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Yanet Acosta (Garachico, 1975) es periodista gastronómica, escritora y profesora universitaria.

Autora de El chef ha muerto (2011), la primera novela de la serie del investigador Ven Cabreira, No hay trabajo bueno (2013) y Noches sin sexo (2014).

Participó en la redacción de El mundo del vino (2013) y Correr, cocinar y ser feliz (2014), de Paco Roncero, y fundó el fanzine de gastronomía, arte y literatura enCrudo.

Su trabajo periodístico la ha llevado a viajar por países como el Perú, México, Japón, Corea, China, Bolivia, Brasil, República Dominicana y Estados Unidos, entre otros.

Es experta en literatura y gastronomía y dirige el máster de Comunicación y Periodismo Gastronómico de The Foodie Studies.

El padre de la nueva gastronomía del Perú ha desaparecido tras su incendiaria intervención en un congreso gastronómico en Lima. Sus familiares quieren saber de su paradero y viajan hasta Madrid a encargar el caso al investigador privado Ven Cabreira. La periodista gastronómica Lucy Belda ha sido testigo fortuito de la desaparición y comienza a ser víctima de una persecución que la llevará hasta al Machu Picchu. Pide ayuda al único en quien puede confiar, su amigo Ven, pero este se debate entre la vida y la muerte, entre Madrid y Lima, para resolver un nuevo caso en el que política, cocina, intereses empresariales y personales se funden en un plato que siempre sobrevive a las modas.

Un ágil relato entre el Perú y España con el que regresa en una esperada segunda entrega el investigador más peculiar de la novela negra española: Ven Cabreira. Un exagente del ya desaparecido Cesid, viudo, coleccionista de barbies, aficionado a la fabada en lata y a los gatos y con una enfermedad que le provoca la pérdida ocasional del sentido del gusto.

MATAR AL PADRE

Yanet Acosta

 

 

 

 

 

 

 

 

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Primera edición: mayo de 2017

Para Josep Forment, siempre con nosotros

www.alreveseditorial.com

© Ilustración de portada: Ariadna Acosta

Autora representada por Agencia Literaria Letras Propias.

Producción del ebook: booqlab.com

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A Lúa

Todos los legisladores y rectores de la humanidad, principiando por los más antiguos y continuando con Licurgos, Solones, Mahomas, Napoleones, etcétera., todos sin excepción, fueron delincuentes.

FIÓDOR DOSTOIEVSKI,
Crimen y castigo

CAPÍTULO I

Condenado a volver

 

 

 

 

Los ojos acuosos, las escamas brillantes y resbalosas. Esa imagen regresa a su cabeza una y otra vez. No sabe cuánto tiempo lleva en aquel agujero. El tiempo es una fórmula acordada para organizar el caos. Pero lo sabe ahora, después de una vida de horas, minutos, días, citas, reuniones, informes, inauguraciones, contratos, presupuestos, despidos, discursos, edificaciones, tratos, sobornos, justicia, abogados, chantajes y fama. Ahora lo sabe porque, por primera vez, sin tiempo que perder ni que ganar, piensa en el porqué.

Mira hacia la luz artificial y repasa de nuevo ese cubículo en el que lo han recluido. Un váter en una esquina, un lavamanos, una silla y un colchón en el suelo. Un altavoz que inunda la estancia con el machacón ritmo del rap latino y una compuerta de la que sale su comida, siempre la misma. Arroz con pollo. Las paredes están cubiertas de moho y caen gotas de agua de tubería. Observa el sanitario. Se agacha y busca con cuidado la marca: Edelvés. La suya. Sonríe.

Nadie le ha explicado los motivos de la reclusión, aunque supone que será por su dinero. Sigue sonando esa música rapera que lo atormenta y que amortigua los escasos ruidos que de vez en cuando escucha. Por lo demás, silencio.

 

 

 

 

Volver siempre es duro, sobre todo si nadie te espera. Pese a ello, siempre se siente la emoción de la vuelta a lo conocido, a lo habitual, aunque se tenga la convicción de que, en otro lugar, muy lejos de ese en el que está tu residencia, se podría ser incluso feliz.

Ven Cabreira pospuso el retorno una y otra vez. Después de cerrar su último caso, vagabundeó por el sur de China durante meses. Los países en los que es imposible entenderse son sus favoritos. Las conversaciones se reducen a lo primario, a los gestos más elementales, pero, incluso para ello, hay que saber cómo hacerlo.

