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A USTED

TAMBIÉN LE

HA PASADO

¡ADMÍTALO!

ANDRÉS GÓMEZ OSORIO

A USTED

TAMBIÉN LE

HA PASADO

¡ADMÍTALO!

 

 

 

 

 

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Foto cubierta: Think Stock Photos

 

© Andrés Gómez Osorio, 2011

© Intermedio Editores Ltda., 2011

     Calle 73 N.º 7-60, Bogotá

 

Primera edición: febrero de 2011

Segunda edición: enero de 2012

 

ISBN 978-958-757-304-6

 

Epub x Publidisa

 

Este libro no podrá ser reproducido, ni total ni parcialmente,

sin el previo permiso escrito del editor.

Todos los derechos reservados.

A Marisol (J Lo) y Andrés Contento (así se
 llama, en serio) que creyeron más en esto que yo.

De por qué mi mamita tuvo
que escribir el siguiente prólogo

Busqué al columnista Daniel Samper Pizano para que escribiera el prólogo. Leyó algunos artículos, pero dijo que no. Argumentó que se había negado para el mismo tema con algunos amigos y quedaría mal decirme que sí. Luego le escribí a Roberto Pombo, pero andaba muy afanado en la celebración de los 100 años de su periódico. Ni Mario Vargas Llosa, ni Gabriel García Márquez pasaron al teléfono, ¿qué tal las divas esas? Al final, pensé en el único ser humano que no me ha negado nada en la vida: mi mamita. Como siempre, me dijo que sí.

PRÓLOGO
Pues sí, mi hijo es el Rey

Un día fui con mi esposo a dejar a Andrés a sus clases de francés, en el centro de Bogotá: “Chao mi bebé, cuídate”, le dije por la ventana mientras él se alejaba. Justo en ese momento pasaba un indigente que pedía limosna, pero se detuvo asombrado por mi frase de despedida. Miró a Andrés de abajo a arriba —notablemente más alto que él—, con sus piernas largas y su barbilla sin afeitar. “¡¿Bebé?!”, preguntó con el ceño fruncido —confundido, escandalizado—. Se retiró olvidando que iba por monedas.

Cuando me preguntan cuántos hijos tengo, digo que son tres “bebés”: un angelito de 21 años, una muñequita de 23 y mi Rey de 27. No puedo verlos de otra manera.

Todo lo que hace Andrés me parece maravilloso. Me la paso hablando de él, digo que es físicamente muy lindo, brillante (no solo inteligente), que si yo tuviera su edad me enamoraría perdidamente de su encanto. En la oficina tengo convencidas a mis compañeras de que es EL PARTIDAZO. Grave error; algunas de esas atrevidas me llaman “suegra”. Leen su blog.

Andrés se burla de cualquier cosa que digo. De cómo hablo (también de cuánto hablo), de lo gorda que soy, de mi cabeza despeinada, de mis conversaciones incoherentes, de mi delirio de “opinitis”, de mis peleas sin sentido con mi esposo. Yo me río con él.

También me regaña cada vez que pago con tarjeta de crédito, porque fue testigo de un período de deudas impagables e ingresos insuficientes. Me reprende cuando percibe que le estoy mintiendo. También me mira mal cuando le hablo feo a mi esposo porque no lavó mis pantalones o porque no dejó lista mi toalla antes de bañarme: “¿Desde cuándo usted cree que tiene esclavo?”, me dice malhumorado. ¡Imagínense! No puedo pelearle a mi marido frente a él.

Es creído y terco. A veces, insoportable. No se le puede llevar la contraria porque se cree el papá de la casa. Es intolerante. Hace favores de mala gana y detesta que le den consejos cuando no los ha pedido. Les ha roto el corazón a varias novias y yo he llorado con una de ellas. Es, además, sumamente egocéntrico y convencido. Mi bebé se cree de verdad un Rey. Como un monarca sin posesiones, nos reclama porque no le proporcionamos un apellido influyente. También cuestiona que no le dejaremos una herencia que facilite su vida.

