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A mi madre, Luz Nelly

En el mundo en que yo vivo siempre hay cuatro esquinas, pero entre esquina y esquina siempre habrá lo mismo...

(FRAGMENTO de la canción El preso, de FRUKO Y SUS TESOS)

Entre 1997 y el 2001, las cárceles colombianas atravesaron por la peor crisis de su historia. El hacinamiento generó decenas de protestas que dejaron más de 150 muertos, quinientos fugados y por lo menos 35 desaparecidos en esos años. El conflicto armado entre paramilitares y guerrilla se trasladó a las celdas y pasillos y la corrupción contribuyó al debacle del sistema carcelario.

 

En medio de esa situación, se tejieron cientos de historias, historias de la prisión.

 

PREÁMBULO

PRÓLOGO

Conocí a Jineth Bedoya en un salón de clases de la Universidad Central. Con mirada acuciosa y afiladas preguntas, se sentaba siempre en primera fila y llevaba unos cuadernos ordenados, multicolores y sistemáticos. Corría el año 1993, era la clase de Taller III de Redacción, y desde el primer trabajo buscando que los estudiantes descubrieran su vocación de reporteros, interpreté que se trataba de una alumna atípica. Argumenté que era difícil que en Bogotá u otras ciudades alguien no hubiese experimentado una situación noticiosa y pedí una historia narrada en primera persona sobre un episodio vivido por el autor. Jineth entregó una descarnada crónica donde la vida y la muerte se cruzaban en medio de un escenario de gritos de auxilio, puertas trancadas a toda prisa y espectadores aterrados y llorosos. Ella tirada en el suelo, los ojos atentos, las manos cubriendo sus oídos como un refugio inocente, y a cada lado el fuego cruzado de delincuentes temerarios y policías vencedores.

Cuando le devolví el trabajo corregido, repleto de flechas y asteriscos para que se explayara más en los vaivenes del relato, me entregó una invitación aún más desconcertante. Jineth oficiaba como jefe de prensa de un grupo de raperos del barrio Las Cruces, que en medio de su lenguaje simbólico y barrial, desarrollaban una propuesta de vida, un canto de esperanza, una voz de auxilio y de libertad. No acudí al espectáculo pero descubrí una amiga, y un viernes que necesitaba desde entrevistados para desarrollar la cátedra de radio, se apareció con sus artistas espontáneos y ansiosos, que descrestaron con su supervivencia y su talento. Ya no recuerdo con que notas califiqué sus esfuerzos, pero seguimos conversando en la cafetería, en los pasillos de la universidad, cuando llegaba presurosa a sus clases de las siete de la mañana, en las escasas pausas que se daba en aquellos tiempos en que quería tragarse al mundo, en las horas de sol universitario para botar corriente en el centro de Bogotá.

Por eso, el día en que los directivos de la Facultad de Periodismo me pidieron que dirigiera el programa institucional Magazín Centralista que se emitía en la radio verdadera, no dudé en elegirla como mi mano derecha. Y en honor a la verdad, su gestión personal desbordó plenamente mis expectativas. Rápidamente no volví a escribir los libretos, Jineth lo hacía. Decliné mi presencia en cabina, Jineth se encargó de oficiar como reportera, coordinadora, jefe de redacción y locutora. Se inventó secciones nuevas, logró entrevistas impensables para una simple estudiante de comunicación social, cambió las cortinillas, involucró a sus compañeros de clase, le cambió la cara al programa que terminé escuchando los sábados sin afugias ni apremios. Todas las semanas nos encontrábamos en la cafetería para socavar temas atractivos o polémicos y, entre su temperamento altivo y su arrojo natural, definíamos los contenidos que ella terminaba desarrollando por su cuenta y riesgo.

Después nos inventamos muchas cosas. La U en Vivo, con circuito cerrado de radio los viernes en directo y muchos estudiantes desde la calle por teléfono o en las esquinas de la universidad, improvisando, ganando experiencia, perdiendo el miedo para desentrañar su oralidad igual a su magia. Y después un rosario de programas en pregrabado para emitir internamente y encontrarle eficaces prácticas de radio a los estudiantes. Yo dejé la universidad en diciembre de 1996, pero Jineth siguió ideándose espacios y propuestas renovadoras y nunca dejamos de hablarnos para contarnos historias. De hecho, dejamos orientada la tesis con que se graduó después. Hasta que un día me llamó Jairo Humberto Rico, director del noticiero Alerta Bogotá de Radio Uno, para pedirme que le recomendara a una periodista judicial. Yo le advertí que mi única candidata no había concluido sus estudios. A los pocos días estaba reporteando en las calles con un inventario de informes desconcertantes.

