portada

Acerca de la autora


Irene Vasco nació en Colombia y ha sido promotora entusiasta de la lectura en talleres culturales y bibliotecas comunitarias. Sus libros para niños han recibido múltiples distinciones.

Acerca del ilustrador


Patricio Betteo nació en la ciudad de México en 1978. Actualmente ilustra libros para niños, publicaciones culturales y revistas, y es creador de historietas.

Las sombras
de la escalera

Irene Vasco

FCE

Ilustraciones de
Patricio Betteo

Fondo de Cultura Económica

Primera edición, 2004

Tercera reimpresión, 2010

Primera edición electrónica, 2010

© 2004, Irene Vasco, texto

© 2004, Patricio Betteo, ilustraciones

D. R. © 2004, Fondo de Cultura Económica

Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F.

Empresa certificada ISO 9001:2008

www.fondodeculturaeconomica.com

Comentarios:
editorial@fondodeculturaeconomica.com

Tel. (55) 5227-4672

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc. son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicana e internacionales del copyright o derecho de autor.

ISBN 978-607-16-0513-9

Hecho en México - Made in Mexico

Para Gustavo y Gabriel,
que un día se tropezaron
con sus propias sombras

Capítulo 1

♦ Sin saber cómo ni cuándo, se me acabaron las vacaciones. Siento otra vez lo mismo que el año pasado, que el año antepasado, que todos los años desde la primera vez que fui a un colegio (el estómago, la cabeza, el corazón me cambian de lugar a mil por minuto). Hoy me siento peor que nunca: acabo de llegar a esta ciudad. Nada es igual: el colegio es nuevo, la gente es nueva, el pupitre, el salón, todo es nuevo. En este colegio no conozco a nadie… y nadie me conoce a mí.

Abro y cierro los cuadernos nuevos, recién marcados con letra perfecta. Miro las caras de los niños que desfilan frente a mí por el patio y no reconozco a ninguno. A las niñas no las miro ni de reojo (en el tema de las niñas debe de ser igual vivir en el pueblo que en la ciudad: los niños y las niñas sólo pueden hablarse cuando llegan a séptimo grado, no sé por qué).

Supongo que en los recreos de este colegio se juega futbol (prefiero el beisbol, pero los de la costa somos los únicos que sabemos jugarlo) y se cambian figuritas del álbum (me traje un arsenal de repetidas en el bolsillo). Por lo menos, hoy no tengo que ponerme al día con las tareas que no entendí en la casa (en Tolú tenía que corretear a los mejores de la clase para que me prestaran los cuadernos).

Como me sobra tiempo para pensar, todo se me revuelve por dentro mientras suena la campana. Aquí y allá odio los primeros minutos de colegio, los más difíciles del año, porque nunca sé lo que me va a pasar, pero siempre me imagino lo peor. A ratos me siento grande, a ratos chiquito. No valen los conjuros ni las oraciones que me enseñó la abuela. No vale que cruce los dedos ni que saque la cuenta de las promesas de toda la semana pasada.

Sigue el desfile de niños a mi alrededor y cada vez me siento más solo (y más asustado, aunque me duela reconocerlo) en es-te patio lleno de extraños.

Por la puerta de la administración, aparece una señora con vestido ajustado y falda corta (¡las piernas se le ven horribles!) y nos ordena hacer silencio. El patio comienza a parecer un colegio y ya no un potrero lleno de caballos salvajes. Como por arte de magia empezamos a marchar en una larga y deforme fila, por orden de estatura, de mayor a menor, hacia los salones.

Solo, en medio de treinta desconocidos, en un colegio igualmente desconocido, sin ninguno de mis amigos al lado, marcho detrás de una niña sin poder verle la cara (claro, si uno va detrás no puede ver sino el pelo, la cara va adelante). Únicamente veo un par de trenzas negras, adornadas con lazos de colores.

Trenzas como ésas no se ven en Tolú. Imagino que es una moda de la ciudad (las modas se demoran en llegar al pueblo). Lo raro es que en el patio no hay más niñas peinadas de esta manera. (Rezo para que no se voltee, ni me mire ni me hable, ¿qué podría decirle a una niña así?)

Las trenzas negras me hipnotizan. No digo que me gustan ni que no me gustan. Sencillamente no puedo dejar de mirarlas mientras caminamos por un corredor, subimos tres pisos de escaleras, caminamos por otro corredor y nos detenemos frente a una puerta abierta tras de la cual nos espera la profesora de este año (¿hasta cuándo tendremos profesoras? Nunca he tenido un profesor en mi vida) con sonrisa de primer día de colegio.

Escucho las eternas frases de “buenos días” y “bienvenidos”. Es el momento de estar alerta. Desde hace años descubrí que el mejor truco para pasar el año sin mayores problemas es marchar en silencio, no molestar en clase, no levantar la mano ni siquiera si sé la respuesta, tratar de que la profesora no se aprenda mi nombre (si es posible que tampoco se grabe mi cara) ni para bien ni para mal. Así he pasado hasta quinto sin pena ni gloria, sin ser el mejor ni el peor, sin que se espere nada extraordinario de mí.

Eso sí, todo funciona bien cuando logro aplicar mi fórmula para volverme invisible durante todo el año. Para eso, tengo que sentarme en el mejor lugar del salón, en el pupitre del fondo, al lado de la ventana. Desde ahí puedo mirar lo que pasa dentro y fuera (casi siempre me interesa más lo de afuera: padres asustados que llegan a entrevistas, alumnos enfermos que salen antes de la campana, vendedores de refrescos, señoritas cargadas de muestras de libros, en fin…) sin que la profesora se fije en mí.

¿Encontraré en este salón una ventana para volverme invisible…? ♦

Capítulo 2