Cubierta

Colección La Otra psiquiatría

Dirigida por José María Álvarez y Fernando Colina

ESTUDIOS
DE PSICOLOGÍA PATOLÓGICA

José María Álvarez

Prólogo de Fernando Colina

Colección La Otra psiquiatría

Para F. Colina, mi maestro

Índice

  1. Prólogo - La misión del psicopatólogo
  2. Palabras previas
  3. I - Neurosis: historia, psicopatología y clínica
    1. Historia y conceptos
    2. La defensa
    3. El deseo y la pregunta neurótica
    4. La histeria
    5. La neurosis obsesiva
    6. Los modelos de conocimiento del pathos
  4. II - Elogio de la histeria
    1. Audacia
    2. Desplazamientos
    3. Desafíos
    4. El cuerpo
    5. Insatisfacción
  5. III - Histeria y depresión. Confluencias
    1. Sucesión
    2. Conceptos: histeria y depresión
    3. Confluencias
  6. IV - La tristeza y sus matices
    1. Tristeza
    2. Matices de la tristeza
    3. Comentario
  7. V - Retrato del melancólico
    1. Método clínico
    2. Patetismo
    3. Rasgos
    4. Formas
    5. Oscuridad
  8. VI - Melancolía y neurosis obsesiva. Clínica diferencial
    1. Método
    2. Relaciones
    3. Dificultades pasadas
    4. Dificultades presentes
    5. Diferencias llamativas
    6. Diferencias sutiles
    7. Afinidades
    8. La condición humana
    9. Psicología patológica
  9. VII - La locura normalizada
    1. Visión tripartita
    2. Situación actual de la cuestión: la psicosis ordinaria
    3. Trama histórica
    4. Urdimbre epistémica
    5. Análisis clínico
    6. Psitacismo, discordancia, mímesis y desvitalización
  10. VIII - Diagnóstico para principiantes
    1. Referentes
    2. Epistemología
    3. Historia
    4. Fundamentos del diagnóstico
    5. Apariencias y esencias
    6. Clasificaciones
    7. Enfermedades y subjetividad
    8. Diagnóstico de lo particular y lo general
  11. Bibliografía citada
  12. Sobre el autor

«Es casi humillante que luego de un trabajo tan prolongado sigamos tropezando con dificultades para concebir hasta las constelaciones más fundamentales, pero nos hemos propuesto no simplificar ni callar nada. Si no podemos ver claro, al menos veamos mejor las oscuridades».

Sigmund Freud,

Inhibición, síntoma y angustia

«¿Cuánta verdad soporta, cuánta verdad osa un espíritu?

Esto fue convirtiéndose cada vez más, para mí, en la auténtica unidad de medida».

Friedrich Nietzsche,

Ecce homo

«Los órganos del conocimiento, sin los cuales no es posible una lectura fructífera, se llaman respeto y amor».

Emil Staiger,

Meisterwerke deutscher Sprache: aus dem neunzehnten Jahrhundert

Prólogo La misión del psicopatólogo

La misión del psicopatólogo va en decremento. Es sorprendente, o al menos curioso, que en la actualidad no interese como lo hacía antes el estudio riguroso de los síntomas, ni exista una especial inclinación por encontrar el sentido de las distintas figuras de dolor con que acuden los pacientes a la consulta. La hegemonía del paradigma biomédico ha arrinconado el proceder clásico de la psiquiatría y con ello ha cortado una de las raíces principales de la disciplina.

Este libro de José María Álvarez es un testimonio de signo contrario. Es un ejemplo público de que la mejor forma de oponerse al reduccionismo biológico es profundizar en el estudio de la psicopatología. Sólo con un instrumento conceptual ventajoso podemos adelantar en el conocimiento de los malestares psíquicos, procurando, al mimo tiempo, que el nuevo saber favorezca el diálogo y el vínculo con los enfermos.

