· 1. El patinazo social de Sophie ·

Londres, Junio, 1833

Si la condesa de Liverpool no hubiera sido una ferviente admiradora de las criaturas acuáticas, quizá todo habría sido diferente.

Tal vez entonces nadie hubiera sido testigo de los acontecimientos del 13 de junio en la legendaria fiesta que ofreció para celebrar el final de la temporada de 1833. Quizá Londres se hubiera sentido feliz hablando de la miríada de anfitriones que se propagarían como escarabajos por los campos británicos a lo largo del idílico verano.

Quizá.

Pero un año antes, la condesa de Liverpool había recibido de regalo media docena de carpas naranjas y blancas que se decía que eran descendientes directas de los venerados Shoguns de Japón. Sophie consideraba que la historia era totalmente inverosímil y que Japón seguía estando muy aislado del resto del mundo, pero lady Liverpool se sentía muy orgullosa de sus mascotas y las cuidaba con una pasión casi enfermiza. Seis se habían convertido en dos docenas y la fuente en la que vivían aquellas criaturas había dado paso a un lugar que solo podía describirse como un estanque.

Sin embargo, los peces habían despertado la imaginación de la condesa, y la soirée veraniega de los Liverpool tuvo como tema un extraño mundo chino a pesar de que la condesa sabía todavía menos sobre China que sobre Japón. De hecho, cuando los saludó, iba envuelta en una elaborada y diáfana seda blanca y naranja con la que pretendía evocar a sus preciadas carpas.

—Por lo que se ve, nadie sabe nada sobre Japón —les dijo, explicándoles su razonamiento—. Los japoneses son muy reservados, lo que los hace poco divertidos para una fiesta temática. Sin embargo, China está tan cerca… que es casi lo mismo.

Cuando Sophie le dijo a la condesa que ambas culturas no se parecían en absoluto, esta soltó una risita y agitó un brazo cubierto por aletas de seda.

—No se preocupe, lady Sophie. Estoy segura de que en China también hay carpas.

Sophie había lanzado a su madre una mirada desesperada al escuchar aquellas ignorantes palabras, pero esta no se dio por enterada. Durante semanas, Sophie había insistido en que China y Japón no eran lo mismo, aunque nadie la había escuchado. Su madre estaba demasiado agradecida por que las hubieran invitado a un evento tan exclusivo. Después de todo, las hermanas Talbot no solían frecuentar tales acontecimientos.

Tanto ellas como el resto de la aristocracia se habían ataviado con una enorme variedad de brocados, cada uno más elaborado que el anterior, de tonos rojos y dorados, y se habían cubierto la cabeza con extravagantes sombreritos que habían mantenido ocupadas a todas las modistas de Londres en cuanto se empezaron a recibir las invitaciones.

Sophie, sin embargo, se había resistido ante la insistencia de su madre a participar en la farsa y, para consternación de su familia, su atuendo era de un ordinario amarillo pálido.

Y así fue como aquel precioso día de mediados de junio, lady Liverpool se fijó en la pobre y poco interesante Sophie —que no era la más hermosa, la más loca ni la que mejor tocaba el piano de las Talbot— y le sugirió que quizá le gustaría ver las nuevas carpas en un entorno adecuado.

Sophie aceptó tan contenta la oferta, agradeciendo poder alejarse de la fiesta repleta de aristócratas y de sus intensas miradas, que tanto ella como su familia evitaban siempre que podían. Después de todo no había una mirada tan penetrante como aquella que fingía eludir el objeto de su curiosidad. Y eso era particularmente cierto cuando los objetos en cuestión eran imposibles de ignorar.

Las miradas habían seguido a las jóvenes Talbot desde que comenzaron a ser presentadas en sociedad —cinco hermanas en cuatro años—, y cada una fue peor recibida que la anterior, mientras las invitaciones habían ido disminuyendo cada temporada que pasaba.

Sophie siempre había deseado que su madre abandonara ese sueño de querer que sus hijas fueran aceptadas en la sociedad, ya que era algo que jamás ocurriría. En consecuencia, Sophie estaba allí, ocultándose como podía en los ornamentados jardines de los Liverpool, fingiendo no estar escuchando los insultos que lanzaban contra sus hermanas con tanta regularidad que ya no suponían ninguna novedad.

Así fue como, con no poco alivio, Sophie siguió las instrucciones de su anfitriona y se dirigió al legendario invernadero de los Liverpool, una enorme construcción de vidrio donde se podía admirar una impresionante variedad de flora, que prometía no proporcionar ningún chisme.

Buscó en su interior el estanque de peces, caminando entre los limoneros, que crecían exuberantes en macetas, y los impresionantes helechos, hasta que oyó unos sonidos: una especie de gritos rítmicos e inquietantes, como si alguna pobre criatura estuviera siendo torturada entre los rododendros.

Convencida de que la criatura en cuestión necesitaba claramente ayuda, se acercó a investigar. Por desgracia, cuando encontró el origen de los ruidos, se hizo muy evidente que la mujer en cuestión no necesitaba asistencia.

Ya la estaba recibiendo.

Del cuñado de Sophie.

Es preciso anotar que la mujer no era su hermana.

Razón por la cual, después de recuperarse de su conmoción inicial, se sintió con todo el derecho de interrumpir.

—Excelencia… —pronunció con voz firme y clara, rompiendo el silencio con el desprecio que sentía por ese hombre y por el mundo que le había otorgado tanto poder.

La pareja se quedó inmóvil. Una bonita cabeza rubia apareció por detrás del brazo de su cuñado, cubierto con una pagoda de seda roja de la que colgaban multitud de borlas doradas, unos grandes ojos azules se clavaron en ella parpadeando.

El duque de Haven no se dignó siquiera a mirarla.

—Vete.

Sin duda, no había nada en el mundo que Sophie odiara más que la aristocracia.

—¿Sophie? Mamá está buscándote… Ha interceptado al capitán Culberth en el campo de croquet, pobre hombre, está a punto de matarlo con ese enorme abanico que ha insistido en llevar. Debes ir a rescatarlo.

Sophie cerró los ojos al escuchar aquellas palabras, deseando no haberlas oído. Deseando que la persona que las acababa de decir estuviera a mucha distancia. Se dio la vuelta para detener el avance de su hermana.

