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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2012 Brenda Novak, Inc.

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Después de la tormenta, n.º 55 - abril 2014

Título original: When Lightning Strikes

Publicada originalmente por Mira Books, Ontario, Canadá

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQN y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-4212-0

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

 

 

Para Pierce Rohrmann.

 

Tus numerosos talentos y tu energía nunca dejan de sorprenderme. Gracias por esforzarte tanto por mí, por tus brillantes ideas, por tu infinito apoyo, por tu ingenio y tu generosidad. Y, por último, gracias por hacerme levantarme y empujarme a la lucha cada vez que intento escapar. Eres el mejor amigo que una podría imaginar.

Capítulo 1

 

Estaba arruinada. Se había convertido en un anatema, en la Jerry Maguire del negocio de las relaciones públicas de Los Ángeles. Y había sido prácticamente de un día para otro.

–No tienes buen aspecto.

Gail DeMarco se volvió del teléfono que acababa de colgar para mirar a Joshua Blaylock. Vestido con unos vaqueros ajustados, zapatos de punta, una chaqueta de diseño y unas gafas rectangulares, su asistente personal se inclinaba sobre el escritorio de Gail con expresión esperanzada y preocupada al mismo tiempo. Al igual que ella, esperaba que pudieran superar la caída en picado que Gail había provocado tres semanas atrás con una impetuosa llamada telefónica y una serie de declaraciones imprudentes. Pero Gail sabía que Joshua había oído lo suficiente como para comprender lo que otros empleados no eran capaces de asimilar todavía. No solo habían perdido a un puñado de clientes importantes, como Maddox Gill y Emery Villere: los habían perdido a todos. Big Hit había caído de su privilegiada posición en la cumbre de la cadena trófica de las relaciones públicas y se había estrellado contra el suelo. Y todo gracias a un solo hombre: Simon O’Neal. El hombre más atractivo del negocio del cine había flexionado sus músculos de superestrella y había hundido la empresa con una facilidad y a una velocidad que a Gail le resultaban difíciles de asimilar. Continuaba pensando que se despertaría de pronto y descubriría que aquella contienda era solo un mal sueño, o que los demás verían a Simon como el desastre que era y se pondrían de su parte. Pero Estados Unidos adoraba a aquel hombre. Era el nuevo James Dean. Iba metiendo la pata a diestra y siniestra, pero tenía los admiradores más fieles del mundo, admiradores que estaban fascinados por su talento y por su capacidad de destrucción.

Gail no debería haberle dicho nunca que no quería seguir trabajando para él. Desde entonces, había ido abandonándola un cliente tras otro.

Pero cualquier relaciones públicas profesional que se respetara a sí mismo habría terminado harto de las tonterías de Simon. El actor había hecho todo lo que le había pedido específicamente que no hiciera. Había provocado todo tipo de pesadillas mediáticas y había conseguido que ella, en tanto que su representante personal, diera una imagen tan mala como la suya. ¿Cómo se suponía que iba a representar a alguien así?

–¿Hola? –Joshua dejó de sonreír y chasqueó los dedos delante de ella.

Gail se obligó a reprimir las lágrimas. Durante más de una década, desde el mismo instante en el que se había graduado en Publicidad y Relaciones Públicas y había empezado las prácticas en Rodger Brown and Associates, se había dedicado por completo a levantar su empresa. No tenía marido, ni hijos, y tenía muy pocos amigos, por lo menos en la zona de Los Ángeles. Su ambición no le había dejado tiempo para ello. Solo tenía un grupo de amigas de la infancia en Whiskey Creek, a seis horas de allí. Las veía una vez cada dos meses. Pero, en líneas generales, podía decirse que había abandonado a familia y amigos para hacerse un nombre en la gran ciudad. Allí, su relación más cercana era la que mantenía con sus empleados. Y en aquel momento se veía obligada a despedirlos a todos. Incluso a Joshua.

–Era Clint Pierleoni –mantuvo la voz en un tono monocorde para evitar que se le quebrara.

Joshua parpadeó rápidamente, como si también él estuviera a punto de llorar. No habría sido la primera vez que se derrumbaba en su despacho. Siempre estaba sufriendo por culpa de algún hombre. Normalmente, Gail le consolaba y disfrutaba realmente viviendo a través de él, puesto que hacía siglos que ella no tenía una vida amorosa. Pero aquel día, no tenía palabras de consuelo. El dolor de Joshua era también su dolor.

–No me lo digas... –comenzó a decir Joshua.

Pero Gail comenzó a hablar antes de que él hubiera terminado la frase.

–Ha dicho que ya iba siendo hora de que contratara a otra empresa de relaciones públicas.

–Pero... Clint ha estado con nosotros desde el primer momento. Incluso me acosté con él... después de firmar un contrato en el que me comprometía a no revelar nunca que es gay.