En caso contrario, continuaremos defendiendo, como un acto de fe, el origen cerebral de los padecimientos mentales y proseguiremos soñando con el descubrimiento de su causa física, mientras nos limitamos, durante la espera, a simular como si la revelación ya hubiera llegado. De otro modo no podríamos entender que cualquier psiquiatra de mi generación, si tiene suficiente espíritu crítico y alimenta cierta sorna, pueda reducir los supuestos avances de las neurociencias, hoy tan pregonados, a dos hechos concretos. Uno, a que el electrochoque se aplique ya bajo anestesia y relajación, técnica antes desconocida que puede proponerse de ejemplo, como fácilmente se ve, de florecimiento y humanización de la psiquiatría. El otro, no menos asombroso, nos remite a una contundente frase de Bleuler, de 1926, en su artículo sobre La esquizofrenia, donde se expresa con justificada convicción: «El origen orgánico de la esquizofrenia es demostrable hoy en día con toda la evidencia que se quiera exigir». Juicio de rabiosa actualidad en el debate epistemológico sobre la causa, donde a lo sumo nos inclinamos a cambiar el concepto de «orgánico» por el de «neurotransmisor», dando así evidentes muestras de progreso y nueva mentalidad.

Sea como fuere, y más allá de cualquier ironía, lo que la psicopatología nos ayuda a entender es que la esquizofrenia, por poner un ejemplo diagnóstico, no está en el paciente sino en el modelo que implantamos. Es el modelo nosológico el que contiene y esconde el concepto, no la realidad clínica que representa un sujeto que dice oír voces y se angustia por ello. Dicho de otro modo, no es la persona la que «cumple criterios», según la terminología al uso, y confirma así un diagnóstico que consideramos concluyente, sino nuestro patrón de conocimiento el que debe ser evaluado previamente para juzgar si su «esquizofrenia» está legitimada y bajo qué requisitos y limitaciones puede aplicarse con «criterio». De otro modo es difícil que podamos entender al sufriente que viene a pedirnos ayuda, o que al menos la tolera pasivamente. La esquizofrenia, por seguir con el mismo ejemplo, no es una especie autónoma, natural e irreductible, como pueda serlo un cálculo renal, según sostiene el paradigma biomédico, es simplemente un modo de hablar. Clínicamente no es nada más.

Para el psicopatólogo la ocasión de diagnosticar no remite a enfermedades sino a los miedos, defensas, relaciones y riesgos a los que está sometido el paciente. Su ocupación profesional reside en analizar, esquematizar y categorizar estos recursos y temores para mejor entender al individuo y mejor asumir, de paso, su propia actividad, que le compromete tanto técnica como teórica y moralmente. Diagnosticar, desde este punto de vista, no puede entenderse como un esfuerzo por perseguir verdades profundas que intentan pasar desapercibidas o que se ocultan protegiendo un secreto, siguiendo quizá el antiguo principio de que a la naturaleza le gusta esconderse. No se trata de descubrir la piedra nosológica de la locura, como quien descubre el filón de una mina. Para las personas no caben diagnósticos, a lo sumo podemos catalogarlas, esto es, ordenarlas mediante clasificaciones y categorías que den cuenta de los peligros y amenazas a los que se exponen. Por esta razón entendemos formalmente que, ante un psicótico, no cabe hablar de conciencia de enfermedad, que suena a los efectos alienantes del proselitismo y de la conversión del paciente a nuestros conceptos técnicos, sino, a lo sumo, podemos aludir a una simple conciencia de sufrimiento.

Lo que se pone de manifiesto, ante todo, es que la clínica del psicopatólogo y el diagnóstico no coinciden. Pero no sólo no coinciden cuando se practica una nosología médica, sino que divergen ante cualquier intento clasificatorio, sea de la corriente que sea. Clasificar a alguien siempre es ponerle entre rejas, por lo que debemos procurar abrirle lo antes posible la puerta. Además, cualquier clasificación implica un cierre del conocimiento que impide pensar más allá y se contenta con manosear la categoría que tiene en las manos con el riesgo de hacer una bola. La única posibilidad que ofrece la clínica ante el reto de la clasificación es intentar dejarla siempre en suspenso, siempre en falta, aceptando tan sólo ciertas figuraciones circunstanciales si las exigencias burocráticas o docentes lo reclaman.

