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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2013 Sharon Kendrick

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Desafío al destino, n.º 2337 - septiembre 2014

Título original: Defiant in the Desert

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-4559-6

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Capítulo 1

 

HAY un hombre en recepción que quiere verte.

–¿Quién es? –preguntó Sara sin molestarse en apartar la mirada del dibujo en que estaba trabajando.

–No lo ha dicho.

Al escuchar aquello, Sara volvió la mirada hacia Alice, la mensajera de la oficina, que la contemplaba con una expresión un tanto extraña. Alice era joven y muy entusiasta, pero en aquellos momentos parecía casi en trance. Su rostro estaba tenso a causa de una expresión mezcla de excitación e incredulidad, como si el propio Santa Claus se hubiera presentado con antelación en su trineo tirado por renos.

–Hoy es Nochebuena –dijo Sara a la vez que contemplaba el cielo gris que se veía a través de la ventana. Desafortunadamente, no estaba nevando. Tan solo llovía un poco. Era una pena. La nieve habría ayudado a mejorar su ánimo, a liberarla en parte de la inevitable sensación de «no encajar» que siempre se adueñaba de ella en aquella época del año. Nunca le resultaba fácil disfrutar de las Navidades, y ese era uno de los motivos por los que tendía a ignorar las fiestas hasta que habían pasado.

Se esforzó por sonreír.

–No voy a tardar en irme a casa. Si es un vendedor no estoy interesada, y, si no lo es, dile que pida una cita conmigo para Año Nuevo.

–Dice que no piensa irse a ningún sitio hasta que te vea –insistió Alice.

Al sentir que sus dedos empezaban a temblar, Sara se reprendió por ser tan tonta. Estaba totalmente a salvo en aquella magnífica e iluminada oficina de la exitosa empresa publicitaria en que trabajaba. No había motivos para experimentar la sombría aprensión que se estaba adueñando de ella.

–¿Cómo que no piensa irse a ningún sitio? –preguntó, y tuvo que esforzarse para que su voz no delatara el pánico que empezaba a experimentar–. ¿Qué ha dicho exactamente?

–Que quiere verte –dijo Alice, cuyo rostro adquirió una nueva expresión que Sara no había visto nunca–. Que solo implora unos minutos contigo.

Implorar.

Ningún hombre inglés contemporáneo habría utilizado aquella palabra. Sara sintió que una fría mano le atenazaba el corazón.

–¿Qué... aspecto tiene?

Alice jugueteó con el colgante que pendía de su cuello en una muestra inconsciente de tensión sexual.

–Es... bueno, ya que me lo preguntas, es bastante increíble. No solo por su constitución, aunque debe de trabajar a diario en el gimnasio para tener un cuerpo como ese, sino más.... bueno, en realidad son sus ojos.

Sara sintió que se le disparaba el pulso

–¿Qué les pasa a sus ojos?

–Son... negros. Pero realmente negros. Como el cielo cuando no hay luna ni estrellas. Como...

–Alice –la interrumpió Sara, tratando de introducir una nota de normalidad en la efusiva descripción de la chica. Porque aún a aquellas alturas estaba tratando de engañarse a sí misma pensando que aquello no podía estar sucediendo, que tal vez se tratara de un terrible error. Una simple confusión. Cualquier cosa, menos lo que más temía–. Dile que...

–¿Por qué no me lo dices tú misma, Sara?

Sara se volvió al escuchar aquella voz procedente del umbral de la puerta. Experimentó sucesiva y rápidamente conmoción, dolor, deseo. Hacía cinco largos años que no lo veía y, por un instante, casi no lo reconoció. Siempre había sido moreno e increíblemente atractivo, con un rostro y una mente que capturaron por completo y en un instante su corazón. Pero ahora...

Ahora...

Los latidos de su corazón resonaron con tumultuoso estrépito en sus oídos.

Algo había cambiado en él.

Llevaba la cabeza descubierta, y un traje en lugar de su habitual túnica. La chaqueta gris marengo que vestía definía su fuerte torso tan bien como cualquier flotante pliegue de seda, y los pantalones, impecablemente cortados, enfatizaban la interminable longitud de sus poderosos muslos. Siempre había tenido el aire de distinción que le confería ser el consejero más cercano del sultán de Qurhah, pero su aire natural de autoridad estaba matizado por una acerada capa que Sara no había visto nunca. Y de pronto reconoció de qué se trataba.

De poder.

Parecía emanar de cada poro de su cuerpo, haciendo que Sara se sintiera aún más cautelosa.