Gail ignoró la última parte de aquel comentario. Ella no consentía que sus empleados mantuvieran relaciones sexuales con los clientes de la empresa, pero ya había hablado con Joshua acerca de su relación con Clint y le parecía absurdo volver a ponerle objeciones, sobre todo en aquella situación. Lo que Joshua había dicho sobre Clint era cierto. Era el primer actor que se había arriesgado a contratarla. Y ella había hecho un gran trabajo por él a un precio ridículo.

Esperaba más lealtad por su parte. Habían estado muy unidos. Clint era más famoso de lo que lo había sido nunca y ella le había ayudado a conseguirlo.

–Ha intentado explicarme que...

Pero Joshua la interrumpió.

–¿Explicarte qué? ¿Que ha cedido a la presión de los pesos pesados de Hollywood y se ha unido a Simon O’Neal para posicionarse en contra de nosotros?

–Tiene miedo de que quedarse con nosotros suponga una publicidad negativa para su carrera. Simon le ha prometido que trabajará en su próxima película y está seguro de que si no cede, no aparecerá.

–¡Simon es un canalla! ¡Un canalla y un alcohólico!

Gail le miró con los ojos entrecerrados.

–No te has acostado con él, ¿verdad?

Por un instante, se permitió a sí misma imaginar el efecto que tendría en la carrera de Simon filtrar aquella información. No volvería a hacer de galán romántico en su vida. Pero sabía lo que Joshua iba a contestar antes de que este lo dijera.

–Está suficientemente bueno como para que lo hiciera si tuviera oportunidad. No conozco a nadie que no lo hiciera, excepto tú –añadió tras pensárselo ligeramente–. En cualquier caso, no es gay.

–Exacto –intentó encogerse de hombros, aunque la verdad era que también ella había fantaseado con Simon. ¿Y quién no?–. Es una pena.

Joshua se llevó los nudillos a la boca, como si estuviera planeando revelar un gran secreto.

–Pero es un mujeriego. Estoy seguro de que podríamos sacar a la luz todo tipo de historias perversas...

Gail le acalló con un gesto.

–No le sorprendería a nadie. Su mujer le dejó porque no era capaz de mantener los pantalones abrochados. Sus hazañas en ese campo solo las ha igualado Tiger Woods.

E incluso en el caso de que tuviera capacidad para hacerlo, dudaba de que fuera capaz de destruirle. Estaba enfadada y dolida, pero creía que era preferible no crear un mal karma.

–¿Entonces qué vamos a hacer? –preguntó Joshua.

–¿Qué podemos hacer?

Gail tomó aire e intentó permanecer erguida en la silla, como solía hacer cuando daba órdenes y atendía una llamada tras otra. Se crecía con la adrenalina que la sostenía durante los días de trabajo. Pero la diversión había desaparecido, al igual que todos sus clientes.

Se hundió en su carísima silla de cuero y pensó en llamar a los actores que la habían dejado. Si pudiera convencerlos de que volvieran con ella...

Pero no tenía sentido. Ya lo había intentado. Ninguno quería enfrentarse a Simon, salvo algunos clientes sin importancia a los que Simon no importaba lo suficiente como para seguir sus indicaciones, y tres de ellos eran clientes a los que Gail atendía gratuitamente, casi por caridad.

–Se va con Chelsea Seagate a Pierce Mattie –añadió sombría.

–¡No! –Joshua dio un puñetazo en el aire–. ¡Esa perra se está quedando con todo el mundo!

Y también gracias a Simon. Simon había estado con Big Hit durante tres años, sabía que eran rivales, así que se había ido con ella y se había llevado con él a cincuenta de los sesenta y cuatro clientes de Gail.

–Pierce se arrepentirá de permitir que Chelsea le acepte como cliente. Simon terminará arruinándolos a todos. No hay una sola empresa de relaciones públicas en todos los Estados Unidos, ni en ninguna otra parte, que pueda proteger la imagen de un cliente tan dado a la destrucción. Y desde que su esposa le dejó, Simon está peor que Charlie Sheen –respondió Gail.

–Por lo menos Pierce Mattie disfrutará una muerte lenta –respondió Joshua, sentándose en una silla frente a ella–. ¿Cuánto tiempo tardaremos nosotros en cerrar las puertas?

Gail apretó los labios y miró alrededor de su elegante despacho. Había días en los que se sentía incapaz de creer en su propio éxito. En aquel momento, le parecía que todo había sido una ilusión.

–¿Dos meses? –¿sería capaz de soportar tanto tiempo?

Joshua se inclinó bruscamente hacia delante.

–¿Solo?

–Nuestro presupuesto es enorme, Joshua. Solo en alquiler pago quince mil dólares. Si a eso le sumas los salarios de veinte personas, verás que el dinero se va muy rápido.

Joshua enterró el rostro en el pañuelo que llevaba bajo el cuello de su moderna chaqueta, haciendo que sonaran amortiguadas sus siguientes palabras.

–¿Cuándo se lo diremos a los demás?

Gail no soportaba verle derrumbarse de aquella forma. Joshua le había advertido que no dejara a Simon, pero ella lo había hecho de todas formas. Simon se merecía ser expulsado de su listado de clientes, lo estaba pidiendo a gritos. Pero nadie podía meterse gratuitamente con Simon, y se lo había demostrado.