“Cuando tenga hijos, quiero que sean como yo”

Ha desarrollado una habilidad para ser gracioso y al mismo tiempo repartir verdades (sus verdades). Cuando ve a mi otro hijo sentado por horas frente al computador le dice: “Hermanito, si mi éxito te intimida, avísame para ser menos encantador y emprendedor. Yo haría eso por ti”. El angelito se ríe —conociendo sus chistes malos—, sacude la cabeza como diciendo “qué man tan bobo” y le contesta: “Madure brother”. Andrés se le mete debajo de las cobijas y le sugiere que duerman juntos a ver si le pega algo de su éxito.

Con la muñequita es más distante, tal vez por la resistencia de ella a dejarse mandar del hermano mayor. Quiere corregirla permanentemente: que no se duerma con el televisor prendido, que tienda la cama antes de irse, que no se lave los dientes en la ducha… También habla mal de sus novios —le caen gordos, ¡gordísimos!—, aunque en un par de ocasiones le ha puesto el hombro a ella para que llore. Al final le dice: “Ese man es un huevón. Lo que usted hizo fue quitarse un lastre de encima”. La muñequita lo admira.

Una de cada dos veces que comemos en familia, repite lo mismo: “Si hubiéramos restringido este hogar a solo tres integrantes (papá, mamá y Andrés, sin hermanos), estaríamos mejor. Este par son unas langostas que se han llevado buena parte de los recursos que hubieran sido exclusivamente para mí”. Su hermana replica, siguiéndole la corriente: “Mire Andrés, si nosotros no existiéramos, usted sería un niño mimado, bobo y aburrido”. El Rey no se da por vencido: “Yo no sé, pero sí estoy seguro de que cuando tenga hijos quiero que sean como yo. ¡Nunca como ustedes, parásitos!”. En ese punto, todos soltamos las cucharas y decimos en coro: “Aaaayyyy, Andrés, ¡qué bobo!”.

A la abuela le pregunta si no está frustrada porque solo uno de sus nietos salió con “temple de ganador”. A sus tías les pica la lengua diciendo que siente pesar por ellas, al no contar con la “fortuna” de un hijo como el que tengo yo. A sus primos les dice que es el “más chistoso” de la oficina. A sus primas les da el pésame por estar inhabilitadas para ennoviarse con él.

Sufría cuando Andrés anunciaba un artículo sobre sexo

Un día cualquiera empezó a escribir un blog. Mostraba con emoción los primeros tres, cuatro o cinco comentarios de lectores sin oficio. Su primera publicación fue acerca de esa exnovia que amó tanto, que se atrevió a olvidarse de él y a comprometerse con otro hombre. “No ha podido superar el despecho”, pensé. Luego escribió sobre las mujeres “sobre-perfiladas” que hacen sentir a los hombres como unos perdedores. Después ventiló sus intimidades de “metrosexual”. Acto seguido publicó un artículo burlándose de la pronunciación en inglés de su papá y de mis errores en castellano. También me reclamó frente a todos sus lectores por haberlo bautizado Jáiver.

De un momento a otro no paró de exhibir todo lo que vivía y percibía de sí mismo y de los demás. Describió lo grosera que es mi mamá y lo intensa que es mi hermana. Yo sufría cada vez que anunciaba un artículo sobre sexo, porque me daba vergüenza que mis compañeras de oficina se enteraran de las intimidades de mi hijo.

Andrés no tiene reparo en burlarse de él mismo y arrastrar a su familia en ese propósito. Aunque, a decir verdad, la familia es responsable de su imprudencia. Mis hermanos y sobrinos no tienen temas vetados. El Rey es producto de nosotros, sobre todo de mí. Así como yo me burlo de mi pelo enmarañado y de mi gordura, él ríe acordándose de lo inmundo que era en la Universidad o de cómo ha llorado cual quinceañera por mujeres que le han partido el corazón. Se jacta de ser hijo bastardo y haberse dejado conquistar por mi esposo (para terminar aceptándolo como su único padre). Aprendió a no sufrir con las adversidades ni a crearse dramas innecesarios.

