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Lenguas y devenires en pugna. En torno a la posmodernidad

 

Julio Hevia Garrido Lecca

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Colección Investigaciones

Lenguas y devenires en pugna. En torno a la posmodernidad

Primera edición digital, diciembre de 2016

©   Universidad de Lima

Fondo Editorial

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Diseño, edición y carátula: Fondo Editorial de la Universidad de Lima

Ilustración de carátula: Ruta principal y rutas secundarias. Paul Kee, 1929

Versión ebook 2016

Digitalizado y distribuido por Saxo.com Peru S.A.C.

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Lima - Perú

Se prohíbe la reproducción total o parcial de este libro sin permiso expreso del Fondo Editorial.

ISBN versión electrónica: 978-9972-45-369-4

A Pamelita, por su tiempo y cariño.

A Paulita y Gonzalo,

nuestra música de cada día

Índice

Prólogo

Introducción

Capítulo I Ciencia, discurso y estrategia

Capítulo II Vigilancia estatal y desprendimiento de significantes

Capítulo III Lengua mayor, usos menores

Capítulo IV Auge y caída de la personal(de)idad

Capítulo V Lenguas y devenires: La pugna entre adultos y adolescentes

1. Continuidad y ruptura: El reto de la enseñanza actual

2. Alejamiento y retorno: El caso del verbo computar

3. Una clínica ambulatoria: Sobre traumas, paranoias y alucinaciones

4. Positivando negativos: Locos, mostros y malditos

5. Metamorfosis y minimalismo: El caso de la requintada de madre

Capítulo VI Las preguntas del poder y el poder de las preguntas

Bibliografía

Prólogo

En La rebelión de las élites y la traición de la democracia, Christopher Lasch desarrolla una idea interesante, quizás original para los lectores europeos y norteamericanos, pero sobre todo sumamente familiar para quien conoce el funcionamiento de las élites latinoamericanas. La propuesta de Lasch invierte la lectura articulada en 1930 por Ortega y Gasset, a propósito de su texto La rebelión de las masas. Para Ortega y Gasset la crisis de la civilización occidental provenía de “la dominación política de las masas”, de allí que correspondiera a las propias élites asumir los más rigurosos patrones éticos y culturales sin cuyo concurso, juzgaba él, la civilización habría de tornarse imposible.

He aquí la inversión de Lasch: en nuestra época, la amenaza proviene de los que se instalan en la cima de la jerarquía social, de las elites que controlan el flujo internacional del dinero y de la información. El espíritu elitista del que habla Lasch no es sólo norteamericano, pues supone una irradiación de carácter transnacional que tanto expresa a la ideología neoliberal como a su más inmediata consecuencia, vale decir, una sociedad biclasista que gobierna al capitalismo contemporáneo. Este circuito constituye una nueva plutocracia mundial que, en términos estadísticos, da cuenta del veinte por ciento de privilegiados con el dinero, la salud y el par educación/información, respecto de una población residual, caracterizada por su lugar subalterno y las tendencias decadentes que le son corrrelativas.

Lo que nos viene a mostrar el texto de Julio Hevia Garrido Lecca es precisamente el sistema de pensamiento correspondiente a lo que denominaremos un nuevo real de las élites. Lo “real” es una noción producida dentro de un orden histórico determinado: en el plano colectivo, implementado por grupos e instituciones; en el plano individual, operado por mitos e ideologías, nutrido de valores y deseos. Y sus propios efectos: mecanismos perceptivos, estéticas, rutinas laborales, itinerarios, transporte, residencia, educación, tiempo libre –entendidos todos como realidades de la sociedad moderna– van a desprenderse, ellos mismos, de las tecnologías cognitivas y representacionales engendradas por el sistema dominante.

Nuevas tecnologías implican, por cierto, el redimensionamiento de la realidad. Es preciso señalar que dicho redimensionamiento no aniquila lo “real”, sino que lo altera y distorsiona en sus tradicionales modos de representación. En nuestro caso, por ejemplo, a propósito de la intervención tecnológica en las clásicas coordenadas de espacio y tiempo. Tales modos son solidarios de un mundo vital específico, de aquello que podríamos llamar “mundo perceptivo”, condición indispensable para el intercambio de influencias y la acción recíproca entre el hombre y el medio ambiente. Ese individuo, pues, percibe la realidad del mundo en la medida en que se adapte, interactivamente, a unos vínculos ecológicos, sensoriales e intelectuales.

El mérito principal del actual trabajo de Hevia consiste en exponer, de manera clara y erudita, las transformaciones en los vínculos intelectuales y sensoriales, cuya responsabilidad compete a la nueva ecología cognitiva de las élites. Resulta evidente que tales mutaciones vienen a favorecer la circulación de las ideas y los productos informativos, todo ello en beneficio de las nuevas configuraciones de las clases sociales.

A propósito del particular arreglo de su tematización, y sin adoptar un tono explícitamente político, el texto de Hevia entrevé el punto crucial de la nueva fractura social, que como bien muestra Baudrillard es el de la circulación: “La única circulación en esta sociedad es la de las élites y de las redes, la del dinero y de la información en tiempo real. Circulación abstracta, inaccesible para las mayorías”.

Detrás de las críticas de Hevia a la diseminación egotista de las posiciones del sujeto, se diseña una ética contraria a la moralidad tecnomercadológica que exalta la fuerza afirmativa de cada cual como fuente de una especie de derecho natural. Encontramos, pues, entre otros indicadores: la autoestima obtenida en terapias del ego, el esnobismo meritocrático, las posibilidades de acceso a la información high-tech, el tránsito por los nuevos códigos semióticos.

Tras las críticas levantadas, resulta inequívoco el intento de abonar el terreno para la articulación de una ética, ciertamente novedosa y además compatible con la realidad presente. Vale recordar a Platón en el Gorgias cuando pone en boca de Cálicles el elogio del atendimiento a los propios apetitos y a su incondicional satisfacción, aunque esto implique la opresión de los débiles a cargo de los fuertes. Pues bien, el texto de Julio Hevia Garrido Lecca deja traslucir su posición crítica contra el poder de una nueva orden tal vez excesivamente remota, e incluso abstracta, para la mayoría, pero muy concreta y real para las mencionadas élites.

