9786075023403.jpg

LAS AURORAS MONTREALES

Monique proulx

Gris y blanco

Te escribo, Manu, aunque no sepas leer. Espero que tu vida sea maravillosa y que las rocas de Puerto Quepos se eleven orgullosas cuando nades en el mar. Ahora, ya estamos instalados: tenemos un sofá, un colchón nuevo, dos mesas, cuatro sillas rectas que son casi del mismo color y un refrigerador maravilloso que podría contener muchísimas tortillas. Yo duermo en el sofá, a un lado del refrigerador maravilloso. Todo marcha bien, aunque me despierto a menudo porque el refrigerador ronca, pero el camino hacia la riqueza está lleno de ruidos que no atemorizan al oído del valiente. Del otro lado de la ventana hay mucho asfalto y casas grises; Manu, te lo digo sin alardear: todo el tiempo se ven autos que pasan sin parar y que nunca son los mismos.

Se llama Montreal. Es un lugar nórdico y extremadamente civilizado. Todos los autos se detienen cuando el semáforo se pone en rojo y las risas están prohibidas pasando cierta hora. Hay muy pocos guardias y muy pocos perros. La palabra “nórdico” quiere decir que hace un frío como no puedes imaginar, aunque apenas sea noviembre. En este momento tengo puestos tres suéteres de lana de Montreal en la espalda y mamá se calienta frente a la puerta abierta del horno de la estufa, que es grande y maravilloso también. Pero nos acostumbraremos, es seguro: el camino hacia la riqueza es un camino frío.

Todavía no será en este mes cuando puedas venir, pero no te desesperes. Todas las noches hago el gesto de acariciarte la cabeza antes de dormirme; eso me ayuda a soñar contigo. Sueño que atrapamos lagartijas juntos y que tú corres más rápido que yo sobre la playa arenosa de Tarmentas; entonces el mar lanza un rugido terrible que me despierta, pero es el refrigerador.

Aquí también hay mar; una vez fui a verlo en compañía de mi amigo Jorge y es muy diferente. El mar de Montreal es gris, y tan moderno que no huele a cosas vivas. Le hablé de ti a Jorge, te engordé unos diez kilos para que sintiera más admiración.

Así pasan mis días normales: hay momentos, como levantarse, comer y dormir, que regresan con frecuencia y se van pronto. Hay dos tiendas de abarrotes en la calle Mont-Royal: la del señor Dromann y la del señor Paloz, que me contratan para hacer entregas. Ya sé muchas palabras en inglés, como fast, fast. El resto del tiempo estoy en la escuela; es una gran escuela gris con un patio de asfalto gris y un solo árbol que medio desgajé cuando me trepé en él. Los ratos en la escuela son los peores; por supuesto, trato de retener solamente las cosas que podrán servirme más tarde.

El domingo, con Jorge, fumamos cigarros y caminamos y caminamos. Se puede caminar por mucho tiempo en Montreal sin ver nunca el horizonte. Una vez, así, buscando el horizonte, nos perdimos y la guardia civil nos trajo muy amablemente a la casa en un auto nuevo; pensé en ti, mi viejo Manu, que te gusta tanto correr detrás de los autos nuevos para asustar a los turistas.

No quiero que pienses que la vida aquí no es buena, porque no sería del todo cierto; hay muchas cosas que veo por primera vez y el olor de la riqueza comienza incluso a infiltrarse en nuestra recámara y media: ayer comimos unos pedazos de res enormes, Manu, y de una suavidad como no la hay en Puerto Quepos; te envío una muestra muy bien envuelta. Lo que más me molesta, porque no te voy a mentir, es el aspecto nórdico de la ciudad, y el gris, que es el color nacional. En cuanto a mamá, le disgustan sobre todo los baños de las tiendas, ahí es donde trabaja y le pagan por limpiar. Tienen unas tiendas, Manu, que si las vieras dirías que parecen pueblos de lo más civilizado y además están de lo más surtidas; puedes caminar por horas ahí adentro sin tener tiempo de mirar todos los objetos maravillosos que nos compraremos una vez que hayamos avanzado en el camino hacia la riqueza.