Es tan egocéntrico que no teme confesar que lo intimidan las costeñas y que no tiene plata para casarse. Comparte experiencias —aún las más vergonzosas— sin traumas, sin resentimientos y con sentido del humor. De hecho, se adjudica anécdotas ajenas —tanto o más penosas que las propias—, con tal de hacer creíbles sus historias. Me gusta y me enorgullece porque siempre deja un mensaje de reflexión.

No puede haber fan más ciego que una madre. Soy su primera lectora y me devoro todos los comentarios que le hacen a sus artículos. Aplico mi “opinitis” para hacerle observaciones sobre sus textos (cuando me deja). Si antes era creído, ahora no hay quién se lo aguante, porque alguien cometió el error de ofrecerle la publicación de un libro con sus historias.

No lo culpo. Él es simplemente un niño que no se calla lo que piensa, engreído como tantos “culicagados” cuyo ego es alimentado por padres, como yo, que los hacen creer que tienen corona, a pesar de que les falte apellido.

SUFRIR COMO POBRE BRUTO Y
QUERER SER UN RICO EXITOSO

 

 

 

El dinero no hace la felicidad, ahora tengo 50 millones de
dólares, pero soy igual de feliz que cuando tenía 48 millones.

ARNOLD SCHWARZENEGGER

Yo era un patito feo, inmundo; ahora soy
un pato, a secas

Mis dientes eran individualistas y, en vez de pensar en grupo, cada uno creció ubicándose donde le venía en gana; usaba unas gafas tan gruesas como las de La Venganza de los Nerds; el corte honguito de mi pelo era vergonzoso.

Todos estos ingredientes, al parecer de forma, no solo hacían de mí un patito feo, sino también un ave sin vuelo, perdedora, condenada a caminar en la tierra y no a conquistar los cielos. Mis padres, en vez de decirme que me amaban, comentaban que me habían aprendido a querer con el tiempo. Yo le rezaba a Dios por las noches y le preguntaba: “¿De verdad soy tan feo?”. Él me contestaba: “Sí, querido hijo, pa’ qué te voy a decir mentiras”.

Dientes torcidos

La boca era mi mayor pena. Yo no sabía qué era peor a la hora de reírme: mostrar a esos anarquistas dientes o taparlos con la mano. En el primer caso hubiera sido un irrespeto con quien tuviera la mala suerte de verme frente a frente; la segunda opción era una desconsideración contra mí mismo porque hacía evidente lo acomplejado que era.

Practiqué miles de risas y sonrisas, en todos los ángulos e intensidades de carcajadas, a ver con cuál me iba mejor. Llegué a la conclusión de que mi única salida era usar siempre la expresión de La Monalisa.

Vino la ortodoncia, pero no en el colegio. Ese fue otro martirio, porque una cosa es aguantarse la vergüenza de los brackets en el bachillerato —donde todo acaba pronto— y otra cosa es soportarlo en la Universidad, porque allí se da esa importante transición del adolescente al hombre adulto, con todos su éxitos e inseguridades, además de ser un escenario en el que se espera un aumento significativo del número de “rumbeos” y parejas sexuales.

Además de lo terrible que se veían los dientes torcidos en medio de los vistosos brackets, me pusieron una especie de paladar. Es decir, no solo era molesto verme, sino también resultaba insoportable mi dicción. Recuerdo que —para colmo de males— ese semestre tuve clase de radio y me vi en la obligación de hacer informes. “Thi, companenos de da metha de dabajo; loth thaludo denthe da platha de than vintonino…”. Alguien decía que hablaba igualito al “lengüisopa” gato Silvestre (“me pareció oír a un lindo gatito”).

