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Editado por Harlequin Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2012

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Remordimientos, n.º 2331 - agosto 2014

Título original: Undone by His Touch

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-4550-3

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Sumário

 

Portadilla

Créditos

Sumário

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Epílogo

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Prólogo

 

No puedes salvarme! — el grito ronco resonó en los oídos de Declan mientras volvía a mirar a Adrian, que colgaba varios metros más abajo en el vacío, sujeto de la misma cuerda que él— . ¡Esto se va a romper!

Estaban suspendidos a varios centenares de metros de altura en aquel solitario cañón. Se estaba levantando viento y los nervios de su hermano habían saltado. Ya Adrian, presa del pánico, había desenganchado una de las pitones que los mantenían anclados a la pared.

—Aguanta — jadeó Declan. Le martilleaba el pecho como consecuencia del último esfuerzo que había hecho por izarlo.

Estirando el cuello, alzó la mirada a la cornisa de la que habían caído. Una lluvia de gravilla le cayó en la cara. La garganta le ardía con cada respiración. Se arrepentía de haber hecho aquella salida con su hermano. Había esperado que sirviera para estrechar su relación, para lograr que Adrian se abriera mientras escalaban. Pero en ese momento era la supervivencia de ambos la que estaba en juego.

—Aguanta, Ade. Todo saldrá bien.

—¿Bien? — Adrian alzó la voz— . No me mientas, Declan.

—Casi lo conseguí la última vez. A la tercera va la vencida. Ya verás.

Apretando la mandíbula, agarró la cuerda y tiró de ella. Sofocó un grito cuando la cuerda le laceró las manos ya en carne viva. El cuello y los hombros se le agarrotaron de dolor mientras soportaba el peso combinado de los dos. Era como si la columna vertebral fuera a rompérsele de la tensión.

—Nunca lo conseguirás. Es imposible. Y... ¿sabes? Tampoco sería tan malo — minutos después, Adrian volvió a hablar, con su voz apenas audible por encima del estruendo de la sangre de Declan— . Una caída será un final rápido, al menos.

—No... no te vas a caer.

—Ya he pensado en ello. Un volantazo delante de un camión circulando de frente y... ¡se acabó!

Las palabras quedaron casi ahogadas por el frenético latido del corazón de Declan y el desgarrador dolor de sus manos. El sudor le nublaba la vista.

—Tampoco hay gran cosa por lo que vivir.

La voz de Adrian era tan débil que Declan no sabía si se la había imaginado. ¿Sería capaz el dolor de hacerle alucinar?

—La he perdido. Ella quiere a alguien rico y triunfador como tú, no a un perdedor como yo. ¡Me ha abandonado!

—¿Qué?

Necesitaba parar antes de que se le descoyuntaran los brazos. El mundo parecía haberse reducido a la cuerda de la que estaba tirando. Un estremecimiento de angustia lo recorrió al escuchar el tono de su hermano, pero estaba demasiado exhausto para responder. El viento los hacía balancearse. Sintió el salado sabor de la sangre en los labios. Dos metros más...

—No puedo seguir. Lo he intentado, pero ella es la mujer de mi vida y me ha traicionado. Esto es lo mejor.

—¿Lo mejor? — pese al sudor que bañaba el cuerpo tostado por el sol de Declan, un dedo helado le recorrió la nuca— . ¿Ade?

Estirando los entumecidos músculos del cuello, consiguió mirar hacia abajo. Unos familiares ojos grises se encontraron con los suyos. Esa vez no reflejaban pánico, sino una extraña calma que le desgarró el corazón.

—De esta manera, uno de los dos sobrevivirá. Yo no puedo seguir sin ella.

Declan contuvo la respiración, horrorizado, al ver que Adrian había empezado a cortar la cuerda que los unía.

—¡Adrian! ¡No!

—Adiós, Declan.

De repente, el peso que tiraba de sus hombros desapareció. No hubo ningún grito. Tuvo la sensación de que transcurría una eternidad hasta que oyó un apagado ruido de ramas, al fondo, y perdió de vista a su hermano.

Capítulo 1

 

Chloe sentía blando y suave el montón de toallas que portaba mientras abría la puerta del cuarto de lavado y se dirigía a la caseta de la piscina. Bajó la cabeza y aspiró su olor a lavanda y a sol. Cuando hacía buen tiempo, solía utilizar el tendedero en lugar de la secadora. Concentrarse en detalles tan pequeños y retomar su rutina la estaba ayudando a superar aquella primera y difícil mañana de vuelta en Carinya.

