Título original: El genio triunfador de Eugenio George

Edición para e-book: Aldo Gutiérrez Rivera

Composición para e-book: Irina Borrero Kindelán

Diseño de cubierta: Carlos Javier Solis Méndez

© Juan Velázquez Videaux, 2011

© Sobre la presente edición:

Editorial Científico-Técnica, 2015

ISBN 978-959-05-0794-6

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Nace un símbolo


Comienzo a contar mi historia a los 78 años de edad,* momento en que, por fin, decidí hablar sobre mi fogueada vida. ¡Y qué paradoja! Al margen de lo que ya dije, tras ordenar mis ideas, me doy cuenta de que aferrado siempre al plural de modestia no estoy convencido de haber contado lo más importante.

* Esta entrevista fue realizada en el año 2011. (N. de la Editora).

En mi casa de La Víbora, en las tardes, lejos de descansar, empleo el tiempo frente al ordenador desempolvando ideas; una veces para este libro y otras en la preparación de tesis con miras a ayudar a estudiosos de mi deporte y, también, a los entrenadores actuales de la selección nacional.

Pienso que la historia de un hombre pierde interés cuando no tiene cosas extraordinarias que contar. Y confieso, que de cara a este empeño editorial, me costó trabajo desatender el miedo escénico para encarar mis vivencias como la forma más íntima de acercarme a los amables lectores.

Con lo soñador que fui de niño, jamás imaginé que un día sería el primer entrenador del voleibol cubano ganador del título en los Juegos Deportivos Centroamericanos y del Caribe después del triunfo de la Revolución, vencedor en tres citas olímpicas y merecedor de varias coronas mundiales, y el “Mejor del Mundo” en cien años.

Un viaje a las raíces, revela de dónde provengo. Llegué al mundo en la antigua provincia de Oriente en la ciudad de Baracoa, villa fundada por Diego Velázquez en 1511, donde en 1836 se construyó la parroquia de Santa Catalina de Ricci, el primer arzobispado de Cuba declarada oficialmente por las autoridades de la iglesia católica, como la Catedral de Guantánamo y protectora de Baracoa.

Es un lugar paradisíaco, con desafiantes accesos y bellos paisajes; por allí, cuenta la historia, llegó el almirante genovés Cristóbal Colón, quien, al hacer contacto con tierras aborígenes, admirado a primera vista, expresó: “Esta es la tierra más hermosa que ojos humanos hayan visto”.

Nací el 29 de marzo de 1933; tuve una infancia muy familiar. Era un niño inquieto, curioso y observador. Mi adolescencia fue tranquila. Casi todos los tíos y primos vivíamos juntos en el barrio La Punta, la mayoría, en casas colindantes. Como papá era un trabajador público teníamos muchas limitaciones económicas.

Soy el mayor de una familia de cinco hermanos: cuatro varones y una hembra; casi todos fuimos deportistas: Edgar, Enmanuel, Eider y yo. Solamente la hembra, Elsa —ya fallecida—, no se vinculó con el mundillo del ejercicio físico.

Edgar es médico, de los primeros graduados por la Revolución y se hizo especialista en angiología. Después estuvo al frente de esos servicios en las cinco provincias orientales (Santiago de Cuba, Guantánamo, Holguín, Bayamo y Las Tunas); hoy, trabaja en el hospital Clínico Quirúrgico capitalino, sito en el municipio Cerro.

Durante su juventud destacó como voleibolista; después, laboró en el estadio Cardona, entre los primeros instructores que graduó la Revolución. Lo mismo ocurrió con Enmanuel, el otro hermano, quien más tarde descolló entre los primeros profesores del Instituto de Educación Física Comandante Manuel Fajardo (IEF). Se retiró del deporte activo, tras ir a los Juegos Mundiales Universitarios de São Paulo, Brasil, en 1963.

Asimismo, Eider, el último de los varones, desde hace tiempo brega con el colectivo técnico del equipo nacional de voleibol femenino. Él estuvo muchos años en las Escuelas de Iniciación Deportiva Escolar (EIDE); luego promovió a los equipos juveniles, etapa en la que, junto con Luis Calderón, ganó los mundiales en 1985 y 1993.