El diagnóstico es un epifenómeno sobre el sufrimiento y los riesgos psíquicos de las personas que sólo existe en nuestro lenguaje. De tener que diagnosticar por obligación, incluso si es una mera clasificación provisional, antes tendremos que diagnosticar indefinidamente ese lenguaje nuestro, al menos si pretendemos conocer al interlocutor, paso previo o simultáneo para poder ayudarle. La razón, como señaló Hannah Arendt, no está dirigida tanto al encuentro de la verdad como a la búsqueda del significado, de un significado que le permita al psicótico, entre otras cosas, dejar de vivir como un apátrida solitario.

Pues bien, estos Estudios de psicología patológica son un claro exponente de este esfuerzo por interrogar nuestros procedimientos teóricos. El autor abandona para la ocasión su espacio teórico principal, la locura, bajo el cual escribió La invención de las enfermedades mentales, su libro más sólido y trabajado, donde esclareció, como no se había hecho hasta ese momento, el cimiento histórico de la clínica «mayor» y los hilos conductores que la unen a lo largo de la historia. Hoy, en cambio, reflexiona sobre las neurosis, supuesta patología «menor», que enfoca desde la misma perspectiva, desde una conjunción muy personal de historia y mirada psicoanalítica, desde la unión indisoluble de las lecturas y la práctica clínica.

Todos los problemas históricos, conceptuales y clínicos se dan cita en este texto. Algunos bajo propuestas muy atrevidas, como el de neurosis única, donde la histeria y la obsesión no conforman estrategias independientes sino que se alternan, se suceden y se combinan, al modo como en la estructura psicótica lo hacen igualmente la esquizofrenia, la paranoia y la melancolía cuando se interpretan como polos de una psicosis conceptualmente única.

A veces, como en el capítulo sobre «La locura normalizada», demuestra que basta poner los precedentes históricos de un problema actual para que éste pierda sus apariencias y su plumaje para aceptarse, humildemente, como un avatar o repetición del mismo aprieto que viene resonando y rebotando a lo largo del tiempo. Me refiero concretamente a las psicosis sin psicosis, al reconocimiento de una estructura psicótica cuando no se ha desencadenado, cuando no ha aflorado la sintomatología crítica. Asunto éste, el de la psicosis pre-psicótica, que se sitúa en el núcleo de la psicopatología y que no se resuelve de un plumazo ni bautizando un nuevo término, que por muy original que se crea cuenta con múltiples antecedentes. Tal sucede con la psicosis blanca, ordinaria, normalizada o con un sinfín de términos que son casi sinónimos de las psicosis latente bleuleriana. El autor responde con solvencia a ese interrogante crucial y de doble filo, que no sólo se cuestiona por el desencadenamiento de la psicosis, sino que se pregunta también, para lograr una comprensión más cabal, sobre por qué motivos el sujeto no se había roto antes. De otro modo no entendemos a nadie, pues necesitamos conocer, antes del hundimiento, de qué modo traumático vivió el psicótico sin estar del todo preparado para ello.

Sin embargo, quizá sea el capítulo sobre «La tristeza y sus matices» el de elaboración más compleja para al autor, pero también el más sabroso para los lectores, aunque en esta valoración influyan mucho los gustos y las valoraciones particulares. La evolución de la tristeza, entendida desde su concepción como pecado a su noción de enfermedad, se despliega desde diferentes figuras de la melancolía: inutilidad, duelo, soledad, creación, goce, mal, inacción, cobardía, egoísmo y mentira. La elección es providencial en esta época acultural, pues permite conectar sin esfuerzo la clínica con la literatura, la filosofía y la moral.

