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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2013 Susan Macias Redmond

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Dos almas gemelas, n.º 65 - septiembre 2014

Título original: Two of a Kind

Publicada originalmente por HQN™ Books

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQN y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-4589-3

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Sumário

 

Portadilla

Créditos

Sumário

Dedicatoria

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

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Dedicatoria

 

A la co-jefa de animadoras de Fool’s Gold 2012, Judie Bouldry, y a Ellen, la abuela de sus niñas, que comparte su amor por la lectura. Judie, eres inteligente y entusiasta, y Fool’s Gold tiene suerte de contar contigo.

Capítulo 1

 

El pensamiento racional y el conocimiento de técnicas de combate cuerpo a cuerpo no servían de nada cuando una se enfrentaba al poder malévolo de la araña doméstica americana.

Felicia Swift permanecía inmóvil en un rincón del almacén, pendiente de la telaraña y del arácnido que la observaba, tramando sin duda su perdición. Donde había una araña doméstica americana, había más, y Felicia sabía que iban todas a por ella.

La parte lógica de su cerebro casi se rio a carcajadas de sus miedos. Felicia sabía racionalmente que las arañas no viajaban en manada ni tramaban atacarla. Pero la lógica y la inteligencia no eran rival para un ataque de auténtica aracnofobia. Felicia podía escribir artículos, preparar gráficos y hasta hacer experimentos desde ese momento hasta la siguiente aparición del cometa Halley, que seguirían dándole miedo las arañas, y ellas lo sabían.

—Voy a retroceder lentamente —dijo con voz suave y tranquilizadora.

Técnicamente, las arañas no tenían oídos. Podían sentir las vibraciones, pero como hablaba tan bajo, no habría muchas que sentir. Aun así, se sintió mejor al hablar, y siguió haciéndolo mientras retrocedía paso a paso hacia la salida sin quitarle ojo al enemigo.

La luz entraba a raudales por la puerta abierta. La luz equivalía a libertad, a aire libre de arañas. Equivalía a...

La luz se apagó de repente. Felicia dio un brinco y se volvió, dispuesta a vérselas con una araña gigante, madre de todas las arañas. Pero se encontró cara a cara con un hombre alto, despeinado y con una cicatriz en la ceja.

—He oído un grito —dijo—. He venido a ver si había algún problema —arrugó el ceño—. ¿Felicia?

Por si no bastaba con las arañas, pensó ella frenética. ¿Cómo era posible?

Fortes fortuna adiuvat.

Intentó tirar de las riendas de su cerebro. ¿La fortuna favorece a los valientes? ¿A qué venía eso ahora? Tenía arañas detrás y, delante, al hombre que la había desvirgado, ¿y se ponía a pensar en latín?

Respiró hondo y procuró calmarse. Era una experta en logística. Nunca se había topado con una crisis de la que no pudiera salir mediante organización, y ese día no sería una excepción. Iría de lo grande a lo pequeño y, como premio a sí misma, se haría el crucigrama del New York Times en menos de cuatro minutos.

—Hola, Gideon —dijo, preparándose para capear la tormenta hormonal que aquel hombre despertaba en ella.

Él se acercó con los ojos oscuros llenos de emoción. A Felicia nunca se le había dado bien interpretar los sentimientos ajenos, pero hasta ella se dio cuenta de que estaba confuso.

Mientras se acercaba, cobró conciencia de su tamaño, de la enorme anchura de sus hombros. La camiseta se estiraba hasta tal punto sobre su pecho y sus bíceps que parecía a punto de rasgarse. Tenía un aspecto mortífero, pero aun así elegante. Uno de esos hombres que se sentían como en casa en cualquier parte peligrosa del mundo.

—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó.

Felicia dedujo que se refería a Fool’s Gold y no al almacén en concreto. Cuadró los hombros en un débil intento de parecer más grande e imponente, como un gato arqueando el lomo y erizando los pelos. Pero dudaba mucho que Gideon fuera a dejarse intimidar por ella, del mismo modo que no se dejaría intimidar por un gatito.

—Ahora vivo en el pueblo.

—Ya lo sabía. Quería decir que qué haces aquí, en este almacén.

—Ah.

Una respuesta inesperada, pensó, de repente menos segura de sí misma como resultado de su encuentro con las arañas, cuyos poderes eran de largo alcance. Tenía previsto evitar todo contacto con Gideon durante un par de meses. Y allí estaba: hacía menos de cinco semanas que vivía en el pueblo, y ya se habían encontrado.

—Estoy trabajando —dijo, volviendo a concentrarse en su pregunta—. ¿Cómo sabías que estaba en el pueblo?

—Me lo dijo Justice.

—¿Ah, sí? —su socio no se lo había comentado—. ¿Cuándo?

—Hace un par de semanas —Gideon esbozó una sonrisa—. Me dijo que me mantuviera alejado de ti.

Aquella voz, pensó Felicia mientras intentaba no abismarse en el recuerdo de lo que aquel sonido significaba para ella. Aunque en general se creyera que los recuerdos olfativos eran los más intensos, un sonido o una frase también podían retrotraer a una persona a un tiempo anterior. Felicia no tenía ninguna duda de que el olor de Gideon podía transportarla sin ninguna dificultad al pasado. En ese momento, sin embargo, le preocupaba más su voz.