Muniz Sodré
Río de Janeiro, febrero del 2000

Introducción

El presente trabajo abre una reflexión, transdisciplinar si se quiere, en torno a un conjunto de acontecimientos que se dejan caracterizar por la metamorfosis expresiva y la mutación de sentido. A fin de despejar equívocos, es preciso señalar que la referencia a la noción de acontecimiento supone la delimitación de un paraje, de un site événementiel (Badiou, 1988). En tal paraje, el acontecimiento se manifiesta como una singularidad, como un evento pleno de huellas. Sin embargo, tales huellas no suponen la intervención de subjetividades, ni deben remitirnos a compromisos individuales, sino a cuerpos en el sentido referido por Nietzsche y por el mismo Spinoza. Esos cuerpos son los terrenos donde una serie de fuerzas convergen; son los escenarios donde ciertas conjunciones tienen lugar; son, en buena cuenta, las sedes de manifestación de colisiones permanentes (Deleuze, 1994: 59-67; Deleuze y Parnet, 1980: 69-70). Por ello, toda lucha supone una fusión, ergo, una trascendencia de los cuerpos comprometidos en esa lid (Simmel, 1986: 798); una particular abstracción que liga afectos con efectos (Canetti, 1981: 10-11 y 312-15).

En consecuencia, más que individuos sustraídos, nos interesan las individuaciones a que tales acontecimientos dan lugar: la puesta en marcha de esas máquinas abstractas (Deleuze y Guattari, 1980: 103-6, 77, 57, 62, 70, 75-6, 170, 176, 180-2, 230). Por cierto, los planteamientos aquí esbozados no hubieran sido posibles sin una puesta en cuestión del filón orgánico y del peso estructural con que la denominada cultura fue inicialmente entendida. La revisión de tales conceptos, y la crítica a sus recortes etnocéntricos fundantes, ha producido variadas nociones de lo que hoy denominamos, en plural, culturas, subculturas o contraculturas. También ha sido preciso atenuar los puntos de vista antropocéntricos que tanto auxilio prestaron a las ciencias humanas y a las teorías sociales. Sin embargo, hoy lo sabemos, nunca fue tarea fácil combatir el peso colonizador que ciertas hermeneúticas ejercen, dada la legitimidad universal concedida a su mirada y la aristocrática coherencia de sus discursos. De allí nuestro interés en evitar, en el presente texto, a individuos y personas. Igualmente se dejarán de lado referentes como lo social o lo masivo, los mismos que a fuerza de usos y abusos devinieron lugares comunes y perdieron su alcance demostrativo (Baudrillard, 1978).

Para ser más concretos, diremos que nuestro interés responde al afán de iluminar la zona en que divergen los usos que un poder implementa, con las modalidades insospechadas de su puesta en marcha. Describir la tensión suscitada entre ciertos sentidos, indiscutiblemente sobrecodificados, y los desvíos concretos que, en su indecisión, muestran los sujetos. En tales eventos, qué duda cabe, se darán a conocer sectores particulares de un conjunto social, sectores que operan sus peculiares recursos en función de los requerimientos que el contexto dicte. Tal selección no habrá de impedir que los convencionalismos de estilo, según necesidades y posibilidades diversas, alcancen a recomponerse o revertirse. Dicho de otro modo, los usos podrán, pues, permanecer vigentes mientras los desvíos no los tornen caducos. En tal sentido, gran parte de la obra de Wittgenstein certifica hasta dónde la regla se encuentra, limitada de un lado y enriquecida del otro, a propósito de la variedad de aplicaciones y usos a los que ella da lugar (Wittgenstein, 1988: 47-49, 75-77, 105-7, 199-205, 245).

Concretemos entonces el espíritu que nos anima. Trátese de materias expresivas, gradualmente impuestas en el orden de la comunicación más genérica o de giros implementados en lo específico del ámbito verbal; de efectos de consenso diseminados a posteriori o de acuerdos recientes que han partido de una existencia marginal; de eventos perceptibles a escala planetaria y “globalizados” a título indiscutible, o de ocurrencias que reclamen radios más discretos y vigencias menos dilatadas, el propósito será siempre el mismo: ilustrar cuán sinuoso suele ser el umbral que separa, y vincula al separar, el equívoco actual con la virtud del mañana. O, si se quiere, cuán resbaladiza es la frontera que se traza entre los rigores exigidos por la moral de los pensamientos oficiales y las diarias desviaciones perpetradas en los feudos de la lengua o en las comarcas del lenguaje. De allí nuestro interés en demostrar, con Deleuze y Guattari, que las respuestas nómades no son ajenas a sus aparentes antípodas: los propósitos sedentarios (1988: 213-34, 384-91). En otros términos, queremos hacer explícita la ligazón, fáctica y etimológica, entre el verbo errar, con toda la ambigüedad y ceguera a él atribuidos, y el error como calificación explícitamente negativa, como juicio reafirmado mediante la fuerza inquisidora que lo instituido exhala.

Según Marzouk El-Ouriachi, el acontecimiento se define por la irrupción de nuevos significantes en un proceso. A ello habrá que añadir el carácter de fisura, de brote disfuncional, que un acontecimiento representa para la estabilidad del sistema (Arias Martínez, 1996: 18). En virtud de tales rasgos, y de su modo de operar, hemos juzgado pertinente evaluar la injerencia de una serie de acontecimientos en el diámetro que lo cotidiano delimita. No en vano se ha manifestado que la cotidianidad suele hacer las veces de inconsciente de la modernidad (Lefebvre, 1972: 148). Hoy por hoy sabemos, con Freud, que el inconsciente es ajeno a exclusiones, que allí las jerarquías pierden lugar y que, en consecuencia, todo tercero es y será bienvenido. En el inconsciente, entonces, y a la manera del discurrir coloquial, el llamado proceso primario provee las condiciones para una coexistencia plena de desacuerdos y disonancias (Freud, 1973; Tomo II, XCI: 2072-73).