—No, Sera…

—¡Oh! —Seraphina, duquesa de Haven, de soltera Talbot, se detuvo en seco cuando dobló la esquina hacia el bosquecillo de plantas en maceta, percibiendo la escena con las manos sobre su vientre, que sobresalía ligeramente donde crecía el futuro duque de Haven—. ¡Oh! —Sophie percibió la sorpresa en la expresión de su hermana al asimilar la escena, que fue seguida con rapidez por otra de tristeza y luego una de fría calma—. Oh… —repitió.

El duque no se movió. No miró a su esposa, a la madre de su futuro hijo. En su lugar, empujó con una mano la cabeza de rizos rubios y habló con la boca pegada al cuello de su amante.

—He dicho que os vayáis.

Sophie miró a Seraphina, que se irguió en toda su altura y trató de ocultar todas las emociones que debía estar sintiendo. Que Sophie no pudo evitar sentirlas con ella. Deseó que su hermana dijera algo. Que luchara por sí misma. Por su hijo no nacido.

Pero Seraphina se dio la vuelta.

Sophie no pudo reprimirse más.

—¡Sera! ¿No piensas decir nada? —La mayor de las Talbot sacudió la cabeza. Aquel movimiento de renuncia hizo que Sophie se viera atravesada por una sacudida de ira e indignación que la impulsó a volverse hacia su cuñado—. Si no lo hace ella, lo haré yo. Eres un pomposo asqueroso. Un ser deleznable y repugnante.

El duque le dirigió una mirada desdeñosa.

—¿Debo continuar? —espetó Sophie.

La rubia jadeó entre los brazos de su cuñado.

—¡Por favor! No se puede hablar a un duque de esa manera. Es una terrible falta de respeto.

Sophie resistió el impulso de arrancar el ridículo sombrerito de la cabeza de aquella mujer y pisotearlo.

—Tiene razón. Soy la única que está faltando el respeto en este momento —ironizó.

—Sophie… —susurró Seraphina. Sophie percibió la urgencia en aquella palabra, como si quisiera impulsarla fuera de la escena.

El duque emitió un largo suspiro, soltó a la dama en cuestión, le bajó la falda y le indicó que se levantara del lugar donde estaba sentada.

—Vete…

—Pero…

—He dicho que te vayas.

La mujer sabía lo que le convenía y obedeció al instante, enderezando sus borlas y alisándose las faldas antes de desaparecer.

El duque se volvió hacia ella, todavía abrochándose los pantalones. Su duquesa apartó la mirada; Sophie no. De hecho, se puso delante de su hermana como si así pudiera proteger a Seraphina de aquel terrible hombre con el que se había casado.

—Si piensas que vas a asustarnos con tu vulgaridad, puedes ir olvidándolo.

Él arqueó una ceja.

—Claro, vuestra familia está acostumbrada a la vulgaridad.

Las palabras querían ofender, y lo hicieron.

La familia Talbot era el escándalo de la aristocracia. El padre de Sophie y Seraphina era un conde de nuevo cuño, hacía solo una década que había recibido el título del rey. A pesar de que su padre nunca había confirmado los rumores, era creencia común que había sido la fortuna que Jack Talbot había hecho con el carbón lo que había comprado el título. Algunos decían que lo había ganado en una partida de faro y otros que era el pago por haberse hecho cargo de una deuda particularmente embarazosa del rey.

Sophie no lo sabía y tampoco le importaba demasiado. Después de todo, el título de su padre no tenía nada que ver con ella; jamás hubiera elegido relacionarse con el mundo aristocrático.

De hecho, habría elegido cualquier otro entorno antes que ese, donde la gente hablaba mal y se metía con sus hermanas. Alzó la barbilla y se enfrentó a su cuñado.

—Pues no parece importarte mucho gastar nuestro dinero.

—Sophie… —repitió su hermana, y esta vez su voz estaba cargada de censura.

Se sintió furiosa con Seraphina.

—No puedes defenderlo de ninguna forma. Es cierto, ¿verdad? Antes de casarse contigo, era pobre. ¿De qué sirve tener un ducado si no puedes mantenerlo? Debería arrodillarse para darte las gracias, venerar tu nombre.

—Le he dado mi apellido, ¿no es cierto? —El duque se estiró una de las mangas de la levita—. Estás loca si piensas que eso es factible. Le he presentado a vuestro padre a todos los inversores de la nobleza. Prospera gracias a mi buena voluntad. Y sí, me gasto el dinero con placer —escupió—, porque ser pescado por la puta de tu hermana me ha convertido en un hazmerreír.

Sophie contuvo el aliento al oír el insulto. Conocía las historias que circulaban sobre que su hermana lo había pescado, sabía que su madre había presumido ante todo el que quisiera escucharla de que su hija mayor se había convertido en duquesa. Pero no estaba dispuesta a soportar los insultos de ese hombre.

—Va a tener a tu hijo.

—Eso dice… —Pasó junto a ellas hacia la salida del invernadero.

—¿No crees que esté embarazada? —le dijo a su espalda, sorprendida, mirando a Seraphina con los ojos muy abiertos, que los observaba cubriéndose la pequeña curva de su vientre con las manos. Como si así pudiera proteger a su hijo de que el padre fuera un monstruo.

Cuando Sophie se dio cuenta de lo que quería decir realmente, siguió al duque.

—¿Dudas que el hijo sea tuyo?

Él se dio la vuelta y la miró con una frialdad llena de desprecio. Sin embargo, no tenía los ojos clavados en Sophie, sino en su esposa.

—Pongo en duda cada palabra que sale de sus labios mentirosos. —Sophie se dio la vuelta y miró a su hermana, alta, orgullosa y llena de fría reserva, salvo la lágrima que se deslizaba lentamente por su mejilla mientras observaba a su marido.

Y en ese momento, Sophie ya no pudo soportar más aquel mundo lleno de reglas, jerarquías y desdén. Ese mundo en el que no había nacido. Ese mundo que jamás habría elegido.

Ese mundo que odiaba.

Siguió a su cuñado con intención de vengar a su hermana.

Él se volvió, posiblemente porque llegó a sus oídos la desesperación con la que la llamó su hermana, o quizá porque oír a una mujer corriendo hacia él fue lo bastante extraño para sorprenderlo, o tal vez porque Sophie no pudo evitar expresar su frustración y su grito casi salvaje resonó en el recinto.

Lo empujó tan fuerte como pudo.