En China de nada vale llevar el puño medio cerrado a la boca con la pose de sostener una cuchara invisible para indicar el gesto del hambre. Después de varios intentos frustrados y de dar vueltas a cómo expresar esta necesidad —que, por otro lado, al chino que está enfrente le trae sin cuidado, después de siglos de esclavismo, miseria y hambre—, el occidental, en su obscenidad, frota la barriga como haría un primate. En ese momento, el chino pone los ojos en una horizontalidad perfecta, en señal de asentimiento, y gesticula. Separa el dedo corazón del índice mientras con el pulgar cierra el meñique y el anular, y se los lleva a la boca en forma de palillos. Entonces el que sonríe con los ojos achinados es el occidental, que siente su salvación e imita el gesto celebrando el nuevo descubrimiento y, sobre todo, la satisfacción de conseguir haberse hecho entender.

Esto solo ocurre por la empatía. Entre animales de cualquier otra especie —por ejemplo, entre leones— sería una pelea segura si un individuo ajeno a la camada pidiese comida. La leona saltaría a degüello, sin pena, aunque se trate de un semejante. Cuanta menos competencia, más a repartir. Y, sin embargo, el chino, un individuo de la misma especie pero de otra raza y de otra familia, señala un lugar e incluso acompaña al foráneo. Se despide sonriendo y haciendo varias reverencias. Y después de entrar, el viajero observador detecta que su improvisado guía habla con el encargado del local, quien le da unas monedas, y entonces, el occidental comprueba que la empatía es el dinero, que es lo que de verdad diferencia a los humanos del resto de animales.

Cuando un español llega desde China, a miles de kilómetros de distancia, espera entrar por la puerta grande, por la terminal más moderna y cosmopolita. Ver luces, tiendas, bares y quioscos con la prensa internacional, como si fueran ya piezas de museo exhibidas para esos raros turistas que siguen entreteniéndose leyendo un papel impreso con verdades a medias que deja manchas de tinta en las manos.

Sin embargo, Air France llega a la terminal antigua del aeropuerto de Madrid —ahora Adolfo Suárez Barajas—, medio a oscuras, desolada, con los bares cerrados y carteles de protesta por el cierre de una compañía aérea. A Ven le parece llegar a otro país distinto del que se fue.

En la sala de espera, a la salida de la recogida de maletas, tres guías con los pies cruzados y apoyados de costado en la pared esperan entre bostezos. Sostienen con poco garbo los carteles de agencias de viaje que harán realidad los sueños de un grupo de orientales que, tras años de trabajo sin descanso, consiguen la semana de vacaciones de su vida en la que visitarán Madrid, Toledo, Córdoba y Sevilla, y de la que regresarán con las palabras bien aprendidas de «gracias», «tapas» y «olé», además de «policía», para luchar con impotencia a lo que ya no tiene marcha atrás, el robo de su cartera en las inmediaciones del museo Thyssen Bornemisza o en la madrileña Puerta del Sol. Pero al llegar a China hablarán con entusiasmo del tipismo español, incluso hablarán de «volver», aunque ninguno piense hacerlo, porque, para un turista, lo más bello es la nostalgia de una semana dentro de una vida. Añorar es más seductor que vivir.

Para Ven, sin embargo, el viaje es pensar solo en el momento presente: cama, comida y el gesto siguiente para comunicar algo a alguien. El viaje es también su más deseada forma de vida, porque hace tiempo que intenta desprenderse del pasado, ese que vuelve para meterse en el pecho e impedir respirar.

Uno vuelve siempre donde amó la vida. Eso dice la canción, pero Ven no está seguro de si alguna vez la amó. Él se siente como el surfero que espera con su tabla en el mar la ola por la que trepará. Su oportunidad. Solo serán segundos, algún minuto quizás, pero tan intensos que hacen que toda la espera valga la pena. Ven lleva años esperando esa ola que le haga sentir vivo.

El frío le tensa la cara en el exterior del aeropuerto, y un golpe de calor le sube a la cabeza al entrar al taxi. El sudor se le pega al pantalón al sentarse encima de la trapera de colores manoseada puesta para proteger la tapicería del coche.

—A Villaverde.

Ven piensa un rato y cambia de idea. Prefiere prorrogar un poco más el regreso y se decide por el centro de la ciudad.

—A Gran Vía.

—Pero ¿en qué quedamos?

Ven no tiene duda de que está en casa, una ciudad que quería ser Nueva York de mayor y que se quedó en llanura y descampado.

