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NARRATIVA

SERGIO GALINDO

LA JUSTICIA DE ENERO

Prólogo: Rafael Antúnez

FICCIÓN

A Bertha, por otras páginas de otro tiempo

Primera parte

Uno

El Tribunal decidió la muerte. Hombres altos, cubiertos por un curioso gorro que a la marcha y la distancia hacía parecer al grupo un desfile de guadañas, caminaron enfrente a Héctor. Mil veces, a lo largo del proceso, había querido tomar la palabra para aclarar algunas de las maldades del acusado. Pero no fue necesario. Lo sabían todo. Los jueces estaban en el conocimiento del más íntimo detalle y no permitieron, ni por un segundo, que existiera la posibilidad del perdón. Por eso el tribunal decidió la muerte. Echaron a caminar por un largo pasillo de paredes de tela de araña.

El público, con el alborozo del gusto concedido, emprendió la marcha detrás de los hombres altos. Héctor también los acompañó confundido entre ellos. Su alegría era menor, porque le disgustaba no haber podido hablar y que ni el tribunal, ni el público, se hubiesen enterado de que él (desde mucho antes, una mañana en su oficina al releer el expediente) había dictaminado la muerte del extranjero. Primero que nadie. Sin dudas: sabía qué es un criminal y qué es la Justicia. El extranjero debía morir. Las gentes caminaban con entusiasmo. Hablaban en voz alta, comentaban pasajes del proceso, volvían a enumerar los crímenes y discutían. Era una lástima que no existiera una pena más grande. Pero había un efecto extraño, producido sin duda por el aire, pues a pesar de que todos hablaban a voz en cuello sus frases apenas si alcanzaban un tono de susurro; como si ellos estuvieran muy lejos de allí, y no en sus cuerpos y palabras. Héctor advirtió que los demás no notaban este fenómeno y supuso que era algo natural, propio de las ejecuciones. Se sentía a gusto y a sus anchas entre ellos; ninguno hablaba de sus problemas personales. Eran gentes por encima de la concepción burguesa del dolor y la soledad; convencidos sin aspavientos del bien y el deber social.

Al terminar el pasillo los hombres altos formaron un círculo, se sentaron en el suelo y el público los imitó con respeto. Héctor vio el tronco y el hacha al centro del círculo. Apareció un hombre –un experto sin duda– que se puso a examinar el filo del hacha; lo hizo con mucho esmero y parsimonia y al final algo, como una sonrisa, iluminó sus facciones. Se oyeron aplausos y los hombres altos hicieron una inclinación de cabeza. El extranjero fue conducido al círculo. Héctor se sintió defraudado al ver que al reo le habían cubierto la cabeza con una máscara semejante a la de los antiguos verdugos. Le hubiera gustado más verle el rostro, conocerlo. El extranjero colocó la cabeza sobre el tronco. Fue un movimiento lleno de gracia. El verdugo levantó el hacha, y en ese momento, cuando la herramienta estaba elevada a la máxima altura que le permitían sus brazos, Héctor la sintió entre sus manos al mismo tiempo que sentía la tensión de sus brazos y piernas rígidas por la solemnidad del acto; así que era él el verdugo y lo habían vestido con un traje ridículo que en otra ocasión no habría aceptado usar. Pero estaba allí. No pudo ni observar a los hombres altos ni a los demás. Casi por su propio peso el hacha cayó hacia delante, sobre el sitio esperado.

Se puso de pie y se sacudió las cenizas del cigarro haciendo a un lado el expediente. Una palabra vino a su memoria: exorcismo. Ahora se sentía descansado. De chico una criada vieja le contaba la historia de una mujer que cada año invocaba al demonio para que habitara su cuerpo tres días, y poder así, durante el resto del año, ser casi tan buena como un ángel… Hay muchos medios –decía la criada–, miles y distintos… Un simple sueño, pensó él. Porque no sólo estaba descansado, tenía algo que hacer. Regresó al escritorio y tomó de nuevo el expediente.

Al centro el nombre: Claude Rennie Vossler.– Nacionalidad: francesa.– Inmigrante rentista.– Expediente NF345.6.M122.