Se negaba a dejarse aterrorizar por los recuerdos. Su trabajo era demasiado importante y necesitaba más que nunca de una seguridad económica. Además, ya no tenía nada que temer. Era por eso por lo que había ignorado la sensación de angustia que la asaltó cuando entró en la habitación del ama de llaves, la suya, y recordó la última mañana que había estado allí. Y también cuando empezó a trabajar y se imaginó una presencia de cabello oscuro acechándola en las sombras, como había hecho tantas veces antes. Pero aquello pertenecía al pasado. Él se había ido para siempre.

Nada más doblar la esquina de la casa, aminoró el paso. Podía oír a alguien en la piscina. La vista de una cabeza emergiendo a cada brazada le aceleró el corazón. No podía dar crédito a lo que estaba viendo. «¡Pero si está muerto!». ¡Eso era imposible! Consternada, lo vio ejecutar un perfecto volteo y seguir nadando. Ejecutaba con la mayor facilidad del mundo la extenuante brazada de mariposa mientras su largo cuerpo surcaba el agua. Chloe se apoyó en la pared con un nudo en la garganta, intentando asimilar lo que estaba viendo.

«Pero si está muerto... muerto». Las palabras resonaban en su cerebro como un asombrado mantra. Estaba viviendo una pesadilla, presidida por el hombre al que tanto había llegado a temer. Otro volteo y esa vez cambió a estilo libre, acelerando como si tuviera que batir un récord. Solo entonces los estupefactos ojos de Chloe se sobrepusieron al recuerdo y detectaron algunas anomalías. Aquel hombre parecía más grande. Nadaba también de una forma diferente, como propulsado por una invisible fuerza. Era como una máquina perfecta: cada brazada era un ejemplo de fluidez y economía de movimientos.

Ni siquiera en ese momento, cuando ejecutó otro volteo y empezó otro largo, redujo el ritmo. «Resuelto, decidido»: esas fueron las palabras que le vinieron a Chloe a la mente. El hombre que recordaba había sido muchas cosas, pero decidido no. Al menos hasta que se fijó en ella. El nadador llegó al otro lado de la piscina y salió rápidamente del agua. La luz del sol doró su tez brillante y bronceada: desde los poderosos músculos de sus brazos hasta la prieta curva de sus nalgas. Se quedó sin aliento mientras su aturdido cerebro registraba su completa desnudez, al tiempo que le aseguraba que no podía ser él. Porque la forma de la cabeza era diferente. La altura. La anchura. Y aquella impresionante virilidad.

Se giró a medias en ese momento y ella desvió la mirada, pero no antes de que descubriera la larga cicatriz que le recorría todo un muslo. El alivio la había dejado mareada. La cordura volvió con un rubor de vergüenza cuando se dio cuenta de que se lo había quedado mirando fijamente. Apresurándose a apartarse de la pared, se encaminó con energía hacia la caseta de la piscina.

—¿Quién anda ahí? — inquirió él con su voz profunda, sin volverse. Recogió la toalla de una tumbona cercana y se la ató a la cintura con la indiferencia de un hombre perfectamente cómodo con su desnudez.

Reacia, Chloe se desvió hacia la pérgola cubierta por la hiedra donde él seguía esperando, mientras se ponía sus gafas de sol. No era aquella precisamente la manera que habría elegido de conocer a su patrón. Se suponía que las amas de llaves tenían que ser discretas y no vulnerar la intimidad de su jefe. La imagen de su espléndido cuerpo volvió a aparecer ante sus ojos al tiempo que experimentaba un calor poco habitual. Se detuvo, ganando tiempo para identificar aquella sensación que hacía años que no experimentaba. Cuando lo hizo, la sorpresa la dejó sin habla.

—Estoy esperando.

Chloe dio un paso adelante. No era el momento de detenerse en el hecho de que acababa de sentir una chispa de excitación por primera vez en seis años. A la vista de su jefe desnudo.

—Soy su ama de llaves, Chloe Daniels — esperó a que se volviera. Cuando finalmente lo hizo, Chloe sostuvo el montón de toallas con una mano y le tendió la otra. Intentó olvidar la manera en que se lo había quedado mirando embobada, como una adolescente sedienta de sexo.

Se plantó ante ella, cubierto únicamente con la toalla y las gafas de sol, exudando un aire de autoridad. Chloe tuvo que alzar la cabeza para mirarlo a la cara. En ese momento, tan cerca como estaba de él, se dio cuenta de que Declan Carstairs era más grande, más fuerte, más intimidante que el hombre al que había conocido y con quien lo había confundido en un primer momento. Solo el color de su pelo y la elegancia de su cuerpo eran los mismos: un rasgo de familia.