Gafas “culo de botella”

Tenía miopía. Los ojos se me veían diminutos a través de esos gruesísimos cristales que mis tíos llamaban “culos de botella”. Me los quitaba para las fotos, aunque no era suficientemente cuidadoso y siempre se alcanzaban a ver las gafas en mi mano izquierda. Mi mirada nunca encontraba la cámara fotográfica. Mientras todos los de la foto dirigían sus ojos con precisión al lente, yo me descachaba por cinco o siete milímetros y parecía el ciego del grupo.

Usar gafas era un ejercicio de miseria. Con frecuencia se caían los tornillos que unen los lentes con las patas del marco. Yo, que nunca he tenido estilo ni para comer fritanga, arreglaba el desperfecto atando hilos en donde debía ir el tornillo. Llegué incluso a ponerles algún tipo de masilla a esas esquinas, de manera que se veían dos grandes bolas a los lados.

Varias veces se me perdieron. No hay peor tortura. Si miraba hacia el piso, veía borroso a partir de la altura del ombligo. Para usar el computador tenía que aproximarme a 15 centímetros de la pantalla. ¡Coger bus era un parto! Esperaba que se acercara lo máximo posible, intentando leer en vano los letreros. Arrugaba los ojos, queriendo hacer la imagen un poco más nítida. Solo podía confirmar si era mi ruta cuando lo tenía a cuatro metros de distancia. En ese momento levantaba súbitamente el brazo, agitándolo con desespero, implorando para que se detuviera, pero ya era demasiado tarde. El conductor no me alcanzaba a ver. “Qué busetero tan ciego”, pensaba. Al final, pedía ayuda a otra persona en el paradero.

Peinado “vaginal”

Así lo llamaba mi abuela. Se refería a la definida línea que yo marcaba con excelente pulso en la mitad de mi cabeza, dividiendo el pelo en partes exactas. Mi corte era el honguito, que entonces estaba de moda. Yo veo esas fotos con horror y me digo a mí mismo: “Menos mal cambié de dealer”. Lo absurdo es que ese peinado me hacía sentir el tipo más sexy del mundo, el Johnny Depp colombiano.

Durante la Universidad, “reaccioné” y cambié el peinado “guiso” por uno “ñero”. Mi mal gusto seguía intacto. Lo que hice, con el pelo igual de largo, fue echármelo hacia adelante. Me mentía a mí mismo —y a los demás—. Juraba que me parecía a Paul McCartney, hasta que un día mis amigos me bajaron de la nube: “Deje de ser tan convencido; usted así es igualito a Yoko Ono. ¡Madure!”.

Era un intento desesperado por hacer que no se fijaran ni en las gafas ni en los brackets. En realidad, lo que hice fue convertirme en el perfecto feo. Sumen estas imágenes de abajo a arriba: boca de Terminator, ojos de nerd y el pelo del exvicepresidente Francisco Santos (quien, según Antonio Caballero, tiene peinado de señora gorda). Casi que parecía Betty la fea, pero sin flequillo (también conocido como “capul”, tal vez la burrada idiomática más popularizada en Colombia).

Tomé la decisión de no resignarme a ser inmundo. Así que ahorré para operar mis ojos y corregir la miopía; soporté el paso por la Universidad usando los brackets y fui disciplinado con el retenedor, incluso en mi primer año de trabajo. Para el pelo, solo hizo falta un corte de cabello razonable.

El proceso de “transformación”, más que un acto de vanidad, fue un primer paso para recuperar el amor propio. Hoy les puedo dar un mensaje a los feos del mundo: sí se puede. Tampoco se hagan falsas ilusiones: no llegarán a convertirse en cisnes, pero sí en aceptables y honorables patos, a secas, como yo.

Así se sufre una temporada sin trabajo,
sin novia ni plata pa’ viajar

Primero que todo, se lo imploro, no acuda a chistes obvios de autocompasión. No diga: “Estoy en vacaciones obligadas, jajajaja”. Los demás fingirán que les causa gracia, pero no es chistoso, créame.

Cuando le pregunten qué anda haciendo, admita que está sin trabajo y que no encuentra nada. Claro, el idiota que tiene al frente se sentirá incómodo ante la respuesta e intentará salvarse con una frase de cajón: “Ah, bueno, pero al menos está descansando”.