—A la Gran Vía de Madrid.

El motor diésel vibra y en la radio se escucha una voz rajada que canta a Madrid, la ciudad «donde se cruzan los caminos, donde el mar no se puede concebir, donde regresa siempre el fugitivo».

—Déjeme que le haga una observación. ¿Le llevo por la M-30?

—Prefiero por el centro, por avenida de América.

—Pues en mi opinión, como ciudadano que soy, creo que las autovías son para usarlas y lo mejor es la M-30. Y además, si entramos por avenida de América, está la Guardia Civil, que no digo yo que no deba estar, pero se ponen allí a sancionar por sancionar por esto de la crisis y lo mal que está el país y el dinero que hace falta para pagar a todos estos políticos que nos roban.

Los monólogos de los taxistas son siempre la mejor manera de conocer lo que está pasando en una ciudad y a Ven el discurso le suena a que hace falta tanto dinero como asfalto en la nacional II. Solo ha estado unos meses fuera, pero parece que hayan transcurrido años.

—Y es que, como sigamos así, tendremos también que emigrar los taxistas. Los hijos de los compañeros han cogido rumbo a Alemania, a Francia y hasta a Italia para trabajar, porque aquí no hay quien viva. Con decirle que el otro día vi un programa de esos de españoles en el mundo y hasta en Etiopía hay españoles… Que me digo yo, que qué comerán, pero nada, ellos tan ricamente, que no volvían a España por nada del mundo. Entonces le llevo por la M-30, ¿verdad?

—Por avenida de América —insiste Ven.

En las calles del centro de la ciudad, la noche madrileña se mueve con dinero o sin él. Cuando no se entra a los bares siempre hay un chino que ha visto el negocio de vender latas de cerveza fría en la calle. Las compran en el súper a treinta céntimos y las venden a un euro. El margen, por el riesgo. Y en esa misma calle de la Gran Vía madrileña, los que arriesgan por cincuenta céntimos se mezclan con los que creen que la valentía está en el arriesgado juego de la bolsa, de la comunicación o de la política y con los, y las, que ya nada tienen que perder y se venden por unos euros para mamarla, para malfollar, para fingir, para que el otro sienta su poder. Da igual, lo importante es mantenerse a flote hasta que llegue esa ola. Si es que llega.

Ven pasea sin rumbo fijo, con tan solo su mochila, la única que ha tenido durante tanto tiempo fuera. Gente de un lado a otro bajo la intermitencia de las luces del anuncio eterno de Schweppes en la plaza de Callao. No hay árboles, ni bancos, ni gente sentada, pero se sigue llamando plaza.

En su cabeza sigue sonando esa canción dedicada a Madrid. Entonces recuerda cómo, aún siendo adolescente, solo y perdido, sin saber qué hacer ni a dónde ir, llegó a Madrid. Paseaba por los mismos lugares. La diferencia es que ahora tiene un piso en Villaverde donde refugiarse, algunos amigos y un puñado de euros en el bolsillo para gastar en un bar cualquiera, el único lugar donde siempre te reciben con los brazos abiertos en esta ciudad a la que uno se siente inexplicablemente condenado a volver.

 

 

 

 

—América Latina es salsa y no solo desde la música, sino también desde la cocina de nuestros restaurantes. La cocina puede cambiar el mundo y es el momento de hacer la revolución que falta por llegar.

Lucy Belda escucha las palabras y toma nota sin interés en comprender. Después de varios meses en Nueva York, tiene un trabajo temporal de periodista gastronómica para una revista neoyorquina en español. Está en Lima para cubrir el último congreso de cocina, pero cada vez tiene menos interés por la gastronomía, por viajar o por el periodismo. Siente la decepción en lo profundo de su alma, la que llega cuando uno se despierta de los sueños de juventud en la cama fría de la madurez.

—Hay que conseguir la revolución que la política no ha podido hacer. Los empresarios que nos hemos hecho a nosotros mismos con nuestros restaurantes y que hemos llevado en alto el nombre de América Latina por el mundo seremos quienes lo consigamos esta vez.

La periodista levanta los ojos del portátil y observa a quien habla. Un tipo de mediana edad. Lleva el pelo engominado hacia atrás y la luz hace que brille. Tiene facciones amables, es alto y elegante. Un tipo atractivo.

Lucy sigue escribiendo. Echa un vistazo al programa, pero sin la curiosidad que alimenta al periodista. Se asoma la carcoma de la depresión a la madera de lo que era su profesión.