Tenía una sombra de barba en la mandíbula que le daba un cierto aspecto de pirata, más que de magnate de los negocios. Se lo imaginó de repente a bordo de un velero de altos mástiles, con una mujer a su lado. Quizá había sido la cicatriz que acababa de descubrir en su rostro lo que había conjurado aquella imagen. Larga y todavía no blanqueada por el tiempo, le atravesaba una mejilla para curvarse hacia un ojo. Se estremeció cuando pensó en la otra gran cicatriz que le recorría el muslo.

—No nos conocemos — dijo con el eficiente tono profesional de ama de llaves que había perfeccionado con los años— . He estado...

—Fuera — se la quedó mirando, pero sin corresponder a su sonrisa, ceñudo.

Chloe no podía sentirse más torpe e incómoda, con la mano tendida todavía hacia él. Cuando resultó evidente que no se la iba a estrechar, dejó caer el brazo, decepcionada. Quizá la arrogancia fuera otro rasgo de familia.

—Una emergencia familiar, ¿verdad? — le preguntó él, sorprendiéndola.

No había esperado que estuviera tan informado, sobre todo teniendo en cuenta que no se habían visto antes. Había sido su ayudante personal quien la había contratado, explicándole que su jefe solía ausentarse durante varios meses cada vez. Carinya era el refugio familiar en las espectaculares Montañas Azules desde hacía generaciones, pero él vivía a un par de horas al este de Sídney, cuando no estaba viajando.

—Así es, señor Carstairs. Un asunto familiar.

No se había detenido a pensar en nada la mañana en que abandonó la casa. Simplemente hizo las maletas y tomó el primer tren. Fue solo después cuando, por una extraña casualidad del destino, se había enfrentado no ya con una crisis, sino con dos. Al menos una de ellas ya no existía.

—¿Pero ahora sí podremos contar con su presencia permanentemente? — él arqueó una ceja por encima de sus elegantes gafas de diseño.

—Por supuesto. Llegué hace un par de horas. Estaré a su disposición si me necesita — Chloe se obligó a sonreír ante su severa expresión.

Si había esperado un gesto de simpatía por su parte, volvió a llevarse una decepción. Su actitud seria debería haberla puesto nerviosa. Pero Chloe estaba habituada a resistir y a demostrarse una y otra vez de lo que era capaz. Aguantó su mirada, intentando descifrar su expresión. La mayoría de la gente solía dar pistas no verbales sobre sus pensamientos, pero ese no era el caso de Declan Carstairs. Quizá fuera por eso por lo que había sabido invertir tan bien la fortuna que heredó, por su habilidad a la hora de esconder sus cartas. Y, sin embargo, había algo más. ¿Era desaprobación lo que veía en aquella boca severamente apretada? ¿Enfado, incluso? Palideció al recordar la manera en que se lo había quedado mirando, clavando los ojos en su cuerpo desnudo. ¿La habría sorprendido mirándolo? Un rubor le subió por el cuello y las mejillas.

—Lamento haberlo interrumpido hace un momento. No sabía que estaba usted en la piscina — «ni que estuviera desnudo», añadió para sus adentros— . El señor Sarkesian dejó un mensaje diciendo que los dos se pasarían la mañana trabajando en su despacho y que después ya me daría instrucciones. Nunca fue mi intención...

—David ha tenido que ausentarse por un asunto inesperado — la interrumpió él, impaciente— . ¿Algo más?

—No. Me disponía a llevar estas toallas a la caseta de la piscina. Si desea cualquier cosa...

Vio que sacudía la cabeza. Y se esforzó por no quedarse mirando fijamente las diminutas gotas de agua que resbalaban por la sólida musculatura de su pecho. ¡Lo estaba haciendo de nuevo! Ella no se quedaba mirando embobada a los hombres atractivos. Y, sin embargo, la visión del cuerpo desnudo de su jefe le había provocado sensaciones durante largo tiempo olvidadas.

—¿Y bien? ¿A qué está esperando, señorita Daniels? — la negra ceja volvió a enarcarse— . No quiero entretenerla más.

—Por supuesto, señor Carstairs — intentando sobreponerse al disgusto y a la incomodidad, se volvió para marcharse. Caminó a paso tranquilo, proyectando una calma que estaba lejos de sentir.