Asúmalo con dignidad, incluso si se quedó desocupado justo en momentos en que no tiene novia ni ahorró lo suficiente para irse de paseo y escapar de su inactiva rutina. Es una situación que algunos ilustran diciendo: “Se juntó el hambre con las ganas de comer... y con la falta de plata”. Las abuelas lo expresan de otra manera, tan ordinaria como sabia: “Uno ‘cagao’ y con el agua lejos”.

Las semanas uno y dos no son tan graves. En mi caso, hice vueltas de banco, mandé unas últimas hojas de vida, llamé a mi listado completo de contactos y me reuní con todos los que pude, para “saludarlos” y pedirles de paso que me avisaran si sabían de algún trabajo. Son ese tipo de encuentros que uno inicia con un: “Uy, por fin se dejó ver”; y termina con un: “No se pierda”. Qué mentira.

 

Me daba la medianoche viendo The Film Zone

 

Intenté hacer todas esas cosas que antes no hice por “falta de tiempo”. Me propuse leer un libro. Encontré El ingenioso hidalgo, don Quijote de la Mancha. Me animé a abrirlo por la divertida carátula de un viejo panzón sobre un burro y de un caballero anoréxico con armadura. Arranqué: “En un lugar de la Mancha..., de cuyo nombre... acordarme” zzzz..., zzzz..., zzzz.... Qué sueño.

Las once de la mañana se volvieron las once de la madrugada, porque era lo más temprano que podía levantarme luego de trasnochar viendo capítulos repetidos de Los Simpsons y uno que otro programa sobre relaciones de pareja en The Film Zone, casos eróticos de la vida real (me di cuenta que Cinemax entró en la misma onda). Eventualmente me despertaba una llamada a las diez de la mañana y yo hacía mi mejor esfuerzo para aclarar la voz y no sonar a recién levantado, pero era una tarea imposible; todos se daban cuenta: “¿Estabas durmiendo?”, preguntaban. Me resistía a aceptarlo: “Nooooo, para nada...”.

El tema se vuelve una pesadilla a partir de la semana tres. Es como protagonizar esa película en la que cada día se repite de manera idéntica al anterior. La espalda me duele de tanto dormir, siento vergüenza de verme a plena luz del día en pijama y despelucado; me baño antes de que lleguen mis hermanos de la Universidad o del trabajo. Ahora son las dos de la tarde y me toca desayunar-almorzar pidiendo un domicilio; lavo la loza para que en mi casa crean que al menos eso hago; veo televisión (cualquier serie vieja, porque el Canal Caracol decidió de manera insensata acabar con Padres e Hijos). Es de noche y llegan mis padres; él me saluda con frialdad y mirándome como si fuera un parásito, una sanguijuela que se alimenta de su sangre; mi mamita sí me sigue llamando Rey y hasta me sirve comida, a pesar de que sabe que no hice nada en todo el día. Es la medianoche y ahí estoy, otra vez, viendo The Film Zone.

En ese nuevo y extraño mundo, que resulta ser mi propia casa, me doy cuenta de detalles que había dejado pasar inadvertidos. La tienda del barrio se ve muy distinta de día. Mi hermano, cuando llega de estudiar, se sienta por horas frente al computador. Mi hermana, cuando regresa de trabajar, habla sin parar por teléfono como si aún tuviera 15 años. Pensaba que mis padres ya no discutían, pero descubrí que lo siguen haciendo a diario.

Por unos días, mi abuelita fue mi mejor amiga

Las jornadas son extenuantes (porque, en serio, produce fatiga no hacer nada). Espero con ansias el fin de semana para salir con algunos amigos y amigas. Procuro que ellos me inviten. Vuelven las conversaciones incómodas acerca de qué estoy haciendo. No me acerco a las mujeres porque no puedo ofrecerles, ni siquiera, una aromática. El fin de semana se acaba muy rápido y vuelve el lunes... y el martes... y el lunes. Parece una broma de mal gusto. Nadie llama. Antes tenía que cargar la batería de mi celular a diario. Ahora, la pila me dura hasta tres días y solo me llegan mensajes de texto que dicen: “Hoy, ExtraTiempo Movistar”. Si tengo la suerte de salir el siguiente fin de semana, me encontraré con la difícil realidad de que no tengo nada nuevo para contar, excepto lo que hice el fin de semana pasado que salí.

