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Luis Seguí se licenció en Derecho en la Universidad Nacional de Córdoba (Argentina) y posteriormente realizó estudios complementarios de Historia, Ciencias Políticas y Psicoanálisis. Exiliado en Suecia en 1976, desde 1978 vive en Madrid, donde ejerce la profesión de abogado. Es miembro de la Asociación Mundial de Psicoanálisis (AMP), de la Escuela Lacaniana de Psicoanálisis del Campo Freudiano (ELP) y de la Asociación Española de Neuropsiquiatría (AEN), destacándose como un estudioso de la relación entre las diversas disciplinas jurídicas y el psicoanálisis, tema sobre el que ha editado numerosos trabajos en revistas especializadas y libros como Las ciencias inhumanas (2009), Adolescencias por venir (2012) y Psicoanálisis y discurso jurídico (2015). Además de colaborar habitualmente en revistas culturales como Letra Internacional, es autor del ensayo España ante el desafío multicultural (2002), y del artículo que encabeza Triunfo y fracaso del capitalismo. Política y psicoanálisis (2010), obra en la que participó además como compilador. Entre los años 2008 y 2010 fue director de la Biblioteca de Orientación Lacaniana de la sede de la ELP en Madrid. En octubre de 2013 y febrero de 2014 participó como docente invitado, en Madrid y Barcelona respectivamente, en el curso «Introducción al psicoanálisis para juristas », organizado por el Servicio de Formación Continua de la Escuela Judicial, dependiente del Consejo General del Poder Judicial. En 2012 el Fondo de Cultura Económica de España editó su ensayo Sobre la responsabilidad criminal. Psicoanálisis y criminología.

SECCIÓN DE OBRAS DE PSIQUIATRÍA, PSICOLOGÍA, PSICOANÁLISIS


EL ENIGMA DEL MAL

LUIS SEGUÍ

EL ENIGMA DEL MAL
Prólogo
José María Álvarez

Primera edición, 2016
Primera edición electrónica, 2017

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Índice

Prólogo. La luz del mal, por José María Álvarez

PRIMERA PARTE. MIRADAS

1. La pregunta sobre el mal

2. La maldad de Dios

3. La política del miedo y los cruzados del bien

4. En el altar del maligno

5. El eclipse de la razón

6. Sobre la ubicuidad del mal

SEGUNDA PARTE. MALVADOS /MALVADAS

1. Crimen y locura

2. La niña que estaba de más

3. Folie à deux, o delirio a dos

4. Crimen perverso y goce pulsional

5. Landru, el asesino en serie aplastado por lo real

6. Esa costumbre de matar

7. Acabar con el mal: una utopía libertaria

A Pilar, cuya bondad alienta la esperanza

PRÓLOGO

LA LUZ DEL MAL

1. El mal en la condición humana

Da gusto leer libros que a uno le interesan. Cuando se da el caso de que estos libros están escritos de forma sencilla, elegante y precisa, el placer se multiplica. Satisfacciones de esta índole son escasas hoy en día, lamentablemente. En el género en que se acomoda esta obra, el ensayo, se publica demasiado. Los anaqueles de las librerías están atestados de obras que no merecen el papel que les da cuerpo. Apenas separados por centímetros conviven durante algún tiempo volúmenes de calidad muy desigual. Ensayos originales, hábilmente enlazados y repletos de agudos argumentos, cohabitan con otros más ásperos e insustanciales que no pasan de meros resúmenes, de transcripciones de conferencias o anotaciones atropelladas sobre lo que tal autor dijo sobre cierto tema. El enigma del mal, de Luis Seguí, se cuenta entre los selectos y distinguidos, de ahí que invite a su disfrute. Por eso, a quien oficia de prologuista le da un no sé qué escribir sobre él y teme desovillarlo y atenuar su luminosidad.

Esta obra se ocupa del mal y de la condición humana, en concreto del mal que nos constituye y con el que convivimos, el mal que refleja nuestra ruindad y bajeza. Esa es la impresión que le queda a uno después de leerlo y ver desfilar por sus páginas a algunos de nuestros congéneres, protagonistas de lances de los que revuelven las tripas. Quizá no haya que ir tan lejos ni aludir a esos monstruos morales, a los malvados que dan repelús y causan escalofríos. Porque el mal no solo está fuera, en los otros, sino dentro, en cada uno de nosotros. El mal no es una abstracción. De él se podría decir también aquello que señalaba Foucault con respecto al poder, cuando destacaba que transita transversalmente y no está quieto en los individuos. Además, como enfatiza Luis Seguí al inicio del epígrafe V del capítulo dedicado a la maldad de Dios, el mal es polimorfo y posee el don de la ubicuidad.

Humillación, sangre, tortura, desprecio, asesinato, barbarie, genocidio, sea cual sea la expresión que adquiera, el mal y la posibilidad de que se encarne en ciertos sujetos es, como afirma el autor, «inherente a la condición humana». El mal huele a carne quemada, al terror que exhala la víctima, a la desolación que ni siquiera la muerte borrará. La presencia de la maldad en la condición humana está fuera de toda duda. De no ser así, la civilización y las leyes estarían de más. Precisamente porque la voluntad desfallece cuando se trata de contener y dominar las pulsiones, se hace necesaria la ley como límite al goce y al poderío de lo real, una ley que asegure cierta convivencia social.

A menudo tiene uno la impresión de que la historia es una crónica de humillaciones, crímenes y guerras, una sucesión de acontecimientos donde prevalece el egoísmo, la cosificación del otro y la búsqueda de satisfacción propia sin tener en cuenta las consecuencias. Sórdida e impertérrita, esa sombra cubre los mitos fundacionales de nuestra cultura, como leemos en la sangrienta Teogonia de Hesíodo. Pero se realza también en manifestaciones de apariencia banal, como las estudiadas por Hannah Arendt a propósito del abnegado criminal nazi Adolf Eichmann.