Sucedió una cosa esta tarde, una cosa de la que tengo que hablarte: mamá estaba limpiando el refrigerador y por casualidad se volvió hacia la ventana. Fue ella quien la vio por primera vez. Lanzó un grito que hizo que me acercara enseguida. Nos quedamos los dos por mucho tiempo mirando hacia afuera, riendo como descerebrados.

La belleza, Manu. La belleza blanca que caía de todo el cielo, absolutamente blanca por todas partes donde antes era gris. Ah, Manu, vive bastante tiempo, haz durar tu vida de perro hasta que pueda traerte aquí, conmigo, para jugar en la nieve.

Traducción de Pilar Ortiz Lovillo

La transición

Entonces así se veía su cuarto, despejado ya de los adornos que disimulaban su verdadera naturaleza: un miserable cuchitril, una jaula para gallinas. Todo era estrecho y feo: la alfombra de la que parecía que se habían apoderado colonias de polillas hambrientas, el rosa insípido de las paredes, los insignificantes y simples muebles de pino, y la persiana, ¡qué horror!, de papel lustre que parecía estar empapada de sangre y que, sin embargo, había sido su propia elección siglos atrás. Tres meses de hecho. Le resultaba inimaginable pensar que había vivido durante años en este lugar siniestro, entumida en la estupidez de la niñez. Pero ahora eso había terminado. Nunca más volvería a dormir sola en una colchoneta estrecha como camilla de ginecólogo, nunca más volvería a ver por la ventana la escuálida catalpa y sus débiles ramas que su padre reforzaba con medias de nylon.

Gaby se sentó en el piso y sacó su diario de abajo de la alfombra. Después de varios intentos infructuosos, este escondite era finalmente lo único que había podido burlar el asfixiante afecto de su madre. Abrió el cuadernito negro al azar: “21 de noviembre de 1991. Hoy, Pierre Valiquette no me ha mirado ni una sola vez en la clase de biología. Soy demasiado gorda. La vida es horrible. Encontrar esta noche una forma de suicidarme con mucha sangre”. ¡Qué niñerías! Siguió hojeando. Esto sí era más divertido: “El director me mandó llamar a su oficina, cerró la puerta con llave, se bajó los pantalones y me obligó a hacer cosas que ni siquiera te puedo contar a ti, querido diario”. Por supuesto, sólo se trataba de una estratagema para evidenciar la indiscreción de su madre; el pobre director de la secundaria, ascético y tímido, no se atrevía a mirar a las muchachas sino por encima de su cabeza, como si fuera a encontrar allí una aureola de santidad. La estratagema había tenido éxito más allá de todas sus expectativas. Gaby recordaba la escena con regocijo: sus padres desesperados, destrozados por el estupro y la perversión que amenazaban a su hija única, y rápidamente forzados a reconocer que ellos eran quienes en forma repetida violaban su intimidad hurgando en su diario.

Gaby encendió un cerillo y lo acercó al cuaderno con un ademán teatral. A donde iba, ya no cabían disparates de colegialas; era necesario quemar esos residuos de un pasado sin sabor. Y, ya que estaba en esto, agregó al auto de fe el póster de Michael Jackson que dominaba su cama desde hacía dos años.

—Huele a quemado, Gabrielle –gimió su madre del otro lado de la puerta.

Ambos padres fingen una intensa actividad en la cocina; ella, por supuesto, con la nariz en unas cacerolas que exhalaban un olor insípido a poros e hígado; él, preso de un ataque de limpieza tan repentino como sospechoso, con ambas manos ocupadas en quitar del mantel unas invisibles migajas.

—Bueno –anunció Gaby, aclarándose la voz.

Su bolsa de viaje era pesada, la dejó cerca de ella esperando que le dijeran algo: “Adiós”, o “Puta”, o “Pero qué te hemos hecho, por el amor de Dios”, sobraban las opciones. Bastaba con mantener la calma. Por la ventana alcanzaba a ver el viejo Renault estacionado junto a la acera y el brazo delgado de David, con tranquilidad abandonado en el volante.

—¿No vas a comer algo al menos? –aventuró finalmente su madre sin mirarla.