¿A quién llamo? Por una par de semanas mi abuela se convirtió en mi mejor amiga. Siempre estaba disponible para mí. Teníamos tanto en común: sin trabajo, ni compromisos sentimentales y justo ella acababa de regresar de un viajecito, de manera que era toda mía. Pero no duró. Ella necesitaba un espacio para su propia vida social, con sus amigos viejitos. Me pidió que no la llamara más y me dijo que era un “intenso”.

Decidí que no me iba a dejar ganar de la situación. Era el momento de hacer ejercicio, retomar las clases de guitarra que nunca inicié con juicio. Era lunes, otra vez, y aunque ya había perdido medio día levantándome a las once de la “madrugada”, no era tarde para empezar a aprovechar todo el tiempo libre del que ahora disponía.

Fue entonces cuando recibí la llamada que esperaba: empezaría a trabajar la otra semana. Apenas había entendido el potencial que tenía mi “desocupe” y de un momento a otro me arrebataron mis horas y horas de tiempo libre. Me convencí de que, en todo caso, estaba en buen momento para incluir ciertos hábitos en mi vida, a pesar de que volvería al intenso ritmo de trabajo.

Alisté el reloj despertador para las ocho de la mañana, con la firme intención de levantarme a trotar. Antes de acostarme, agarré otro libro, esta vez algo más familiar, que ya había leído antes: “Muchos años después, frente al... pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano...” zzzz..., zzzzz..., zzzzz... Maldita sea, me quedé dormido. Otra vez, son las once de la “madrugada”.

La recursividad del ‘vaciado’

En esta selva donde reina quien tenga la billetera más abultada —y no la melena más frondosa—, ha surgido una especie como resultado de la evolución natural: el líchigus extremus. Es el nombre científico para referirse a quien hace parte de un círculo social que no puede costear, pero mantiene su membresía desarrollando ciertas habilidades que le permiten gastar mucho menos que los demás. Popularmente, es más conocido como el “líchigo”.

Recuerdo, por ejemplo, al tipo de la Universidad que no tenía plata para la gasolina del carro, pero se negaba a renunciar a ese símbolo de estatus. Su estrategia era impecable. Ofrecía amablemente llevar a algunos de sus compañeros. Luego “se daba cuenta” de que el indicador del tanque de gasolina estaba alumbrando: “¡Marica! Esta vaina está vacía”, decía con espontaneidad mientras entraba a una estación de combustible. Sin que él dijera una palabra, los demás ofrecían como aporte el equivalente al pasaje de sus buses. “Noooo, cómo se les ocurre”, respondía él. “Coja esta plata que igual usted nos está haciendo un favor”, replicaban los pasajeros. Después de un breve “tira y afloje” protocolario, aceptaba las donaciones. Su secreto era nunca llenar el tanque para que el indicador de gasolina alumbrara siempre en rojo.

No cualquiera llega a ganarse la posición de líchigus extremus en la escala evolutiva. Hay que ser un profesional para que los demás no se den cuenta y lo excluyan de la manada. Se necesita “sencillez” para decir verdades a medias (nunca mentiras complejas e insostenibles), “inteligencia” para evadir cuentas y “perseverancia” para seguir adelante sin perder la autoestima ni la paciencia. Por eso, cuando me piden describirme, digo que soy sencillo, inteligente y perseverante (he ahí el ejemplo de una verdad a medias).