No era la primera vez que Héctor Loeza veía aquel nombre; un día, en una cantina, Pedro Ruiz Castro lo escribió sobre la mesa. “Debo encontrarlo”, dijo Pedro. Debo encontrarlo, pensó Héctor ahora, aquí. Sólo así sería completo el exorcismo, si él –por entero– se entregaba otra vez a su deber. Trabajar con todas las fuerzas como si únicamente hubiera nacido para perseguir extranjeros. Rennie no era más que un caso, había muchos más; era, pues –volvía a ser–, un trabajo capaz de absorberlo y dar así ocupación a todas las horas del día y la noche, hasta dormir, hasta no recordar que la sentencia estaba dictada y que, por lo tanto, su matrimonio con Cecilia quedaba anulado.

Hacía una hora, tal vez menos, que su abogado le había llamado (por fortuna en el momento que Castor acababa de salir de la oficina dejándolo a solas en el privado) para decir con exagerado placer: “Se dictó la sentencia.” Héctor tenía en una mano el teléfono y en la otra el legajo de expedientes rezagados que Castor le había ordenado revisar. Comprendió lo que el abogado le había dicho, pero preguntó: “¿Cómo?” y la voz dijo otra vez que “se dictó la sentencia, favorable. Ahora hay que esperar que cause ejecutoria. Esperar que transcurra el término de ley para que la sentencia quede firme. Pero ya no le concierne, no tiene que pensar más en este asunto: está usted divorciado”. Es tan fácil que las cosas sucedan, murmuró Héctor después de un rato. Recargó los codos en el escritorio, se repitió: “Que cause ejecutoria”… “Esperar”… Nombrar la cuerda en casa del ahorcado. Eso. Pensar en Cecilia. No quiero.

Fue inútil el deseo. Marcela Pereda –su suegra–, a mitad de la sala, sostenía en una mano el quinqué encendido. Dijo: “Debes divorciarte de él”. Cecilia la miró fijamente, casi sonrió al responder: “Estás loca, mamá”. Entonces Héctor empujó la puerta y las dos lo vieron. “No hay luz en todo el circuito” –dijo él y se sentó junto a Cecilia. Marcela subió las escaleras y ellos quedaron a oscuras, sin hablar, abrazados, dispuestos a no cumplir jamás su voluntad.

Arrojó el expediente sobre el escritorio y volvió al balcón. Mediodía; a sus pies la vía Bucareli con sus tranvías nuevos. El aire viene pesado y caliente; gasolina quemada por los vehículos. Lejano humo de fábricas empaña el cielo de julio. Hace un año que no la veo. Abajo un hombre joven caminaba con una petaca en la mano. Se vio a sí mismo, el día que regresó a la casa materna. Primero el asombro de Clara al verlo llegar con su equipaje. Él no explicó nada, la dejó con su azoro incompleto. “Pero… ¿cómo?… ¿qué? –por fin se atrevió a preguntar–. ¿Qué ha pasado?” “Que regresé. Eso es todo, mamá.” “Pero, ¿y esa mujer?” Héctor respondió áspero: “Me dejó. Se fue anoche. Ya.” Y Clara no pudo hacer más preguntas porque él se encerró en su habitación. Más tarde subió y golpeó la puerta con temor. “Tus hermanos no tardarán en llegar, ¿qué voy a decirles?” “Que no me molesten.” “¿No quieres comer algo? Tengo un pastel…” No agregó nada más ni esperó que su hijo respondiera. Al día siguiente le preparó el desayuno. Estaba feliz. “Primero me preocupé mucho anoche –dijo al servir el café–, pero después reflexioné: no te casaste por la Iglesia, no hay hijos… ¡Estás libre! Bueno, que te duela o que no, ya se te pasará.” Unas semanas más tarde empezaron las preguntas: “¿Ya pediste el divorcio? No te olvides de hacerlo hoy.” “¿Cuándo va estar listo eso? Los meses corren. Ya es tiempo.” No le diré que hoy –se propuso Héctor–. No le daré el gusto.

Abajo gritaban los periodiqueros anunciando una “Extra” y al coro informe se unía el ruido de los ómnibus, y el de los tranvías que surcaban la calle de Bucareli. Lloverá en la tarde, pensó. Hace mucho calor. Regresó al escritorio y se sentó. Encendió un cigarro. Decidió que era inútil estar en esa oficina y haber aceptado la tutela de Castor, de sus hermanos, de su madre. Ahora tenía un porvenir. Su puesto de inspector de Migración era transitorio. Se acercaban otros fines, Castor le había asegurado poder y dinero. No le interesaba. Hubiera preferido saber dónde estaba ella y correr a buscarla. Se levantó de golpe, con la desagradable sensación de estar encerrado en una trampa. Se aflojó el nudo de la corbata y a grandes pasos salió del privado de Castor y pasó a la oficina común. Vio a Pedro Ruiz Castro. El caso del francés –se dijo–. Rennie… Atravesó la sala sin mirar a nadie más. Alberto del Campo, el jefe de inspectores, lo observó dispuesto a sonreír, pero Héctor no le hizo caso.