Batallando bajo el peso de la responsabilidad, Gail se levantó y se dirigió a la ventana interior de su despacho, que daba a un lujoso vestíbulo diseñado expresamente para impresionar a las visitas. Los cubículos de los empleados y los otros tres despachos estaban a la derecha. Desde donde estaba, no podía verlos, pero sí a Savannah Berton, que estaba de espaldas, inclinando su cabeza morena mientras se asomaba al despacho de Serge Trusso. Savannah era una madre soltera con tres hijos. ¿Adónde iría? Serge lo tendría más fácil. Era un hombre ahorrador y nunca daba nada por garantizado. Pero, ¿y Vince Shroeder? Tenía una esposa discapacitada. Y también estaba Constance Moreno, que tenía solo veinte años. Había llegado dos meses atrás desde Nueva York y había firmado un contrato de alquiler de un año. ¿Cómo iba a poder pagarlo?

Todas aquellas personas dependían de ella. ¿Por qué habría cedido a sus ganas de castigar a Simon, a sus ganas de ver que recibía algún tipo de respuesta?

Gail apoyó la frente en el frío cristal.

–Será mejor que convoques una reunión. Estoy segura de que ya son conscientes de que tenemos problemas. La oficina está muerta. Están empezando a jugar a los barcos.

–¿Quieres que los convoque ahora?

Gail pensó en el estreno de la película de Simon que iba a tener lugar aquella noche y en el hecho de que después, él estaría en la fiesta, probablemente empapado en alcohol, pero disfrutando de la fama y la fortuna que lo seguían a todas partes. No debería salir bien librado después de lo que había hecho. Ella tenía razón, maldita fuera. Pero si quería salvar a sus empleados, iba a tener que humillarse y pedirle disculpas, iba a tener que suplicar, incluso.

Preferiría tirarse delante de un autobús, pero allí había más cosas en juego que su orgullo. Tenía un buen equipo. No se merecían perder su puesto de trabajo.

–¡No, espera!

–¿Crees que algo va a cambiar? –preguntó Joshua con evidente escepticismo.

Gail no se atrevía a albergar esperanzas. Pero tenía que hacer un último esfuerzo por salvar la empresa, aunque solo fuera por si había alguna posibilidad.

–Déjame esperar hasta mañana.

Joshua comenzó a juguetear con el carísimo juego de bolígrafos que el resto de los empleados y él le habían regalado a Gail en Navidad.

–¿Para qué?

Gail se volvió hacia él.

–Para hacer un último intento, aunque sea a la desesperada.

Capítulo 2

 

Simon reconoció a Gail inmediatamente. Destacaba en aquel mar de silicona, Botox y bronceado artificial. Quizá fuera por su pecho, demasiado plano para los estándares de Los Ángeles. O por el corte severo de su traje, acompañado con una camisa de un blanco almidonado, o por el gesto de determinación de su barbilla. O a lo mejor era por su general desprecio por las fiestas de Hollywood y la licenciosa conducta que en ellas tenía lugar, o por su negativa a unirse a la diversión.

Aun así, a Simon siempre le había gustado que no fuera una de aquellas admiradoras que lo idolatraban. Sí, le gustaba tanto como lo odiaba. Al fin y al cabo, si pensaba colarse en la fiesta, por lo menos podía intentar fundirse entre la multitud. Porque estaba completamente seguro de que no estaba invitada a aquella fiesta.

–¿Qué te pasa?

Simon desvió bruscamente la mirada hacia la rubia que estaba sentada en un taburete a su lado. Era una atractiva profesora de yoga a la que había conocido veinte minutos antes. Se llamaba Sunny algo y era más inteligente de lo que su minifalda y su blusa escotada podían hacer pensar. También era una mujer cariñosa. Pero él estaba aburrido. Últimamente, las mujeres con las que salía le parecían casi intercambiables.

–Nada –terminó el resto de su copa–, ¿por qué?

Sunny inclinó la cabeza para seguir el curso de su mirada, pero no se fijó en Gail. Probablemente, era incapaz de imaginar que una mujer tan anodina pudiera tener alguna importancia para él. De hecho, si no fuera por el sentimiento de culpa, ni siquiera habría pensado en ella. Cuando le había dicho a Ian Callister, su mánager, que quería arruinarla y obligarla a volver al pequeño pueblo que ella consideraba su hogar, Ian se lo habían tomado en serio.

Estaba borracho cuando había hecho aquella declaración, pero Ian estaba decidido a vengar su abandono y él estaba suficientemente enfadado y preocupado como para no prestarle atención. Ni siquiera le había preguntado qué se proponía. Parte de él imaginaba que Gail DeMarco se merecía cualquier cosa que le ocurriera. Pero otra parte de él no alcanzaba a entender los motivos por los que Ian se estaba tomando tantas molestias.