Si él no hubiera estado girando, ya desequilibrado…

Si no lo hubiera impulsado con tanta fuerza…

Si el suelo que él pisaba no hubiera estado resbaladizo por el minucioso trabajo realizado por los jardineros a primera hora del día…

Si la condesa de Liverpool no hubiera adorado sus carpas…

—¡Pequeña arpía! —gritó el duque desde el punto donde aterrizó, en el centro del estanque, con las rodillas dobladas, el pelo mojado pegado a la cabeza y los ojos llenos de furia. En su expresión había una muda promesa—. ¡Te destruiré!

Sophie respiró hondo. Supo con absoluta certeza que ya, de perdidos, al río, así que puso los brazos en jarras, se acercó al borde del estanque y bajó la mirada a su normalmente imponente cuñado.

No lo era tanto en ese momento.

Sonrió, incapaz de reprimirse.

—Inténtalo.

—Sophie… —dijo una vez más su hermana con tono de consternación y pesar.

—¡Oh, Sera! —la consoló, volviéndose hacia ella con una sonrisa mientras ignoraba los catódicos gritos de su cuñado—. No me digas que no has disfrutado un poco.

Hacía muchísimo tiempo que Sophie no tenía un momento tan agradable en Londres.

—Sí que lo he hecho —musitó su hermana—, pero, por desgracia, no soy la única.

La duquesa le indicó que mirara por encima del hombro. Cuando se volvió, con cierto temor, se encontró a casi la totalidad de la aristocracia londinense mirándola desde el otro lado de la enorme pared de cristal del invernadero.

La vergüenza cayó sobre ella como un rayo.

No importaba que su cuñado se mereciera ser humillado, tener la ropa empapada y las botas arruinadas. No importaba que cualquier hombre que alardeara de sus aventuras sexuales ante su esposa embarazada y su cuñada soltera fuera un animal de la peor calaña. No importaba que fuera él, y solo él, el que había hecho algo escandaloso.

A los duques les resbalaban los escándalos.

Sin embargo, a las hermanas Talbot se les pegaba a la piel como la miel a la crin de los caballos.

Desde que Jack Talbot se había convertido en el conde de Wight, todo Londres había dirigido su atención y su desprecio a la numerosa y poco refinada familia, aquella gente nada aristocrática que había llegado para quedarse. Que la fortuna del nuevo conde procediera del carbón daba lugar a chistes fáciles, por lo que recibían el apodo de las sucias Talbot, en lo que Sophie suponía que consideraban una ocurrencia inteligente, dado que los nombres de las cinco hermanas comenzaban por «S»: Seraphina, Sesily, Seleste, Seline y Sophie.

Aunque Sophie prefería que las llamaran «las sucias Talbot» que de otra manera mucho menos halagadora, si cabe, que se susurraba en los bailes y salones de té, y especialmente en los clubes de caballeros. Ese otro apodo era una advertencia: aunque Seraphina hubiera pescado al duque perfecto, aunque el dinero hubiera comprado el condado, la casa en Mayfair, los hermosos (y extravagantes) vestidos, los caballos perfectos y los carruajes llenos de detalles dorados, ellas jamás poseerían la sangre adecuada ni lo necesario (se casaran con quien se casaran) para pertenecer a los círculos de la nobleza.

Eran las peligrosas Talbot.

La etiqueta se veía corroborada porque tres de sus hermanas no estaban casadas; cada una de ellas era cortejada de forma extravagante con un pretendiente igual de extravagante. Sus noviazgos rayaban el escándalo y estaban siempre a punto de romperse. Sesily era conocida por ser la musa de Derek Hawkins, reconocido artista, estrella y propietario del Hawkins Theater. Hawkins poseía todo lo que uno podía imaginar, salvo un título, y eso era suficiente para conquistar el corazón de Sesily. Sin embargo, Sophie no entendería nunca, ni muerta, qué veía su hermana, o cualquier otra persona de la sociedad, en aquel insufrible hombre.

Seleste mantenía una irregular, pública y profundamente emocional relación con el muy guapo (y por desgracia empobrecido) conde de Clare. Era la pareja más dramática que se podía imaginar; discutían en los salones de baile, donde con frecuencia se desmayaban uno en los brazos del otro. Seline, la segunda hermana más joven, estaba siendo cortejada por Mark Landry, el propietario del Criadero de Purasangres Landry, que estaban haciendo que Tattersall’s, el organismo que controlaba los pedigrís de los caballos, multiplicara su dinero. Landry era grosero y vulgar, no poseía ni una gota de sangre azul, pero si se casaba con Seline, esta se convertiría, sin duda, en la más rica de las cinco hermanas.

Tales noviazgos estaban de forma constante en boca de todo el mundo, suscitando todos los comentarios imaginables. Y las hermanas Talbot adoraban ese escrutinio, por lo que cada una de ellas se esforzaba por ser la que acaparara las páginas de los escándalos de sociedad, a pesar de la consternación de su madre. Las Talbot florecían bajo la censura de la sociedad, cada crítica que suscitaban en una dama las conducía a un comportamiento todavía más extravagante.

Todas, menos Sophie. Ella, la menor de las Talbot de veintiún años, siempre había intentado evitar el escándalo. Pensaba que era porque le importaban muy poco la sociedad, sus reglas y opiniones y, de alguna manera, la sociedad parecía haberlo entendido.

Pero ahora que el duque de Haven estaba en el agua del estanque, con varias plantas acuáticas pegadas a los pantalones antes impecables, parecía que la sociedad ya no estaba interesada en dejar en paz a Sophie Talbot, que hasta ese momento era considerada «la tranquila» de las peligrosas Talbot.

Sophie notó que le ardían las mejillas, pero intentó mantener la cabeza alta mientras salía del invernadero, deteniéndose en la puerta para escudriñar a la multitud. No faltaba nadie: duquesas, marquesas y condesas la miraban desde detrás de los abanicos que agitaban entre susurros como las cigarras que poblaban el empalagoso aire veraniego. Sin embargo, la respuesta de esas damas a sus acciones no era lo más impactante, ya había sido testigo de los chismes femeninos y cómo alimentaban los escándalos durante años.

Fueron los hombres.

Por lo que ella había visto, los caballeros de Londres se preocupaban poco de los chismes, dejando ese tema a sus esposas y concentrando sus pensamientos en otras diversiones más viriles. Pero, al parecer, no se comportaban así cuando el difamado era uno de los suyos. Los condes, marqueses y duques, así como todos los demás títulos venerables, la miraron con una inequívoca censura.