La tristeza, al fin y al cabo, se me antoja que debe ser adoptada como eje y centro de gravedad de estos Estudios, tanto por su lugar intermedio en el índice, como por su desarrollo conceptual y discursivo. El capítulo sobre las relaciones entre la melancolía y la neurosis obsesiva así lo confirma, pero en especial lo hace su vibrante retrato del melancólico, bosquejado mediante descripciones antiguas y una colección de imágenes actuales muy personales en torno al método clínico, el patetismo, los rasgos, las formas y la oscuridad.

Si algo demuestran los distintos textos de este oportuno y laborioso compendio es que sin una teoría consistente no podemos desenvolvernos delante de los pacientes, y mucho menos tratar de ayudarlos a devolver a los síntomas su sentido biográfico. A la postre, la psicopatología es interpretativa, radicalmente hermenéutica, y no debe ser sustituida por datos epidemiológicos, pruebas biomédicas o taxonomías internacionales.

Fernando Colina

Palabras previas

Este libro tiene algo de sorprendente. Apareció de repente, sin previo aviso. En esto se parece a esos visitantes a los que no esperas, pero una vez acomodados te da la impresión de que siempre han estado allí, entre los tuyos. Hay libros que se escriben mirando un punto concreto del horizonte y con el hipnotizante runrún de una idea directriz, mientras acaricias algunas hipótesis sugerentes y te las ingenias para fortalecerlas con argumentos audaces y sólidos. Otros, en cambio, desempolvan retales almacenados en los cajones y los aúnan con piezas aún por estrenar. En cualquiera de los dos casos, a medida que las hechuras le van dando cuerpo, comprendes que ese libro llevaba tiempo contigo, aunque no te hubieras percatado.

Todo sucedió hace un año y algunos meses, en el recogimiento al que obliga el otoño. Absorto en la redacción de un texto sobre la neurosis, uno de esos escritos amplios cuyo final ya se me antojaba cercano, caí en la cuenta de que tenía un librito entre las manos. Sólo tenía que añadir algunos textos repartidos en publicaciones dispares, redactar comme il faut apuntes y bocetos de conferencias, y, a partir de ese esqueleto, escribir varios capítulos nuevos que le dotaran de consistencia y lo redondearan hasta asemejarlo a una monografía.

Cuando me puse manos a la obra, colgué en la pantalla del ordenador, como había hecho en otras ocasiones, dos adhesivos en los que suelo mirarme con frecuencia y respetar en lo posible. El primero contiene las conocidas palabras de Horacio en las que recomienda borrar y tachar a menudo, si es que aspiras a «escribir cosas que más de una vez merezcan leerse»1; el segundo transcribe las de Lucrecio: «[…] los tontos se admiran y gustan más de todo lo que ven envuelto en palabras enrevesadas, y dan por verdadero aquello que acaso acaricia con donaire sus oídos o se acicala de graciosos sones»2.

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Este libro trata sobre todo de la neurosis, una estructura clínica o categoría nosográfica estrechamente ligada al psicoanálisis. Tanto es así que la neurosis representaba para Freud el retrato por excelencia de la condición humana. De ella derivó la concepción del psiquismo, la psicología patológica y la terapéutica analítica. Aunque sólo sea por eso, la neurosis merece nuestra atención. Pero también hay otros motivos, de los que me hago eco en el resto de los estudios sobre la tristeza, la melancolía, la locura normalizada y el diagnóstico.

Durante los últimos años, muchos psicoanalistas se han sentido atraídos por la descripción y explicación de las formas actuales del pathos, es decir, las nuevas expresiones del malestar. De la mano del último Lacan, para quien el modelo de la subjetividad se inspiraba en las experiencias propias de la locura o psicosis, el brillo que otrora irradiara la neurosis comenzaba a empalidecer. Las psicosis ordinarias, esto es, las formas discretas de la locura, se situaron en el centro de los intereses y debates de buena parte de la comunidad analítica.