La escuchaba por curiosidad y gratitud porque yo también me había forjado en la misma escuela. Pero comencé a sorprenderme de nuevo cuando empezó a desentrañar los recovecos de las cárceles. El mundo infrahumano de los patios, la guerra interna en los pasillos, el frío de la muerte en las jaulas o la ley del silencio entre los estertores del horror. No sé de dónde sacó ese gusto excéntrico, si leyendo a Cesare Beccaria, investigando sobre John Howard, o simplemente por su tozudez natural, pero se metió de cabeza en el infierno carcelario y comenzó a emitir informes sobre lo que veía, sentía, olía o vislumbraba de ese mundo encerrado e infame. Después se inventó campañas para dotar de cuadernos, útiles escolares y libros a los internos, y de la noche a la mañana, como todo lo suyo en ese y todos los tiempos, apareció organizando colectas para celebrar el Día de los Niños, la fiesta de Las Mercedes, cualquier opción dominical para abrazarse con sus amigos los reclusos.

Se volvió incondicional de los guardianes, de las familias de los internos y, por supuesto, de los reos. Sin diferencia de ideología, raza, condición social o patio. Hasta que apareció el desadaptado que no pudo soportarla y la cercó con amenazas. Con sus secuaces le mandaron decir que era muy bella pero que si seguía hablando demasiado le cortaban la lengua. Después le mandaron un gato muerto envuelto en un paquete a la emisora. Entonces vislumbré que era hora de modificarle el destino y, con aquiescencia mayor, la invité a hacer parte de la redacción judicial del periódico El Espectador. Únicamente le impuse una condición: hasta nueva orden, cero cárceles. Y el pacto funcionó catorce meses. Pero Jineth Bedoya tenía un acuerdo con  su conciencia, le picaba el deseo de reencontrarse con sus amigos los presos, buscaba pretextos noticiosos para sentarse en las celdas o en las garitas. Y regresó a lo suyo: escarbar los secretos del abismo carcelario.

Después de mil condiciones un día decidí acompañarla y entendí su misión. Reírse a carcajadas con hombres desdentados, regañar como niños a delincuentes azarosos, pasearse oronda por patios nauseabundos con paramilitares o guerrilleros, enseñarme que así como yo dictaba clases o conferencias en universidades, también podía enseñar periodismo a seres privados de la libertad física pero no de la libertad de expresión. Pocas veces me he sentido tan nervioso, pero pocas también he visto a una periodista desbordar los cánones tradicionales de su oficio para solidarizarse con los caídos en desgracia. Libres, se llamó el periódico que surgió de sus andanzas por ese universo extraviado y que yo acompañé sintiéndome parte de una aventura de tolerancia, paz y democracia. Los mismos presos recompensaron su tarea anónima exaltándola con un ramillete de orquídeas en una rústica ceremonia sin protocolo distinto a su gratitud inmensa con una periodista acelerada.

Pero volvieron a amenazarla. No entendieron que fuera por igual amiga de paramilitares, guerrilleros o 20 delincuentes comunes, y cuando tramitaba una entrevista para desbaratar los infundios que habían perturbado su ímpetu, la secuestraron la aciaga mañana del jueves veinticinco de mayo de 2000. Se esfumó en un momento, y cuando creíamos que había ingresado a la Modelo como lo hacía todas las semanas, no apareció al medio día, ni a las dos, ni a las cinco. Después supimos que no alcanzó a ingresar a sus dominios, que los cobardes la secuestraron en los umbrales de la cárcel y que atropellaron su dignidad y su coraza de mujer. Después vi muchas veces el brillo de sus lágrimas y al mismo tiempo su decisión de esclarecer quiénes fueron sus agresores. Le diagnosticaron someterse a psicólogo y psiquiatra, le aconsejaron que cambiara de fuentes, siempre supe que su única cura era el periodismo, regresar a la adrenalina de la reportería para ahorcar a los fantasmas de su dolor latente e impune.