Años después colaboró en Turquía y Japón, respectivamente, y a finales del año 2002 pasó al colectivo técnico nacional que, inesperadamente, conquistó la medalla de bronce en los Juegos Olímpicos de Atenas (2004).

Si bien tengo un recuerdo feliz de mi infancia, rememoro perfectamente que por aquella época las carencias se fueron agrandando, sobre todo porque las escuelas en Baracoa eran particulares y ante cada examen anual realizado por los catedráticos de Guantánamo, nuestros padres y tutores debían abonar los gastos incurridos por ellos.

También estaban el traslado en avión —pues en esa época la primera villa fundada en Cuba carecía de carretera—, el hospedaje en hoteles y la alimentación. Por consiguiente, el viejo se mataba trabajando para que sus hijos pudiéramos comer y estudiar, sobre todo esto último, ya que en casa la mayoría íbamos a la escuela.

Para satisfacer las necesidades elementales nuestro progenitor tenía que trabajar muy duro; pero llegó un momento en que humanamente no podía más.


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Equipo ganador de la medalla de bronce en Atenas, 2004.


Cuando cobraba el sueldo pasaba las penas del purgatorio para pagar los exámenes, la comida y, de vez en cuando, comprarnos algún par de zapatos y ropa para los fines de año. Normalmente, era preciso prescindir de lo indispensable; ante tal situación, el viejo, en busca de mejores opciones decidió emigrar para La Habana.

Juro que para mí salir de Baracoa fue una bendición. Primero, porque le temía al tránsito de su empinada carretera. Por cierto, era —y todavía es— bastante peligrosa; después, porque se me abrían nuevas y atrayentes perspectivas en mi vida. Era como salir al mundo.

Debo confesar que el deporte devino el sol de mi primera gran esperanza. Me motivó al ejercicio físico, también el hecho de que en el pueblo había un profesor llamado Anacleto Abella, muy entusiasta, que acudió a los cursos de verano en La Habana, donde se empató con Tito del Cueto y este lo embulló con el voleibol.

Cuando regresó a Baracoa empezó a desarrollar el llamado espectáculo de la malla alta y citar a personas interesadas en este juego. Gracias a ello, en el pueblo más oriental se desarrolló una liga local que después nada tenía que ver con Anacleto, porque él siguió enseñando el agradable pasatiempo en la escuela secundaria básica.

En nuestro pueblo, la pelota y el voleibol eran los únicos deportes practicados. Yo pasaba por donde jugaban este y me quedaba como hipnotizado. De tanto verlos, conocía a los personajes, pues para mí resultaba atractivo ver a esas personas mayores, a las cuales idealizaba, desenvolverse en la cancha. Y así, poco a poco, la actividad me fue cautivando.

Lo cierto es que llegamos a la capital en 1950, llenos de sueños, esperanzas y entusiasmados; fuimos a vivir a la barriada de Lawton. Pronto mi hermano Edgar, que había llegado antes, nos condujo a papá y a mí al Instituto de La Víbora para matricularme; curioso y feliz, le di la vuelta por fuera para ver cómo era.

Mientras recorría el perímetro del centro de estudios, observé una pelota de voleibol salirse por encima del muro, salté aquella tapia y, una vez dentro, el profesor allí presente me preguntó:

—¿Tú eres del Instituto?

—Sí —le respondí.

—¿Y sabes jugar voleibol? —me inquirió.

—Un poquito —contesté.

Me indicó atacar y resultó que sabía un poco más que los muchachos de allí.

A los cuatro días, contento y feliz, estaba de regreso a la antigua provincia de Oriente, justamente en Holguín, en representación del Instituto de La Víbora, de la capital.

Tuvimos suerte mi hermano Edgar y yo de que (Tito) del Cueto, quien trabajaba en el estadio Rafael Conte, en la capital, nos viera entrenando en las canchas de squash. En ese instante, se acercó y nos señaló:

—¡Ustedes juegan bien! ¿Quieren participar en un campeonato juvenil con mi equipo de Marianao?