—¿Cuándo regresaste?

—Anoche –respondió Pedro–, fue una deportación fácil.

Por distintos motivos ambos se observaron. Tenían algo que decirse, y por segundos pareció que ninguno de los dos iba a empezar. Pedro Ruiz Castro halló demasiado intempestivo el momento, a pesar de que había decidido contarle que Cecilia… Para él fue una suerte que Héctor dijera:

—Ese caso que tienes… el francés.

—¿Cuál?

—Rennie Vossler… Rennie… tú sabes.

—Sí…

—¿Que hay de él?

—No lo he encontrado. Lo sabes bien, Héctor. Lo he buscado un año… ¿Te das cuenta? ¡Un año! lo he buscado por todas partes. A ninguno he buscado con tanto interés. ¡Y nada! Se lo tragó la tierra, o está muerto, ¡qué se yo! ¿Por qué?

—Tiene cuatro años de retraso su expediente.

—Yo lo recibí hace un año.

—No te enojes. Es cosa… –dudó en decir–, mía… Eso es. Quiero encontrarlo.

—¡Ah, vaya! ¡Quieres! ¿Y qué crees que hice yo? ¿Perder el tiempo?

—Me ordenaron revisar los casos rezagados. Cosa de los jefes, Castor me dijo.

—¿Leíste el expediente?

—Sí.

—¿Mis informes?

—También.

—Hay algo que no he agregado… Estoy seguro de que es un asesino.

—¿Un asesino?

—No tengo pruebas; son conclusiones, deducciones. La historia empieza con su madre, una madame Du Pont. Ella vive ahora en Perú. Un inspector de aquí la hizo abandonar el país por medio de un chantaje, hace algunos años.

—Ya leí… ¿Tienes retratos de él?

—Tres.

Sacó su cartera y le entregó las fotos. A los catorce años, Claude Rennie montado en un hermoso caballo, en el bosque de Bolonia. Otra en un balneario: sonríe, recién salido del agua. La tercera es la del pasaporte. Claude a los veintidós años, rostro de querubín, sin personalidad fija.

—Es bonito como una mujer.

—Hay que encontrarlo.

—Sí. Por eso estoy aquí… –y Pedro pensó en todas sus inútiles pesquisas, y en las gentes a quienes había interrogado. Héctor le devolvió las fotos.

De la calle vino el ruido de las sirenas y campanas de unos carros de bomberos. Por unos segundos todos atendieron al sonido; algunos inspectores se acercaron al balcón. Pedro escuchó también, un poco al descuido. Sintió entonces la mirada de una mujer sobre él. Era una asiática, de unos cuarenta años, menuda, espantada. Lo observaba sin disimulo. O está en oración… o me pide algo… Me pregunta, ¿qué? Sentada en una de las sillas destinadas a los detenidos. Algún día tendré a Claude allí –anheló–. Mientras, la mujer asiática, y de ella parecía nacer un silencio que ahora iba a cubrirlo todo. Recordó a Cecilia caminando delante de él. Miró a Héctor. Tengo que decírselo. Dudó otra vez, y permitió así que un silencio agobiante cayera sobre ellos; un silencio que fue roto con la entrada del inspector Ferat, que conducía a un detenido. La tensión se disolvió y un inmediato descanso los transportó al extremo opuesto; se confundieron las voces, sonó la risa de una de las secretarias y el ruido del tránsito en la calle volvió a la normalidad. Ferat y Del Campo hablaban. El detenido era un hombre duro, desagradable, de ojos pequeños y mandíbula prominente.

—Es Hugo Arnold, cubano –explicó Héctor Loeza–. Contrabandista. Ya lo han detenido otras veces, pero no se le sacó nada. El muy perro. Yo sabría hacerlo hablar. Si cree que puede burlarse de las leyes…

Pedro contempló a su compañero y se alegró de no tener que enfrentarse a su juicio como aquellos extranjeros reacios en cuyos interrogatorios tenía que intervenir Héctor.

Del Campo y el cubano pasaron al cuarto de interrogatorios, seguidos de Gregorio Ferat, que en la puerta les hizo un saludo.

—Me gustaría interrogarlo yo –dijo Héctor.