Así, se examinarán, entre aportes anónimos y asimilaciones anómalas, los exabruptos nuestros de cada día: cantera de “lapsus” sin autores exclusivos cuyo agenciamiento colectivo (Deleuze y Parnet, 1988: 33, 61, 162-3; Deleuze y Guattari, 1988: 27, 94-5, 89-90, 400-3) parece espantar tanto los intimismos psicocríticos como las matrices socioculturales. Dichas reticencias responden al hecho de verse contrariada la estabilidad de las significaciones y, sobre la marcha, de las subjetividades que le otorgan consistencia; así planteado el asunto, los sujetos del enunciado y los de la enunciación van a perder su valor analítico imperial, su lugar inamovible. Dichos cuestionamientos no son, según se ve, poca cosa para una tradición logocéntrica.

Debe notarse, a propósito de la disolución de unas siempre caras subjetvidades, que incluso la misma noción de individualidad no es –ni tendría por qué ser– patrimonio exclusivo del diámetro personal, de ahí que la veamos reaparecer, quizá engañosamente ataviada, en toda designación que el orden social articula (Simmel, 1986: 741-808). Así, más allá de las atribuciones que en su aparente aislamiento recibe el sujeto, habrá que pasar por la diferenciación que compañeros, parejas o díadas merecen (Laing, Phillipson y Russell Lee, 1973: 19-32; Joseph, 1988: 54-56) hasta llegar, en el otro extremo, a la denominación de los colectivos institucionales más explícitos (Lourau, 1975: 25-71). Obviamente, en tales alineamientos se incluyen, además de los grandes órganos del poder (familia, escuela, trabajo, Iglesia, Estado) identidades grupales de prestigio menor (niñez, adolescencia, feminidad, grupos étnicos diversos) y todas las expresiones que éstas y aquéllas perfilan. A tal convocatoria asisten también, y a título de individualidades plenamente reconocibles, aquellas comunidades siempre “desprestigiadas” por el cautiverio real y simbólico que soportan (demencia, encarcelamiento, exilio) y, como es típico, las que son puestas en cuestión por la transitoriedad de su impacto (cuadros técnicos, grupos artísticos, modas en general).

Por ello, más que un fenómeno, la individualidad es un valor o, mejor aún, constituye la sede de un conjunto de valores apreciados en grado sumo. Valencias como la dignidad, la entereza, la autonomía o la coherencia serán, según los casos, atribuidas idealmente o impugnadas amargamente al fenómeno que se quiere particularizar. La búsqueda de tales valores, o el reclamo de tales valencias, hacen parte de su invocación universal, ratifican su condición de imprescindibles. Entre los grandes marcos de referencia y principales cotos semánticos de la mencionada individualidad se distingue, por ejemplo, la vertiente religiosa, la política y la económica (Dumont, 1987). Tales perspectivas que suelen coagular o petrificar algunos principios, constituirán, en consecuencia, una sensibilidad pública, un imaginario fuertemente ideologizado, un unitarismo indiscutible: gesto etnocentrista pues, que se autoriza a sí mismo. Y sin embargo, no lo olvidemos, tal operación suele estar franqueada por un gesto humanista, o para decirlo con Nietzsche, por una actitud demasiado humana (Nietzsche, 1993). Contra esos dogmas inerciales, y las cegueras que su sobrecodificación implica, contra esos gruesos pilares que son los psicologismos y sociologismos más diseminados, es que el presente trabajo se despliega.

En principio esbozaremos el peso y la autoridad que el denominado discurso científico ha establecido, y la intensidad con que su influjo se reproduce en el ámbito de las ciencias humanas. Así, por ejemplo, el impulso experimentalista que el proyecto de Bentham supuso, vía el panoptismo, desde finales del siglo XVIII; de otro lado, el alcance y las limitaciones que las concepciones macrosociológicas han impreso durante los dos primeros tercios de la centuria anterior; además, por cierto, de los rigores formales que la oleada estructuralista, a través del lujo atomístico de sus desmontajes, consiguió desplegar. Sin pretender ser exhaustivos, éstos serán temas sobre los que se insistirá en diferentes pasajes del presente texto.

De uno y otro modo, los ítemes anteriores tendrán carácter de preámbulo, dado que su mención permitirá el abordaje de lo que en la terminología posmoderna se conoce como la caída de los grandes relatos (Lyotard, 1989: 73-78). Así, pues, el impacto que abre la posmodernidad ha supuesto un disloque de la profundidad a interpretar, en favor quizás de las superficies de la descripción; ha gestado un tránsito de una estructura, más o menos estable, a la variabilidad de los acontecimientos; ha facilitado cierta involución hacia las complejidades de lo real, en obligado desmedro del discurso y su prestigio simbólico; en fin, la posmodernidad traduce el relevo de la visión telescópica a cargo de todo un espectro de miradas microscópicas. Tales aterrizajes, con frecuencia súbitos, forzados por descalabros coyunturales e insospechadas erosiones históricas, han hecho posible la recuperación de concepciones filosóficas fuertemente polémicas. De ese modo, obras como las de Nietzsche, Hume, Wittgenstein, Peirce y Bergson han pasado a constituirse en baluartes de nuevas propuestas, o en agentes emblemáticos de descubrimientos alternativos.

Hemos de constatar, en función de lo anterior, que las grandes explicaciones se tornan cada vez más discutibles, mientras que la observación del aquí y ahora adquiere otra relevancia; entre tanto, y a título paralelo, un saber asépticamente distante sufre la impronta del hacer más próximo. Nada gratuito va a resultar, entonces, que la pragmática de Austin, la microsociología de Tarde o el interaccionismo de Goffman sean rescatados de un modo enfático, ya por el lado de los actos del habla, ya por el de los convencionalismos de todos los días, ya por el de las estrategias decisorias a pequeña escala. En tal sentido, las psicologías y las sociologías contemporáneas tienden a auxiliarse, no con poca frecuencia, en recursos etnográficos, con la finalidad de emplazar o acompañar los más leves movimientos; con el propósito de esclarecer los propios cambios de velocidad que las micropercepciones deslizan (Deleuze y Guattari, 1988: 58, 231, 282-7); en fin, para concretar acercamientos diferentes al conjunto de rituales y rutinas que los regímenes de la cotidianidad solicitan (López Petit, 1996: 192).