Porque seguía aturdida de asombro. Primero había sido el horror de pensar que el hombre que había protagonizado sus pesadillas había vuelto. Y luego la profunda impresión que le había producido conocer a Declan Carstairs. A pesar de su cicatriz, aquel hombre tenía un físico impresionante. Y ella se había quedado horrorizada de descubrir su propia reacción: habían pasado años desde la última vez que se había excitado sensualmente. Precisamente la habían acusado de frigidez sexual, de ser una especie de princesa de hielo.

¿Y ahora sentía una chispa de atracción por su jefe? ¡Imposible! En sus veintisiete años de vida solo había existido Mark, solo un hombre capaz de hacerle sentir deseo. Resultaba impensable que Declan Carstairs, rico, implacable y desaprobador, pudiera resucitar aquellas sensaciones. Apretando los labios, se concentró en retirar las toallas usadas de la caseta de la piscina.

 

 

Se dirigía ya de regreso a la casa cuando el sonido de un cristal al romperse hizo que se volviera hacia la pérgola. Vio a Declan Carstairs de pie, paralizado, con un brazo extendido hacia la mesa. El suelo estaba lleno de cristales del vaso que acababa de romperse. Fue su extraña inmovilidad lo que llamó su atención, que no el vaso roto tan peligrosamente cerca de la piscina.

—No pasa nada, señor Carstairs, no se moleste. Voy a buscar el recogedor y la escoba — Chloe se apresuró a entrar en el cuarto de lavado, dejó las toallas y recogió lo que había ido a buscar.

A su regreso, extrañamente, su jefe no se había movido. Como si estuviera esperando para asegurarse de que hacía bien su trabajo. Había trabajado antes para ricos: algunos exigentes y otros tan relajados que ni siquiera habían reparado en su presencia. Pero ninguno había cuestionado su capacidad para realizar una tarea tan sencilla. Se agachó ante él para recoger los cristales.

—Solo será un momento — y, sin embargo, sus movimientos habitualmente rápidos parecieron hacerse lentos, pesados. Procuró no mirar aquellos fuertes y nervudos pies plantados en las baldosas, con las piernas bien separadas. Resultaba ridículo que los pies desnudos de un hombre le parecieran tan sensuales.

—Gracias, señorita Daniels.

Chloe reprimió una carcajada. Tanta formalidad cuando ella tenía la mente ocupada con inquietantes imágenes de su cuerpo desnudo. Menos mal que no podía leerle el pensamiento.

—Creo que ya casi está... — apretando los labios, se concentró en localizar aquellas esquirlas de vidrio que se habían alejado más que el resto— . ¡No! ¡Cuidado!

Demasiado tarde vio que había bajado el talón justo sobre un cristal, al volverse. Lo oyó pronunciar un juramento por lo bajo mientras las baldosas se teñían de rojo.

—Espere, hay otro — Chloe se apresuró a retirar el último cristal— . Ya está. Ya puede sentarse en la silla.

Seguía irguiéndose ante ella como un dios de bronce. El talón le seguía sangrando. Finalmente, dijo:

—Quizá podría usted ayudarme, señorita Daniels.

Frunciendo el ceño, Chloe se levantó, dejó la escoba y el recogedor a un lado y se acercó a él. ¿Qué querría que hiciera? Seguro que tendría bastantes fuerzas para recorrer la corta distancia que lo separaba de la silla.

—¿Quiere apoyarse en mí?

Algo parecido a la furia cruzó el rostro de él.

—No es para tanto — pronunció con los dientes apretados— . Solo déme su mano.

Consternada, obedeció. Le tomó la mano, absorbiendo el calor y la fuerza de sus dedos encallecidos por el trabajo. Registró también una red de cicatrices en su palma. Un estremecimiento le subió por el brazo y el hombro, hasta erizarle el vello de la nuca. La tensión se hizo insoportable mientras esperaba a que hablara.

Tenía los ojos a la altura de su boca y observó, fascinada, cómo sus sensuales labios se contraían en una mueca.

—Necesitará sentarse para que le pueda sacar el cristal. No le dolerá mucho.

Su risotada, ronca y vibrante, hizo que Chloe alzara la mirada hasta sus impenetrables gafas oscuras.

—El dolor no me preocupa.

—Si no es el dolor — Chloe frunció el ceño— , ¿entonces qué...?

Declan soltó un lento suspiro mientras sus dedos se tensaban sobre los de ella. Cuando volvió a hablar, había resignación y una latente furia en sus palabras.

—Solo hágame el favor de guiarme hasta la silla, ¿quiere?

—¿Guiarlo...?

—Sí, maldita sea. ¿Acaso no se ha dado cuenta de que está hablando con un hombre ciego?