El día anterior, se había enterado de que Ian había llamado a todos los clientes de Gail y les había sugerido que contrataran los servicios de Chelsea Seagate. Y prácticamente todos habían cambiado de agencia.

–Estás frunciendo el ceño –le advirtió Sunny–. ¿Hay alguien aquí a quien no te apetezca ver?

–No –mintió.

–¿Qué has dicho?

No podía oírle por culpa de la música. Simon alzó la voz.

–¡Estoy cansado, eso es todo!

–¿Cansado? ¿Ya estás cansado? –hizo un puchero–. Pero si apenas son las diez.

Su falta de interés era un insulto para una mujer tan atractiva y Simon lo comprendía. Si fuera mejor persona, fingiría estar divirtiéndose, pero, sencillamente, no era capaz de hacerlo. No, aquella noche no. Ya tenía suficiente con actuar cuando le grababan las cámaras. Además, no le importaría mucho que Sunny se fuera con alguien que le hiciera más caso. No mentía al decir que estaba cansado. De hecho, estaba cansado incluso antes de llegar a la fiesta. Llevaba días sin poder dormir. Cada vez que su mente conseguía quedarse en silencio, volvía a torturarle el arrepentimiento.

–¿Quieres tomar otra copa? –le preguntó.

Sunny no tuvo oportunidad de contestar. Cuando Gail comenzó a caminar, Simon no pudo evitar prestarle de nuevo toda su atención. Le había localizado, como él había imaginado que haría. Y él no podía desaparecer entre la multitud. Siempre había sido el centro de atención, lo quisiera o no.

Y nadie podía imaginar qué podía suceder a partir de aquel momento. Jamás se le habría ocurrido pensar que su exrepresentante tuviera suficientes agallas como para presentarse en una fiesta como aquella, en la que estaría rodeado de amigos y apoyos, por no mencionar el habitual contingente de parásitos que estaban dispuestos a besarle los pies hiciera lo que hiciera.

Aquella mujer tenía valor. Eso tenía que reconocerlo.

–¿Simon?

Simon alzó la mirada lentamente, como si fuera demasiado perezoso o estuviera demasiado borracho como para moverse. Quizá su mal genio, y lo que le había dicho a Ian, había encendido la conflagración que estaba arruinando el negocio de Gail, pero él no pretendía que Ian fuera tan vengativo y no quería sentirse responsable de ello. Quitando unos pocos defectos, Ian era un buen mánager. Y jamás había hecho nada parecido. Si Gail quería hablar sobre sus problemas, podía llamar a Ian. Al fin y al cabo, tampoco ella era del todo inocente. Había desahogado su furia haciendo una serie de declaraciones muy poco halagadoras que habían llegado a la prensa.

 

A lo mejor, cuando madure, Simon O’Neal sea capaz de darse cuenta de que las mujeres son capaces de hacer algo más que una sola cosa.

Simon O’Neal tiene en sí mismo a su peor enemigo. Se odia a sí mismo en proporción directa a la admiración que despierta en los demás. Y nadie puede comprender por qué. Ese hombre lo tiene todo. Por lo que a mí respecta, su conducta no tiene ninguna justificación...

Es posible que mucha gente lo encuentre atractivo, pero yo no me acostaría con él aunque fuera el último hombre sobre la faz de la tierra. Nadie sabe de qué clase de enfermedades podría ser portador...

 

Había otros comentarios que no recordaba de forma literal. Algo así como que necesitaba más terapias de las que podría pagarse con todo su dinero. Y había hecho otro comentario sobre que estaba desperdiciando el talento que Dios le había dado, que era un hombre indecente, un encantador Dr. Jekyll en la pantalla y un Mr. Hyde diabólico fuera de ella.

–¿Qué puedo hacer por ti? –contestó, utilizando el mismo tono exageradamente educado con el que ella se había dirigido a él.

Gail alzó la barbilla.

–¿Podría hablar un momento a solas contigo, por favor?

¿Se había vuelto loca? Él no tenía ningún interés en salir a hablar con ella.

–Me temo que no. A lo mejor no te acuerdas, pero tú y yo ya no tenemos nada que hablar. Y por si no lo has notado, estoy con alguien.

Gail notó el interés de Sunny en aquella conversación: los observaba en silencio, sin decir nada.

Pero la ignoró completamente.

–Solo será un momento.

Simon hizo un gesto con la mano, esperando que Gail lo interpretara como lo que era: una indicación de que debería marcharse.

–Estoy ocupado.

Desgraciadamente, Gail no se fue a ninguna parte. Tiró de su propia chaqueta con un gesto de determinación y se aclaró la garganta.

–Muy bien, hablaremos aquí. Me gustaría ofrecerte una disculpa.

Simon no quería una disculpa.

La gente estaba comenzando a mirar, a darse cuenta de que aquella era la agente que le había humillado. Todo el mundo quería oír lo que tenía que decir. Debería intentar deshacerse cuanto antes de ella. Pero acababa de darle la oportunidad de desafiar aquella integridad a la que Gail se aferraba como si fuera un escudo y no podía resistirse.