Con toda clase de argumentos le exigí como amigo, le sugerí como colega, le supliqué como mentor, que no jodiera más con los presidios. Pero sufría hasta el cansancio y un día decidió por su cuenta y riesgo domar el miedo con rabia y coraje. Salvaguardada en el estoicismo de su madre que la acompaña sin condiciones o del consejo sabio de su hermana que entiende que la valentía es un legado, Jineth Bedoya sacó en limpio su alma indomable. Volvió a los patios de las cárceles a encarar verdades ocultas y no se apartó un momento del periodismo judicial. En las zonas de guerra, en las  brigadas militares o en los campamentos insurgentes, ejerciendo el periodismo recuperó su conciencia, que incluye exigirle siempre a la justicia que aclare su caso. Un derecho que puede reivindicar porque ya pasaron diez años y desde entonces ha escrito tres libros, ejerce como subeditora judicial del periódico El Tiempo y ahora decide regresar al tenebroso universo que templó su talante: la cárcel.

Sin ficción ni excesivo ropaje de crónica. Con lenguaje desenfadado y cruel porque así es el mundo presidiario. El escenario donde condenados o inocentes se vuelven hombres o mujeres libres para el perdón o el delito. La desgarradora cotidianidad de las cárceles de Colombia, donde los peores extremos del hombre abundan y una noche de terror puede ser peor que la muerte. No son páginas líricas o filosóficas. No son diatribas contra el Estado o las autoridades carcelarias. No se trata de hacer apología a los ejércitos ilegales que, adentro o afuera, se enfrentan sin trincheras ni cambuches. Son las cloacas de una sociedad en crisis, donde hombres y mujeres deambulan sin otra expectativa que sobrevivir un día más. Los vasos comunicantes del delito que día a día Jineth Bedoya denuncia desde el periodismo porque sabe perfectamente que ya no es tiempo para el silencio. Lo peor ya le sucedió hace diez años y la justicia no dijo nada. Sus palabras sin maquillaje son su propia catársis.

JORGE CARDONA ALZATE
Editor General El Espectador

INTRODUCCIÓN

Abordar el tema penitenciario y carcelario en un país como Colombia, donde los índices de violencia y criminalidad se ven constantemente incrementados, y donde además el sistema judicial es notoriamente insuficiente, requiere una retrospectiva sobre el concepto de pena y sobre la configuración de sitios de presidio como lugares de castigo.

Cuando se habla de pena es necesario hacer referencia a leyes ancestrales, como el Código de Hammurabi, objetado históricamente por la desproporción entre el delito cometido y la pena impuesta, pues se llegó a aceptar la "ley de talión" (ojo por ojo y diente por diente) entre personas de igual categoría; o como las denominadas ordalías o juicios de Dios.

A su vez, la Ley Mosaica consideró la pena como una condición expiatoria, pues el delito era violación de la ley de Dios. Sin embargo, planteó claras diferencias entre delitos culposos e intencionales. Pero admitió la venganza cuando se trataba de un delito doloso (intencional). El Código de Manú distinguió entre castigos terrenos y ultraterrenos, y clasificó expiación de pecados, penas corporales y penas pecuniarias.

En sus concepciones de derecho penal, los germanos instauraron instituciones como el Estado de Faida. Es decir, la venganza colectiva. La pena se hacía extensiva a toda la estirpe del infractor. Además, existió el sistema composicional, a través del cual el infractor pagaba lo que creía que era el valor del daño causado, con un agregado o excedente. En algunos casos se admitió la venganza de sangre o venganza privada.

El derecho canónico introdujo el castigo en nombre de la divinidad. Esto derivó en confusión, pues no se distinguía el delito del pecado y la herejía era pagada con la muerte. No obstante, en cierta instancia histórica se institucionalizó la Tregua de Dios, que consistía en alejar a la víctima del poder del vengador, humanizando así las prácticas crueles o la misma venganza.

Simultáneamente, los sitios de prisión también surgieron como lugares de castigo. La venganza empezó a ser remplazada por la privación de la libertad, pero los escenarios destinados a tal fin siempre resultaron malsanos y en algunas ocasiones hicieron las veces de tortura. Aún así, no faltó quien tratara de rehabilitar a los condenados. Por ejemplo, el emperador Constantino, a partir del año 320 d.C., introdujo una reforma penitenciaria con principios humanitarios. Por primera vez se habló de abolir la crucifixión, separar los sexos, prohibir los rigores inútiles, obligar al Estado a mantener a los reos pobres o establecer un patio soleado para las prisiones. Con el correr de los siglos fueron evolucionando los lugares de reclusión y hacia el siglo xvi aparecieron las casas de trabajo o de corrección en Londres, Amsterdam, Berna, Hamburgo, Florencia, Munich y Roma.