En el fondo, todos compartimos algo de esa esencia siniestra que Stevenson plasmó en El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde. Incluso personas de una talla intelectual deslumbrante se deslizan por la pendiente de la iniquidad, como es el conocido caso de Heidegger, de quien su alumno Gadamer, como anotó G. Steiner (La barbarie de la ignorancia), dijo un día: «Martin Heidegger fue el más grande de los pensadores y el más pequeño de los hombres». Bien sea por lo que vemos en nosotros, en los otros o en la historia, uno está tentado a afirmar el carácter ontológico del mal.

En los tiempos que corren, con razón escribe Safranski (El mal o el drama de la libertad) que no hace falta recurrir al diablo para entender el mal. Lo cierto es que esa referencia sigue vigente y contrasta con la desarrollada por Freud en sus escritos sobre este particular, en especial en El malestar en la cultura (1930). Con los argumentos más enérgicos y mejor enlazados, Freud desarrolló en ella la idea de la maldad esencial del hombre. Proveniente de un odio primordial, la tendencia del hombre al mal, a la agresión, la crueldad y la destrucción, incide tanto en el funcionamiento personal como social y es la impulsora de múltiples desastres. A sus ojos, la misericordia, la mansedumbre y la amabilidad atribuidas al hombre son pura engañifa. Al menos una parte importante de la agresividad, achacada a la «dotación pulsional», se manifiesta en la relación con los semejantes. Al respecto, las palabras que dejara escritas en la obra mencionada desvanecen cualquier ilusión de bondad: «[...] el prójimo no es solamente un posible auxiliar y objeto sexual, sino una tentación para satisfacer en él la agresión, explotar su fuerza de trabajo sin resarcirlo, usarlo sexualmente sin su consentimiento, desposeerlo de su patrimonio, humillarlo, infligirle dolores, martirizarlo y asesinarlo. “Homo homini lupus”: ¿quién, en vista de las experiencias de la vida y de la historia, osaría poner en entredicho tal apotegma?».

Queda claro que, en lo tocante a esta cuestión, Freud no se contaba entre los crédulos de la probidad humana. Menos aún si se tiene en cuenta que, para él, la disminución del componente pulsional promovida por la civilización acrecienta la infelicidad, de tal manera que el precio del progreso se paga con un déficit de felicidad.

A través de otra ruta interpretativa a la seguida por Freud, la pseudociencia médico-psicológica ha vinculado el mal al error, la anormalidad y la enfermedad. Al mismo tiempo que se agrandaba la ideología de las enfermedades mentales a lo largo del siglo XIX, las relaciones entre la locura y la maldad comenzaron a concebirse como causa y consecuencia. A buen seguro que alguien que mata despiadadamente o que delinque sin el menor miramiento está trastornado o tiene alguna enfermedad que le empuja a ello. Admitir sin más justificaciones que el mal -el kakon o la maldad interior- constituye un ingrediente sustancial de nuestra esencia, es algo que echaba para atrás a los estudiosos de la psicopatología. Según ellos, algún poder oculto, ya no demoniaco sino enfermizo, actúa en el malvado a modo de «impulso irresistible». Con este tipo de explicaciones, presentes en la antigua teoría esquiroliana de las monomanías o en la del criminal nato de Lombroso, se reforzaba la oposición entre lo normal y lo patológico, de manera que los malos eran los otros y el cerebro o la herencia constituían los principales causantes de la anormalidad. La asociación de la locura con la maldad y la peligrosidad fue una constante en el período clásico de la psicopatología. Las palabras de Trélat (La locura lúcida, 1861) expresan sin remilgos esta asimilación: «Es en ese ámbito [de la vida íntima] donde son más dañinos, más peligrosos, por lo que las personas que sufren su presencia no encuentran, durante mucho tiempo, ninguna simpatía, ningún punto de apoyo fuera».

Este planteamiento domina el panorama psicopatológico actual, salvo que hoy en día, echando mano de una retórica cientificista hueca, se habla de trastorno del control de impulsos, psicopatía, sociopatía, esquizofrenia, etc. Conforme a esta perspectiva y a ojo de buen cubero, se atribuye la maldad a la hiperreactividad del sistema de recompensa de la dopamina, a supuestas disfunciones de la amígdala o a cierto componente hereditario. Cuesta admitir, como se ve, que el mal puede darse sin la enfermedad, sea esta una psicosis declarada, latente, discreta o normalizada; en definitiva, alguna forma de locura que explique mediante una trama delirante esos actos desalmados que tanto nos consternan. Sin embargo, recurrir al delirio para explicar el paso al acto no es más que una perspectiva parcial, pues hay delirios que conducen al crimen y otros que, por el contrario, lo frenan. En lo tocante a esta cuestión, conviene indagar con cautela.

2. Dificultades del mal

Luis Seguí ha escrito un libro sobre un tema clásico y controvertido. Sus aristas son múltiples y complejas, sus relieves no se aprecian en un examen superficial, de ahí que el autor se vea obligado a recurrir a un amplio muestrario de conocimientos humanísticos. Quizá sea la lámpara del psicoanálisis la que más luz arroja en esta averiguación y la que ocupa el lugar central. Pero hay otras estratégicamente colocadas que iluminan otros aspectos inevitables, como la lámpara de la historia, la política, la religión, la teología, el derecho, la ética, la moral y la sociología.