–¿Estás diciendo que no pretendías decir todas esas cosas terribles que dijiste sobre mí?

Gail vaciló un instante, mientras buscaba las palabras adecuadas. Al final, le dio una respuesta diseñada a aplacarle sin necesidad de mentir.

–No debería haberlo dicho.

Maldita fuera, claro que no debería. Ella había sido la primera en atacar. Se había mostrado tan mojigata y digna mientras permanecía sentada en el trono de su agencia que Ian había decidido demostrarle lo vulnerable que era. La había pagado con la misma moneda, no creía que fuera para tanto. En cuanto a lo que a él se refería, su pequeño... desacuerdo, estaba zanjado.

–Ningún problema. Si tú estás dispuesta a olvidarlo todo, yo también. Que disfrutes de la velada.

–¿Y eso es todo? –Gail abrió de par en par sus ojos azules.

Simon le pasó el brazo por los hombros a Sunny y se recostó ligeramente contra ella, como si quisiera evidenciar que estaba tan a gusto que era poco probable que se moviera de allí.

–¿Esperabas algo más?

A Gail comenzó a temblarle el labio inferior y se le llenaron los ojos de lágrimas.

«¡Ah, mierda!».

–Esperaba que pudieras...

Jerry Russell, el director de la última película de Simon, les interrumpió. Se acercó a ellos y se inclinó para mirar a Gail a la cara.

–¿Qué estás pasando aquí? ¿Ya estás haciendo llorar a una mujer, Simon?

–¿Tienes algún problema, Simon?

Se acercó alguien más y aquello bastó para que comenzara a levantares un rumor entre la multitud que hizo que todo el mundo se volviera hacia él.

Las lágrimas rodaban por las mejillas de Gail. Simon era consciente de que ella estaba intentando contenerlas, pero eso solo servía para empeorar la situación. Gail estaba emocionalmente muy tensa y bajo el escrutinio de toda aquella gente.

Tenía que hacer algo antes de que terminara apareciendo otra vez en la primera página de los periódicos. Una fotografía de Gail llorando y algún paparazzi informaría de que la había destrozado intencionadamente para vengarse de ella. La gran estrella, Simon O’Neal, obligaba a cerrar la agencia de una pobre chica de provincias. Lo cual, gracias a Ian, estaba tan cerca de la verdad que ni siquiera podría replicar.

Y no podía permitirse el lujo de proporcionarle a su exesposa más munición para la amarga guerra que estaban librando. Si no limpiaba su imagen, no conseguiría ni la custodia parcial de su hijo. El juez lo había dejado muy claro.

La gente comenzaba a acercarse a ellos. Tenía que actuar rápido para evitar un espectáculo.

–Tranquila –le dijo con una tranquilizadora sonrisa. Se volvió hacia Sunny para decirle que no tardaría y se levantó del taburete–. Aquí hace mucho calor. Creo que será mejor que salgamos a refrescarnos.

Agarró a Gail de la mano y, para evitar que pudiera haber testigos de otra discusión, la condujo con paso controlado, intercambiando saludos con algunos de los invitados, hacia una habitación privada que le habían asignado para su uso exclusivo. Nadie había especificado la función de aquella habitación porque estaba destinada a que hiciera en ella lo que le apeteciera. Podía consumir drogas, acostarse con alguien, organizar una fiesta privada... lo que fuera.

Y, en aquel momento, lo agradeció.

–¿Cómo se te ha ocurrido presentarte en mi fiesta? –le reprochó malhumorado a Gail en cuanto cerró la puerta tras ellos–. Y, por el amor de Dios, ¿puedes dejar de llorar?

Gail se pasó la mano por la cara.

–Lo siento. Yo... me resulta muy violento, pero no puedo evitarlo.

Las lágrimas le hacían sentirse incómodo. Sobre todo procediendo de ella. Durante los tres años que habían trabajado juntos, soportando toda clase de compromisos, acontecimientos, películas y buena y mala publicidad, Gail siempre se había mostrado muy serena.

–Pues inténtalo con más fuerza.

–Gracias por tu comprensión –musitó Gail.

En parte para no tener que verla, Simon cruzó la habitación, sirvió una copa de champán de la botella que le habían dejado en un cubo de hielo y se la tendió.

–Toma, esto te ayudará.

–No bebo.

Simon esbozó una mueca.

–Una de las muchas razones por las que no me gustas. Bébetela de todas formas.

Gail vació la copa como si fuera agua y el consiguiente ataque de tos la distrajo lo suficiente como para ser capaz de cerrar el grifo de las lágrimas.

–¿Qué quieres de mí, Gail? ¿Qué puedo hacer para que esto se acabe?

Regresó entonces a los ojos de Gail su habitual brillo de inteligencia.

–¿Te refieres a mí? ¿Quieres saber qué puedes hacer para que me vaya?

Tras pensar durante un par de segundos en ello, Simon se encogió de hombros.

–Básicamente, sí.