Pero realmente la reivindicación de la cárcel está ligada al auge del derecho penal, clásico, liberal y humanitario hacia finales del siglo xviii e inicios del xix, y la creación de códigos en Europa. En el siglo xx, los cuáqueros (comunidad religiosa fundada en Inglaterra) fueron reconocidos por ser los primeros que propendieron por una reforma penitenciaria. Se creó una comisión que visitó alrededor de cien cárceles y entregó un informe fundamental para el futuro carcelario.

En conclusión, a lo largo de la historia la administración carcelaria se ha asimilado al castigo o la tortura, y sólo en los últimos tiempos se habla de la rehabilitación o la resocialización. Lamentablemente, en América Latina no han cambiado mucho estos conceptos, y particularmente en Colombia, se registra un notable atraso en el sistema penitenciario frente a la evolución mundial.

DIAGNÓSTICO ACTUAL

La situación carcelaria colombiana, que ha alimentado su estado actual con las irregularidades y la ingoberna- bilidad de la última década, tiene su punto neurálgico en un hacinamiento que sobrepasa el cuarenta por ciento, en 139 centros de reclusión a cargo del Instituto Nacional Penitenciario y Carcelario (Inpec). Estos datos están actualizados al treinta de mayo del 2010.

La población reclusa del país es de 102.721 hombres y mujeres, pero sólo hay cupo para 55.060. De la cifra total, aproximadamente 80.000 personas están en los centros de reclusión; 22 mil personas más tienen detención domiciliaria; y 3900 personas están con seguridad electrónica (brazaletes).

Y aunque las diferentes administraciones han justificado su inoperancia para solucionar la crisis de hacinamiento y corrupción al interior de los centros carcelarios, lo cierto es que hay penales que llegan al 112 por ciento de sobre población, como la cárcel de Bellavista (6132 internos y un hacinamiento del 175 por ciento), en Medellín.

Otras reclusiones se debaten entre el 85 y el noventa por ciento, como el caso de la cárcel La Modelo de Bogotá (5913 internos, con un hacinamiento del 103 por ciento) y algunos centros de reclusión de Boyacá.

A esto se suma la mala administración de justicia y la ausencia de políticas claras de resocialización y rehabilitación y una legislación penal acorde con el actual conflicto interno. Así mismo, la infraestructura y mantenimiento de las cárceles y penitenciarías estuvieron en el abandono por años; es así que más del cincuenta por ciento de las construcciones e inmuebles están en regulares condiciones de sanidad e higiene. Hasta el año 2003, los alcantarillados y sanitarios de gran parte de los reclusorios convirtieron las celdas en verdaderas mazmorras, ya que los ductos de aguas negras se convirtieron en la cama de los internos por la falta de espacio.

Puesto que el Inpec cuenta en su mayoría con una infraestructura carcelaria vetusta y en algunos casos obsoleta, el gobierno nacional destinó un presupuesto para la construcción de establecimientos de reclusión, con estándares de calidad altos, celdas dignas, espacios para recreación, talleres, cocinas, bibliotecas, salones de audiencia, espacios para la visita familiar y conyugal, baterías de baños antibandálicas, teléfonos públicos y aulas de clase.

Dentro de esta primera generación de centros de reclusión, que se encuentran ya en funcionamiento, están la penitenciaría de alta seguridad de Cómbita (Boyacá), Popayán en Cauca, La Dorada en Caldas, Valledupar en Cesar, y Girón en Santander.

Actualmente se encuentran en construcción once 28 nuevos complejos penitenciarios y carcelarios que desde proporcionarán capacidad para albergar a 23.000 internos. Estos complejos están proyectados para entrar en funcionamiento en agosto de 2010, según cronograma establecido por el Ministerio del Interior y de Justicia. Su ubicación será en Jamundí (Valle), San Cristóbal (Antioquia), Guaduas (Cundinamarca), Yopal (Casanare), Acacías (Meta), Cúcuta (Norte de Santander), Puerto Triunfo (Antioquia), Florencia (Caquetá), Cartagena (Bolívar), Ibagué (Tolima) y La Picota (Bogotá).