La respuesta no se hizo esperar. Fuimos para allá y encontramos que el equipo estaba bien establecido con jugadores en todas las categorías. Sobresalían las de menores de 16 y de 18 años de edad, entre otras.

Todavía retengo en la mente que fui el primero en competir con los menores de 18; mientras Edgar, participó en la categoría de sub. 16. A partir de ese momento, participamos sistemáticamente en las competencias con el equipo de Fiat lux, que en esa época era uno de los conjuntos más representativos del voleibol cubano.

Tito del Cueto era, prácticamente, el padre del voleibol en la Isla. Él había formado una liga con el nombre de Asociación Cubana de Voleibol (ACV) y la inscribió en el gobierno provincial. Por aquel tiempo, esta existía junto con la Liga Popular dirigida por Porfirio Navarro, quien se destacaba, sobre todo, como líder en la rama femenina.

El voleibol para damas en Cuba data de antes de la Revolución. Surgió en forma sistemática a partir de la década del cincuenta del siglo xx, gracias a las actividades de Navarro. Desde aquel momento, Tito tenía el proyecto de fundar la Federación Cubana de Voleibol (FCV).

Sabía de la existencia de una entidad internacional desde 1947. Sin embargo, en Cuba, esta descolló a partir de 1953 con un proyecto en el que estuvieron Manuel Piti Fajardo (mártir de la Revolución), Andrés Hevia (Machito), y Silvio Menéndez. También los ganadores en los juegos zonales de Barranquilla, Colombia (1946).

Fue a raíz del sistema de participación deportiva, establecido por el Instituto Nacional de Deportes, Educación Física y Recreación (INDER),** que se eliminaron los equipos establecidos. En el Barrientos, entrenábamos conjuntos infantiles de segunda y de tercera categorías; y, debido a la participación masiva, hacíamos campeonatos internos.

** El INDER se crea el 22 de febrero de 1962. (N. de la Editora).


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Eugenio con el equipo femenino del Club Hijas de Galicia,
campeón nacional en 1961.


Durante ese período participé de manera sistemática junto con el equipo Fiat lux en las convocatorias del Comité Olímpico Cubano (COC) para integrar los colectivos de voleibol que participarían en las competencias regionales y continentales.

Estuve en México (1954), en representación del Instituto de La Víbora, como embajador de la Federación Nacional de Amateurs de Institutos (FANAI); pero no en los juegos regionales. Era muy joven y carecía de calidad para asistir a ese nivel; además, a nuestro club, el Fiat lux, le resultó difícil ser el mejor y quedó segundo.

El equipo triunfador fue el San Francisco. El premio consistía en participar en las competencias convocadas en el extranjero. Después, el entrenador del conjunto ganador tenía la libertad de reforzar con contendientes de otros equipos. Así se hizo hasta que Tito del Cueto logró fundar la Federación Cubana de Voleibol (FCV) en 1955, y esta fue reconocida por la Federación Internacional de Voleibol (FIVB); después por primera vez se programó un campeonato nacional.


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De izquierda a derecha Edgar, mi hermano,
y yo en el Campeonato Mundial de 1956.


Conocía de la existencia de equipos en todo el territorio nacional, como eran los de Jiguaní, con Olegario Moreno al frente; en Manzanillo, Tati Mendoza; así como el club de los Lanceros en Camagüey.

Tito del Cueto logró el Primer Campeonato Nacional, precisamente, cuando participamos en el Mundial del año 1956, en París, Francia. En realidad fue la tercera cumbre; pero por suerte para mí resultó un verdadero evento del orbe al ser el precursor en lograr representaciones de diferentes continentes y, además, en ambos sexos.

Oficialmente, trascendió como la segunda cita universal femenina y la tercera masculina. Me resultó interesante, porque pude captar la diferencia existente entre los conceptos que tenía sobre el voleibol. Para mí, que hasta entonces me faltaba la información correcta, lo habían inventado los norteamericanos y solamente se jugaba en América.


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Con sus discípulos de la categoría juvenil pertenecientes
al Club Pepe Barrientos, en 1957.


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Eugenio George.