–¿Y eres capaz de decirlo con tanta indiferencia después de haberme destrozado mi negocio?

Simon consideró la posibilidad de explicarle que no había estado tan activamente involucrado en ello como podría parecer, pero no se molestó. En cualquier caso, dudaba que le creyera.

–Necesitas dinero, ¿es eso?

–¡No! Lo que quiero es recuperar a mis clientes. Y no por mí. Bueno, no solo por mí. Tal y como está la situación, voy a tener que despedir a mis empleados. Y ellos necesitan este trabajo.

¿Su situación era tan desesperada? Iba a matar a Ian. ¿Por qué tenía que haber llevado aquello tan lejos?

–Muy bien. Me pondré en contacto con alguna gente y veré lo que puedo hacer para reparar el daño. Llámame la semana que viene. ¿Te parece bien? Ahora puedes irte a tu casa, ponerte a ver la televisión, ordenar los armarios o dedicarte a cualquier cosa emocionante que hagas en tu tiempo libre. A lo mejor puedes conectarte a Internet y buscar un vestido que sea más apropiado para una fiesta como esta.

Simon era consciente de que Gail tenía ganas de darle una buena respuesta. Y sabía que era perfectamente capaz de hacerlo. Pero Gail se mordió la lengua, respiró con gesto altivo, asintió, le tendió la copa de champán y comenzó a marcharse.

–¿Gail?

Gail le miró por encima del hombro.

–No tengo ninguna enfermedad, ni de transmisión sexual ni de ningún otro tipo –le aclaró Simon–. Y si te interesa, puedo demostrártelo con un análisis.

Por lo menos Gail tuvo la decencia de sonrojarse.

–No, gracias –contestó, y se marchó.

Capítulo 3

 

Joshua se levantó de un salto en cuanto Gail entró en su despacho.

–¿Lo has visto?

A Gail no le sorprendió que estuviera esperándola después de la conversación que habían mantenido el día anterior. Deseando ser capaz de disipar sus temores y de tranquilizar a sus empleados, sonrió.

No había sido fácil tener que tragarse sus palabras en la fiesta de la noche anterior. Y lo de echarse a llorar había sido, directamente, humillante. Pero por terribles que hubieran sido aquellos minutos, habían merecido la pena. Simon había prometido poner remedio a lo que había hecho y ella confiaba en que lo hiciera. Había dejado claro que no quería que volviera a molestarle otra vez, y menos en público.

Por primera vez desde que Simon O’Neal había dejado de ser su cliente, había dormido profundamente. Aquella mañana, después de pasar una hora en el gimnasio, había parado en una cafetería diferente a la que normalmente frecuentaba, solo para variar, y estaba disfrutando realmente de la nueva mezcla. Había sido una buena mañana.

–¿Si he visto qué?

Le tendió a Joshua el vaso de café mientras se quitaba la chaqueta y la colgaba en una percha.

Sonriendo con cierta petulancia, Joshua le mostró el ejemplar de Hollywood Secrets Revealed que llevaba en la otra mano.

–No, no he visto nada.

Gail ni siquiera había encendido todavía el ordenador. Se había saltado aquella parte del ritual de la mañana porque ni siquiera le preocupaba la posibilidad de encontrar alguna anécdota dañina sobre alguno de sus clientes en los blogs de chismorreos y en las revistas digitales dedicadas al mundo de Hollywood. De hecho, no tendría que volver a preocuparse hasta que hubiera recuperado a algunos de sus clientes.

–¿Hizo Simon alguna estupidez después de que le dejara?

Aquello pareció pillar a Joshua por sorpresa.

–¿Qué quieres decir?

–Estuve en la fiesta del estreno.

–¿Estuviste en la fiesta? ¿Y le viste?

Gail le dirigió una mirada conspiradora.

–Por supuesto.

Joshua la miró boquiabierto mientras le devolvía el café.

–¿Y para qué fuiste?

–Para pedirle perdón, ¿para qué iba a ir si no? Simon ha aceptado ayudarnos a empezar de nuevo. Estamos salvados.

¡Aleluya! Se había quitado un peso enorme de encima. Se sentía tan ligera que podría caminar por el aire... Hasta que vio que Joshua no reaccionaba como ella esperaba.

–¿Qué te pasa? ¿No estás más tranquilo?

Joshua retrocedió tambaleándose ligeramente y alargó el brazo para buscar un asiento, se dejó caer en él, apretando el ejemplar de Hollywood Secrets Revealed contra su pecho.

–Que el cielo me ayude...

Gail arqueó las cejas.

–¿Que el cielo te ayude a qué? Te acabo de decir que no vamos a arruinarnos. Ya he solucionado nuestros problemas. Todo saldrá bien.

Le apretó el brazo con un gesto tranquilizador y bebió un sorbo de café, esperando que Joshua asimilara la buena noticia.

–Bueno, ¿y qué dice la prensa esta mañana? ¿Algún desastre para Chelsea Seagate que haya que airear?