Como materia de investigación, el mal nos fuerza a aguzar el ingenio. Y aun dando traspiés en la penumbra, esta indagación aporta algunas luces que nos acercan a experiencias subjetivas chocantes pero humanas. Además de que sus ramificaciones son múltiples, el mal como objeto de estudio tiene algunas particularidades. Quizá la más notable consista en su capacidad proverbial para cuestionar las explicaciones que se tejen a su alrededor, lo que obliga a los tratadistas a forzar los argumentos y a realizar arriesgadas piruetas retóricas. Puesto que tiene algo de inefable, una parte de su sustancia se escabulle a nuestros análisis y algo de su esencia saca a relucir las contradicciones de nuestras elucidaciones. Este hecho resulta evidente cuando tanto el profano como el versado se interrogan acerca de las relaciones de Dios y el mal, una parte central del problema, como se pone de manifiesto en el amplio estudio que le dedica Luis Seguí. De pronto se actualizan preguntas que muchas personas se han hecho al verse afectadas por desgracias y reveses, al sentir que hay demasiado dolor y maldad en este mundo, al juzgar que, aun obrando bien, el mal acaba aplastándolos. Si existe un Dios omnipresente y bondadoso, ¿cómo es posible que el mal reine en el mundo? Si Dios es pura bondad, ¿por qué no impide la maldad?

Durante veinticinco siglos esta aporía ha sido motivo recurrente de cavilación de filósofos, teólogos y gente corriente. Su profundidad es tal, y la inquietud que despierta tanta, que algunos la aprovechan para apartarse de Dios, otros para ponerla entre paréntesis y arrinconarla en el bucle de su cogitación, y algunos, como Leibniz, la asumen y la transforman en una elucubración racionalista tendente a justificar la existencia de Dios, es decir, inventan una teodicea. A la vista de la continua presencia del mal, Epicuro, el gran filósofo de la Antigüedad, aleja a los dioses del mundo. Le parece evidente que los males afectan tanto a los hombres justos y piadosos como a los injustos e impíos, ante lo cual deduce que el mal no se distribuye de forma justa. A partir de aquí desarrolla una célebre paradoja, resumida aquí en tres puntos: en primer lugar, admito que los dioses existen, aunque, a tenor de lo que sucede, no son tan buenos como para impedir el mal, pues tengo la certeza de que sufro; en segundo lugar, si los dioses son buenos y desean impedir el mal, a la vista está que no lo consiguen, puesto que yo sigo sufriendo, lo que me hace pensar que son impotentes; en tercer lugar, si el mal existe, y prueba de ello es que sufro, lo más seguro es que los dioses no sean ni buenos ni omnipotentes, hecho que contradice su propia naturaleza.

La paradoja de Epicuro contiene todo el problema de la teodicea o justificación racional de la existencia de Dios, cuyo punto de partida es la omnipresencia del mal en el mundo. ¿Cómo es posible tanta maldad si Dios es bondadoso? Veinte siglos después de Epicuro, Leibniz, en Ensayos de Teodicea. Sobre la bondad de Dios, la libertad del hombre y el origen del mal, reconoce incluso que «en esta vida hay desórdenes, en particular aquellos que se encuentran en la prosperidad de muchos malos y en la infelicidad de muchos hombres de bien». Aunque esta observación descuadra su argumentación, Leibniz tiene razón al reconocer la prosperidad de la maldad. Con este apunte paradójico se introduce un punto de vista nuevo y necesario que la Teodicea no alcanza a explicar. Por una parte, el bien no garantiza la felicidad; por otra, no es seguro que el hombre busque su propio bien.

Para entender estas observaciones es necesario desbrozar el terreno de nuestra indagación con las aportaciones del psicoanálisis, como hace Luis Seguí en los primeros capítulos del libro. A partir de ellas podrá captarse este giro filosófico que se acaba de mostrar, el cual da cuenta de la omnipresencia de la pulsión de muerte y de la tiranía del goce en la condición humana, aspectos que la mirada religiosa rebaja de importancia hasta desustanciarlos. El extremo de este movimiento es anotado por Lacan cuando, al comentar la relación consustancial que une a Kant y a Sade, señala que, aplastados por el peso de la civilización, los más infelices son los buenos ciudadanos. Con ello da la razón al marqués, quien con elocuencia subtitula las obras dedicadas a las hermanas Juliette y Justine, respectivamente, Las prosperidades del vicio y Los infortunios de la virtud.

3. El libro del mal

A diferencia de otros ingredientes de la condición humana, el mal acentúa la insuficiencia de nuestro saber. Hay algo que nos ciega cuando lo miramos de frente, algo que nos estremece y nos hace retroceder precisamente porque nos reconocemos en ese horror. Ya se admita el punto de vista del impacto subjetivo, ya se reconozca solo la dificultad meramente gnoseológica, estaremos de acuerdo en reconocer nuestra impotencia para explicar la causa última del mal. Ahora bien, aunque se acepte ese tope infranqueable, real, eso no implica orillar el problema, cerrar los ojos y conformarnos con el repertorio determinista habitual, bien sea religioso o científico, demoniaco o morboso. En esto el libro de Seguí constituye una apuesta valiente, acometida con perspicacia y generosa en cuanto a la multiplicidad de argumentos y reflexiones que recrea. Damos por buena su propuesta, siempre al alcance de la mano cuando busquemos una guía que alumbre los contornos de ese real ominoso de la condición humana.

