la CHSAA.

Durante aquel mes de enero nos enfrentamos al instituto Bishop Ford en su pabellón de Brooklyn. Fue un partido que se me ha quedado grabado, ya que fue una de las primeras veces en que me sentí imparable de verdad. Penetré en la zona rival con facilidad, me deshice de los dos contra uno gracias a mi manejo de balón y mis pases, y era como si volara en los contraataques. Las gradas estaban llenas a rebosar, y me sentí como una estrella. Aquella noche conseguí mi primer triple doble, algo que se convertiría en una de las especialidades de mi carrera, con 17 puntos, 14 rebotes y 10 asistencias. Bishop Ford contaba en sus filas con Trevor Diggs, uno de los mejores jugadores de la ciudad, que acabaría recalando en la universidad de Nevada-Las Vegas (UNLV). Nos clavó 40, pero al terminar el partido todas las miradas estaban puestas en mí.

Después del partido, el entrenador rival se me acercó, me dio un apretón de manos y no pronunció una sola palabra: ¡lo dejé achantado! Yo lo ignoraba, pero aquella noche había dos personas en las gradas que iban a marcar tanto el curso de mi vida como el de mi carrera durante los próximos años. Gary Charles era uno de los entrenadores más importantes de la AAU del país. Su equipo, los Long Island Panthers, era uno de los mejores conjuntos de la AAU de la Costa Este. Si jugabas en los Panthers, eras lo más.

Gary había venido a verme, y se trajo consigo a uno de sus jugadores, que también era su mano derecha de facto: un base junior de Queens de casi metro ochenta que se llamaba Greg Nunn. Le llamaban el General.

—Este tío es una bestia —le dijo Greg a Gary—. ¿Cómo nos lo montaremos para ficharlo?

—No te preocupes —respondió Gary—. Tengo un plan.

—Pero juega con Riverside. Y allí no dejan escapar a los jugadores así como así.

—Su abuela quiere que juegue para un entrenador negro.

Gary siempre disponía de información privilegiada como esa. Tener un buen radar a pie de calle es lo que determina el éxito de un entrenador de la AAU. A Gary no se le escapaba un solo detalle, ni un solo ángulo. Los quintetos de Riverside eran la bomba cada año, poca broma con el equipo para el que jugaba. Nuestro entrenador, Ernie Lorch, era viejo y blanco. Gary era joven y negro. Así es como Gary jugaba sus cartas.