Tal cual se percibe, la propuesta en la que principalmente nos apoyamos es aquella que Deleuze y Guattari articulan, a la que habrá de añadirse una serie de reflexiones tomadas de la obra de Foucault. Así, pues, en medio del caos que deprime o sofoca a la mayoría de especialistas contemporáneos, tales estudiosos proporcionan una serie de claves, cuya amplitud y plasticidad permite confrontar el panorama actual de modo distinto, más flexible, menos deudor. Por ejemplo, en el texto Mil mesetas se habla del devenir mayor como equivalente del conjunto de códigos, relaciones y posiciones que los poderes imponen. Paralelamente, Deleuze y Guattari ilustran el modo en que los devenires menores quiebran, en términos constantes, el orden referido (1988: 291-3). Tales devenires minoritarios, sin embargo, se arriesgan a desaparecer en los llamados agujeros negros: suerte de casilleros o de trampas encubiertas hacia los que el devenir mayor habrá de atraerlos (ibídem, 179-94).

Para decirlo más puntualmente, una sociedad disciplinar sólo aplicará la llamada selección binaria para completarla y consumarla por la vía de una atribución diferencial; sólo efectuará marcaciones opositivas a fin de distribuir asignaciones coercitivas (Foucault, 1976: 203). Planteado en otros términos, una sociedad disciplinaria no se limitará a imponer, a secas, binarismos del tipo normal/anormal, masculino/femenino, blanco/negro, si bien es verdad que a través de tal operación configura un primer ordenamiento que aquieta y separa a los protagonistas. Lo sustancial es que ese efecto inicial permitirá, en segunda instancia, reacomodar las piezas, sopesar los recursos y estratificar los alcances. Allí es que se hace explícita una política que protege a los normales de los anormales; que eleva lo masculino por encima de lo femenino; que reserva para el blanco lo que le niega al negro. En pocas palabras, se trata de separar para jerarquizar; de polarizar para diferenciar. A la separación de tipo horizontal que ambas partes han de sufrir (selección binaria), le sucede la separación, más vertical, que impone uno de los polos sobre el restante (atribución diferencial).

Nos topamos, de un lado, con el sedentarismo, y, del otro, con los nomadismos; con las instancias normativas que el primero impugna, y las potencias con que los segundos desordenan el panorama (Deleuze y Guattari, 1988: 240-315, 359-431, 433-82). Asimismo, se confronta la territorialización con que se imponen, codifican, e incluso sobrecodifican, las disciplinas y los rendimientos; todo ello en inagotable pugna con las siempre insospechadas desterritorializaciones (Deleuze y Guattari, 1973: 145-247; 1988: 49, 60-3, 66-7, 291, 386, 391-29). Fuesen opciones abiertamente contestatarias o réplicas subrepticias, éstas desterritorializaciones deberán entenderse siempre como líneas-de-fuga (1988: 45, 61-2, 190-1, 220, 225-7). Las fugas, en este caso, no responden a la fenomenología del pavor o del miedo, ni coinciden con el orden de una huida que tiende a olvidarlo todo. Pertinente es recordar que el pánico y el desmayo, según comenta Sartre, suelen ser formas de no estar, formas pasivas de desaparecer del caos (Sartre, 1973: 90-92).

Por el contrario, las líneas-de-fuga operan por desterritorialización, atrayendo a los segmentos duros del poder, y proveyéndose de armas que contrarresten los afanes reterritorializantes de éste. Para decirlo de otro modo, se trata de flujos que desbordan las redes institucionales (Deleuze y Guattari, 1973: 154-60; 1980: 38, 45-60, 81, 101-3, 155, 161-3, 229-30; 1988: 206-9 223-5 483-509). Se sabe que estas redes deben, por principio, impedir el descontrol de la marea, luchar contra ella, tornarla controlable. He allí la neutralización visible de los extremos y el rescate de la media: suerte de norma estadística que tanto valor tuviera en las sociologías principistas (Durkheim, 1982: 77-99). Decía, pues, Durkheim que las manifestaciones retrógradas y los impulsos progresistas, en la medida en que no pudieran ser contenidos por el equilibrio institucional, habrían de ser sistemáticamente soslayados. Ante tales corolarios uno podría preguntarse si se trata de reflexiones sobre el poder o, más concretamente, del poder que se ejerce sobre dichas reflexiones (Foucault, 1991: 83-87).

En el terreno lingüístico, ese tipo de fricciones irán a actualizar la lucha, a veces silenciosa, a veces estentórea, que con frecuencia animan una lenguamayor, actuando a título oficial; y los llamados usos menores que de la anterior se efectúan (Deleuze y Guattari, 1988: 81-116). A partir, pues, de los términos apuntados (y otros que se irán consignando durante el desarrollo de la exploración) se efectuará un desmontaje descriptivo-analítico de un conjunto de indicadores que lo cotidiano acompasa; se abordarán una serie de evidencias extraídas del ámbito coloquial y/o de las escenificaciones que lo urbano despliega. Dado que, en su acontecer, tales marcas oscilan entre unas y otras generaciones, se les percibe como “degeneraciones”. Y es que entre su expresión continua y el gesto que pretende aprehenderlas, se confrontan y divorcian las semiosis más sofisticadamente elitistas, y las expresiones coloquiales a las que el “vulgo” da lugar.