Aunque son muchas las dificultades inherentes al estudio del mal, existen, desde luego, caminos más expeditos y otros temerariamente angostos. El que transita El enigma del mal, pese al desasosiego que rezuma el tema, tiene un suelo firme y una orientación cabal. Dividido en dos partes bien diferenciadas y consecutivas, la obra se inicia con unas «Miradas». Se trata de seis amplios capítulos en los que Luis Seguí despliega los referentes necesarios para pensar el problema: el análisis laico aportado por Freud y el psicoanálisis; la perspectiva religiosa y teológica que gira en torno a la maldad de Dios; los muchos estragos derivados de la supuesta «superioridad moral», sea religiosa o política y, en definitiva, todo aquello que, al amparo del Bien y la Verdad, jalonan nuestra historia hasta el momento presente, un historia paranoica en la que algunos, al identificar el mal en sus congéneres, se sienten llamados a la redención y siembran de sangre y fuego cuanto les sale al paso.

A la primera parte, «Miradas», le sigue una segunda intitulada «Malvados/Malvadas»: siete capítulos protagonizados por sujetos infames, depravados, malos y ruines, algunos de los cuales están rematadamente locos, otros son locos aunque no lo parecen y otros simplemente son malvados. Se trata de individuos que deben su popularidad a la realización de la maldad: el filicida José Bretón; Alfonso Basterra y Rosario Porto, padres asesinos de Asunta Yong Fang; Montserrat González y su hija Triana, la primera de las cuales mató de tres disparos a Isabel Carrasco; Cayetano Santos, el primer asesino en serie que registra la historia argentina; los criminales Marc Dutroux y su esposa Michelle; el asesino en serie Landru; el canalla Arquímedes Puccio y el fanático Simón Radowitzky.

Como se ve, el ensayo de Luis Seguí transita de lo general a lo particular. Primero allana el terreno, lo acota y separa lo esencial de lo accesorio, cosa que entraña más dificultad de lo que puede parecer. Después, una vez que ha desarrollado los planteamientos generales, se centra en sujetos concretos y trata de indagar en ellos sus peculiaridades. Lo cierto es que todos ellos son malvados, pero la relación que tienen con el mal y su realización es muy distinta. En esto, el lector profano advertirá una multitud de matices que seguramente ni imaginaba. Los malvados de los que escribe Seguí no forman un conjunto homogéneo. Al contrario, describen prototipos o perfiles psicológicos distintos, lo que anima a establecer una taxonomía de los mismos. Aunque del mal no podemos decir gran cosa, de los sujetos malvados y de sus actos sabemos lo esencial, sobre todo a partir de Freud y la nueva psicopatología.

«Le gustaba ver a las polillas volar hacia la luz y luchar con la muerte», escribió Georg Christoph Lichtenberg en uno de sus Aforismos. Este libro sobre el mal y la condición humana evoca, al menos a quien esto escribe, esa imagen de la polilla arrebatada por lo que la terminará abrasando. Podemos conformarnos con ver el mal, la maldad o lo más siniestro únicamente en los otros, y con ello permanecer impávidos. Pero más nos vale cerrar los ojos y mirar hacia dentro. Es la única forma de entender lo que sucede a nuestro alrededor. Desde luego que hay maldad sin locura. Ahora bien, cuando la locura y la maldad se dan la mano, se observa siempre el mismo mecanismo: la mejor forma de ocultarse una verdad insoportable es cegarse con la luminosidad de una certeza y acometer una misión redentora. En eso el loco emplea la munición más potente.

José María ÁLVAREZ

PRIMERA PARTE

MIRADAS

1. LA PREGUNTA SOBRE EL MAL

«... hay una potencia y un enigma del mal que se puede situar
en el corazón mismo del fenómeno humano
y que poseen una consistencia propia más allá
de toda manifestación empírica».

Bernard SICHÈRE

«Aquello de lo que se trata en El malestar en la cultura
es de repensar seriamente el problema del mal,
percatándose de que el mismo sufre una modificación
fundamental por la ausencia de Dios».

Jacques LACAN

I

El interrogante acerca del origen y la naturaleza del mal es una cuestión a la que han intentado dar respuesta las más diversas corrientes filosóficas, tanto religiosas como laicas, desde el principio de los tiempos. Entendiendo por principio de los tiempos el momento a partir del cual el animal humano se convirtió en un sujeto, es decir, en un ser hablante, sexuado y mortal, e independientemente de la menor o mayor sutileza y profundidad con la que fuera capaz de abordar lo que habitualmente se denomina el enigma del mal. La dificultad, más allá de lo puramente conceptual, de encontrar una causa eficiente para explicar la emergencia del mal como intrínseca de la condición humana, suele conducir a poner el acento en las muy diversas formas que el mal asume al ponerse en acto. De este modo, la maldad o, si se quiere, los actos malvados ejecutados por el Otro y las correspondientes descripciones fenoménicas -que incluyen tanto el hecho como a sus protagonistas- pasan a ocupar el lugar preeminente, desplazando o directamente soslayando la preocupación por el origen del mal en sí. Obviamente, resulta más sencillo y por lo tanto más tentador desde un punto de vista mediático, exponer una suerte de inventario de maldades consumadas -para lo que la simple lectura de las páginas de sucesos de los periódicos, los telediarios y ciertos programas sensacionalistas proveen de abundante material actualizado- que adentrarse en un terreno tan proceloso como el de indagar en las profundidades abisales del origen, eludiendo obviedades tales como afirmar que el Mal es... lo contrario del Bien. El problema del mal o, si se quiere, del Mal, puede estudiarse desde distintos puntos de vista: psicológico, sociológico, histórico y filosófico, y también desde el psicoanálisis, que nunca ha pretendido ser una teoría filosófica ni una cosmovisión, pero que tiene mucho que decir sobre el sujeto. Las teorías filosóficas sobre el mal son muchas y muy variadas. ¿Es el mal un problema exclusivamente de índole moral, o hay un mal metafísico? ¿Tiene el mal una entidad propia, real, integrada por una multiplicidad de males particulares, o es solo un valor -o disvalor, valor negativo-, y por lo tanto sujeto a interpretaciones relativistas? ¿Es el mal una entidad negativa opuesta radicalmente a otra, el Bien, como sostienen las doctrinas dualistas más conocidas, el zoroastrismo o el maniqueísmo? ¿O está el mal indisolublemente unido al ser, lo que para ciertas doctrinas sería una manifestación de pobreza ontológica, y para otras simplemente un real ante el que el sujeto ha de posicionarse como responsable? ¿Es posible desentrañar el misterio de iniquidad en el que anida el mal?