Igualmente, el Inpec, dentro de su presupuesto anual, dedica una gran partida al mantenimiento de locaciones, con el fin de suplir las necesidades que se presenten. Cabe aclarar que desde hace algunos años tanto la construcción de centros carcelarios, como lo relacionado con refacciones, modificaciones y obras, está en cabeza de la din (División de Infraestructura del Ministerio del Interior y de Justicia).

Lo cierto es que ante la falta de una verdadera administración del tema carcelario, el conflicto armado se trasladó de campos y veredas a las celdas y patios de los penales, donde hasta hace poco se podía adquirir un arsenal compuesto por granadas y fusiles, sin ninguna dificultad. La guerra llevó a paramilitares y guerrilleros a imponer sus propias leyes y a tener sus propios custodios, en algunos casos, los mismos guardianes del Inpec.

Frente a este tema, el Instituto ha adquirido en los últimos años equipos tecnológicos de seguridad (arcos detectores y garrets), con el fin de impedir el ingreso de elementos prohibidos al interior de los penales, tales como armas y explosivos. Dichos equipos están ubicados en los establecimientos más grandes, como los de Bogotá, Medellín, Cali y Bucaramanga.

Igualmente, en el 2002 se puso en funcionamiento el grupo de guías caninos, especializado en detección de narcóticos y explosivos y seguridad. Sin embargo, es imposible desconocer que dentro de la institución todavía se siguen presentando episodios de corrupción por parte de funcionarios del cuerpo de custodia y vigilancia.

Precisamente la corrupción sigue siendo el punto débil del sistema. Desde las cárceles se extorsiona e intimida, y hasta algunos años se presentaron casos inverosímiles de secuestros y extorsiones dentro de las mismas celdas, que dejaron en la ruina a los familiares de los internos. Los medios de comunicación registraron hasta la presencia de comandos suicidas que trabajaban a sueldo para pagar un día de existencia.

En el año 2002, bajo la administración del general Ricardo Emilio Cifuentes Ordóñez, se disminuyó en un porcentaje muy alto este flagelo, gracias a las políticas que implementó a nivel nacional. En el caso de La Modelo fueron cerrados todos los túneles y callejones que había en su interior. También eliminó la circulación de dinero, prohibió el uso de electrodomésticos (neveras, aire acondicionado, estufas, ventiladores, planchas, equipos de sonido, dvd). También acabó con los llamados "caspetes", que eran tiendas y "restaurantes" que funcionaban en los patios y eran manejados por los propios reclusos, lo que generaba aún más corrupción. En la cárcel La Modelo fue cerrado el llamado "Oasis", el pasillo destinado a los internos homosexuales.

En algunos de estos pasillos, y ante la mirada corrupta de la guardia, los reclusos convivían con animales. Desde gallos, que eran utilizados en peleas, hasta culebras, conejos, perros y gatos, convivían con los internos, que ingresaban a sus mascotas los fines de semana, a cambio de cancelar una cuota para la guardia.

En otro lugar de la cárcel estaba en denominado "cartuchito", una "réplica" de la calle El Cartucho en Bogotá. Allí iban a parar los indigentes capturados por delitos menores y se comerciaba, como en el centro de la capital, todo tipo de droga.

Pero gran parte de los problemas que se han presentado en las últimas cuatro o cinco administraciones del Inpec, obedecen entre otras cosas a la existencia de 32 sindicatos de guardianes. Estos son los únicos sindicatos armados del país y gracias a la ley sindical gozan de más de 5000 días de licencia para su trabajo en los sindicatos, sin contar que es imposible trasladar a la guardia de un centro carcelario a otro, amparados en este derecho, lo que genera más problemas, según lo manifiesta la misma institución. Esto ocasiona ingobernabilidad e imposibilidad para administrar un sistema penitenciario que no cuenta con un cuerpo de custodia y vigilancia unido y que se rija por las mismas directrices, como ocurre en otros organismos (Policía y Ejército). Sin contar con los precarios salarios con los que cuenta la guardia, convirtiéndolos en funcionarios más vulnerables e inconformes.

En los últimos cinco años, el Inpec ha tenido que crear pabellones especiales para poder recluir internos de un perfil específico, como los pabellones de justicia y paz, "parapolítica", extraditables, portadores de vih, entre otros, generando dentro de un mismo espacio diferentes reglamentos que dificultan su manejo y lo vuelven más complejo.