—No –respondió Gaby.

— ¡No GRACIAS! –corrigió enseguida su padre, con hostilidad.

Durante todo ese tiempo no había dejado de sacudir el mantel con ferocidad. “Caray, pensó Gaby, se le va a dislocar la muñeca” y sentía, consternada, nacer una monstruosa carcajada en su garganta. Sin embargo, no los tomaba por sorpresa, ya sabían de su inminente traslado a Montreal y, una semana antes, al asistir al traslado de sus efectos personales, ya habían pronunciado todas las palabras ríspidas e inútiles posibles. Sólo les quedaba ahora esta testarudez infantil de querer detener el curso normal de las cosas y colocarse irrisoriamente sobre el raudal enloquecido del torrente que se rompe.

—Y sin chamba –dijo con aspereza su padre–. Ni la sombra de una chamba a la vista.

—Dios mío, Dios mío –suspiró su madre–. ¿Y siempre sí van a tener calefacción en el departamento?

—Una pinche prepa técnica nada más y ya se siente más lista que todos.

—¿Tienen refrigerador? ¿Tienen algo de comer al menos?

—Ya me lo imagino. Fiestas, desmadre y desempleada. Hay millones de desempleados en Montreal con un bonche de títulos así, y tú, pobre inocentona...

Gaby esperaba sin impaciencia y sin despegar la mirada del brazo de David, todavía apoyado en el volante, tranquilizador como una montaña. Últimamente, incluso se mostraban incapaces de decir las cosas importantes, que ella podía adivinar amontonadas detrás de su tosquedad: “Gabrielle, te amamos, te vamos a extrañar”; se aferraban a este orgullo degradante que había sido su sello distintivo, ella jamás sería como ellos.

—Ni siquiera eres mayor, ¿te das cuenta?, podría impedirte, obligarte, forzarte a…

—¿A qué, papá? –preguntó tranquilamente Gaby.

Lo miraba a los ojos como sabía hacerlo, sin desafío ni arrogancia, sólo con una forma tajante de declarar: soy yo, me estás hablando a mí, y la oración de su padre terminó en un gruñido. En realidad, siempre se había sabido más fuerte que ellos, más brillante, y también lo sabían ellos, lo cual era el límite de lo tolerable. Su padre se fue a la sala sin agregar una palabra. Durante un rato más, su madre siguió maltratando los poros en su cacerola. Cuando Gaby se acercó para darle un beso, sólo le tendió la mejilla a medias, rígida por la tensión.

Afuera, la libertad tenía el color del final del atardecer y el olor de los asientos desbaratados del viejo Renault. David agarró la bolsa de Gaby con una sonrisa.

—¿Entonces? –preguntó.

—Nada. Vámonos.

Vio a su madre, con los hombros ligeramente encorvados, pegada a la ventana, que le hacía con la mano un ademán torpe, un saludo de niñita. La idea de que sus padres ya eran viejos y que morirían algún día le llegó de pronto con una nitidez insoportable. Se asomó a su vez por la ventanilla para gritarle algo, para saludar con la mano, pero su madre había desaparecido.

Por más que David se había esforzado por pintar de blanco el pequeño departamento de la calle de Lorimier, no había logrado hacer olvidar que estaba en un sótano. Cualquier individuo nacido y abandonado ahí por descuido habría podido ignorar durante toda su vida que vivía en un planeta con luz. Pese a eso, Gaby dirigió al departamento una mirada triunfal de propietaria. Todo esto le pertenecía, este terreno intacto en el que dejaría sus propias huellas, como un gato su olor, y el de David por supuesto, aunque ya veía en él una suerte de ramificación armoniosa de ella misma. Habría que derribar esta separación que rompía de forma abrupta la circularidad de la sala, crear más atmósfera colgando unas bocas de dragón bajo unas lámparas infrarrojas que fungirían como solecitos, instalar iluminación indirecta en los ángulos estratégicos de cada cuarto, comprar peces exóticos de nombres impronunciables y que comían carne cruda, precisamente había visto unos en la tienda de mascotas a la vuelta, de lo más hermosos. David la escuchaba sin hablar, asentía con la cabeza, frunciendo los labios de esa forma que había cautivado a Gaby la primera vez y que seguía agitando en ella una languidez múltiple. Él era dulce, absolutamente, al igual que otros son ambiciosos o vegetarianos. Tenía seis años más que Gaby, andaba sin un quinto y concentraba la mayor parte de su inteligencia empedernida en estudios de ciencias políticas, que de manera muy probable lo llevarían a sumarse a la multitud de los desamparados, pero, bueno, hay que intentar creer en algo.