Sin duda, los antepasados del hombre sabían diferenciar muy bien y sin necesidad de ninguna teoría -que ciertamente aún no estaban en condiciones siquiera de imaginar- las propiedades de lo malo, en tanto podían identificarlas con las consecuencias que para su vida cotidiana tenían ciertos fenómenos, fueran de origen natural o generados por la actitud hostil de sus semejantes, de lo bueno. Era malo todo aquello que atentara contra su precaria supervivencia, y bueno lo que favoreciera la continuidad de la vida. Estas páginas están dedicadas principal -aunque no exclusivamente- a las formas activas del mal, las agresiones, la violencia, la crueldad y la destrucción resultantes de los actos de otros hombres; las formas pasivas, que responden a contingencias de orden accidental o involuntario son objeto de atención, pero fundamentalmente con relación a las reacciones que provocan en quienes padecen las consecuencias, que frecuentemente generan otros males. Sigmund Freud hace un repaso en Tótem y tabú de los recursos de los que se sirvieron los primeros agrupamientos humanos para intentar alejar de sí el mal y sus consecuencias: el animismo, los sacrificios ofrecidos al tótem, la hechicería, la magia, la religión en suma, instrumentos todos para combatir a los malos espíritus y los poderes malignos cuya naturaleza no podían desentrañar. Si no es posible localizar el momento histórico en el que las vivencias de lo malo y de lo bueno pasaron a convertirse en conceptos -y a ser pensados como tales-, es igualmente complicado pretender determinar en qué etapa del desarrollo humano surgió el sentimiento de lo justo, y su reverso, lo injusto, al tiempo de valorar el comportamiento de los miembros del grupo. El paso gigantesco que representó el abandono del estado de naturaleza y la emergencia de la cultura se caracterizó, entre otras novedades, por la circunstancia de que las situaciones a las que se enfrentaban de hecho los antepasados del hombre -los conflictos y luchas derivados de la guerra continua por la supervivencia-, adquirieron nuevos significados. Acaso en los comienzos la invención del derecho fue tal vez el principal recurso puesto en práctica por los hombres para intentar combatir el mal y sus nocivos efectos, tanto si el perjuicio afectaba a un individuo del grupo como al conjunto de la comunidad. Thomas Hobbes describió gráficamente con el axioma homo homini lupus -el hombre es un lobo para el hombre- el contexto salvaje previo al nacimiento de una vida propiamente social, regida por unos pactos que aun siendo extremadamente lábiles conformaron el primer derecho. El llamado pactum societatis llegó cuando los hombres acordaron convivir sin asesinarse recíprocamente; y después de comprobar que asociados estaban en mejores condiciones para enfrentarse tanto a las amenazas de la naturaleza como a las provenientes de otros hombres, se sometieron, mediante el pactum subjectionis, a una autoridad a la que invistieron del poder de aplicar la ley y ejecutar los castigos a los transgresores. Jacques Lacan se refiere a ese sometimiento -a medias voluntario, a medias forzado- preguntándose qué llevó a los sujetos a ser capturados por el discurso de la ley, «que le es ajeno, y con el que, como animal, nada tiene que ver»,1 aludiendo al mito freudiano del asesinato del padre; ese crimen primordial sería el origen de la ley, un pacto entre los hermanos parricidas, que condenó a las siguientes generaciones -hasta hoy- a comparecer como culpables para responder por esa deuda simbólica que, como sostiene Lacan, no cesa de pagar más y más en su neurosis.

El constructo de Freud, por el que el asesinato del padre y el subsiguiente pacto fraterno aparecen como una hipótesis de la emergencia de la ley, es una más entre las teorías contractualistas que coinciden en cifrar el origen de la organización social, del poder y del derecho en una suerte de pacto no escrito cuya existencia puede presumirse, aunque sea de imposible localización en términos históricos. La diferencia sustancial entre el mito freudiano y las teorías desplegadas por otros autores como Althusius, Hobbes, Spinoza, Pufendorf, Locke, Kant y más recientemente John Rawls, es que la teoría de Freud tiene un alcance mucho mayor por las consecuencias que extrae del mito y en las que insistirá una y otra vez. «En Tótem y tabú he intentado mostrar el camino que llevó -escribirá en 1930- desde esta familia (primordial) hasta el siguiente grado de la convivencia, en la forma de las alianzas de hermanos [...] Los preceptos del tabú fueron el primer derecho».2 En efecto, lo que Freud descubre y sobre lo que insistirá una y otra vez a lo largo de su obra es que la ley tiene dos vertientes, la del derecho positivo, y esa otra no escrita por la que los sujetos -al decir de Lacan- se castigan sin descanso en nombre de una deuda simbólica. Se trata, ni más ni menos, del precio que cada sujeto debe pagar a cambio de una renuncia a las pulsiones asesinas e incestuosas, y que no es otro que la adscripción a un malestar imposible de eludir. O dicho de otro modo, el malestar generado por la conflictiva relación del sujeto con la ley deriva de la existencia misma de esa ley, que se le impone de un lado como un fenómeno estructural no regulado por el derecho, y de otro como la encarnación simbólica del discurso del amo. Sin duda, algo debió ocurrir en un momento determinado del proceso evolutivo para que -independientemente de que se acepte como hipótesis de trabajo el asesinato del padre por los hermanos y el pacto entre estos- se instaurasen la prohibición del incesto y la de matar al prójimo, y que la transgresión de estas limitaciones estuviera tan severamente castigada. Para Freud esto no tiene más explicación que la vigencia de lo que él mismo definió como lo anímico primitivo, que es imperecedero, y que le lleva a sostener que los hombres de hoy son descendientes de una «larguísima serie de generaciones de asesinos que llevaban el placer de matar, quizás como nosotros mismos, en la masa de la sangre».3