–¿Qué estás haciendo aquí, Suleiman? –preguntó, insegura.

La sonrisa de Suleiman fue gélida, incluso más que la que le dedicó la última vez que estuvieron juntos, cuando él se apartó de su apasionado abrazo y la miró como si fuera el ser más despreciable del mundo.

–Creo que eso podrás deducirlo por tu cuenta, Sara –dijo Suleiman a la vez que entraba en el despacho entrecerrando sus vivaces ojos negros–. Aunque equivocada, eres una mujer inteligente. Has ignorado repetidamente las solicitudes del sultán para que vuelvas a Qurhah a convertirte en su esposa, ¿verdad?

–¿Y qué si lo he hecho?

Muy a su pesar, Sara se sintió afectada por la mirada de indiferencia que le dedicó Suleiman.

–Si lo has hecho, te has comportado muy imprudentemente.

Sus palabras contenían una amenaza implícita que hizo que a Sara se le helara la piel a la vez que Alice dejaba escapar un gritito de asombro. Se volvió a mirarla, esperando ver una expresión horrorizada en el rostro de la moderna joven con el pelo rosa y la ceñida falda corta que vestía. No estaba bien que los hombres hablaran así, ¿no? Pero en lugar de horror, lo que vio en el rostro de la joven bohemia fue una arrebatada adoración por Suleiman.

Sara tragó saliva. Obviamente, la serenidad saltaba por la ventana cuando se tenía a un hombre moreno y de un metro noventa en la oficina rezumando testosterona. ¿Por qué no iba a reaccionar así Alice ante la presencia de un hombre como ningún otro que hubiera conocido? A pesar de todos los tipos atractivos que trabajaban en la empresa de publicidad de Gabe Steel, ¿no sobresalía Suleiman Abd al-Aziz entre todos como una mancha de petróleo en un vestido de lino blanco? ¿Acaso no redefinía con su mera presencia el concepto de la masculinidad y lo volvía cien veces más significativo?

Para ella, Suleiman siempre había tenido la habilidad de conseguir que cualquier otro hombre resultara insignificante, incluyendo príncipes y sultanes, pero algo había cambiado en él. Percibía en él una cualidad indefinible, pero peligrosa.

El afecto con que siempre la había tratado ya no estaba allí. El hombre que había entrado y salido de su infancia y le había enseñado a montar parecía haber sido sustituido por otro. No era exactamente odio lo que veía en su expresión, pues esta implicaba que ni siquiera la consideraba digna de una emoción tan fuerte como el odio. Más bien la miraba como si fuera un estorbo, un obstáculo, como si aquel fuera el último lugar en que quisiera estar.

Pero sabía que solo podía culparse a sí misma por ello. Si no se hubiera arrojado en sus brazos, si no hubiera permitido que la besara y luego lo hubiera invitado en silencio a hacer mucho más que eso...

Trató de sonreír, aunque sin ninguna convicción. Había hecho todo lo posible por olvidar a Suleiman y lo que le hacía sentir, pero le había bastado con volver a verlo para revivir de inmediato aquellas emociones. Su corazón volvió a experimentar lo que en otra época pensó que era amor, y volvió a sentir que se le encogía dolorosamente al recordar que nunca podría ser suyo.

Pero él nunca llegaría a saber aquello. Nunca adivinaría que aún podía hacerle sentir así. No pensaba darle la oportunidad de humillarla y volver a rechazarla.

–Ha sido todo un detalle por tu parte pasar a visitarme, Suleiman, pero me temo que en estos momentos estoy bastante ocupada. A fin de cuentas, hoy es Nochebuena.

–Pero tú no celebras las Navidades, Sara. Al menos, no soy consciente de que lo hagas. ¿De verdad has cambiado tanto como para adoptar hasta ese punto los valores occidentales?

Suleiman no se molestó en reprimir una expresión de evidente desagrado mientras miraba por encima los carteles con las principales campañas publicitarias de la empresa y el pequeño abeto adornado y con luces que ocupaba un rincón del despacho.

Sara bajó las manos a su regazo al notar horrorizada que habían empezado a temblarle. No quería que Suleiman pensara que estaba asustada, aunque estuviera sintiendo algo muy parecido al miedo. Y no sabía muy bien si tenía más miedo de él o de sí misma.

–Estoy realmente ocupada –dijo–, y Alice no tiene por qué escuchar...

–Alice no tiene que escuchar nada porque está a punto de irse para que podamos hablar en privado –la interrumpió Suleiman, que a continuación dedicó una sonrisa a la joven–. ¿Verdad, Alice?