El sueño americano se esfumó con aquel cocinero italiano tatuado con el que se lio Linda, la chica de su vida —o eso pensaba antes de irse a Nueva York con ella—. Después de haber dejado todo por Linda, esta la dejó tirada. Ecuación habitual que uno nunca espera que le toque en primera persona. Muchas veces recordaba sus últimos días en Madrid y las palabras de Ven Cabreira, aquellas a las que no hizo caso, embriagada por la ilusión. Conoció a Ven cuando comenzó con la investigación de la muerte del chef, y sus palabras casi la ofendieron, pero ahora sabe que tenía razón. Lo recuerda y piensa en Madrid. Pero allí nada ni nadie la espera. Tampoco en Nueva York. Sus búsquedas de trabajo han caído en saco roto. Lo bueno es que al menos, cada vez que envía un mail con su currículum, obtiene respuesta. Y es que los estadounidenses son, por encima de todo, amables. «Muchas gracias, pero no es el perfil que buscamos.» Y, por más que se mirara al espejo, no veía qué coño le pasaba a su perfil aparte de que se estaba quedando cada vez más delgada.

—Hemos visto cómo se han levantado pueblos jóvenes, pero nunca hemos visto gobiernos que alzaran sus ojos hacia ellos. Nuestras cocinas sí. Estamos sacando de la pobreza a cientos de muchachos cada año.

Lucy abandona sus pensamientos para seguir tomando nota de lo que está contando este señor que parece más un político que un chef. La gastronomía es pura política. Lucy lo sabe porque no come igual un tipo de izquierdas que de derechas, por lo menos en la prensa. Recuerda al líder del PP el día de las elecciones que lo llevaron a la presidencia de España fanfarroneando de haber comido cocido. Sus fotos con un plato de jamón sobre la mesa del escritorio. Frente a él, un escuálido líder socialista que el día en el que esperaba ganar las elecciones había ingerido un triste pollo a la plancha con ensalada de lechuga. Así no come un triunfador. Pero este discurso que oye ahora es nuevo para ella.

—Serán escuelas en las que ricos y pobres trabajarán con esmero por ser los mejores chefs y los mejores meseros. Y serán reclamados en todo el mundo. Y seremos los que iluminaremos a todos, mirando a los asentamientos humanos, a los pueblos jóvenes y al campo. Sí, también al campo, porque nuestros agricultores cultivan en las zonas más difíciles y alejadas del país. Campesinos que son héroes, gracias a los que se mantiene la rica biodiversidad. Ellos son los importantes.

El auditorio se viene abajo en aplausos.

—Esta es nuestra lucha desde la cocina, que su importancia sea reconocida, porque todos somos iguales y necesarios para cambiar este país y el mundo.

A Lucy le empieza a interesar el discurso, aunque se pregunta cómo lo podrá llevar a cabo. Las diferencias son las que son. Unos pagan cien veces más por comer que lo que ganan algunos cocinando.

—Este es el comienzo de la revolución pendiente.

Los aplausos son seguidos de un coro que entona algo así como «Pedro, presidente». Lucy busca en el programa el nombre del nuevo revolucionario: Pedro Marino, propietario de una cadena de restaurantes, hoteles y otras empresas por todo el mundo, quien continúa diciendo:

—Exportaremos nuestra cocina, pero no nuestro producto. Exportaremos cómo hacer un cebiche y, entonces, todos querrán venir a visitar nuestra tierra, que estará abierta para recibirlos en hoteles, restaurantes y hasta en un huarique, humilde pero auténtico. No más colonizadores que se llevan lo que pertenece a nuestro pueblo.

Al término del discurso, Marino propone a los presentes firmar, al día siguiente, un manifiesto por la libertad y el poder del pueblo frente a las multinacionales. El público sigue aplaudiendo y Marino, el cocinero político, jura que ese manifiesto llegará hasta las Naciones Unidas. Lucy toma nota de esto último mientras piensa en lo absurdo de esa entidad en la que hay cargos como el de adjunto al ayudante del Desarrollo de la Bioética de la Unión de los Países en Vías de Desarrollo. Pérdida de tiempo y de dinero, pero efectista.

Pedro Marino baja las escaleras del escenario seguido por el resto de chefs latinoamericanos. Cinco o seis personas se intentan acercar a él.