Repugnancia que se solía describir a menudo como frialdad, pero que en ese momento era tan ardiente como el sol. Sophie levantó la mano sin pensar, como si así pudiera bloquear todo aquel calor.

—¡Sophie! —Su madre se precipitó hacia delante con una amplia sonrisa y un tono lo suficientemente elevado como para provocar los susurros de los asistentes a la fiesta. La condesa llevaba un vestido de color escarlata, que ya habría resultado escandaloso si no estuviera acompañado por una ridícula construcción a juego en la misma tonalidad que se cernía sobre su cara menuda, opacando su belleza con lo que ella consideraba que era la última moda china.

En ese momento, sin embargo, a lady Wight no le preocupaba su sombrero. Se abalanzó sobre su hija pequeña con una mirada que solo podía describirse como de pánico, seguida por las tres hermanas Talbot que no habían participado en la charada vestidas como extravagantes patitos.

—¡Sophie! —repitió la condesa—. ¡Has hecho una escena!

—Incluso van a pensar que eres una de nosotras —añadió Sesily secamente. Su impresionante escote amenazaba con reventar las costuras de la extravagante y ceñida túnica, se podría decir que resultaba casi estridente. Por supuesto, Sesily tenía el temperamento adecuado para lucir tal prenda y resultar tentadora—. Parece que Haven quiere matarte.

«Te destruiré…».

—Creo que lo haría si no tuviéramos tanto público —replicó Sophie.

—Por desgracia… —siseó su madre entre dientes.

Sesily arqueó una ceja al tiempo que se sacudía una mota invisible de su seno.

—Y si no estuviera tan mojado…

—No hace falta que enseñes los pechos, Sesily. Todas tenemos —añadió Seleste en tono irritado desde el otro lado de un velo de gasa de hilo de oro que le cubría la cara y el cuello, sujeto a una corona.

Seline se rio.

—¡Chicas! —advirtió la condesa.

—Ha sido realmente fantástico, Sophie —aseguró Seline—. ¿Quién iba a imaginar que hicieras tal cosa?

Sophie lanzó una mirada mordaz a su hermana más cercana en edad.

—¿Qué quieres decir?

—Este no es el momento, chicas —intervino su madre—. ¿No ves que esto podría arruinarlo todo?

—Tonterías —repuso Sesily—. ¿A cuántas amenazas de ruina vamos a tener que enfrentarnos antes de que vean que somos como los gatos?

—Incluso los gatos tienen un número limitado de vidas. Hay que reparar este daño. De inmediato —dijo la condesa de Wight antes de recordar dónde estaban: ante los ojos de todo Londres—. ¡Todos hemos visto lo que ocurrió! —dijo entonces, lo suficientemente alto para que todos la oyeran—. ¡Su pobre excelencia!

Sophie se quedó inmóvil, sorprendida por las palabras.

—¿Su pobre excelencia?

—¡Sí, por supuesto! —Por increíble que resultara, la voz de la condesa subió una octava.

Sophie parpadeó.

—Es mejor que le sigas la corriente —intervino Seline de forma casual mientras sus hermanas se amontonaban a su alrededor como enormes cormoranes dorados aficionados a aletear, balanceando todas las borlas—, o mamá se volverá loca por el miedo al ostracismo.

—No te preocupes —dijo Seleste—. Tampoco es como si alguna fuéramos a exiliarnos de verdad. No pueden con nosotras.

Sesily asintió moviendo la cabeza.

—Exacto. Adoran todas nuestras escenas. ¿Qué harían si los priváramos de ellas?

No iba del todo desencaminada.

—Llegaremos más lejos que cualquiera de ellos. Mira a Seraphina…

—Pero Seraphina está casada con un idiota, da igual lo apropiado que parezca —señaló Sophie.

—¡Sophie! ¡Esa lengua! —Parecía que su madre estaba a punto de desmayarse por el pánico.

Sus hermanas asintieron.

—Tendremos que evitar esas palabras —dijo Sesily.

—Está claro que resbaló y se cayó en el estanque —gritó la condesa con mucha desesperación, abriendo tanto sus ojos azules que Sophie llegó a preguntarse si no se le saldrían de las órbitas. Una imagen parpadeó en su mente: su madre persiguiendo por el cuidado césped sus globos oculares, con el extraño sombrero haciéndola caer de bruces, incapaz de soportar el peso.

«¡Menuda imaginación!».

No pudo reprimir la risa.

—Sophie —silbó la condesa entre dientes—. ¡No te atrevas!

La risita se transformó en un resoplido.

La condesa de Wight continuó con la mano contra el pecho.

—¡Pobre, pobre Haven!

Era más de lo que Sophie podía soportar. La risa no llegó a estallar porque fue sofocada por la ira. Su familia no había sido la misma desde que su padre recibió el título, desde que su madre era condesa y sus hermanas no solo eran ricas, sino damas ricas que obligaban a la sociedad a reconocer su presencia. Y, de repente, esas mujeres, a las que nunca había preocupado demasiado toda aquella parafernalia de los títulos y el dinero, se habían volcado en ambas cosas.

Nunca habían sido conscientes de la realidad, que las hermanas Talbot podrían casarse con la realeza y no serían bien recibidas en la sociedad. Que la aristocracia toleraba su presencia porque no podían arriesgarse a perder los consejos y la inteligencia del nuevo conde, ni las dotes que había proporcionado a sus hijas. El matrimonio era, después de todo, el negocio más floreciente de Gran Bretaña.

Y la familia de Sophie lo sabía mejor que nadie.

Adoraban el juego. Sus maquinaciones.

Pero a Sophie no le gustaba. No quería nada de eso. Nunca lo había querido. Durante su infancia había vivido perfectamente bien con el dinero y sin el título. Había jugado en las verdes colinas de Mossband, aprendiendo a hacer empanadas con su abuela en la cocina de la casa familiar porque eran la comida favorita de su padre. Había acudido al pueblo cercano a caballo para comprar carne o queso. Nunca había soñado que su marido tuviera título. De hecho, había imaginado un futuro razonable, casada con el hijo del panadero.