Y a pesar de que las autoridades desvirtúan actos aberrantes en los patios, cada vez es más claro que en 32 cárceles como La Modelo de Bogotá o El Barne deBoyacá, existen fosas comunes en las cañerías y otros sitios, todo amparado por la ley del silencio, regla de oro de los prisioneros. Este tema hace parte de una investigación que la Defensoría del Pueblo inició en el año 2000, cuando se registraron las primeras denuncias.

Así pues, la alternatividad penal, la rebaja de penas, la libertad extramuros y otras disposiciones, aunque han contribuido a relajar la situación, no han finiquitado el problema. Calificativos habituales como inhumana, vergonzosa, aterradora, atroz, bárbara o salvaje, se quedan en simples palabras que no alcanzan a medir la magnitud de la crisis.

Por eso, Te hablo desde la prisión, más que una disertación sobre el tema, es la presentación de testimonios vivos de lo que es y se afronta en una cárcel colombiana.

PRIMERA PARTE

MORIR

Y RESUCITAR

Hace pocos días un amigo me dijo, viendo la revista que la Fiscalía publicó con las prendas de varios desaparecidos, que si yo recordaba la ropa que llevaba puesta el día que me iban a desaparecer. Callé y después de unos segundos le pregunté por qué creía que me iban a desaparecer. "A ti no te iban a secuestrar, te iban a desaparecer. Por eso te hicieron tantas cosas. Eso está claro, ¿no lo crees?".

Muchas veces había considerado esa posibilidad en mis charlas con Jorge Cardona, editor general de El Espectador, y quien para ese momento era mi jefe, pero me negaba a aceptarlo. Simplemente porque no creía y aún hoy no creo haberle hecho tanto daño a alguien para merecer tal suerte, pero recodé los miles de casos de campesinos, que su único pecado fue vivir en un pueblo considerado guerrillero. Yo por lo menos había denunciado públicamente que había corrupción, a todo nivel, en las cárceles colombianas y podría ser objetivo de cualquiera de los implicados. Los campesinos solo recogían café, o pescaban, o araban la tierra, nada más.

Y mascullando mi dolor, una noche en la que regresé al día del secuestro, pensé qué evocaba en verdad con total claridad de esas largas horas. "¡Claro que recuerdo qué ropa llevaba puesta!", le respondí a aquel amigo en la distancia. "Es difícil olvidar como estabas vestido el día en que te mataron”, me dije. Simplemente porque ese día me mataron en vida y he hecho un proceso de “resurrección”, de volver a vivir.

Esa mañana del jueves veinticinco de mayo del 2000 me vestí con una blusa rosada que traía una camisilla de la misma tela y color, un pantalón negro, unos tacones que quería mucho porque me permitían moverme sin problema entre el periódico y las celdas de la cárcel o los pasillos del Ejército, y un bolso casi nuevo. También llevaba el regalo que mi madrina de bautizo me dio cuando cumplí quince años. Era un reloj tan diminuto que en vez de números tenía pequeños puntitos, que eran chispitas de oro.

Recuerdo hasta la billetera y lo que tenía en cada uno de sus bolsillos: por lo menos seis estampitas del Niño Jesús, el Sagrado Corazón, la Virgen y san Miguel arcángel. Esta última me la había regalado un soldado me que me encontré en un combate en el páramo de Sumapaz, en julio de 1999, cuando su compañía había sido atacada por quinientos guerrilleros del bloque Oriental de las Farc, en Gutiérrez, Cundinamarca. 42 de sus compañeros murieron.

Él, que fue uno de los sobrevivientes, se me acercó cuando yo estaba arrodillaba, al lado de uno de los cadáveres. "Él era uno de los que estaba descansando, por eso tiene las botas sin amarrar", me dijo mientras me ofrecía la mano para levantarme. Después de cruzar algunas palabras se metió la mano al bolsillo del camuflado y sacó varios papeles, esculcó entre ellos hasta que halló la estampita. "Llévesela, que él es el mejor compañero". Se la recibí pero tuve un esporádico cargo de conciencia al creer que él la necesitaría más que yo... desde ese veinticinco de mayo, cuando mi billetera quedó en el carro de los hombres que me secuestraron, siempre he tenido no una, sino muchas estampitas de san Miguel en mi bolso y mi agenda.