Freud se reconoce claramente hobbesiano cuando escribe que «... el prójimo no es solamente un posible auxiliar y objeto sexual, sino una tentación para satisfacer en él la agresión, explotar su fuerza de trabajo sin resarcirlo, usarlo sexualmente sin su consentimiento, desposeerlo de su patrimonio, humillarlo, infligirle dolores, martirizarlo y asesinarlo».4 Dado que la condición humana no predispone a los sujetos a la contención voluntaria de sus instintos, la emergencia de la ley como límite al goce y a la prepotencia de lo real es requisito imprescindible para asegurar la convivencia social. Y aun cuando el transcurso del proceso llamado civilizatorio ha creado la ilusión de que al menos una buena parte de las sociedades humanas ha hecho suyos unos principios morales que sus miembros asumen y respetan voluntariamente -Freud lo denominaría el superyó cultural-, no se trata más que de eso, de una ilusión.

II

«En realidad no hay desarraigo alguno de la maldad».5 Esta contundente afirmación de Freud corresponde al texto De guerra y muerte. Temas de actualidad, escrito en 1915, en mitad de lo que entonces se llamó la Gran Guerra, y evidencia una convicción acerca del carácter ontológico del mal que sostendrá durante el resto de su vida, aunque al tiempo de redactar este artículo no había desarrollado completamente aún su teoría sobre la pulsión de destrucción. Si en términos generales reitera en este texto la tesis expuesta en Tótem y tabú en cuanto a la prepotencia de las pulsiones homicidas e incestuosas y la dificultad para someterlas, la irrupción del conflicto bélico acentuó en él la severa opinión que tenía de la condición humana. El artículo consta de dos ensayos, titulados respectivamente La desilusión provocada por la guerra y Nuestra actitud ante la muerte, correspondiendo este último a la conferencia que él mismo pronunciara en la sociedad cultural hebrea B’nai B’rith a comienzos de ese mismo año 1915 en Viena. Ambos ensayos son de una extraordinaria riqueza teórica y conceptual en relación con la cuestión del mal, y bastante reveladores de lo que podría denominarse la ideología que animaba las opiniones políticas -y los prejuicios- de Sigmund Freud en esa época. En él confluían la creencia en la razón propia de un hijo de la Ilustración y los descubrimientos que iba haciendo en el campo de lo que aún se denominaba metapsicología, hallazgos que ponían en cuestión no solo el racionalismo y el historicismo, con su fe en el progreso indefinido, sino muy en particular cualquier concepción idealizada del sujeto. Como señalarían Max Horkheimer y Theodor Adorno, el pecado original de la Ilustración consistía en que a la voluntad de dominio sobre la naturaleza se asociaba la tentación del dominio sobre los hombres, y de semejante tentación dominadora no podía sino emerger el racismo, la xenofobia y el colonialismo. Y si las luces de la razón ilustrada no alcanzaron a cegar por completo al inventor del psicoanálisis, también hay que destacar que el texto en su conjunto muestra a un Freud presa de sentimientos encontrados, ante un conflicto que pone a prueba su lucidez intelectual frente a una auténtica marea de fervor belicista, alimentado por el nacionalismo austrogermano.

En la primera parte del texto, al aludir a la decepción provocada por el estallido de la guerra, escribe Freud que «el ciudadano particular puede comprobar con horror [...] algo que en ocasiones había creído entrever en las épocas de paz: que el Estado prohíbe al individuo recurrir a la injusticia, no porque quiera eliminarla, sino porque pretende monopolizarla».6 Además de la profunda amargura que le embarga al comprobar el retroceso de la civilización ante el despliegue de la pulsión de muerte en estado puro, Freud se muestra convencido de la superioridad de la raza blanca y, en particular, del papel de «las grandes naciones dominadoras del mundo y en las que ha recaído la conducción del género humano»,7 aunque muy a su pesar debe reconocer que incluso la que consideraba su patria no era inmune al contagio de la barbarie. La desilusión que le ocasiona observar hasta qué punto la guerra transgrede todas las restricciones pactadas para los tiempos de paz y reguladas por el derecho internacional no le impide, sin embargo, hacer una defensa del Imperio austrohúngaro -y por extensión, del alemán- confiando en que «una historiografía imparcial habrá de demostrar que precisamente esta nación, esa en cuya lengua escribimos y por cuya victoria combaten nuestros seres queridos, ha sido la que menos infringió las leyes de la convivencia humana».8 Para su biógrafo Peter Gay «Freud estaba padeciendo un inesperado acceso de patriotismo».9 Los argumentos patrióticos de Freud y su confianza en la victoria, que ya había desplegado poco antes en la conferencia citada en la sociedad B’nai B’rith, muestran que su lucidez no era un dique suficientemente fuerte como para protegerle del empuje de las identificaciones, e incluso de hacerle incurrir en opiniones etnicistas y racistas. Además de la natural preocupación por los riesgos que podían correr sus hijos -Martin estaba en el ejército desde el comienzo de la guerra, y Oliver y Ernst se incorporarían más tarde-, lo cierto es que el estallido del conflicto desató una fiebre bélica que arrastró a muchas de las mejores cabezas pensantes de la época, tanto en Austria como en Alemania. No solo Freud padeció semejante acceso; también sucumbieron a él Rainer Maria Rilke, Hugo von Hofmannsthal, Thomas Mann, e incluso Stefan Zweig. Muchas personalidades del mundo de la cultura, de la literatura y las artes plásticas -y no solo en el bando austroprusiano- se entusiasmaron al principio por un acontecimiento que recibieron como una saludable purificación espiritual, una ruptura con la decadencia que numerosos intelectuales creían percibir en el conjunto de Europa. En el verano de 1914, como señala Peter Gay, este tipo de discurso se impuso y arrastró a poblaciones enteras, y constituye «un ejemplo notable de lo susceptible a la regresión colectiva que pueden ser personas presumiblemente sensibles y educadas».10 En términos freudianos se diría: con qué fuerza retorna lo anímico primitivo, y cuántos estragos ocasiona incluso en las sociedades que se estiman más civilizadas. Y si es cierto que tantas personas cultas, educadas y cosmopolitas como los intelectuales citados se dejaron arrastrar por el virus nacionalista, ¿hasta qué punto, sin embargo, pueden ser juzgadas sus opiniones de hace cien años con los criterios actuales?