Lucy va hacia un lateral del gran espacio dedicado al congreso. Es todo al aire libre, pero hay señales de «prohibido fumar» por todos sitios. Así que se va en dirección contraria a la gente. Sube por las empinadas gradas y desde lo alto, entre los barrotes que la separan de la calle, se enciende un cigarro. Piensa que quizás sería interesante entrevistar a ese Pedro Marino. Le gustaría tener una conversación con él. ¿Cree en lo que dice?

Desde el otro lado de la calle, alguien la mira. Lucy baja el cigarrillo intentando disimular su infracción, pero se sigue sintiendo observada. «Paso, no voy a tirar ahora el cigarrillo. Espero a que me llamen la atención», piensa. Vuelve la cabeza hacia el escenario y a sus pies distingue la figura de Pedro Marino como si fuera un Moisés separando las aguas. Firma autógrafos y se toma fotos con todos. Anda lleno de orgullo, aunque con la soltura del hombre humilde hecho a sí mismo que conoce mejor que nadie lo que el pueblo necesita porque él ha sido pueblo. Lucy gira la cabeza y, al volver, ya no lo ve. Ha desaparecido por alguno de los pasillos del backstage.

Mira de nuevo a la calle desde los barrotes, por los que saca el cigarrillo como si no se fuera a notar el humo que desprende. Un coche con los cristales ahumados se acerca. Cabizbajo, Pedro Marino anda despacio hacia el coche, abatido. Como el que se desinfla después de dar un discurso que no termina de creer. Parece otro hombre, ahora. Escucha que le dice a uno de sus guardaespaldas:

—Hoy no.

Su guardaespaldas da media vuelta. En la calle solo continúa el tipo que la mira. Es rubio, «algo llamativo en el Perú para estar de segurata», piensa Lucy, que aplasta el cigarrillo mascullando: «Se acabó la infracción, capullo, deja de mirarme». Se retira de los barrotes, pero enseguida vuelve a ellos para mirar. Siente curiosidad, y un sexto sentido le da la precaución para colocarse de manera que no sea vista desde afuera. Ahora observa de nuevo a Pedro Marino, quien en ese momento sonríe junto a la cara de un joven cocinero que le ha pedido tomarse un selfie con él. Ha salido por la puerta de atrás y el joven está feliz de habérselo encontrado. Es el único. Todos lo esperaban en la puerta principal y no en esa salida terciaria en la que nadie repara. El hombre que la miraba, el rubio, se acerca y pide al joven que se aleje. El chico, a paso ligero, desaparece por una bocacalle.

Del coche con los cristales ahumados sale un tipo alto y flaco, que Lucy ve de perfil. Mentón muy pronunciado y un lunar en la sien. El larguirucho toma del brazo a Pedro Marino, ante el desconcierto del rubio, y lo empuja dentro del coche cerrando con fuerza la puerta casi al mismo tiempo que saca una navaja de su cinturón y se la clava al rubio. Sonido de desgarro y jirón. Un chorro fluye, rojo.

Lucy se desploma sobre el suelo de la grada. Escucha el acelerón del coche, pero ya no ve nada. Todo amarillo. Todo borroso. Nunca ha podido con la sangre. Está mareada, nadie la ve y la orquesta en el escenario empieza los primeros compases de una salsa: «Buscando guayaba ando yo, que tenga sabor».

 

 

 

 

De un salto, cae de la cama asustado al oír su propio ronquido. El bigote se mueve antes que sus ojos. No reconoce nada a su alrededor, pero sí en su interior. Tiene esa resaca conocida que deja un vaso de whisky tras otro.

En el suelo, hace memoria y siente el vértigo del cuerpo que se desliza por un tobogán sin querer acabar el trayecto y que, a la vez, ansía el placer del caos ante la caída. De pie, cierra los ojos y los vuelve a abrir. En la cama, una espalda desnuda y un culo perfecto. Una cascada de pelo rubio se da la vuelta y habla:

—Hi. ¿Está bien?

La rubia se desliza entre las sábanas y llega al borde de la cama. Ven recuerda a golpes la noche. Se siente un tipo con suerte. «Los cincuentones» son una tendencia en las revistas para mujeres. Ha sido una llegada tan perfecta a Madrid que teme que se le caiga una viga del hotel encima que acabe con toda su fortuna. Mira hacia arriba y solo hay un falso techo que parece en orden. Así que se concentra en su entrepierna, que sitúa justo frente a la boca de la chica. Sus labios ligeros, casi en suspiro, besan en caricia. Luego, la boca amplia, húmeda, absorbente. A Ven le tiemblan las piernas en el orgasmo. Se muerde el labio superior para tragarse los aullidos, que se convierten en un suspiro final, un desplome y un «hostias».