No habrá, entonces, más conclusión que la que nos invite a recuperar el valor del ejercicio llevado a cabo por las fuerzas menores. Estas últimas no serán definidas así por su débil protagonismo, su insignificancia estadística o la trivialidad de su competencia. Lo que aquí se rescata de las fuerzas menores es el lugar que ocupan respecto a las relaciones de poder; los tiempos y espacios en que se instalan; el carácter, frecuentemente episódico, de sus manifestaciones y productos. Vale decir, es en la naturaleza de sus agenciamientos colectivos y de sus líneas más flexibles, que las fuerzas o los devenires menores alcanzan a traslucirse (Deleuze y Guattari, 1988: 253-4, 274, 291-3). Todo ello supone, claro está, tomar en cuenta los imperativos o líneas duras que las autoridades segregan (ibídem, 213-34).

¿Para qué estudiar, pues, los viejos terrenos del poder y explorar los territorios, harto trillados, de la lengua? Para percibir mejor las desterritorializaciones de las lenguas. En el camino nos encontraremos, claro está, con el valor mítico y el peso universal que la lengua, en tanto órgano de poder, reviste. De ese modo también podremos despejar la búsqueda, orientándonos hacia un conjunto de evidencias e indicadores que nos remitan a la productividad de las lenguas; a la necesidad de “hacer foco” en sus variaciones. A confrontarnos con lo que Labov llamó variación continua. Una vez más con Deleuze y Guattari, se tratará de rescatar la glosolalia de una realidad lingüística y, en consecuencia, las rupturas de código que entre sus planos se establecen (1988: 89-90).

CAPÍTULO I

Ciencia, discurso y estrategia

Con Galileo y Descartes, se nos dice, el empeño científico adquiere históricamente las características que hasta el día de hoy lo perfila y define (Koestler II, 1987; André, 1987). En buena cuenta se tratará de constituir universos cerrados, hacer depender el sentido de la estabilidad y recurrencia de ciertos principios, acceder a las leyes que habitan en lo más profundo de los fenómenos. Es por ello que los racionalismos eternamente renovados por metafísicas y tecnologías diversas, han aspirado, por lo regular, a detectar lo unitario en medio de la diversidad; a recoger singularidades purificadas y abstracciones armónicas entre un real difuso y tendiente a lo múltiple; a combatir el caos de las apariencias gracias al certero e inefable recurso de las esencias. Cristalizar tales aspiraciones no es poca cosa, máxime si se recuerda hasta qué grado el culto a dichos valores va a suponer un reconocimiento y merecer un poder, recompensas distribuidas por la sola pertenencia a todo espacio que se consagre a la búsqueda, entiéndase oficial, de una “verdad”. Suerte de realización sustancial de los anhelos científicos más puros, ciertas disciplinas últimamente llamadas ciencias “duras”, tales como las matemáticas, la física o la astronomía, renuevan sus propósitos formalistas. Para ello han de abocarse al perfeccionamiento de su operatividad instrumental y a la convalidación de los rigores hipotético-deductivos de estilo. El éxito de tal empresa parece depender de una cierta obediencia, de un cierto ajuste táctico, a las premisas axiomáticas; y del exacto acatamiento, implícitamente disciplinar, a las consignas que un saber técnico establece.

En el ámbito de las denominadas ciencias naturales, entre las que deben destacarse la física, la biología y la anatomía, los recursos experimentales alcanzaron especial preeminencia. Haciendo eco de las ideas de Bacon y de Bernard, se yergue el espacio de control por excelencia: el laboratorio. No sería difícil reconstruir, por cierto, una línea dura, un segmento rígido que detectase las conexiones entre una ideología experimentalista y el prestigio infraestructural que los “laboratorios” proveen. Alianza de la que han surgido productos del más diverso tipo: los lavados cerebrales y las explosiones nucleares; la aceleración de partículas y la gestación de clones; la realidad virtual y las virtudes de lo real; las exploraciones bacteriales y las fugas virales; en fin, los sistemáticos y permanentes registros de “n” sensibilidades perceptuales.

Lo indiscutible es que con la propagación de los experimentos una serie de exigencias, más o menos específicas, se han impuesto. Entre ellas alcanza brillo propio el aislamiento y el manejo de las variables cuyo fin, como se sabe, es hacer prevalecer las llamadas constantes. Paradójicamente tales variables deberán ser privadas de la variabilidad que muestran en sus campos de acción originarios. De hecho, múltiples aparatos de observación, comparación y registro contribuyen al tecnicismo de dichas atmósferas. Destacan, asimismo, en el terreno de la validez y la confiabilidad de los resultados, las indispensables repeticiones de las sesiones de trabajo y, a posteriori, los prolijos contrastes a los que los datos recogidos han de someterse. Recuérdese aquí el particular énfasis que en la obra de un autor moderno como Popper recibe la noción de falsabilidad, suerte de dispositivo instrumental, cuando no de criterio analítico, para descartar las hipótesis nocientíficas (Kreuzer, 1992).

Recuérdese también las reflexiones, efectuadas por Bourdieu, respecto del carácter autovalidante o tautológico que permite a esa entidad laboratorista-experimental de la que hablamos, legitimar sus hallazgos e imponer la orientación de sus lecturas (Bourdieu y Passeron, 1989). ¿Sería inocente interrogarse hoy, después de tanto marxismo y antropología, de tanta fenomenología y estética, de tanta semiótica y psicoanálisis, de tantas teorías del discurso y filosofías del lenguaje, sobre la supuesta conciencia del sujeto experimentador? Lo cierto es que el especialista de laboratorio no es más que otro objeto, experimentado por la propia experimentación; variable de un diseño operado a otra escala; conductor/conducido de una nave que enlaza, bajos órdenes estrictas, puntos de partida con zonas de destino.