De pronto, su padre se convirtió en conde, y todo cambió. Hacía diez años que no pisaba Mossband, desde que su madre cerró la casa y establecieron su residencia en Mayfair. Su abuela ya no estaba, había muerto un año después de dejar la casa. Las empanadas eran consideradas una comida demasiado común para un conde. El carnicero y el quesero entregaban sus productos en la entrada trasera de la impresionante mansión familiar de Mayfair. Y el hijo del panadero… era un lejano y brumoso recuerdo.

Parecía ser la única de su familia que tenía problemas para adaptarse a ese mundo que nunca había deseado. Que nunca había pedido.

Parecía que no preocupaba a nadie que ella odiara todo eso.

Y así fue que en los jardines de los Liverpool, con todo Londres mirándolos, Sophie se cansó de fingir que era una de ellos. Que pertenecía a ese lugar. Que necesitaba su aceptación.

Tenía dinero. Y piernas para moverse.

Miró a sus hermanas, cada una de ellas bien equipada y segura de que algún día gobernaría el mundo. Y ella sabía que nunca sería así. Nunca disfrutaría provocando escándalos. Nunca querría ese mundo y las trampas que ocultaba.

Entonces, ¿por qué quedarse?

No era como si la sociedad fuera a darle la bienvenida a partir de ese día, ¿por qué no asumir el escándalo y decir la verdad por una vez?

Como decía su padre: «De perdidos al río».

Se volvió hacia ellos.

—Por supuesto. Es una parodia que su pobre excelencia haya degradado a nuestra hermana y que a mí no me quedara más remedio que vengar su honor, ya que ninguno de los mal llamados caballeros estaba dispuesto a hacerlo —dijo en un tono lo suficientemente elevado para que todo Londres lo escuchara—. Su pobre excelencia, de hecho, que se ha criado en este mundo al que ha engañado tanto como a sí mismo al ostentar un título de caballero cuando él mismo, y la mayoría de sus iguales, si soy sincera, es un patán. O algo mucho peor.

Su madre tenía los ojos desencajados.

—¡Sophie! Las damas no dicen esas cosas.

¿Cuántas veces la habían advertido que no se comportaba como una dama? ¿Cuántas veces había intentando aparentar una imagen perfecta en ese mundo aristocrático que jamás la aceptaría? ¿Llegarían a darles la bienvenida si no fuera porque necesitaban su dinero?

—No te preocupes —respondió delante de todo el mundo—. Ellos tampoco piensan que seamos unas damas.

Sus hermanas se quedaron paralizadas.

—Sophie… —dijo Seline, en un tono de enorme incredulidad y no poco respeto.

—Bueno… qué inesperado… —añadió Sesily.

—¿Qué te he dicho sobre esa manía tuya de tener opinión? —siseó la condesa con un susurro—. ¡Estás arruinándote! ¡Y a tus hermanas contigo! ¡No hagas algo de lo que luego te arrepientas!

—Lo único que lamento es que el estanque no fuera más profundo —dijo Sophie, sin bajar la voz—. Y que no estuviera lleno de tiburones.

No sabía que esperaba que ocurriera en aquel momento; jadeos, tal vez. O silbidos. O agudos gritos femeninos. O incluso fuertes carraspeos masculinos.

Quizá tenía en mente un par de desmayos.

Pero no esperaba silencio.

No esperaba frío y exigente desinterés, o la forma en la que todos los asistentes a la fiesta le dieron la espalda y comenzaron hablar de nuevo como si ella no hubiera dicho nada. Como si no estuviera allí.

Como si, para empezar, nunca hubiera estado allí.

Lo que hizo que le resultara bastante fácil darles a su vez la espalda y alejarse.

· 2. La ilícita huída con Eversley pone furioso al conde ·

Sophie pronto descubrió que era un error dar la espalda a la sociedad en una fiesta.

Dejando a un lado lo obvio —aunque realmente verse arruinada no le preocupaba demasiado—, había otras cuestiones que resolver de forma inmediata. Una vez hubo mostrado su repulsa ante los asistentes a la fiesta, ya no podía quedarse en ella. De hecho, debía regresar a casa por sus propios medios aunque, la verdad fuera dicha, ocultarse en el carruaje de su familia le quitaría todo el dramatismo a su salida.

Eso, y que no estaba segura de que su madre no la asesinara si se la encontraba allí dentro. Necesitaba una ruta de escape que no implicara a los Talbot. Al menos hasta que estuviera dispuesta a disculparse.

Si es que llegaba a estarlo alguna vez.

Odiaba ese mundo, a esas personas y sus despectivas referencias a la grosería de las Talbot, al dinero de las Talbot, al título que había comprado su padre, al que había pescado su hermana. Odiaba cada una de aquellas caras con expresión prepotente, cómo se burlaban de su familia y de la forma en que vivían. La manera en que se comportaban, como si el mundo girara a su alrededor.

Los odiaba solo un poco más de lo que odiaba el hecho de que a su familia no le importara.

De hecho, parecían regodearse en ello.

No, Sophie no estaba dispuesta a disculparse por decir la verdad. Y no estaba preparada para asumir la forma desenfadada en la que sus hermanas defendían a la nobleza cada vez que les mencionaba sus preocupaciones.

Por eso, Sophie no se ocultó en el carruaje familiar, sino que se dirigió al límite más alejado de Liverpool House donde, mientras sopesaba su siguiente paso, estuvo a punto de caerle en la cabeza una enorme bota negra.

Levantó la vista a tiempo para evitar el siguiente proyectil en forma de Hessian, y observó con sorpresa y no poca estupefacción como una capa gris oscura y una larga corbata de lino seguían el mismo camino que el calzado por la ventana del segundo piso, quedándose esta última enredada en el rosal trepador que cubría una fachada de la casa.

Y justo después, hizo aparición un hombre.

Sophie abrió los ojos como platos cuando una larga pierna enfundada en unos pantalones surgió de la ventana, y un pie buscó apoyo en el enrejado. Luego vio la parte superior del cuerpo del hombre, cubierta con una camisa de lino blanco. Lo observó mientras se sentaba a horcajadas en el alféizar y estudió con atención el muslo musculoso y otra curva precisa que, aunque era igual de impresionante que el muslo, sabía que no debía fijarse en ella.

Siendo sincera, sabía que cuando un hombre pensaba bajar dos pisos por un rosal trepador era mejor fingir no ser testigo de la cuvartura de su entrepierna. Por su propia seguridad personal.

Aunque no era culpa suya que él hiciera ostentación de esa parte inapropiada y ella lo viera.