Eso lo aprendí cuando estaba saliendo con una despampanante niña de ese círculo social. Sabía que la tenía “de un ala” para consumar el tema aquel. Un sábado me dijo que saliéramos. Yo estaba sin un peso, pero no podía negarme estando tan cerca de recibir el regalo prometido. Me propuso tomar onces a las afueras de Bogotá.

Sin saber qué iba a hacer, le dije que sí y la recogí. Mientras ella hablaba, yo no dejaba de hacer cálculos mentales: el peaje, la gasolina, las almojábanas, el chocolate… Pensar en esas cuentas era absolutamente inútil, porque no tenía plata ni para gastar un salpicón. En el camino, ella cambió de planes. Propuso que fuéramos a cine. “Claro, lo que tú quieras”, le dije sabiendo que eso no mejoraba el panorama: el parqueadero, las boletas, las crispetas, el perro caliente, la gaseosa.

“No me hable de comida que me vomito”

Seguí manejando imperturbable. Yo aún no entiendo por qué me mantuve echando números con la cabeza, en vez de idear una mentira perfecta que me salvara de hacer “el oso” y de tener que mostrarle mi billetera llena de telarañas. Justo antes de entrar al centro comercial, el cielo se iluminó y vi como si un ángel hubiera bajado a la tierra para susurrarle algo a su oído. “¿Sabes qué? Mejor vamos a tu casa”, me dijo. En un inmenso golpe de suerte, mis padres habían tenido que salir del apartamento. Coroné.

Si bien los astros se alinearon en esa oportunidad para favorecerme, la experiencia sirvió para ser consciente de que nunca más podría dejar algo al azar. Comprobé que tenía la cualidad de la “perseverancia” (para no echar reversa en ese carro mientras me consumía la incertidumbre), pero supe que debía armarme de “sencillez” para elaborar las verdades a medias e “inteligencia” para ahorrarme algunas cuentas.

Me reúno, por ejemplo, con mi selecto círculo social en finos restaurantes para comer algo y luego tomarme un trago. No llevo el carro, voy en bus, de manera que me ahorro parqueadero y gasolina. Además, hago mi aparición más tarde que los demás, de manera que ellos ya tienen sus pedidos en la mesa al momento de mi arribo.

“¿Y por qué llegaste a esta hora?… ¿Dónde parqueaste?… Si no trajiste carro, ¿en qué te viniste?”, me preguntan. Las respuestas, en su orden, son: “El tráfico estaba muy pesado” (no hay necesidad de contar que iba en bus)… “No traje el carro porque de pronto me voy a tomar unos tragos y no me gusta combinar alcohol con gasolina” (compraré dos cervezas y probaré los cocteles de los demás; ¡yo así no manejo!)… “Cuando salí había un taxi dejando a un pasajero en mi portería y quedó libre” (lo cual es cierto, pero nunca cogí ese taxi).

La pregunta más difícil es “¿Qué vas a pedir de comer?”. Respondo con tranquilidad, con la “sencillez” que me caracteriza: “Uy, no me hable de comida que me vomito. Almorcé tarde y pedí una bandeja enorme”. Eso también es verdad y, aunque sé que puedo comer más, me es suficiente con las entraditas que ellos piden y me ofrecen con gusto: “Esto lo hago de pura gula —les digo con cara de convencimiento—, no me cabe un bocado más… Bueno, le voy a pegar a esta alita de pollo ya que le están haciendo el feo”.

¡No se tome la caja de aguardiente a la entrada del bar!

Lo mejor de esta estrategia es que el estómago me queda medio vacío. Así me emborracho con más facilidad, acudiendo solo a las dos cervezas que compro y a los tragos que me brindan los otros. Además, soy “media-copa”, es decir: sensible al alcohol aunque sea poco. “Pero mijo, ¡va como en la décima cerveza!”, me dicen ellos prendidos y mareados sin saber que he sostenido la misma botella por dos horas. “Si les contara…”, les respondo yo sonriendo y con cara de borracho, una vez más, sin acudir a la mentira.

Hay pagos ineludibles, por ejemplo, cuando nos citamos en un bar donde se cobra la entrada: el llamado cover.