Se ha señalado que la aparición sucesiva de las denominadas ciencias humanas y de las ciencias sociales generará progresivas modificaciones en el manejo del paradigma que liga al observador con su observación, al vigía con el radio de su vigilancia (Ibáñez, 1986: 70-71). Resulta indiscutible que la misma naturaleza de los nuevos objetos de estudio –trátese de sistemas culturales o aprendizajes sociales, percepciones o comportamientos habituales, lenguas o discursos– ha de reclamar ajustes en los planteamientos convencionales, cuando no la introducción de métodos y técnicas ad hoc. En todo caso, y más allá de las legitimaciones conceptuales o de la plasticidad humanista, el sujeto real será tratado –desde finales del siglo XVIII– no como protagonista de la comunicación sino como fuente de información (Foucault, 1976: 204). Se evidencia aquí la ley panóptica que conecta poder y saber en un inextricable circuito, suerte de espiral retroalimentante cuyo insospechado alcance aún no terminamos de visualizar.

La sociología, por ejemplo, se fue inclinando hacia un perfil positivista (Marchán Fiz, 1982: 238-260) y hacia lo que hoy se cataloga como estudios macrosociales; la psicología, presionada por diversas exigencias, procuró la cientificidad reclamada, sesgándose obsesivamente hacia los regímenes psicométricos y, cómo no, hacia una praxis terapéutica no pocas veces tildada de reformista y conciliatoria (Deleule, 1972: 45-54, 65-9 74-6, 99-104, 136-151). Paradójicamente la visión conductista, preferentemente catalogada como conservadora, y el materialismo histórico, poco sospechoso de oponerse a los grandes virajes de la historia, coincidieron en el relegamiento del aquí y ahora que la cotidianidad acompasa. De un lado, se erigía el minimalismo psicometrista impuesto por las investigaciones enmarcadas en el laboratorio; y del otro, la hermeneútica de los grandes modos de producción y de los ciclos históricos que, a escala mayor, una dialéctica marxista impuso. De un lado, el reino del reflejo y el condicionamiento, las microcadenas de estímulosrespuestas, la sucesión de castigos y recompensas, los reforzadores positivos y negativos; del otro, el capital y la fuerza de trabajo, la alienación y el fetichismo, la explotación y la plusvalía.

Tal correspondencia se basó entonces en una especie de circularidad entre los matices ideológicos, con que las relaciones de producción alienan a los sujetos y fetichizan a los objetos (he ahí, diseminada, una cierta retórica marxista); y las modalidades inevitablemente automáticas con que tales designios son regulados vía el par gratificación/punición (pilar indiscutible de la tecnología conductual). Así, pues, a fin de aliviar los males del sujeto y atender los apremios del sistema, los “ingenieros del comportamiento” levantaron técnicas como las denominadas aproximaciones sucesivas, las que conducen, ni más ni menos, a una suerte de desensibilización sistemática del organismo ante el problema, una inhibición del sujeto ante el conflicto, un desconocimiento presente de lo pasado, y a una ignorancia de cada cual ante todo otro.

Debe enfatizarse, sin embargo, que la coincidencia entre psicologismos y sociologismos se plasmó por móviles claramente diferenciados. Así, pues, mientras la psicología de laboratorio se eximía de las esferas internas del sujeto, dada la imposibilidad de administrar mediciones y prever modificaciones (Chomsky, 1975), los arrestos sociológicos de un Marx o un Durkheim, elevados a la altura de los modos de producción o de las grandes convocatorias institucionales, dejaban necesariamente de lado el diario devenir que las historias menores entretejen al ras del piso. No es casual que hacia ese anecdotario de pequeños dramas, venganzas anónimas y sueños sombríos se incline, en la actualidad, un cierto cine de vanguardia. Efecto detectado por Deleuze cuando sostiene que la pantalla cinematográfica, saturada de ser el sacrosanto relevo del mundo, de ser el marco clásico que prolongaba las artes pictórico-figurativas, pasa a convertirse en el tablero de las permutaciones virtuales (Deleuze, 1990: 67-81, 97-112). O cuando el llamado filósofo de la imagen revela que, en el plano de las atmósferas, la ciudad deviene calle; los rascacielos, tugurios; y el héroe, antihéroe (Deleuze, 1984: 286-299).

Uno de los profetas de la maldad contemporánea es, a no dudarlo, Stanley Kubrick. Recuérdese, a título de indicador, el tono paródico y desengañado con que, en una cinta como La naranja mecánica (1971), revisa falsas armonías hogareñas y necias ortodoxias penitenciarias. Destaca el cuestionamiento radical que los propios protagonistas actualizan de las tristemente célebres terapias de “rehabilitación”, definidas estas últimas como quehaceres cuya rimbombante propagación no consigue ocultar la esterilidad de su real alcance. Con La naranja mecánica, la psiquiatrización del orden urbano y el automatismo displicente de las colectividades reflotan en medio de un futuro, si no sombrío, al menos enigmático. Entretanto los ofidios de una moralidad inquebrantable seguirán administrando dosis cada vez más fuertes de su propio veneno. Saltando a la escena actual asistimos hoy, en el plano televisivo, al auge que los talk-shows han alcanzado. Se trata de formatos que facilitan la intersección de un hiperrealismo amarillo con el impacto de los testimonios autobiográficos (Arfuch, 1995: 82-87).

Acaso la década del sesenta marcó el apogeo de una matriz metodológica, cuyo énfasis y propósitos impregnaron en términos prevalentes lo tratado en materia de códigos, textos y significaciones. Con Saussure y Jakobson, Benveniste y Lévi-Strauss, Greimas y Barthes nació, creció y maduró el estructuralismo (para muchos, sin embargo, debe hablarse de “estructuralismos”, dada la autonomía, riqueza y talento de sus más preeminentes cultores). Tal propuesta fue acusada de apolítica, dada la asepsia que su labor analítica exigía; e incluso de hiperformalista, por la predominancia de estratos categoriales, unidades opositivas y un metalenguaje ad hoc en los desmontajes operados. Aquellos que muy fácilmente pretendieron reducir el estructuralismo a la pura moda, solían olvidar en su énfasis sarcástico, que no hay fenómeno social que consiga escapar a los vedetismos y decadencias de turno y que, a la manera de los seres biológicos, los valores culturales no pueden liberarse de la forzosa sucesión dada entre el protagonismo de actualidad y el olvido que los turnos exigen.