Como su exploración crítica los había llevado hasta la recámara, Gaby, sintiendo el calor de David en su espalda, se volteó de repente y, entre ronroneos, lo atrajo hacia la cama. ¿Por qué nunca le habían hablado de este esplendoroso delirio de los sentidos, del placer mayúsculo que regala el cuerpo, hermoso felino, cuando, finalmente, es abandonado a sí mismo? ¿En nombre de qué virtud hipócrita quedaba callado tan prodigioso suceso? Y mientras se enredaban sin fin, se entremezclaban uno con otro, enardecidos por el deseo, Gaby contempló su reflejo en la base metálica de la lámpara: una cabeza salvaje y negra de pirata con un provocativo mechón rosado sobre la frente, que había conservado después de que el punk pasara de moda pero, sobre todo, una expresión en la cara que no se conocía, apasionada hasta la vehemencia.

David encendió una vela. La mesa de triplay rugoso estaba chueca, el mantel de encaje, lleno de hoyos, y las flores compradas por David en la mañana colgaban lamentablemente fuera del florero, al que había olvidado poner agua. Fue una hermosa comida.

—Empecemos por el postre –propuso Gaby.

—¿Por qué?

—Porque no se hace.

Y se hizo. Comieron los tres cuartos de un pay azucarado acompañándolo con un vino espumoso que sabía a aguarrás y luego, entre náusea y risa extática, dejaron que la vela se consumiera, agarrados de las manos. “Mi amor, amor de mi vida”, decía Gaby mientras que David, no muy dado a las declaraciones, se limitaba a sonreír y a aplastarle los dedos y, al mismo tiempo, una vocecita interior, un destello de lucidez, le susurraba a Gaby que habría otros más, muchos más, que la amarían como él, otras etapas y otros hombres, y todo aquel viaje espantosamente largo que venía por delante.

—Te ves triste, ahora.

—Claro que no.

Se acostaron.

Por lo general, a Gaby no le gustaba la noche y ésta tampoco la quería a ella. Sin embargo, ésta no podía ser idéntica a las demás, ya que Gaby dejaba en definitiva atrás el celibato insípido y tenía a su lado –¡qué maravilla!– a su amante acurrucado en la tibieza de su costado, dormido ya, el suertudo, con ronquidos de barítono. David tenía el brazo abajo de la nuca y el calor de ambos se mezclaba, multiplicándose. Así que esto era la felicidad o, por lo menos, era el sueño. Gaby observó a David durante un rato, de reojo, porque su abrazo la mantenía inmovilizada a medias. La amaba, muy bien, pero ¿no sería posible que la amara desde un poco más lejos? Despegó el brazo anguloso de David y se dio a la tarea de arrastrarse con sigilo hacia la izquierda. David la siguió de inmediato, como si estuviera magnetizado por un imán y Gaby se encontró acorralada al borde de la cama, entre la hoguera de sus cuerpos y el vacío abismal. Ya estaba amaneciendo cuando finalmente se durmió, después de escoger con el pensamiento la cama gigante que compraría con el primer pago del empleo que, sin lugar a dudas, encontraría el día siguiente.