Sara notó que Alice casi se derritió bajo el impacto de aquella sonrisa. Incluso se ruborizó, algo increíble.

–Por supuesto –Alice agitó las pestañas de un modo muy poco característico en ella–. Aunque antes podría traerles una taza de café...

–No me apetece un café –dijo Suleiman, y Sara se preguntó cómo se las habría arreglado para hacer que pareciera que estaba hablando de sexo–. Aunque seguro que el que preparas es excelente –añadió con una sonrisa.

–Alice trae el café de la cafetería de abajo –le espetó Sara–. No creo que pensara viajar expresamente a Brasil a traerlo.

–Entonces son los brasileños los que se lo pierden –murmuró Suleiman.

Sara habría podido gritar al escuchar aquello y ver cómo sonreía Alice de oreja a oreja.

–Eso es todo, Alice –dijo secamente–. Ya puedes irte a casa... y que tengas una feliz Navidad.

–Gracias –dijo Alice, claramente reacia a irse–. Nos vemos el año que viene. ¡Feliz Navidad!

Se produjo un completo silencio mientras la joven tomaba su enorme bolso, cargado con uno de los grandes y caros regalos que les había dado aquella mañana Gabe Steel, su jefe. En cuanto Alice desapareció, Suleiman se volvió hacia Sara con una mirada dura y burlona.

–Así que estás hecha toda una ejecutiva, ¿no, Sara?

Sara odió el efecto que le produjo escucharle decir su nombre. Le recordaba demasiado a la ocasión en que la besó, cuando se pasó de la raya e hizo lo único que les estaba prohibido a ambos.

El recuerdo fue tan vívido y real como si hubiera sucedido el día anterior. Fue la noche en que Haroun, el hermano de Sara, fue coronado rey de Dhi’ban, un día que muchos pensaban que nunca llegaría debido a las volátiles relaciones entre los estados del desierto. Todos los dignatarios de los países vecinos asistieron a la ceremonia, incluido el infame sultán del cercano Qurhah y su emisario jefe, Suleiman.

Sara recordaba haberse mostrado fría y evasiva con el sultán, al que estaba prometida. Pero ¿quién podría haberla culpado por ello? Aquel compromiso había sido el precio a pagar para que su país fuera rescatado económicamente. En esencia, había sido vendida por su padre como una mercancía humana.

Aquella noche apenas miró al sultán, pero su negligente actitud pareció divertir más que irritar al potentado. Además, pasó casi todo el tiempo manteniendo reuniones con los demás jeques y sultanes.

Pero Sara estaba anhelando volver a ver al emisario del sultán. Le había encantado saber que iba a volver a ver a Suleiman después de los seis años que había pasado en un internado inglés. Suleiman, que le enseñó a montar y le hizo reír mucho durante aquellos dos largos veranos en que su padre estuvo negociando el rescate económico de su país. Dos veranos que ocupaban un lugar muy especial en su corazón, a pesar de que en el último de estos quedó sellado su destino marital.

Durante los fuegos artificiales que siguieron a la coronación logró situarse junto a Suleiman para verlos. Hacía una noche cálida y despejada y, entre explosión y explosión, la conversación entre ellos fue tan fácil como siempre, aunque al principio Suleiman pareció realmente sorprendido por el cambio experimentado por Sara durante aquellos seis años.

–¿Cuántos años tienes ahora? –preguntó tras mirarla de arriba abajo un largo momento.

–Dieciocho años –Sara sonrió para ocultar el dolor que le produjo que Suleiman no recordara su edad–. Ya soy mayorcita.

–Mayorcita –repitió él lentamente, como si hubiera dicho algo que nunca se le había pasado por la cabeza.

La conversación tocó otros tópicos, aunque la expresión de curiosidad no abandonó la mirada de Suleiman. Le preguntó por su vida en el internado y Sara le explicó que planeaba asistir a una escuela de arte.

–¿En Inglaterra?

–Por supuesto. No hay nada parecido aquí, en Dhi’ban.

–Pero Dhi’ban no es lo mismo si tú no estás aquí, Sara.

Fue un comentario inesperado y emocional por parte de Suleiman, y tal vez aquello fue lo que impulsó a Sara a alzar una mano para tocarle la mejilla.

–¿Y eso es bueno o malo? –bromeó.