Plenamente instalados en el ámbito de la investigación etnográfica (Godelier, 1974 y 1975) o interesados en una sociología de la literatura (Golmann, 1967), autores marcadamente heterogéneos intentaron demostrar, en sus obras respectivas, que no existe una exclusión necesaria entre un marxismo cuyo materialismo histórico parecía ajeno a las complejidades lingüísticas, o a las que sólo daba lugar en el dominio de las superestructuras; y un estructuralismo casi siempre tipificado como un metalenguaje sin historia y que, dada su hermética autosuficiencia, habría de limitar las demandas coyunturales al cruce de diacronías y sincronías. Tales empresas, tempranamente transdisciplinarias si se quiere, no hacían más que certificar el espíritu con que un Althusser intitulara a su texto capital sobre el marxismo Para leer El capital (Althusser y Balibar, 1970). De otro lado, figuras claves de la escena intelectual francesa como Lacan y Foucault mantuvieron un diálogo fructífero con el estructuralismo y más allá de las resistencias que ambos levantaron ante la “amenaza” de ser tildados de estructuralistas e incluso de las críticas que supieron esgrimir, se puede certificar –en negativo, por así decirlo– el influjo que tales métodos tuvieron sobre sus respectivas posturas.

Lo cierto es que, a juzgar por lo acontecido en las últimas décadas, el sueño semiológico de Saussure ha sido concretado, en gran medida, por una semiótica de corte estructural que supo nutrirse de la enseñanza propuesta por la gramática generativa de Chomsky (Quesada, 1992). Tal vez esa semiótica fue la respuesta más acabada que las ciencias del discurso podían ofrecer ante los frecuentes ideologemas de las disciplinas sociales (Kristeva, 1981). Es posible que así se expliquen también las denuncias planteadas respecto de la excesiva distancia que, ante los efectos sociales, ha marcado una lingüística dominante (Labov, 1983: 235-243). Política a la que no ha contribuido poco la implícita predilección, jerárquicamente sancionada, que recibe la lengua sobre el habla, en Saussure, y que correlativamente supone, en Chomsky, la focalización de la competencia en detrimento de la performance. De ahí que tanto el habla como la performance hayan sido, según el hábito consuetudinario de muchos lingüistas, paradigmáticamente trasladadas al claustro del gabinete e idealmente descontextualizadas por un enciclopedismo bibliotecario (ibídem, 238).

Ese relegamiento de usos, estilos y tendencias que el habla y la palabra suponen, fue confirmado por el modo con que algunos lingüistas, aparentemente interesados en las consideraciones sociales, han procurado, no sin cierta ingenuidad, imaginar “experimentos” que conectaran a hipotéticos usuarios de una lengua. Labov informa que, además de los ya clásicos relatos sobre náufragos, del tipo Robinson Crusoe, han prevalecido, entre otros artificios, pretendidas reconstrucciones de diálogos materno/paterno/filiales. En estos últimos el paso de la emisión (adulta) a la recepción (infantil), y su respectiva inversión, eran graficadas con especial rigidez, acentuando románticamente las distancias entre uno y otro agente. He ahí el indubitable carácter introspectivo que, de uno u otro modo, ha afectado la concepción, mítica a veces, agorafóbica en otras circunstancias, que los lingüistas han insistido en trazar respecto de las identidades grupales; a la cultura de los pares; a los saltos generacionales, y a otros acontecimientos que perfilan la comunicación cara-a-cara. No es gratuita, en ese plano, la familiaridad de las conexiones entre la lingüística y la psicología (ibídem, 333-4). El psicologismo, pues, también ejerce sus yugos entre los investigadores más rigurosos, confirmando, en este caso, que el trabajo de abstracción no alcanza sólo a la distancia “neutra” con que ciertos instrumentos se aplican e instalan respecto del fenómeno, sino que correlativamente perfila y protege la indivisible individualidad del especialista ante la pluralidad de los factores entrecruzados en el acontecimiento.

Están también, por cierto, las batallas libradas por Lacan quien supo salvaguardar al psicoanálisis freudiano tanto de la farmacopea psiquiatrizante como de una (in)voluntaria esterilización psicologista, aferrada a pedagogías de reajuste normativo y utilitarismos vocacionales, laboralmente orientados. Las exigencias del mercado se encontraban, y se encuentran, fuertemente preocupadas por performances y rendimientos de cuño productivista. Sin embargo, dada la densidad epistémica y el hermetismo con que fue levantada la obra de Lacan (Fages, 1973; Juranville, 1987) sus denuncias y propuestas fueron mayormente ignoradas.

Considerando su alcance y plena actualidad es preciso no confundir acá los terrenos de la semiótica y el psicoanálisis franceses, es indispensable no entremezclar el corpus textual de una con la intersubjetividad simbólica de la otra. Bastaría recordar hasta qué punto la categoría de sujeto es trabajada a título autónomo y diferencial, en cada una de esas perspectivas. El propio significante, célebre entidad saussureana, se conecta en el caso de la semiótica con programas, recorridos y modalidades, respetando además su conexión con otros tantos significados y, en planos más profundos, con semas nucleares; mientras que en el psicoanálisis el significante, en cambio, va a ser pretexto para comprometerlo con los fundidos-encadenados que las condensaciones y los desplazamientos estarán permanentemente figurando: es aquí, incluso, que se da pie a la conexión con el despliegue retórico de las metáforas y metonimias que, como se sabe, fue adelantada desde la lingüística por Jakobson. Así, pues, la primacía de los significantes de cuño lacaniano se apoyaba en la consideración de que el funcionamiento de estos últimos implicaba un entredicho, un efecto de fuga, velado y efímero, entre cuyos meandros había que atisbar más que significados, sentidos. Aunque en otro sentido, la propia semiótica nos habla, por ejemplo, de efectos de sentido.