Rio, compadeciendo a la pobre Chelsea, y comenzó a rodear el escritorio, pero se detuvo antes de llegar a sentarse.

–¿Por qué parece que te acabas de tragar una canica? –preguntó cuando la expresión horrorizada de su ayudante acabó disipando la euforia con la que había llegado al trabajo aquella mañana.

–Yo... no sabía que ibas a hacer las paces con Simon. No fue eso lo que me dijiste. Dijiste que estabas dispuesta a hacer cualquier cosa. Yo pensé que pretendías suplicarle a Clint que volviera, o a pedir un crédito, o a buscar a los antiguos clientes de Chelsea, o a plantearte la posibilidad de abrirte al mundo de la moda y la belleza. Jamás se me ocurrió pensar que Simon estaría dispuesto a aceptar una disculpa, en el caso de que se la ofrecieras.

Gail recordó la discusión que había tenido con Simon cuando este había sido acusado de emborracharse en público.

–Yo tampoco. Últimamente ha estado insoportable, siempre estaba enfadado. Supongo que le pillé de buen humor –le hizo un gesto a Joshua para que le pasara el periódico–. Déjame ver que es eso que te ha afectado tanto.

Joshua cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás, como si el cuello ya no fuera capaz de sostenérsela.

–¿Qué te pasa? –preguntó Gail riendo.

No era capaz de tomarse a Joshua en serio. Siempre actuaba de forma dramática. Y fuera lo que fuera lo que tanto le afectaba, estaba segura de que no podía ser peor que el problema que acababan de resolver. Lo bueno que tenía un desastre como aquel era que ayudaba a poner cualquier otro contratiempo en perspectiva.

–Joshua, el periódico –le urgió al ver que no tenía intención de tendérselo.

Al final, se lo entregó. Pero no la miraba. Se comportaba como si no fuera capaz de soportar su reacción.

Con el ceño fruncido, Gail abrió el periódico, leyó el titular y el vaso de cartón se le cayó de las manos.

–¡Dios mío!

Joshua se tapó la cara y gimió.

Gail se aferró al periódico y lo golpeó con un dedo.

–¿Cómo ha podido pasar algo así?

–Todo ha sido culpa mía –farfulló Joshua sin apartar las manos de la cara–. Quedé con una amiga del periódico para tomar una copa. Pensé que Big Hit debería cerrar dando un golpe de efecto y no desaparecer con el rabo entre las piernas. Le dije que tenía que tener cuidado a la hora de redactar la noticia para proteger a su periódico y para protegernos a nosotros. Y lo hizo. No hay nada que se te pueda atribuir a ti. Solo habla de rumores.

Gail no quiso seguir escuchándole. El pitido que le taladraba los oídos superaba a cualquier otro ruido mientras volvía a leer el artículo. Aquello tenía que ser una broma. No podía estar sucediendo. No, en aquel momento, no. Pero por el lenguaje corporal de Joshua podía decir que era, definitivamente, real.

 

Simon O’Neal acusado de agresión.

Una fuente anónima de Big Hit, la agencia que cerró sus puertas a uno de los grandes de Hollywood cuando este inició una pelea durante el rodaje de su última película, ha revelado que el problema entre Simon y la propietaria de la agencia, Gail DeMarco, surgió a raíz de una noche que pasaron juntos cerca de un mes atrás.

Aunque se desconocen los detalles y ambas partes prefieren ocultar la información, se ha hablado de una posible agresión sexual...

 

Ignorando el café que se extendía por la carísima alfombra, Gail se apoyó en el escritorio para no caerse.

–Jamás he acusado a Simon de haberme agredido sexualmente –resolló.

–En el artículo no dice que haya pruebas –dijo Joshua.

–Pero la prensa me estará llamando día y noche, me perseguirá para pedir detalles. Si fuera cierto, sería la noticia del año. Y...

Se interrumpió y alargó la mano hacia su bolso para sacar el teléfono móvil, segura de que ya tendría docenas de llamadas. Lo había apagado cuando había llegado al gimnasio para ahorrar batería y no había vuelto a encenderlo.

–Creo que voy a vomitar.

–Conozco esa sensación –respondió Joshua.

–¿Qué te ha hecho pensar que podría perdonar una mentira como esa? –presionó la tecla del teléfono para activarlo–. Simon está intentando conseguir la custodia de su hijo –sostenía el periódico frente a ella–. Aunque nada de esto sea cierto, esta noticia le servirá a su esposa para arrojarle una piedra más en el juicio.

Con expresión avergonzada, Joshua dejó caer las manos y se irguió en su asiento.

–No era capaz de pensar con propiedad. Estaba furioso. Y ella siempre me está diciendo que suelte todo lo que sé.

–¡Dice que yo fui víctima de Simon! Y ahora sí que lo seré. ¡Me va a matar! Destrozará la agencia y después vendrá a por mí. Y no podré culparle por ello. Por supuesto, lo negaré todo, pero no servirá de nada.

–Se merecía que su mujer le dejara. La engañó con más de seis mujeres...