—Hazlo. Del Campo te lo agradecerá.

—Ese cerdo.

—¿Quieres? –preguntó ofreciéndole cigarros. Inmediatamente agregó– Cecilia está aquí.

Lo vio palidecer y retiró la vista de su cara. La asiática lloraba silenciosamente, apretando un pañuelo pequeño y húmedo entre sus manos.

—Llegó en el mismo tren que yo. Anoche.

—¿Sola?

—Sí.

—¿Hablaste con ella?

—No. La vi al último momento, en el andén. Viajaba en otro carro y creo que ella no me vio.

Nuevamente el silencio sobre ellos y Pedro quiso encontrar algo más que decir, hablar de otra cosa, pero nada se le ocurrió. Esa mañana, al desayuno, su esposa le había recomendado que no le dijera nada a Héctor. “Es mejor dejar las cosas así –dijo Mercedes–; nosotros ya intervinimos bastante en ese asunto, y realmente ha sido triste.”

Alberto del Campo entró en la sala y se detuvo en la puerta.

—Héctor Loeza –gritó–. Venga un momento.

Héctor tiró el cigarro y salió tras él. La asiática aprovechó la ocasión para acercarse a Pedro.

—¿A qué hora llega el licenciado Castor? –preguntó ansiosa.

—No debe tardar… ¿Por qué la trajeron?

—No me trajeron, yo vine a hablar con él. Detuvieron a mi marido ayer y dicen que lo llevaron a la Estación Migratoria.

—¿Qué es su marido?

—Le juro que somos decentes. Él no ha hecho nada malo.

—¿Qué nacionalidad?

—Japonés… Dígame por favor, esa Estación… ¿es una cárcel?

—No exactamente.

De cerca la mujer parecía más joven, y lo miraba con una humildad insoportable, como si él pudiera salvarla de todo mal.

—¿Cuándo saldrá?

—Si sus papeles están en regla y no ha hecho nada malo lo pondrán en libertad. En caso contrario será deportado.

—¡Le juro que él no ha hecho nada malo! ¿Usted no podría ayudarnos?

—Lo siento, soy solamente un inspector. Espere a que llegue el jefe.

Ella regresó a su asiento y quedó allí como un símbolo. No podría entender plenamente, jamás, las leyes ni la justicia. No eran criminales. Ella no comprendería.

Dos

–Espero que nunca me manden deportar a nadie, no tengo ganas de hacerlo –dijo Víctor Rivas.

Viajaban en tranvía, de pie, en un mínimo espacio del vehículo.

—No es cosa difícil –dijo Pedro Ruiz Castro.

—No es lo fácil o lo difícil; es repugnancia.

—Se te quitará.

Pedro recordó que dos años antes él pensaba del mismo modo. Pero… La costumbre. Una especie de opio, que no dejaba en su interior sino un vago recuerdo dentro del cual no existían preocupaciones ni dudas. Dos años antes, al hacer su primera deportación (Suchiate. Una mujer insignificante, con un niño en los brazos), se conmovió y pasó varios días con una desagradable sensación, algo cercano a la culpa. Pero, después de dos años, la costumbre. Tenía una buena hoja de servicios y lo habían nombrado jefe del Grupo F. Pensó que Rivas era lamentablemente joven.

—No quiero.

—¿No quieres qué?

—Que se me quite. Prefiero la repugnancia. No quiero parecerme a Del Campo, o a Loeza, o a cualquiera de ellos. Detener a alguien o hacer un interrogatorio no es un placer para mí. Ellos aman su trabajo, yo no.

—¿Por qué estas aquí? Puedes trabajar en otra cosa.

—Es una prueba.

—¿De hombría?

—De resistencia.

Suena estúpido –se dijo Víctor Rivas–. Y, sin embargo, era bastante complicado. La prueba había empezado al recibir la pistola. Del Campo se la entregó sin ninguna solemnidad, como si portar armas fuera algo tan simple como usar tirantes o cargar llaves en el bolsillo. Se puso el arma en la cintura. Era incómoda; inútil en él. Pensó en sus padres. Conyugicidio. Debía sobreponerse. Hacer la prueba. Por sus dedos escurrió un sudor frío y pegajoso. Colt, calibre 38. La guardó en el ropero. Un domingo salió al campo; con una tiza pintó un círculo sobre un árbol. Las balas pegaron exactamente en el centro. Un don del atavismo. En sus manos habitaba la fuerza de la muerte. Un punto fijo en el dedo, una ligera presión. Los demás se habían acostumbrado. Era un resultado explicable. Se vivía bajo la zozobra de la ley. Aun el inocente tenía un temor, un miedo a no saber; expuesto a las arbitrariedades, al fuero. De pronto uno se hallaba en ese lado. Te dan una placa, una credencial, una pistola. No tienes por qué temer a esos tipos de la ley. Eres uno de ellos. Se debe comprobar que también uno puede, y que sabe. Después se respira mejor; se da uno cuenta cuando viaja en el tranvía o camina en la calle de que ahora está uno completo.