Lo cierto es que, por ser deudores de un auténtico redimensionamiento de lo real del discurso e incluso de los discursos sobre lo real, semiótica y psicoanálisis emergen, el primero como gran decodificador de la cultura, traductor intertextual de signos y rótulos, sueño translingüístico possaussureano; y el segundo como recuperador de la palabra y marco interpretativo de sus contorsiones y extorsiones, haciendo foco ahí donde el discurso del sujeto, o el sujeto del discurso, revela, entre erotanatismos y sadomaquismos, entre latencias y manifestaciones, entre tiempos cronológicos y tiempos lógicos, toda la esquizia que lo habita.

CAPÍTULO II

Vigilancia estatal y desprendimiento de significantes

Hasta el aura del siglo XX, la concepción del mundo seguía reposando en dos pilares fundamentales: la perspectiva euclidiana y la estructura tonal (Lefebvre, 1972: 143-44). Tales nociones habrían proporcionado verdaderos sistemas de representación cuyo panorámico alcance se constata a propósito de la diversidad de planos por ellos comprendidos. De ese modo, la visión euclidiana no sólo garantizaba la comprensión de las artes figurativas más elevadas sino que además constituía el límite inteligible para la lectura e interpretación de los garabatos infantiles. Complementariamente, la estructura tonal sumía toda creación y ejecución musical en los niveles correspondientes, de tal manera que la degustación elitista o el consumo popular proporcionaban indicadores para diferenciar cada producto e inscribirlo en el casillero correspondiente. Cualquiera fuese, entonces, la naturaleza de los eventos en cuestión, y gracias al alto nivel de correspondencia entre significantes y significados, los códigos imperantes podían garantizar, en el mismo movimiento, la continuidad del referente y la permanencia del sentido.

Sin embargo, ante el subrepticio espacio conquistado por la teoría de la relatividad, el suceder histórico dará paso a la incontenible variedad de los avances tecnológicos. Aquí sólo compete señalar a qué grado los llamados medios masivos, y la cultura que destilan, se configuran como el reflejo más claro de una modernidad en perpetuo desborde. Dimensión conflictiva que, con inigualable claridad, Heidegger avizoró (Heidegger, 1968) cuando advertía a la humanidad del insospechado poder que sobre el destino del hombre habría de adquirir la técnica como tal. Otras búsquedas, centradas en el terreno de la filosofía, la ciencia y el arte contribuyeron a cristalizar ciertas rupturas en las configuraciones perceptuales, en las dimensiones imaginarias y consecuentemente, en las jerarquías valorativas ancladas a título secular.

En consecuencia, tiempo y espacio como entidades per se, otrora dueños de ontologías y metafísicas que norteaban el destino de Occidente, debían recomponerse entre tantos tiempos y espacios como lo exigía la multiplicación de los nuevos descubrimientos, y la diseminación de sus nuevas prácticas. Imágenes visuales y auditivas comenzaron a alcanzar protagonismos imprevistos en los intercambios comunicativos, transitando, en ese proceso, desde el paralelo enriquecedor hasta la concreción de novedosas e imprevisibles fusiones. Así, pues, la fantasmática del audio ya no tenderá, como antiguamente, a una visualización que la represente, o a una figuratividad que la releve, pues inversamente la propia visualidad de la narración irá a procurar, en términos constantes, cercos acústicos que le faciliten un territorio, u oleadas rítmico-melódicas que soporten la dinámica a escenificar. Más que imperio visoauditivo, estaríamos certificando una dominancia audiovisual.

Lo cierto es que con la cultura masmediática, las dimensiones percibidas van a sujetarse a otros ejes, pues en vez de que la pantalla imite al mundo se constata cuánto el mundo se mira en la pantalla. Probablemente esa infraestructura permitió anunciar el modo en que la televisión, luego de ser simulacro, reflejo o mero apoyo de lo real, amenazaba con pasar a constituirse en paradigma de la experiencia, orientador de la opinión, instrumento de captura de la “verdad” (Colombo, 1977). Ello justificaría hablar de un abandono de lo real y un correlativo apego a los efectos de la realidad (Sodré, 1983: 65; 1989: 132). O, en términos más amplios, describir la creación contemporánea de un porno-estéreo que habrá de añadirse a lo real (Baudrillard, 1981: 33-9).

En consecuencia, la realidad actúa en función de la televisión e incluso procura parecerse a ella, en el mismo sentido que las calles romanas terminaron imitando a su correlato fílmico, ése que fuera concebido para el filme La dolce vita (1960). No poca es la sorpresa, e incluso el desconsuelo, que tal efecto duplicador suscita en su genial realizador (Fellini, 1978: 85-98). Según sugieren Bazin y Rohmer habría un efecto, circular si se quiere, aunque de alcance catastrófico, entre un Hitler patéticamente chaplinesco conmocionando al mundo, y el Charles Chaplin lúdicamente hitleriano de El gran dictador (1940) (Deleuze, 1984: 241-43). A la rigidez del bigote, la nerviosa movilidad, y la pequeña estatura, habría que añadir el insustituible impacto de los despliegues gestuales que caracterizara a tan disímiles personajes. Syberberg ha llegado incluso a señalar que el poder alcanzado por el xenofóbico Hitler no puede únicamente explicarse por la emergencia de una serie de valores autoritarios y chauvinismos requeridos de expiaciones objetivables, sino fundamentalmente por sus dones de “cineasta” o, si se quiere, de escenificador ceremonial (ídem, 350, 356-9).

Así, pues, el trabajo de Leni Riefenstal, principal documentalista de Hitler, se vio facilitado por los rigores simétricos-euclidianos con que éste último imaginaba primero, y contribuía a escenificar después, planos, ángulos y secuencias de sus marchas y desfiles (Gubern, 1989: 83-110). Éstos eran los faustos monumentales y arquitecturales, sobre los que se asentaba el impacto y la vigencia nazistas. En un texto soslayado últimamente, Reich demuestra precisamente que una buena dosis del valor propagandístico que la política nazi puso en juego, reposaba sobre una imaginería encargada de embragar hasta el cansancio el par madre-patria, a través de la noción de reproduccióncromatismoariapureza