Entonces, otra pierna igual de bien formada pasó por encima del alféizar y el hombre comenzó a bajar por el enrejado como si tal cosa. Teniendo en cuenta su agilidad, Sophie imaginó que no era la primera vez que realizaba tal hazaña.

Él se dejó caer al suelo delante de ella y, cuando se agachó para recoger la ropa desechada, otro tipo asomó la cabeza por la ventana. Sophie abrió mucho los ojos al darse cuenta de que era el conde de Newsom.

—¡Maldito bastardo! ¡Me las vas a pagar!

—No, y lo sabes —replicó el hombre que acababa de aterrizar con elegancia, incorporándose en toda su impresionante altura, con la ropa y una bota en la mano, para estirarse y recoger la corbata del enrejado—. Pero imagino que tienes que decirlo igual.

El hombre de la ventana comenzó a soltar toda clase de ruidos ininteligibles antes de desaparecer.

—Cobarde… —murmuró el que acababa de bajar al tiempo que movía la cabeza. Luego se concentró en buscar la otra bota.

Ella se le adelantó, inclinándose para rescatar el elemento lanzado junto a sus pies. Cuando se enderezó, se lo encontró mirándola fijamente con una expresión que era mitad curiosidad mitad diversión.

Sophie respiró hondo.

Por supuesto. El hombre que acababa de escapar de las habitaciones superiores de Liverpool House era el marqués de Eversley. Al parecer había motivos para que perteneciera a los llamados «Canallas reales».

Más tarde, atribuiría su contundente «Es usted…» a la turbulencia emocional del día.

Y la amplia sonrisa junto con la elegante reverencia que él ejecutó, así como su: «Así es», a la arrogancia que lo precedía.

Ella apretó la bota contra el pecho.

—¿Qué ha hecho… —señaló el segundo piso de la casa con la barbilla— para merecer tal defenestración?

—¿Para merecer tal qué? —preguntó él arqueando las cejas.

Sophie suspiró.

—Defenestración. Arrojarse desde la ventana.

Él empezó a anudarse la corbata con expertos movimientos, moviendo las largas cintas de lino a uno y otro lado. Por un momento, ella se distrajo pensando que parecía no requerir un espejo ni un ayuda de cámara.

—En primer lugar, no me he tirado. Salí por voluntad propia. Y, en segundo lugar, cualquier mujer que usa la palabra «defenestración» es, sin duda, lo suficientemente inteligente como para adivinar lo que estaba haciendo antes de salir del edificio.

Él era todo lo que se decía. Escandaloso. Pecaminoso. Un absoluto sinvergüenza. Era todo aquello de lo que la sociedad le acusaba. Y encima lo celebraba. Igual que su cuñado. Y que muchos otros hombres y mujeres de la aristocracia británica. Un buen ejemplo de lo peor del mundo en el que había nacido. Y al que ella había sido arrastrada.

Lo odió al instante.

Alzó la bota en el aire y dio un paso atrás, alejándola de su alcance.

—Así que lo que dicen las páginas de sociedad sobre usted es verdad.

Él ladeó la cabeza.

—Hago todo lo posible para no leer las páginas de chismes, pero le garantizo que no es cierto todo lo que dicen de mí.

—Dicen que le gusta arruinar matrimonios.

Él se estiró las mangas.

—Falso. No toco a mujeres casadas.

En ese momento, la cabeza de una dama se asomó por la ventana de arriba.

—¡Está bajando!

La advertencia de que su oponente estaba acercándose para enfrentarse con él puso en marcha al marqués.

—¡Es mi señal! —Le tendió una mano—. Por maravilloso que esté siendo este encuentro, milady, necesito mi bota.

Sophie la sostuvo todavía más cerca del pecho, mirando hacia la dama.

—Es Marcella Latham.

La amante de Eversley era la prometida del conde de Newsom, aunque Sophie supuso que después de lo ocurrido ya no lo sería.

—¡Gracias, Eversley! —se despidió de él lady Marcella, agitando la mano alegremente.

Él la miró y le guiñó el ojo.

—Ha sido un placer, querida. Disfrútalo.

—Espero que no te importe que se lo diga a mis amigas.

—Espero con ansia tener noticias de ellas.

Lady Marcella desapareció por la ventana. Sophie pensó que aquella conversación era bastante extraña e… infantil, para tratarse de dos personas que acababan de ser atrapadas en una situación comprometida por su rico prometido.

Milady —insistió el marqués de Eversley.

Sophie le sostuvo la mirada.

—Ha estropeado su matrimonio.

—Lo cierto es que solo el compromiso. —Siguió con la mano extendida—. Por favor, mi bota.

Ella ignoró el gesto.

—Por tanto, sí toca a las mujeres que están comprometidas.

—Exacto.

—Supongo que es muy diferente —ironizó. ¿Es que ninguno de los miembros de la nobleza eran dignos de conocer?—. Es usted un sinvergüenza.

—Eso dicen.

—Un pícaro.

—Eso dicen —repitió él, mirando con atención por encima del hombro.

—Un hombre sin escrúpulos.

Una idea empezó a tomar forma.

Él la miró como si se fijara en ella por primera vez. Arqueó las cejas.

—Parece como si en vez de nariz tuviera las antenas de un insecto enorme.

Sophie se dio cuenta de que estaba arrugando la nariz, y aflojó el gesto.

—Lo siento —mintió.

—No importa.

Y allí, mientras lo miraba, vestido con sus galas de verano, sin una bota, Sophie se dio cuenta de que, odioso o no, en ese momento, él era precisamente lo que ella necesitaba. Si lograba soportar su presencia los tres cuartos de hora que tardaría en llegar a su casa.

—Va a tener que salir pitando si no desea encontrarse con lord Newsom.

—Me alegro de que lo entienda. Si me devuelve la bota, podré apresurarme. —Se adelantó a por el calzado, pero ella dio un paso atrás, poniéndolo fuera de su alcance—. milady —dijo con firmeza.

—Parece que está usted en una posición apropiada. —Sophie hizo una pausa—. O, tal vez, soy yo la que está en una posición apropiada.

Él entrecerró los ojos.

—¿Y qué posición es esa?

—La posición de negociar. —Él era su transporte a casa.