Este cambio de tendencia, amplificado hoy día, favorece el aumento de diagnósticos de estas formas normalizadas de psicosis, de ahí que la neurosis tradicional ceda paulatinamente terreno, sus contornos se desdibujen y su quintaesencia corra el peligro de diluirse. La esfera armilar que antaño constituyera la neurosis es hoy para algunos una antigualla de museo. Por eso éste y otros libros sobre la neurosis tienen en el presente un valor añadido.

Mi pequeña contribución analiza estas cuestiones de actualidad y procura mostrar lo esencial de esta estructura clínica, esto es, las manifestaciones clínicas, los perfiles psicológicos que dibuja, los mecanismos psíquicos que la conforman y el intríngulis subjetivo en el que se asienta. Ocho estudios son insuficientes, desde luego. Pero mejor eso que nada.

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Como los anteriores, también este libro tiene vocación ecuménica. Por eso huye de proposiciones apodícticas y recela de las modas de última hora. Ni está hecho pensando en unos pocos ni se compone de un único material. La historia de la clínica y la filosofía son materiales abundantes en la argamasa, ingredientes que cuando menos servirán de engrudo a la psicopatología y el psicoanálisis, sus constituyentes esenciales. Mas este proyecto será un fracaso si el resultado final fuera confuso, porque, como escribiera Eurípides: «Sabio es de verdad lo claro, no lo turbio»3.

La querencia por sumar antes que por restar y la preferencia de lo claro a lo oscuro dan cuenta de un estilo e insinúan algo acerca del deseo. La formación clínica, se sea o no psicoanalista, va de la tierra al cielo, es decir, parte del conocimiento de las experiencias características del pathos y se dirige hacia la elaboración de explicaciones. Esa complementariedad favorece la buena armonía entre la psicopatología clásica y el psicoanálisis. Aunque resulte más laborioso, en nuestro ámbito parece más recomendable llegar a conclusiones generales a partir de analizar detalles particulares. Lo que así se consigue es más denso y consistente que lo que se obtiene cuando, por una ventolera, zanjamos un problema con una supuesta solución, antes incluso de que hubiéramos expuesto todos sus términos. Nuestro ámbito de saber está atestado de problemas, muchos de ellos irresolubles. Seguramente es preferible convivir con ellos a la buena manera, es decir, delimitando las preguntas que nos formulan y siguiendo al detalle las pesquisas que se nos presentan; mejor eso que las modas y los entusiasmos efímeros.

Con razón se me ha criticado que peco de clasicismo. De buena gana suscribo lo que escribiera Montaigne: soy de los que acomodo fácilmente mis consideraciones «bajo la autoridad de las opiniones antiguas»4. Admito que esto supone cierto lastre para acercarme al mundo de hoy. Aunque bien mirado, también proporciona una ventaja cuando los cantos de sirena sólo nos traen ultimísimos sones. Quizás esté equivocado, pero en esos casos tiendo a pensar que la condición humana varía menos de lo que se anuncia a diario.

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Clasicista o no, el caso es que buena parte de mi quehacer se realiza con y para los jóvenes que se forman como psicoanalistas, psicólogos clínicos y psiquiatras. Quien siente curiosidad puede llegar a estudiar. Además, si gusta de la soledad, será más propenso a escribir. Pero para enseñar se necesita ser generoso. El maestro es generoso porque da algo que ama, algo valioso a lo que ha dedicado mucho tiempo antes de entonar el Eureka. Y porque anhela que los que vienen detrás suban al escenario y asuman su papel para que la obra continúe. Pocas cosas más satisfactorias conozco que escuchar o leer algo brillante de un alumno. En esos momentos uno cae en la cuenta de que su trabajo ha merecido la pena, y de que va llegando la hora de bajar al patio de butacas.

Javier Carreño, Gustavo Ingallina, Hernán Lago, Kepa Matilla y Emilio Vaschetto han estado muy presentes mientras escribía estas páginas. Ellos son un buen ejemplo de ese saber hacer sobrio y firme que comienza en el suelo y asciende hacia el cielo, singular mezcla del espíritu de Aristóteles y Platón, de Freud y Lacan.

Valladolid, febrero de 2017