Es una evidencia que a comienzos del siglo XX la civilización europea dominaba el mundo. Entonces no se cuestionaban los conceptos civilización y civilizar, y occidente era principalmente una referencia geográfica, sin las connotaciones ideológicas que le fueron asignadas a partir de la segunda posguerra. Las ideas y los principios ilustrados parecían haberse realizado con plenitud en un continente que, con la excepción balcánica -los Balcanes, opinaba Winston Churchill, producen más historia de la que pueden consumir-, no conocía la guerra desde el final de la que enfrentara a Francia con Prusia en 1870-1871. Europa y su prolongación transatlántica, los Estados Unidos de América, vivían una era de desarrollo científico y tecnológico cuyos resultados, aplicados a la industria, favorecieron un crecimiento y una prosperidad hasta entonces desconocida. Para los europeos de finales del siglo XIX y primeros años del XX, la supremacía del hombre blanco ni siquiera se discutía: la concepción eurocentrista del mundo llamaba civilizar a implantar su dominación sobre los pueblos atrasados, y civilización era una expresión autorreferencial. El reparto colonial pactado a partir de 1880 por las potencias continentales y Gran Bretaña que funcionó, en expresión del ministro francés Jules Ferry, como una «válvula de escape» al exceso de población, produjo además grandes beneficios de los que también se benefició el proletariado y las clases medias. Teniendo en cuenta estas circunstancias no debería sorprender que al desencadenarse la que se llamó la Gran Guerra -entonces parecía inconcebible numerarlas-, no solo las mentes supuestamente más lúcidas capitulasen ante la euforia nacionalista; incluso los partidos socialdemócratas de los diversos países votaron en sus respectivos parlamentos los empréstitos destinados a financiar la guerra, un conflicto en el que durante cuatro años los obreros de una y otra nación se matarían entre sí en las trincheras. Cediendo ante la presión patriótico- militarista, los líderes socialdemócratas apostaron contra sus propios intereses estratégicos, olvidando el axioma de Marx y Engels recogido en el Manifiesto, de que la lucha del proletariado es nacional en su forma, pero internacional en su contenido.

Que la influencia de la educación y del medio cultural son insuficientes para que las malas inclinaciones del hombre sean sustituidas por inclinaciones a hacer el bien, queda demostrado por el retorno de lo anímico primitivo, que Freud juzga como «imperecedero» y que hace aflorar las peores inclinaciones del hombre; y concluye con la sentencia lapidaria: en realidad, no hay desarraigo alguno de la maldad. Se trata, inequívocamente, de un reconocimiento explícito del carácter ontológico del mal, en tanto «el hombre -escribe- rara vez es íntegramente bueno o malo; casi siempre es bueno en esta relación, malo en aquella otra, o bueno bajo ciertas condiciones exteriores, y bajo otras, decididamente malo».11

En Freud es evidente la división subjetiva con la que debe cargar, y que sin duda le agobia. El acceso de patriotismo que según Peter Gay hizo presa de él al comienzo de la guerra, aún está presente en él en 1915, a tenor del contenido de Guerra y muerte, algo que se advierte principalmente en el primero de los ensayos que conforman el texto. En el segundo, más reflexivo y menos apasionado -menos visceral, se diría hoy-, donde Freud examina la relación de los hombres con la muerte, parece distanciarse relativamente de la guerra en curso para centrarse en el origen de las dos pasiones que operan en la dimensión del ser, y que encierran el enigma del mal: el odio y el amor, que a su vez condicionan la actitud de los hombres ante la muerte. Un año después, un Freud manifiestamente decepcionado por la marcha de los acontecimientos y consecuente con su propia teoría acerca del salvajismo primitivo que pervive en el hombre moderno, no atribuye la catástrofe bélica exclusivamente a las decisiones tomadas por un puñado de ambiciosos y farsantes inmorales, como él los califica, sino que extiende la responsabilidad a los millones de seguidores que han actuado como sus cómplices. ¿Quién puede, se pregunta, «romper lanzas para sustentar la ausencia de maldad en la constitución anímica del hombre»?12