—Detener a alguien no es un placer, es una obligación –dijo Pedro Ruiz Castro.

—No me convenzas. Tú mismo no eres sino un perro de caza.

Pedro dudó en responder. Era un eco de algo.

—Tú y mi mujer se entenderían bien.

—Mercedes es más cuerda que tú.

Pedro pensó que tenía razón. Iba a preguntarle cuál era la prueba, pero dejó de interesarle.

—Esta tarde tengo guardia en la Estación Migratoria de Mujeres –dijo Rivas.

—¿A quién vigilan?

—Una española. La deportarán en un par de días.

Rivas deseaba hacerle unas preguntas, pero no se atrevió. Repetidas veces se había explicado a sí mismo que sus torturas no tenían por qué ser compartidas. Una tormenta en un vaso de agua, algo que a los ojos de otro no tendría la importancia justa. Sólo se atrevió a decir.

—Será la primera vez que vaya allí.

Unas cuadras más adelante descendió.

Ruiz Castro lo vio brincar a la acera, detenerse a recobrar el equilibrio y echar a andar con las manos en las bolsas del pantalón. Era el más joven de los inspectores de su grupo. Un muchacho honrado –se había dicho muchas veces–, incapaz de explotar a un extranjero o aceptar soborno. Sin embargo, decidió que no le convenía confiar a sus manos una misión delicada.

Vio que se había desocupado un asiento y se acomodó en él. El tranvía siguió su marcha. “Perro de caza”. Claude Rennie. De modo que ahora Héctor quería encontrarlo. Le hubiera gustado enviarlo a todas las pistas que él había seguido. Primero, Teresa de la Barra y su parloteo con eructos de whisky; luego, Tony Arcos, Mely, Diana, Gaspar, Edel… No; Héctor no hubiera seguido y escuchado a todas esas personas. No era capaz de una labor lenta. Tampoco se molestaría en comprender a Claude. No le interesaría como persona; sería solamente un “extranjero”, un número de expediente incompleto, un culpable. Pero es lo mismo –se explicó Pedro–; yo también, tras de tanto buscar, llegué a lo mismo. Es culpable. Es un asesino. Mató a dos ancianas. ¿Pruebas? –murmuró viendo los árboles de un parque–. No las hay. Pero estoy seguro; lo conozco bien.

Sí, conocía a Claude. Había seguido casi todos sus pasos en México. Conocía a las gentes que lo habían tratado. A su madre, Silvia Du Pont.

Así había empezado, al querer encontrarla, pues fue ella el origen de la búsqueda y Claude ni siquiera tenía un número de expediente particular. Castor le ordenó que se encargara de aquel caso. “No sé qué hay aquí –dijo al entregarle el expediente de Madame Du Pont–. El inspector que tuvo este asunto nunca escribió ningún informe. Es de hace cuatro años.” Y Pedro recordaba bien los primeros informes que tomó de aquel expediente.

“Silvia Vossler de Du Pont (Edad: 40 años)

Su esposo: Philip Du Pont Brest (Edad: 55 años)

Gerard Du Pont Brest (hijo de Philip. Edad: 25 años)

Entraron al país por el Puerto Central Aéreo.

Turistas.

Antes de vencerse el plazo de su permanencia en la República, Philip Du Pont Brest comunicó en oficio núm… que él y su familia tenían deseos de radicar en México varios años, por lo que solicitaba les fuese cambiada su calidad migratoria, de turistas a rentistas, y estaba dispuesto a depositar inmediatamente en Nacional Financiera, S. A., la cantidad que exigía la ley por los tres. El cambio fue aprobado por el Ministerio en oficio núm… Copias de los recibos de la Nacional Financiera, S. A. Oficio de Madame Du Pont solicitando autorización para poner una academia de escultura, no con fines lucrativos. Pedía una entrevista con el ministro para hablar más ampliamente sobre esto.