Sin reponerse, ella se abre ante su cara y juguetea con los pelos de su bigote entre su vulva, que busca la lengua, el lametazo, la entrada y la salida, y el orgasmo. Esto es un trato, de igual a igual, un intercambio.

La chica le tiende un cigarro y él, aunque hacía siglos que no fumaba, lo acepta. Le gustaría decirle que la ama, que se casaría con ella, que tendrían dos niños y un gato, que la acompañaría hasta su ciudad natal en la fría Alemania y que sería un feliz español por el mundo. Pero todo es humo. La noche es el lugar de encuentro de los vagabundos espirituales que buscan en el sexo la imposible reencarnación.

Y se despiden con la sana intención de no volverse a ver jamás.

La Gran Vía con la luz de la mañana del invierno reconforta a Ven, que cree milagroso no haber perdido su mochila de viaje en el peregrinaje. Se siente un turista más y, bajo el bigote, esconde una sonrisa.

Para en el Starbucks y pide un café americano en vaso de cartón. El primer trago le parece una delicia.

—Claro, señor. Este café es mejor que cualquiera que sirven en los bares de por aquí, porque está hecho con grano natural en lugar de torrefacto, que son los granos peores disimulados con una capa de azúcar. Y todo por ganar unos céntimos más, pero el estómago no perdona.

Ven de esto no sabía nada, aunque sobre los efectos laxantes de los cafés madrileños podría hacer una tesis doctoral. Enfila Montera y se decide a visitar a su jefe, el Jeta.

El edificio, antes desolado, en el que estaba la agencia de investigación privada del Jeta ahora parece otro. Está pintado por dentro y en el resto de oficinas, antes vacías, se afanan otros trabajadores jóvenes, bien vestidos. La moqueta sucia de años ahora es parqué. En la puerta cuelga un cartel que dice: «Gastroservicios». En la recepción, en lugar de la vieja secretaria, encuentra a una joven con gafas de pasta que lo saluda amablemente. Sin contestar, se dirige directamente al váter, que por primera vez está hasta perfumado. «Gastroservicios», piensa. El café podría haber sido natural, pero laxante también.

—Señor, ¿dónde va?

—Al váter...

—Pero...

Ven teme haberse equivocado, pero es demasiado tarde. Y la relajación viene a pares, cuando escucha los gritos del Jeta a través de la puerta mientras el café del Starbucks hace su efecto. La insonorización de los baños es el gran reto arquitectónico del siglo XXI. Los japoneses lo compensaron poniendo banda sonora al sanitario, pero a él, por hoy, le han valido los gritos de su jefe.

—¿Me quieres decir dónde carajo te has metido?

—En el váter.

Tras el sonido infernal de la cisterna, vuelve a escuchar.

—Déjate de bromas y dime dónde coño has estado.

—En el Senator Gran Vía con una rubia de treinta y ocho años.

—No me jodas. Eso no se te ocurre ni en sueños. Bueno, lo importante es que te veo y, aparte de algo más flaco, pareces en perfecto estado. No vuelvas a marcharte sin dejar aviso de dónde localizarte. La empresa vela por ti.

El Jeta es un jefe español de los de siempre. Esos jefes educados en el paternalismo del franquismo y que tratan a sus trabajadores como si fueran su padre. Primero halagan y después hacen sentir culpable al empleado por no tratar a la empresa como se merece, aunque luego te hagan cualquier putada. Siempre debes estarle agradecido porque te da trabajo. Y como este discurso es inalterable, y como un padre irrespetuoso se cree en el derecho de serlo, pues hay que encajar la derrota y asumir que en el juego de las castas hindúes te toca la de los siervos y obreros, que coincide justamente con los pies de Brahmā, lo que es casi un honor, porque los desempleados no serían ni parte del cuerpo. Los llaman «intocables» y son los que tienen que limpiar la mierda de los demás con las manos y sin cobrar. Así que, hay que estar agradecido al karma por ser el pie del señor que tiene que hacer lo que diga el empresario, el que se supone que es la cabeza del dios hindú, haces lo único que puede hacer un buen hijo: callar.

—Como ves, hemos invertido en modernizarnos. Con la crisis hemos apostado por profesionalizarnos. Ahora somos investigadores privados especializados en gastronomía.