Había ya unos quince sentados, tan tiesos de nerviosismo y del afán de no mostrarlo, que se confundían con su silla. Gaby atravesó la sala de espera bajo la mirada apagada de toda esta distinguida asistencia, se acercó a un chico rubio de lentes detrás de un escritorio, le quiso hacer una pregunta pero el chico rubio le señaló el reloj mural con un semblante de reprobación afligida, y luego la sala de espera con una sonrisa radiantemente cordial. Gaby entendió a la primera e, impresionada por la eficacia de la comunicación no verbal, se fue a sentar en una de las sillas entre los ocupantes. La mayoría de la gente allí estancada, con la esperanza de obtener las bendiciones celestiales en forma de un trabajo remunerado, era mayor que Gaby, salvo dos o tres excepciones. Intentó acercarse a la muchacha sentada a su lado, una pelirroja de apenas veinte años, de ojos un tanto saltones y cuya rodilla brincaba cada vez que respiraba. La pelirroja, asustada de que alguien le pudiera hablar, le lanzó una mirada arisca que Gaby interpretó como una advertencia: ya que nadie hablaba, más valía callarse. Tal vez incluso había castigos para quienes no se mostraran petrificados de angustia en la espera de la bendita llamada.

Mientras tanto, los empleados, apoyados en las mamparas divisorias de sus escritorios, intercambiaban recetas de pastel y hacían comentarios sobre los programas de televisión de la noche anterior en un ambiente de alegre camaradería, que la manada de indigentes entrampados en sus sillas rectas sólo podía envidiar. Dieron las ocho treinta, luego las ocho treinta y cinco y, poco a poco, los funcionarios volvieron a funcionar y un agente de colocación llamó a la primera y afortunada persona, que no era ni Gaby ni la pelirroja.

Dos horas después, Gaby dudaba entre si se trataba de un malentendido o una desconsideración manifiesta. ¿No la habían convocado a las ocho treinta en punto? Y, sin embargo, había todo un mundo de gente que se le había adelantado, llegaban más y más, como invasión endémica de langostas. Claramente, se notaba una proliferación de indigentes en esta ciudad. Después del coffee-break, le anunciaron que era la próxima en la lista.

A las once cuarenta y cinco, Gaby, atontada y hastiada por la espera, se reunió con el agente que había sido asignado a su expediente desde tiempos inmemoriales. Era una mujer, que se llamaba Raymonde Bernatchez-Lizotte: daba fe de ello un personificador de madera puesto en su escritorio, probablemente destinado a los incrédulos. En el mismo escritorio, además de la foto de un bebé, que debía ser suyo a juzgar por su mirada bizca, aparecían un calendario con gatos persas, un gran cenicero en forma de gato, un pisapapeles-gato de bronce, un par de flores artificiales con seguridad elaboradas con pelo de gato y el expediente de Gaby. Raymonde se tomó el tiempo de leerlo con detenimiento, ¿memorizarlo tal vez? –sólo contenía una página lacónica–, antes de interesarse en la persona física de Gaby.

—Usted tiene un título de bachillerato técnico en comunicación –sintetizó de forma un tanto desalentadora.

—Sí –dijo Gaby.

—¿Cuántos años tiene?

—Diecisiete años.

—¿Por qué te mudaste a Montreal? ¿Qué clase de empleo deseas conseguir?

Gaby notó, sin manifestarlo, que acababa de bajar de nivel en la consideración universal. Esta transición del “usted” al “tú”, brutal derrumbe, se debía con probabilidad a su edad: a final de cuentas, científicamente hablando, aún no se ha comprobado que un individuo de diecisiete años, apenas entrado en la pubertad, sea por completo humano. Repitió, con su voz más firme, lo que ya aparecía con toda claridad en su expediente, o sea, que cualquier función relativa a las relaciones públicas, redacción, comunicaciones mediáticas, radio-tele-computadora podía interesarla y que, por otra parte, tenía mucho talento para toda clase de organización. Raymonde soltó una risita, corta y sarcástica.

—Hay que ser realista –dijo.

En pocas palabras, esto significaba que las aspiraciones profesionales de Gaby, por honorables que fueran, presentaban el mismo grado de interés y pertinencia que las divagaciones de una lombriz intestinal. ¿Qué delirio megalómano era el suyo para imaginarse, primero, que existían en algún rincón de este planeta empleos tan idílicos como los que describía y, segundo, que si los hubiese, ella, pobre criatura recién extirpada del limo escolar, poseía la competencia requerida para obtenerlos?

—Yo, en tu lugar –concluyó fraternalmente Raymonde–, seguiría estudiando.