Tres meses después. Oficio de Madame Du Pont solicitando la internación de su hijo (de su primer matrimonio), Claude Rennie Vossler (Edad: 22 años) como rentista también.

La internación fue aceptada.

Claude Rennie Vossler entró al país el 10 de noviembre de 1949, por el puerto de Veracruz.

Un año después, oficio de Philip Du Pont Brest. Solicitó permiso para salir del país, pues deseaba pasar unas vacaciones en Lima, Perú.

Philip Du Pont salió por el Puerto Central Aéreo.

Dos meses después, citatorio a Madame Du Pont para que pagara el impuesto marcado por la ley.

Un mes después, segundo citatorio con el mismo fin. Memorándum al inspector Andrés Ferraes para que se encargara de localizar y presentar a Madame Du Pont en la oficina correspondiente.”

Así había empezado. Los primeros informes le proporcionaron los datos siguientes. El inspector Ferraes fue destituido hace dos años. Se desconoce su domicilio. Silvia Du Pont no vive ya en México; vive en Lima, Perú. Y la primera pista fue Teresa de la Barra, amiga íntima de la Du Pont. Era una mujer madura, de rostro y movimientos alegres. “¿Silvia?, partió tan intempestivamente. Nadie se lo imaginaba. Todos esperábamos que pusiera su academia de escultura, y el más sorprendido fue Tony. Vino a verme para que le confirmara la noticia. No quería creer que Silvia fuera capaz de irse sin decirle siquiera adiós. Pero yo lo convencí de que ella es así… Sin mala fe, ¿comprende? Sólo que, ¿cómo dijéramos?… Un poco atolondrada. Actuando siempre sin pensar –movió las manos como si quisiera encontrar en el aire lo que deseaba decir–. ¡Por impulsos! En eso era idéntico Claude a ella, y naturalmente que por eso mismo chocaban a cada rato.”

La señora De la Barra le dio la fecha de salida de Silvia, le informó que Gerard había partido con ella, y entonces Pedro hizo una pregunta que a partir de ese momento haría muchas veces. “¿Y Claude?” La mujer se asombró un poco y levantó los hombros. “No sé. Claude desapareció… Quiero decir que él no nos frecuentaba. Recién llegado salía con Silvia; luego empezaron los disgustos y lo veíamos muy rara vez. Ya le dije: chocaban a cada rato… Bueno, ella propiamente no conocía ni entendía a su hijo, y Claude está necesitado de comprensión. Es de esas gentes que necesitan cariño, y ella no fue una buena madre. De chico lo mandó a un colegio católico, en Roma, y lo veía cada Navidad. Luego, durante la guerra no pudieron verse en varios años, él estuvo en el ejército. Esas cosas cambian mucho a un muchacho… ¡El pobre! Tenía los nervios deshechos. Aquí se restableció. Mire, le enseñaré una foto.” Sacó de un escritorio dorado la fotografía de Claude en el balneario. “Se la tomé yo misma, ¿la quiere? Tengo otras copias.”

Pedro Ruiz Castro miró la calle y suspiró. Ese día había pensado que sería fácil hallarlo. Apuntó tres nombres más: Tony Arcos, escultor. Mely Quintero, novia de Claude. Diana del Monte, historiadora. Y pensó que dar con él sería cuestión de una semana.

Había llegado. Brincó del tranvía. Caminó dos cuadras y el ruido desapareció. Ahora la calle era tranquila. Vio el automóvil de su esposa estacionado frente a su casa y recordó la frase de Rivas: “Mercedes es más cuerda que tú.” Y más lista, agregó él; gana más dinero que yo. Lo pensó sin resentimiento, pero también sin gusto; era un hecho que aceptaba, del mismo modo en que había aceptado muchas otras cosas. Lo primero fue esta casa –se dijo al ver su puerta–. “A pagar en quince años, como renta.” Un buen modo de atarlo a uno. Al principio se resistió, dijo: “Pero no tenemos ninguna seguridad de vivir quince años aquí; mi trabajo puede cambiar.” Pero Mercedes estaba decidida. “Quince años no son nada, se van como agua.” Llevaban siete años de pagos y en ese lapso él había perdido el empleo tres veces. Pensó divertido que, hasta cierto punto, era Claude el que lo había retenido en su puesto de inspector. Nunca antes había durado tanto en un mismo empleo.

Mercedes lo vio desde el interior y salió a abrirle.

—Tenía miedo de que no vinieras –dijo con una sonrisa.

Pedro besó su mejilla. Olía bien.

—¿Por qué?