Llegó un grito desde la esquina de la casa y él miró hacia el lugar por donde, sin duda, estaba a punto de aparecer su enemigo, dándole a ella la oportunidad de escapar, con la bota en la mano, hacia la parte posterior de la propiedad. Allí, una hilera de árboles y la maleza ocultaban un muro bajo de piedra y, más allá, había una fila de carruajes esperando que sus propietarios abandonaran la fiesta para regresar a casa.

Él la siguió. Tenía que hacerlo, después de todo, ella tenía su bota.

Y él tenía un carruaje.

Era el trato ideal. Una vez protegida por los árboles, se volvió hacia él.

—Lord Eversley, quiero hacerle una propuesta.

Él arqueó las cejas.

—Mucho me temo que ya he cubierto el cupo de proposiciones por hoy, lady Sophie. E incluso yo sé que es mejor no verme involucrado en nada con una de las peligrosas Talbot.

Sabía quién era. Ella se sonrojó al oírlo, la rabia y la vergüenza pugnaron por el rubor de sus mejillas. Ganó la ira.

—¿Se da cuenta de que si fuera una mujer, le habrían expulsado de la sociedad hace años?

Él se encogió de hombros.

—Ah, pero no soy una mujer. Y doy gracias a Dios por ello.

—Sí, ya, pero otras personas no somos tan afortunadas. Algunas no disfrutamos de su libertad.

Sus miradas se encontraron, él parecía de repente muy serio.

—No sabe nada sobre la libertad.

Sophie no retrocedió.

—Sé que usted tiene más de la que yo nunca tendré. Y sé que sin ella, se debe recurrir a… —se interrumpió para buscar la palabra.

—¿A la vileza? —sugirió él con seriedad, tan rápido que Sophie casi hizo una pausa para considerarlo. Hasta que recordó que él era demasiado irritante para especular con lo que salía de su boca.

—Esto no es ser vil.

—Estamos juntos en una zona aislada, milady. Si tiene intención de que termine de la misma manera que terminó la relación de su hermana con su examante y ahora marido, es ser bastante vil.

De todas las cosas exasperantes que podía llegar a decir ese hombre, aquella era la peor. Sophie golpeó el suelo con el pie.

—Estoy realmente cansada de oír cómo mi hermana pescó al pobre Haven y le obligó a casarse con ella.

—Él no quería firmar con su hermana —repuso Eversley.

—Entonces no debería haber jugado con su tinta —aseveró ella.

Cuando él comenzó a reírse, Sophie cambió de idea: Eversley no era exasperante.

Era horrible.

—¿Lo considera divertido?

Él se llevó una mano al pecho.

—Perdón. —Pero la risita volvió a convertirse en una carcajada—. ¡Jugado con su tinta!

Ella frunció el ceño.

—Ha sido usted el que empezó.

—Pero usted lo ha transformado en algo perfecto. Se lo aseguro, si entendiera el doble sentido inherente a la metáfora, lo comprendería.

—Lo dudo.

—Oh, por su bien espero que se equivoque. No me gustaría pensar que usted no es divertida.

—¡Soy muy divertida! —dijo ella.

—¿De verdad? Usted es lady Sophie, la menor de las hermanas Talbot, ¿no?

—Sí.

—La muermo.

Ella dio un paso atrás ante la definición. ¿Eso era lo que decía la gente de ella? Odió la tristeza que le produjo. Vaciló. Se estremeció de temor al pensar que podía ser cierto.

—Estoy segura de que muermo ni siquiera es una palabra.

—Exactamente igual que defenestración.

—¡Defenestración sí que lo es! —protestó ella.

Él se balanceó sobre los talones.

—Si usted lo dice…

—Es una palabra —declaró con ímpetu antes de reconocer el brillo burlón en sus ojos—. Ah… Entiendo…

Él extendió las manos como si así demostrara su opinión.

—Muermo.

—Soy muy divertida —repuso ella sin convicción.

—No lo creo —refutó él—. Mírese. Ni siquiera se ha vestido acorde con el Lejano Oriente.

Ella frunció el ceño.

—Es un tema ridículo para una fiesta, y más cuando los que se disfrazan no poseen conocimientos ni interés por China.

Él sonrió.

—Tenga cuidado. Lady Liverpool podría oírla.

Sophie enderezó los hombros.

—Dado que lady Liverpool está vestida como un pez japonés, imagino que no le importarán demasiado mis razonamientos.

Eversley arqueó las cejas.

—¿Ha hecho una broma, lady Sophie?

—Solo es una observación.

Él chasqueó la lengua.

—Ya veo… Después de todo, es la muermo.

—Bien, creo que usted es desagradable. Y esa sí es una palabra que puede entender —aseguró.

—Es la primera mujer que piensa tal cosa.

—Estoy segura que no puedo ser la primera mujer en su sano juicio que conoce.

Eversley se rio. Su risa era un sonido cálido… extrañamente seductor. Agradable. Aprobador.

Alejó aquel pensamiento de su mente. No le importaba si él la aprobaba o no. No le importaba lo que pensara de ella. Como no le importaba lo que el resto de su estúpido, insípido y horrible mundo pensara de ella. Sinceramente, aunque toda la sociedad la considerara un muermo —hizo una mueca para sus adentros—, ¿por qué debía importarle? Era un medio para un fin.

—Ya he tenido suficiente —dijo ella, regresando al presente. Había sido testigo muchas veces a lo largo de su vida de cómo llevaba su padre las negociaciones y sabía cuándo había llegado el momento de hablar de forma franca para lograr un acuerdo—. ¿Puedo pensar que está marchándose de la fiesta?

La pregunta tomó a Eversley por sorpresa.

—Pues lo cierto es que sí. Me estoy marchando.

—Lléveme con usted.

—¡Oh, no! —soltó él al instante.

—¿Por qué?

—Hay muchas razones, muñequita. Y la más simple de las cuales es que no tengo intención de permitir que me pesque una de las peligrosas Talbot.

Sophie se puso rígida ante el apodo. La mayoría de la gente no se atrevía a llamarlas así a la cara, pero supuso que debía esperar que aquel hombre horrible sí lo hiciera.

—No tengo la menor intención de pescarlo, lord Eversley. Le aseguro que incluso aunque esa idea se me hubiera pasado por la cabeza, tras este encuentro… —agitó la mano para moverla entre ellos— la habría desechado. —Respiró hondo—. Tengo que marcharme de aquí. Estoy segura de que puede entenderlo, a fin de cuentas se encuentra en las misma situación.