Sin embargo, como carecía de relación con Europa desconocía su desarrollo en el plano competitivo y, que desde el punto de vista metodológico y científico se había desarrollado en el Viejo Mundo. Ese certamen lo aproveché bien, pues me quedaron algunas inquietudes, que me motivaron a investigarlas para salir adelante.

Como jugador fui un atleta muy táctico, dominaba bien el elemento del ataque. O sea, era bueno en el saque y también en el bloqueo. En mi época se competía con las dos manos por arriba; mientras el bloqueador tenía que hacerlo en su cancha y solo después podía tocar la malla.

Las habilidades como competidor me permitieron clasificar varias veces para participar en las competencias importantes. Acudí a los Juegos Deportivos Panamericanos de México (1955) y a los de Chicago (1959); luego fui al Mundial en 1956. Y, finalmente, integré el equipo para los juegos regionales en Caracas (1958), pero Cuba no asistió.


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En 1958, Jorge Gómez, arriba a la derecha, actual director del grupo musical Moncada,
resultó el novato del año en el voleibol categoría juvenil.


Me destaqué en el estadio José (Pepe) Barrientos de Luyanó, desde su fundación; allí también fungí como activista. Por esa época, tuve un colectivo de primera categoría, que nunca perdió un torneo hasta el año 1962, cuando comenzó el régimen de participación territorial.

Asistí a los Juegos Deportivos Centroamericanos y del Caribe, en Jamaica (1962). Más tarde, me acogí al retiro del deporte activo, porque ya estaba la Revolución en pleno apogeo y yo era uno de sus propagandistas. Desde entonces, cual sueño de artista, fui creando las condiciones que luego me permitieron llegar al máximo nivel.

Al inicio desplegué un activismo en grande. Como era del Instituto de La Víbora, lo utilizaba en calidad de cantera para el conjunto Fiat lux. Desarrollé esa tarea, verdaderamente, porque era lo que más me gustaba hacer y gracias a esa entrega pude convertirme en entrenador.

Merced al designio afortunado de la suerte, en la Sociedad Española Hijas de Galicia (entidad regional de esa etnia gallega a la cual asistían los obreros), dirigí un colectivo femenino, que dejó la grata huella de mantenerse invicto en todos los torneos en que participó desde 1956 hasta 1960. Ciertamente, constituía un equipo fantástico de los más notables.

Inmerso en esos trajines conocí a Graciela González (Chela), como cordialmente le decían, quien también jugaba voleibol; desde entonces descubrí que por ella sentía algo muy personal. También conocí a Jorge Gómez, hoy director del grupo musical Moncada, quien en esa época jugaba con nosotros como prospecto para este deporte.

A principios de 1962 ganamos la tercera, segunda y primera categorías. A la sazón, el director de la instalación, Carlos Smith, me planteó que hablaría con Guerra Matos, entonces director de la Dirección General de Deportes (DGD) —todavía no existía el INDER— para que por mis resultados me nombraran instructor.

Empecé a percibir, mensualmente, un salario de ¡cien pesos, con 43 centavos! Aún memorizo el día en que se cambió esa estructura salarial en el Consejo Voluntario Deportivo (CVD) Cerro Pelado. Resultó un suceso muy importante, no era mucho dinero, pero para mí significó bastante porque sufría de contratiempos económicos.

El voleibol se iniciaba en Cuba y ofrecía mucho. Casi desde el principio yo estaba inmerso en él, como entrenador. Paralelamente, trabajaba en el Ministerio de Comunicaciones para garantizar otro salario; aunque el tiempo libre lo dedicaba a laborar más como mentor que en calidad de jugador, pues enseñar me daba una paz única.

Para los juegos zonales de Jamaica (1962), teníamos un preparador extranjero, de la República de Checoslovaquia, llamado Lumil Matlacebs, pero por ser del campo socialista le negaron la visa. Y, ante esa circunstancia, los cubanos asumimos la responsabilidad. Al frente del equipo estuvo Reynaldo Suárez, jugador de la década de 1950.

Aún no se me borra de la mente cómo ese día recordaba al Comandante en Jefe Fidel Castro, porque antes de partir para Jamaica, él se había presentado en el internado donde nos concentrábamos, en la calle F y 3ra, de El Vedado, para instarnos a no dejarnos amedrentar.