Se miraron un momento y Sara notó cómo se tensaba Suleiman antes de retirarle la mano de su rostro. La mirada que le dedicó hizo que experimentara un intenso anhelo. El normalmente autoritario Suleiman parecía paralizado a causa de la indecisión y negó con la cabeza como tratando de negar algo. Y entonces, casi a cámara lenta, inclinó la cabeza para rozar con sus labios los de Sara.

Fue como todos los libros decían que debía ser.

El mundo de Sara se transformó en algo mágico cuando sus labios se encontraron. Entreabrió los labios bajo los de Suleiman, que la rodeó con las manos por la cintura para atraerla hacia sí. Cuando sus pechos presionaron contra el de él, oyó que gruñía y sintió la creciente tensión de su cuerpo cuando deslizó las manos hasta dejarlas apoyadas en sus nalgas.

–Oh, Suleiman –susurró contra su boca... y sus palabras debieron de romper el embrujo, porque de pronto Suleiman la apartó de su lado y la mantuvo a distancia.

Durante un largo momento se limitó a mirarla, con la respiración agitada y aspecto de haberse sentido afectado por algo muy profundo, algo que despertó una pequeña llama de esperanza en el corazón de Sara. Pero, de pronto, aquella expresión se transformó en otra de evidente autodesprecio.

–¿Es así como te comportas cuando estás en Inglaterra? –preguntó en un tono cargado de veneno–. ¿Eres capaz de ofrecerte como una prostituta estando prometida con el sultán? ¿Qué clase de mujer eres, Sara?

Aquella era una pregunta que Sara no podía responder porque no conocía la respuesta. No esperaba haber besado a Suleiman, y menos aún haber reaccionado como lo había hecho. No esperaba haber anhelado que la acariciara como nunca la habían acariciado y, sin embargo, Suleiman la estaba mirando como si hubiera hecho algo innombrable. Profundamente avergonzada, giró sobre sus talones y se alejó corriendo, con los ojos llenos de lágrimas.

El recuerdo se desvaneció y Sara se encontró de nuevo en el presente, contemplando los burlones ojos de Suleiman, que esperaba alguna clase de respuesta a su pregunta.

–No creo que el trabajo de un ejecutivo consista en trabajar de creativo en una agencia de publicidad.

–Eres «creativa» en muchos terrenos, especialmente en tu forma de elegir la ropa, reveladoramente occidental.

Sara fue intensamente consciente del vestido de punto que le llegaba hasta medio muslo, y las botas altas cuyo suave cuero se curvaba sobre sus rodillas.

–Me alegra que te guste –dijo displicentemente.

–No he dicho que me gustara. De hecho, la desapruebo, y seguro que el sultán pensaría lo mismo. Tu vestido es ridículamente corto, aunque supongo que eso es a propósito.

–Todas las mujeres usan faldas cortas por aquí, Suleiman. Es la moda.

–No he venido aquí a hablar de tu ropa, ni de tu forma de hacer ostentación de tu cuerpo ¡como la desvergonzada que ambos sabemos que eres!

–¿Ah, no? Entonces, ¿por qué estás aquí?

–Creo que ya conoces la respuesta a eso, pero ya que pareces tener problemas para cumplir con tus responsabilidades, tal vez convenga que te lo aclare para que no haya más dudas. No puedes seguir ignorando tu destino, porque ha llegado el momento de que se cumpla.

–¡No es mi destino!

–He venido para llevarte a Qurhah para que te cases –dijo Suleiman con frialdad–. Tienes que cumplir la promesa que hizo tu padre hace muchas lunas. Fuiste vendida al sultán y el sultán te quiere a su lado. Está empezando a impacientarse y quiere que se cumpla la alianza entre vuestros dos pueblos para que haya una paz duradera en la región.

Sara se quedó paralizada. Sintió que su frente se cubría de sudor frío y, por unos instantes, temió desmayarse. Había querido creer que la negra nube que pendía sobre su futuro se desvanecería si la ignoraba el tiempo suficiente, pero, al parecer, no había sido así.

–Supongo que no hablarás en serio –debía encontrar en su interior la fuerza necesaria para oponerse al ridículo régimen que compraba mujeres como si fueran simples objetos de deseo alineados en una estantería–. Pero, aunque estés hablando en serio, no pienso volver contigo, Suleiman. Ni hablar. Ahora vivo en Inglaterra y me considero ciudadana inglesa, con la libertad de elección que ello conlleva. Y nada de lo que puedas decir o hacer me impulsará a ir a Qurhah. No quiero casarme con el sultán y no pienso hacerlo. Y tú no puedes obligarme.