—Quería verte. Pasaste siete días fuera; una esposa necesita ver a su marido, ¿los esposos, no?

—No –ambos rieron–. Me viste regresar anoche, y me viste hoy al desayuno… ¿Dónde están las niñas?

—Van a comer con tío Rodolfo. No me alcanzó el tiempo para ir a recogerlas. ¡Tengo tanto trabajo en la florería! Hoy hubo clientes toda la mañana.

—¿Te cortaste el pelo?

Mercedes sonrió encantada.

—¿Te gusta?

—Te ves distinguida.

Pedro pensó con frialdad que si agregaba otro elogio la haría más feliz. Ella necesita que yo le diga: “Estás linda.” Sonrió burlón, no podía pensar esas cosas sin sentir desagrado, pero venían espontáneas y era un modo inofensivo de vengarse de su dinero, de su tío Rodolfo y de él mismo. No se atrevía –cuando menos no con la frecuencia con que lo deseaba–, a herirla en forma directa.

—Estás linda.

Mercedes lo abrazó. Así de cerca ella era ternura, amor, hogar.

—De veras –agregó–, estás linda.

La comida fue buena y hasta alegre. Se entendieron bien, como si la separación hubiese sido más larga. Ella habló de la florería. Él del yanqui a quien había ido a deportar, de Tijuana, de Claude.

—Le dije a Héctor lo de Cecilia.

—Creo que hiciste mal –la noticia la molestaba– ¿Qué dijo?

—Nada.

—Hemos tenido demasiado que ver en ese lío tú y yo. Quisiera que no hubiera sucedido nunca. ¡En fin! –cambió súbitamente de expresión, dispuesta a no hablar más del asunto–. ¿Sabes qué pensé esta mañana?… Que podríamos salir de vacaciones el mes próximo, ir al mar, por ejemplo.

—No tengo vacaciones hasta diciembre.

—Pero no saliste en mayo por ese francés. ¿No podrías pedirlas ahora?

—Sabes que no tengo dinero.

—Tenemos algo ahorrado y no sería mucho el gasto; iríamos sin las niñas, los dos solos, ¿no podrías?

—Espera a que me saque una lotería.

—No seas terco. Si esperamos eso nos haremos viejos… Nos estamos haciendo viejos; yo más que tú, soy mayor, acabaré antes –de pronto era patética, se había traicionado a sí misma, apretaba la servilleta en su puño y su vista estaba perdida en la vejez.

Ya pasó los cuarenta –se dijo él. Debía decirle algo, desmentirla, halagarla; pero ya era demasiado tarde para hacerlo. La ayudó a levantar los trastos en silencio.

Más tarde se recostó a dormir la siesta. Mercedes se tendió a su lado. El le tomó la mano y se la oprimió. Ella ladeó la cara y examinó su perfil con cariño.

—¿En qué piensas? –preguntó.

—En ese francés –dijo Pedro.

Tres

¿Dónde quieres que te deje? –preguntó Héctor Loeza.

La luz roja del semáforo los había detenido en un momento en que el calor era agotador, acrecentado por el congestionamiento de automóviles en todas las calles. La gran arteria de Insurgentes hervía con fatiga. La gente pasaba delante del coche de Héctor que los miraba con odio, como si ellos fueran la causa directa de su problema con Cecilia. Todo le era molesto, pero principalmente la presencia de Gregorio Ferat.

—Unas cuadras más adelante –dijo Ferat. Sobre su piel lustrosa el sudor manaba. Se secó con el pañuelo y luego se acarició distraído las guías del bigote. Sus ojos dilatados, de grandes párpados, parecían los de una tortuga que, intrigada y sin comprenderlo, mira un paisaje. Eso pensó de él Héctor Loeza al observarlo. Una tortuga de un metro ochenta. Una tortuga con bigote.

Héctor encendió un cigarro.

—¿Quieres darme uno? –dijo Ferat.

Loeza arrojó la cajetilla sobre el asiento, con desprecio.

—Mira ese niño –dijo Ferat entusiasmado.

—¿Qué?

—Ese niño; es igual al mío… Debe tener unos seis meses. El mío se parece mucho a mi esposa, tiene los mismos ojos que ella. Tú no eres casado, ¿verdad?

—No.