–Lo sé. Nada de esto tiene sentido, pero él la quería. Y mucho. Incluso yo soy capaz de reconocerlo.

Joshua se levantó y comenzó a caminar por el despacho.

–Ahora que estoy sobrio admito que lo que hice fue... imprudente. Y que actué por impulso, y de forma insensata. Pero... siempre se va de rositas con todo lo que hace y no quería que saliera bien librado después de lo que nos ha hecho a nosotros. Quería que tuviera que pagar por lo que nos ha hecho.

En ese momento sonó el teléfono. El sonido puso todos los nervios de Gail en tensión. Eran las ocho de la mañana, la hora en la que el servicio de contestador traspasaba todas las llamadas a la oficina.

Miró la superficie de su escritorio, pero no levantó el auricular. Permaneció donde estaba hasta que Ashley asomó la cabeza en el despacho.

–Un periodista de The Star está al teléfono. Ofrecen un montón de dinero por la exclusiva. Pero no estoy segura de que te interese.

–Definitivamente, no me interesa. Díselo.

Necesitaba analizar el terreno y elaborar un plan para evitar que siguiera corriendo la noticia. Sería capaz de hacerlo, ¿verdad? Se ganaba la vida evitando ese tipo de desastres o, al menos, minimizándolos. Pero nunca había tenido que hacer nada para salvarse a sí misma.

–Entendido –Ashley bajó la voz–. Sé que esto no tiene que ser fácil para ti. Tengo que admitir que no estuve de acuerdo en renunciar a Simon, pero ahora ya no te culpo por haberlo hecho. Lo siento, he estado criticándote a tus espaldas por haber tomado una decisión tan estúpida.

–La próxima vez, antes de volver a abrir la boca, piénsatelo dos veces.

Ashley respingó.

–Bueno, no ha sido exactamente a tu espalda. Bueno, sí, supongo que será mejor que cierre el pico. Pero, en cualquier caso... lo siento. ¿Estás bien?

No, no estaba bien. Estaba en medio de la peor pesadilla de su vida y no sabía cómo salir de allí. Siempre había sido la que hacía las cosas bien, la persona capaz de solucionar cualquier problema, la primera en dar un buen consejo. Había conseguido ganarse la vida con aquellas virtudes, solo para que Joshua le hubiera dado aquel empujón hacia el desastre.

Ashley dio un paso hacia ella.

–¿Puedo ayudarte en algo?

Gail apretó las manos, clavándose las uñas en las palmas.

–Saca a Joshua de aquí antes de que empiece a gritar.

–¿Perdón?

–Lo siento –Joshua estaba desolado, pero Gail no estaba preparada para oír sus disculpas.

Todavía no, a lo mejor había hecho lo que había hecho en un desafortunado intento por defenderla, por defenderlos a todos, o, por lo menos, de darle una buena respuesta al Goliat de sus vidas. Teniendo en cuenta la situación, era comprensible, sobre todo si había estado bebiendo. Pero había cruzado una línea peligrosa y ella iba a tener que pagar por ello. Todos iban a tener que pagar por ello.

–¿Joshua? –preguntó Ashley con inseguridad–. ¿Vienes?

–Lo siento –volvió a decir Joshua, y estalló en un agudo lamento.

Gail tomó aire mientras Joshua salía.

–Déjale llorar.

–Entonces, ¿qué hago cuando comiencen a llamar otros periodistas?

Ashley continuaba esperando órdenes, y no precisamente sobre cómo manejar a Joshua.

–Dile a todo el mundo que estoy ocupada. Llame quien llame, no insinúes siquiera que estoy aquí ni me pases con nadie hasta que yo te lo diga.

–¿Eso lo aplico también a la policía? Porque han dejado un mensaje en el contestador.

«¡Oh, no!».

Ashley se retorció las manos.

–Estás muy pálida. No irás a desmayarte, ¿verdad?

–A lo mejor.

¿Era solo el día anterior cuando había vuelto a casa felicitándose por haber conseguido una segunda oportunidad?

–¿Quieres que te traiga algo? Un vaso de agua o... ¡Ah! Se te ha caído el café. ¡Mira qué desastre!

Una mancha no podía compararse con todo lo que estaba pasando. Gail señaló hacia la puerta.

–Está sonando el teléfono. Alguien tendrá que contestar.

–Sí, por supuesto. No quieres hablar con nadie. Cuenta conmigo –le dijo, y recogió el vaso de café.

Preparándose para lo que iba a encontrar, Gail revisó las llamadas de su móvil. Por supuesto, tenía treinta mensajes. Y todos los habían enviado en las dos últimas horas.

Casi todos eran de Simon y de Ian.

¿Qué iba a hacer?

No tuvo oportunidad de decidirlo. Un segundo después, la puerta de la agencia se abrió bruscamente y todo el mundo comenzó a gritar mientras intentaban detener al hombre que acababa de entrar. Tenía la mirada fija en la puerta del despacho de Gail mientras iba empujando a cuanta persona se interponía en su camino.