III

Entre los recursos a los que históricamente ha apelado el hombre para combatir el miedo a la muerte -y al dolor de existir, dirá Lacan-, a lo irrepresentable de la muerte propia y al dolor experimentado por la desaparición de los seres amados, la imaginería religiosa ocupa un lugar privilegiado. La muerte como el mal mayor infligido al enemigo en la lucha por la supervivencia entre grupos hostiles estaba considerada como justa y merecida por el hombre prehistórico, y es dudoso que en los comienzos esa violencia le generase un sentimiento de culpa, algo que habría de sobrevenir mucho más tarde. En cambio, la pérdida de los seres queridos -porque si bien el odio fue primero, la aparición del amor no pudo ser mucho más tardía- marcó una diferencia con la muerte del Otro, del enemigo. Dado que la muerte de las personas próximas dejaba un vacío y una añoranza, los sobrevivientes buscaron sustituir la ausencia de respuesta acerca del misterio de la muerte mediante la invención de los espíritus, a veces benévolos, a veces demoníacos, portadores del mal. Freud -poco amigo de la filosofía y de los filósofos- dirá que a esta confrontación con la muerte del prójimo/próximo se debe la emergencia de la interrogación del hombre primordial sobre el hecho de la muerte, y no a una supuesta preocupación intelectual y abstracta. Curiosamente, también parecía verificarse la presencia de la culpa cuando la muerte afectaba a aquellos a quienes se amaba y añoraba, lo que para Freud era una constatación de que ese sentimiento «asedia a la humanidad desde tiempos primordiales, y que en muchas religiones se ha condensado en la aceptación de una culpa primordial, un pecado original (que) es probablemente la expresión de una culpa de sangre que la humanidad ha echado sobre sus espaldas».13 Esto explicaría por qué la culpa está igualmente presente cuando la muerte afecta a las personas más cercanas, en tanto estas son al mismo tiempo ajenas y odiadas, unos extraños y unos enemigos que despiertan en el sujeto emociones ambivalentes. Freud hace un recorrido del significado de la expresión alemana unheimlich como sinónimo de algo terrorífico, amenazador, por oposición a heimlich, algo que resulta cercano, familiar, próximo; y llega a la conclusión de que el significante heimlich tiene una carga de ambivalencia que le lleva a coincidir con su opuesto, unheimlich, así como la palabra hassliebe expresa al mismo tiempo amor y odio.

La ambivalencia de las palabras se corresponde con la del propio sujeto, que lleva en sí lo que los griegos llamaban kakon, ese mal interior o ideal de malignidad que en ocasiones se expresa a través de la agresividad o directamente como un pasaje al acto, o que permanece sofocado -sublimado- debido a múltiples factores. Al margen de que los griegos fueran o no humanistas -Heidegger negaba que lo fueran-, en el sentido que se atribuye actualmente a este concepto, hay un pensamiento griego sobre el mal, y buena parte de él se expresa a través de la tragedia, como ha observado Bernard Sichere, y como se puede comprobar en las obras de Esquilo y de Sófocles. Ese pensamiento griego acerca del mal «si no es un valor o una calificación del juicio moral que pueda oponerse al bien en la carta tranquila de la razón práctica, ello se debe a que el mal es ese enigma que persiste en el corazón de cada hombre así como en el fundamento del vínculo social» [...] Para ellos «el mal se designa principalmente como lo extraño, pero ese carácter extraño ha de situarse a la vez en el interior y en el exterior, es al mismo tiempo ese afuera peligroso delimitado por una frontera que no debe pasarse, y la virtualidad permanente que amenaza desde dentro...».14 En cualquier caso, la complejidad del pensamiento griego sobre el mal está estrechamente vinculada al paganismo y a la relación que tenían con los múltiples dioses del Olimpo, unas divinidades hechas a imagen y semejanza de los seres humanos -unos dioses tal vez demasiado humanos en opinión de García Gual-, que no acongojaban la vida de sus creyentes con castigos excesivos, que se mezclaban con ellos, copulaban y procreaban. Así como Platón opinaba que la diferencia entre las buenas y las malas personas radicaba en el hecho de que las primeras se limitaban a imaginar lo que las malas llevaban a la práctica, Freud dirá que así como el hombre primordial mataba a sus enemigos despreocupadamente, el hombre moderno asesina constantemente en su inconsciente a todos aquellos que le suponen un obstáculo a su deseo. No ejecuta el acto, tan solo lo piensa y lo desea. A través de las distintas épocas los hombres se han engañado con la ilusión de que en el transcurso del proceso civilizatorio la sociedad ha hecho suyos unos principios morales, unas reglas de comportamiento que sus miembros asumen y respetan sin necesidad de ser coaccionados; sin embargo, el empuje al goce -ese lugar donde se unen la libido y la pulsión de muerte- y la prepotencia de lo real conspiran permanentemente contra la convivencia pacífica y el despliegue armónico de los lazos sociales.

Las tendencias antisociales y anticulturales están presentes en todos los seres humanos -escribe Freud en El porvenir de una ilusión-, y poseen en un determinado número de personas la suficiente fuerza como para determinar su comportamiento social, sin que la educación y en general el progreso de la cultura sean suficientes para dominarlas por completo. Esta obra es mucho más que un debate sobre el origen y la funcionalidad social de la religión con el interlocutor imaginario que el propio Freud se ha inventado. Es una indagación sobre un conjunto de problemas culturales, un tema que ya no abandonará, y en el que la religión ocupará un lugar relevante en oposición al pensamiento racional y a la ciencia; en tanto creencia sustentada en la fe, la religión era para él una ilusión fundada sobre la sensación de desvalimiento infantil y la añoranza del padre, de la que «cabría pensar que, por el carácter inevitable y fatal de todo proceso de crecimiento, el extrañamiento respecto de la religión debe consumarse y que ahora, justamente, nos encontraríamos en medio de esa fase de desarrollo».15