—Tiene sus problemas. ¡Pero no creas que me quejo! Hasta cierto punto me ha ido bien. Cuando me casé sí que tenía al toro por los cuernos; trabajaba en una imprenta y ganaba mil setecientos pesos; hasta tenía un carrito. Un Ford… –suspiró–. Lo malo es el sueldo de ahora, no sirve para nada, no me alcanza. Antes teníamos cuenta en el banco; mi señora ahorra mucho. Ahorraba. Y ya ves que yo no bebo.

Luz verde. Héctor arrancó. ¡Maldito imbécil –se dijo–, qué me importa a mí saber su vida! Para esta mañana había de sobra con la historia de Hugo Arnold. Aunque Arnold no había hablado por su propio gusto. Pero habló. Siempre hablaban. Él sabía cómo trabajarlos. Arnold lo miraba con sus ojos de enfermo hepático. Las pupilas llenas de mentiras y odio. Mientras contaba su historia él tenía que descubrir cuándo mentía. Era esa su especialidad: encontrar la mentira; el mal. Y castigar hasta que se oyera la verdad; el bien. Ellos tenían muchos ardides, siempre querían enternecer, o amenazar; siempre cobijados en un disfraz. Pero Héctor tenía paciencia y no sabía conmoverse. Ya. No quería pensar más en el cubano Arnold; necesitaba calmarse y preparar lo que iba a decirle a Cecilia, si la encontraba.

—… con el sueldo actual –seguía Ferat–, imposible… No sé cómo dejé el otro trabajo. Si tuviera la suerte de encontrar de cuando en cuando a uno de esos extranjeros irregulares que sueltan dinero… Ya ves que muchos lo hacen y no les va mal.

Calló en espera del comentario.

—Sé de un español –continuó–, que entró como turista hace tres años y ahora atiende un restaurante. Ilegalmente, no ha arreglado sus papeles. Se podría hacer algo. Pero para eso necesito alguien que me acompañe, se trabaja mejor entre dos… Pueden caer ahí unos dos o tres mil pesos.

Nuevamente hizo el silencio para que aceptara la invitación. Si quiere hacerme creer que él no hace esto –se dijo–. Como si no supiera yo que todos, y él más que nadie, con el apoyo que tiene…

—O más –dijo buscando sus ojos–, quizá hasta cinco mil… Si se trabaja bien, y con mucha discreción por supuesto. Yo no soy de esos a quienes les gusta andar contando a todos. Es mejor que nadie sepa, ¿no crees?

No quiere hablarme. Se siente superior a mí por su amistad con Castor. Son una partida de desgraciados y es mejor no confiar en ninguno. Puede que me sea más provechoso hacerlo solo… Y en la oficina nadie podrá decir que yo… En cambio conmigo deben tener cuidado. Muchas veces han soltado la lengua… Si yo le contara a Del Campo, él me lo agradecería. Lo haré. Del Campo parece discreto. Pero hay que ser precavido. “No confíes en nadie –decía Elisa–. Pero menos aún dejes que desconfíen de ti.” El miedo lo invadió. Se había portado como un chiquillo. Idiota, me hizo hablar igual que a un detenido, ¡qué tonto soy! No. No es más que una conversación sin testigos, puedo negarlo. No le di el nombre ni la dirección del español. No puede saber… Volvió a secarse el sudor.

—¡Qué calor! ¿No te gustaría tomar una cerveza?

—Te oí decir que tú no bebes –dijo Héctor.

—Bueno, algunas veces. Una cerveza nada más. Te invito.

—No. Tengo prisa. ¿Dónde voy a dejarte?

—En la próxima esquina –dijo Ferat convencido de su error y dispuesto a caminar varias cuadras.

Héctor detuvo la máquina de golpe y Gregorio estuvo a punto de herirse con el cristal. Bajó rápido y a disgusto.

— ¡Oye! No me interesa hacer negocios contigo ni con nadie. La próxima vez que tengas otro “asunto” quédate con el hocico cerrado si no quieres meterte en líos. Y cuídate mucho de que no te descubra alguna vez.

Los ojos de tortuga de Ferat mintieron asombro.

Héctor puso en marcha el auto y lo olvidó. Debo pensar –se exigió– en lo que voy a decirle a Cecilia. Hizo un esfuerzo por encontrar las primeras palabras, y el intento fue tan infructuoso como los anteriores.

Desde que Ruiz Castro le había dicho que ella estaba en la ciudad no podía hilar sus ideas. El año de ausencia y separación, la aparente calma y el próspero futuro no servían de nada. Naufragaba. Solamente una cosa era firme: no quería dejarla. Fuera de eso no alcanzaba a razonar y en el fondo no deseaba hacerlo.