Por supuesto que seguiría, pero más tarde, en un futuro nebuloso que no le incumbía a Raymonde Bernatchez-Lizotte, agente de colocación de mano de obra diversa y aparentemente orgullosa de ello. Mientras tanto, ¿acaso era un crimen tener ganas, de vez en cuando, de comprar ostiones en temporada o ver de los espectáculos otra cosa que sus reseñas en los periódicos?

—Son tiempos difíciles, por supuesto; echa un vistazo en el tablero, hay una que otra cosita, baby-sitting, también un puesto de vendedor en una zapatería, creo, pero ya son muchos candidatos. Te llamaremos si surge algo nuevo.

Esto era todo. Era monstruosamente todo; ya se levantaba, ofrecía a Gaby una mano inconsistente, echándole un vistazo bizco antes de soltarla en el ruedo, más vacía y timada que antes, suerte, adiós, vete a donde se te pegue la gana.

Ya no había nadie en la sala de espera. Gaby revisó minuciosamente todos los tableros, sin esperar nada, para tocar el fondo del miedo indefinido que empezaba a tomar vida en su vientre. ¿Sería posible que el universo, cerrado como una manzana, no le dejara ningún lugar, nunca, en ninguna parte? ¿Que fuera ella sólo una de tantas, inocente, nacida demasiado tarde, condenada al inexorable agotamiento de sus talentos y a una mediocridad anónima? De repente, se detuvo en un anuncio intercalado entre dos empleos de traileros: “Se solicita relacionista para pequeña compañía cinematográfica. Por supuesto, se requería de una licenciatura y tres años de experiencia, sin mencionar que el anuncio había vencido ayer. Gaby, fatalista, ya se dirigía hacia la salida cuando dio media vuelta y arrancó el clasificado del tablero. Después de todo, los gusanos logran perfectamente introducirse en las manzanas por cerradas que estén.

Era un edificio rechoncho, mugriento de siglos de suciedad. Sin que le preguntaran nada, Gaby se coló hasta el último piso, donde la compañía cinematográfica ocupaba tres o cuatro cuartos escuetos. Una muchacha medio sumergida en un mar de papeles le echó una mirada nublada.

—¿Quién está a cargo del nuevo puesto de relacionista? –preguntó Gaby sin más preámbulo.

—Jean –rezongó la muchacha, moviendo una mano perezosa hacia el fondo del pasillo.

Gaby apenas tocó, entró y cerró la puerta.

—Vengo por el puesto –dijo una voz dentro de ella que no conocía–. Soy la persona a quien deben contratar.

El hombre se irguió detrás de su escritorio, más frío que una imprecación.

—No sé quién es usted –dijo–, pero salga inmediatamente de aquí.

Cuando David regresó de la universidad al final del día, descubrió la sala en media penumbra. Gaby, con los ojos tranquilamente abiertos, miraba el techo. Se acercó a darle un beso.

—Encontré un trabajo –le dijo Gaby con una sonrisa plácida–. Empiezo el lunes.

¿Qué cosa? ¿Qué le estaba contando? ¿Cómo lo había logrado? ¿Y en una compañía cinematográfica además? ¿Ya había avisado a sus padres? ¿Hecho sonar las trompetas de la victoria? ¿Comprado champán? Gaby salió a tomar aire mientras David, embriagado de orgullo, se atrevía a llamar a sus padres, de quienes difícilmente soportaba el ostracismo.

El verano tardaba en llegar, el cielo estaba atravesado de pesadas nubes negras que reventaban a cada rato. A media calle, dos niñas jugaban con una pelota, gritándose entre risas tre­mendos insultos. ¡Cómo la vida parecía predecible de repente! Un juego de iniciación, perfectamente descifrable. Al fin y al cabo, se había limitado a perpetuar un ritual antiguo, quitarse la camisa y la falda con esa mirada muy precisa, cuestión de unos míseros minutos, qué diablos importa. El otro no protestó mucho.

Y como las niñas, pajarillos histéricos y frágiles, se alejaban corriendo por la banqueta, Gaby sintió que todo lo que quedaba de su niñez se iba con ellas.

Traducción de Benoit Longerstay