A la sazón Fidel nos convocó a poner bien en alto el nombre de la patria. Y, mientras conversaba con los atletas, Llanusa, presidente del INDER, le interrumpió brevemente y le dijo: “Mire Comandante, tenemos aquí un médico, Edgar George, quien se acaba de graduar”.

Era mi hermano. El Comandante en Jefe lo hizo subir y hablar. La emoción me embargó tanto que todavía guardo ese momento como uno de mis mayores privilegios. Lo fue por el hecho de marcar nuestro primer contacto directo con el líder de la Revolución cubana.

Cuando regresamos, como yo llevaba varios años de experiencia en el trabajo como técnico, pasé un curso corto, con el ruso Iván Diakov, quien me nutrió y ayudó a reforzar los conocimientos del voleibol, a lo que le sumé mi experiencia competitiva.


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Eugenio George y el entrenador checo Lumil Matlacebs, que preparó
al conjunto criollo rama masculina, en 1961.


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Eugenio y Edgar, en los juegos regionales de Jamaica, 1962.

Previo a la cita regional, yo había disentido de participar como competidor, ya que existía una amplia gama de atletas jóvenes, sin embargo, fue imposible debido a que el sistema vigente establecido por el Comité Olímpico Cubano (COC), solo otorgaba derecho a ir a los jugadores sólidos o reconocidos.

Tras el retorno a la patria, la presidencia del INDER nos convocó a una reunión en el Coliseo de la Ciudad Deportiva. El tema era hacer el análisis de lo ocurrido en Jamaica. Por eso, cuando me tocó el turno, el compañero Raudol Ruiz Aguilera, gloria del deporte cubano, me preguntó:

—Bueno, ¿usted sería capaz de asumir la dirección del conjunto masculino, con el objetivo de ganar en Puerto Rico.

Y, con esa frescura propia de la juventud, acompañada de cierta inmadurez, respondí que sí, sin pensarlo.

Ya en la isla borinqueña, fervorosos y llenos de pasión, enfrentamos a una oposición anticubana poderosa, la cual carecía de control y límites. En cualquier momento, se aparecían los llamados gusanos y creaban situaciones difíciles. Por ello, cuando cada representante nuestro se movía debía estar muy atento y estar a la mira de cómo protegerse.


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En los Juegos Centroamericanos y del Caribe de Puerto Rico, 1966,
se estrenó como entrenador de la selección masculina de Cuba
.


Hay muchas anécdotas de las referidas provocaciones, cuyo punto más álgido fue el que se desencadenó en la final del juego de pelota entre Cuba y Puerto Rico en el estadio Sabina Park, sin lugar a dudas, el momento más difícil en el que, alguna vez, he participado fuera de Cuba.

La lid se desarrolló a estadio lleno, con un juego muy emotivo; pero cuando a causa de la lluvia tuvimos que subir para no mojarnos se originaron varias peleas entre los cubanos residentes allí y nosotros. Fue algo terrible. Nos ofendieron y les repostamos; a consecuencia de ello se suscitó una batalla campal.

Después de combatir muy duro y de hacer respetar a las cuatro letras que conforman el nombre de Cuba, nos quedamos a recoger las cosas dejadas allí. Como colofón, se hizo una loma de objetos en el centro de las gradas con carteras, zapatos y materiales de todo tipo, empleados en las riñas.


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La selección cubana descolló como campeona
en los Juegos Deportivos Centroamericanos y del Caribe,
en San Juan, Puerto Rico, 1966.


Al retornar a la patria, el Comandante en Jefe Fidel Castro acudió a recibirnos en reconocimiento a la actuación realizada y, en dicha ocasión, nos señaló que en aquella lid habíamos crecido como deportistas y también entendido lo que era representar a la Revolución Cubana.

Más tarde, comprobé que la tarea era muy dura. No obstante, aquel emplazamiento fue la chispa inspiradora para que asumiera la responsabilidad de trabajar con ese colectivo. En definitiva, los juegos regionales de San Juan, Puerto Rico (1966), marcaron, para mí, el final de una época gris y el comienzo de otra muy esplendorosa.