Él se concentró en ella.

—¿Qué ha pasado?

Ella apartó la vista, recordando la fría mirada de la sociedad, la vil indiferencia.

—Nada importante.

Eversley arqueó las cejas.

—Si está en un bosque conmigo, querida, diría que sí es importante.

—Esto no es un bosque, sino una hilera de árboles.

—No está siendo demasiado amable a pesar de que me necesita.

—Yo no le necesito.

—Entonces deme mi bota y deje que me marche.

Ella la apretó con más fuerza contra su pecho.

—Necesito su carruaje, que es algo muy diferente.

—Mi carruaje no es un ente autónomo —repuso él.

—Solo necesito que me lleve a casa.

—Tiene usted cuatro hermanas, una madre y un padre. Que la lleven ellos.

—No es posible.

—¿Por qué?

«Por orgullo».

Bueno, desde luego no iba a decirle eso.

—Solo tiene que creer lo que digo.

—Una vez más, las mujeres de su familia no tienen una reputación capaz de engendrar confianza.

No fingió malinterpretarlo.

—Ah, ya, y usted es el vivo retrato de la respetabilidad…

Lo vio sonreír.

—No presumo de ser respetable, querida.

Estaba empezando a odiarlo.

—Estupendo. —Asintió moviendo la cabeza—. No me deja otra opción que recurrir a medidas extremas. —Él arqueó las cejas—. Lléveme con usted o perderá la bota.

Eversley la observó durante un buen rato en el que ella se obligó a permanecer inmóvil bajo su mirada. Trató de convencerse a sí misma de que no había notado el precioso color verde de sus ojos; la larga rectitud aristocrática de su nariz; la provocativa curva de sus labios.

No, no debía fijarse en ellos.

Tragó saliva ante el pensamiento, y él clavó los ojos en su garganta, donde se vio traicionada por el movimiento. Lo vio curvar los labios.

—Quédese la maldita bota.

A ella le llevó un momento recordar de qué estaban hablando.

Antes de que pudiera pensar una réplica adecuada, él atravesó los árboles hasta el muro, dirigiéndose hacia su carruaje con un pie descalzo.

En el momento en el que llegó al muro, donde se había detenido un enorme vehículo negro, de aspecto elegante, él se aproximó a los caballos. Sophie lo observó durante un buen rato, deseando que pisara algo incómodo. Parecía que estaba revisando los animales, comprobando arneses y riendas. Pero eso sería una tontería, dado que sin duda tenía una recua de criados para que lo hicieran.

Una vez que hubo inspeccionado a los seis caballos, Eversley se subió al carruaje, y Sophie vio que un joven lacayo cerraba la puerta con un chasquido antes de adelantarse para comprobar si el carruaje podía abrirse paso entre la multitud de vehículos.

Sophie suspiró.

El marqués de Eversley no sabía lo afortunado que era al haber sido bendecido con la libertad que traía aparejada el dinero y ser un hombre. Se lo imaginó acomodándose en el interior del carruaje, en la más pura imagen de la ociosidad aristocrática. Dispuesto a echar una siesta para recuperarse del esfuerzo que había realizado esa tarde.

Perezoso e inamovible.

Supo sin lugar a dudas que ya se había olvidado de ella. No imaginaba que él reservara demasiado espacio en su mente para recordar a gente insignificante, y menos, cuando, después de todo, había una corriente constante de mujeres en su vida.

Dudaba incluso que recordara a sus criados.

Miró fijamente al lacayo; no parecía tener suficiente edad como para ocupar ese puesto. Probablemente fuera solo un paje. El niño permanecía de pie junto a la fila de carruajes, viendo como los conductores ocupaban sus asientos lentamente y empezaban a cambiar y a mover los vehículos para que pudiera salir el carruaje de Eversley.

Mientras tanto, ella sentía que el ridículo le pesaba en la mano, resultado del dinero que guardaba en su interior. «Jamás salgas de casa sin llevar encima el dinero suficiente para salir de cualquier lío». Las palabras de su padre habían quedado grabadas a fuego en la mente de todas las hermanas Talbot (todas ellas damas poco aristocráticas que a menudo se encontraban en situaciones de las que solo podían librarse con una contundente ayuda económica).

Pero Sophie no era tonta, y sabía que lo que acababa de ocurrirle en Liverpool House era lo más parecido a un lío en lo que ella podría verse metida. No tenía ninguna duda de que su padre consideraría bien invertidos los fondos del ridículo si los gastaba en huir.

Se acercó al lacayo con decisión.

—Perdone, ¿señor?

El chico se dio la vuelta, sorprendido sin duda por encontrar a una joven a su lado, con una bota masculina en la mano. Pero hizo una rápida reverencia.

¿M-milady?

Era tan joven como parecía. Mucho más que ella. Sophie envió mentalmente una breve oración de agradecimiento al Creador.

—¿Cuánto tiempo cree que tardará en poder salir el vehículo? —preguntó ella en un tono que esperaba resultara natural.

El muchacho pareció agradecer aquella pregunta tan fácil de responder.

—No más de un cuarto de hora, milady.

Tenía que darse prisa.

—Dime —continuó—, ¿trabajas para el marqués?

Él asintió con la cabeza antes de bajar la mirada vacilante a la bota que ella sostenía en las manos.

—Hoy.

Sophie ocultó la bota detrás de su espalda, casi incapaz de reprimir la sorpresa.

—¿No llevas más tiempo?

Él negó moviendo la cabeza.

—Tengo un nuevo puesto. En el norte.

Una sombra de tristeza cruzó por su rostro. ¿Pesar, tal vez? Se agarró a ese clavo ardiendo, poniendo en práctica su idea antes de poder considerarla desde todos los ángulos.

—¿Te gustaría quedarte en Londres?

En ese momento, el chico pareció darse cuenta de que no debería estar hablando con una dama de la aristocracia y bajó la cabeza.

—Es un placer servir al marqués en donde sea que él lo requiera, milady.

Sophie asintió, moviendo la cabeza con rapidez.

Los sirvientes eran trasladados de una propiedad a otra con lamentable regularidad. No tenía ninguna duda de que a Eversley no se le había ocurrido nunca pensar que sus empleados podían no desear verse desplazados a su antojo. No parecía un hombre que se preocupara por los demás.

Así que Sophie no se sintió culpable en absoluto cuando puso el plan en marcha.