Tenía una de esas voces graves y sensuales. Por ridículo que pareciera, la combinación de su timbre y su cadencia le recordaban al chocolate. Estaba segura de que las arañas del almacén sí sentirían las vibraciones de aquella voz. Debería...

Levantó la barbilla cuando su cerebro reparó por fin en lo que había dicho Gideon.

—¿Justice te dijo que te mantuvieras alejado de mí?

Gideon encogió sus fuertes hombros.

—Me dio a entender que era buena idea. Después de lo que pasó.

Enfadada, puso los brazos en jarras y pensó que darle una buena tunda a Justice sí que era una buena idea. Solo que Justice no estaba allí.

—Lo que pasó entre nosotros no es asunto suyo —repuso con firmeza.

—Sois familia.

—Eso no le da derecho a meterse en mi vida privada.

—No me pareció que tuvieras muchas ganas de verme —señaló Gideon—. Así que pensé que estabas de acuerdo con su... intervención.

—Claro que no —dijo, y entonces se dio cuenta de que, en efecto, había estado evitando a Gideon, pero no por la razón que creía él—. Es complicado.

—Eso ya lo veo —respondió—. Entonces, ¿estás bien?

—Claro. Nuestro encuentro sexual terminó hace cuatro años —ignoraba si él había adivinado que era virgen o no, y no veía razón para mencionarlo ahora—. La noche que pasamos juntos fue... satisfactoria —eso era quedarse muy corta, pensó al acordarse de cómo la había hecho sentir Gideon—. Siento que Justice y Ford echaran abajo la puerta de la habitación del hotel a la mañana siguiente.

El semblante de Gideon adquirió una expresión divertida. Felicia estaba acostumbrada a ver aquella expresión, y comprendió que de algún modo se había equivocado al interpretar la conversación, o se había tomado un chiste al pie de la letra.

Suspiró. Era una persona inteligente. Tan inteligente que a veces daba miedo, le habían dicho a veces. Había crecido rodeada de científicos y estudiantes. Si le preguntaban por los orígenes del universo, podía dar una conferencia sólida sobre el tema sin tener que prepararla. Le costaba, en cambio, relacionarse con los demás. Era tan horriblemente torpe, pensó, malhumorada. Se equivocaba o se ponía a hablar como un alienígena cuando lo único que quería era comportarse como todos los demás.

—Me refería a si estás bien ahora —dijo él—. Has gritado. Por eso he venido.

Ella apretó los labios. Por enésima vez en su vida, pensó que de buena gana cambiaría treinta puntos de coeficiente intelectual por una pequeña mejora de sus habilidades sociales.

—Estoy bien —dijo, esbozando una sonrisa tranquilizadora, o esa fue su intención—. No podría estar mejor. Gracias por venir en mi auxilio, aunque fuera innecesario.

Gideon dio un paso hacia ella.

—Siempre me alegra echar una mano a una mujer bonita.

Ya está coqueteando, pensó ella mientras observaba automáticamente la dilatación de su pupila para ver si era sincero o si solo era un cumplido. Cuando a un hombre le interesaba sexualmente una mujer, se le dilataban las pupilas. Pero el almacén estaba tan oscuro que no lo veía bien.

—¿Por qué has gritado? —preguntó él.

Felicia respiró hondo.

—He visto una araña.

Levantó una ceja.

—Era grande y agresiva —añadió ella.

—¿Una araña?

—Sí. Tengo un problema con las arañas.

—Eso parece.

—No soy tonta. Sé que no es racional.

Gideon se rio.

—Eres muchas cosas, Felicia, pero todos somos muy conscientes de que tonta no es una de ellas.

Antes de que se le ocurriera qué responder, Gideon dio media vuelta y se alejó. Felicia se quedó tan absorta mirando cómo se le ceñían los vaqueros al trasero que no le salieron las palabras, y entonces él desapareció y ella se quedó sola, con la boca abierta y una manada de arañas domésticas americanas dispuestas a abalanzarse sobre ella.

 

 

Gideon Boylan sabía lo peligrosos que eran los recuerdos súbitos e inesperados. Llegaban de repente y lo dejaban desorientado. Eran tan vívidos que despertaban todos sus sentidos, y cuando se desvanecían uno no tenía forma de saber qué era real y qué imaginario. Después de pasar dos años prisionero, había estado a punto de caer en la locura. Al menos habría sido una liberación.

Su rescate se había producido justo a tiempo, aunque fuera ya demasiado tarde para sus compañeros. Pero ni siquiera hallarse lejos de sus torturadores le había hecho sentirse libre de verdad. Los recuerdos eran tan dolorosos como lo había sido el cautiverio.

«Concéntrate», se dijo mientras ponía el CD y miraba la lista de temas para las tres horas siguientes. Había dejado atrás su pasado. Algunos días, hasta se lo creía. Ver a Felicia había sido como recibir una patada en la tripa, pero el recuerdo de una mujer hermosa con la que se había acostado siempre era bienvenido. Aun así, para recuperar la calma antes de irse a la emisora de radio, había tenido que correr ocho kilómetros y meditar casi una hora.

—Esta noche vamos a hacer las cosas a la antigua —dijo dirigiéndose al micro—. Como las hacemos siempre.

Más allá de la sala de controles, la emisora estaba a oscuras, como a él le gustaba. No le molestaba la oscuridad. En la oscuridad estaba a salvo. Nunca iban a por él en la oscuridad. Siempre encendían la luz primero.

—Son las once en punto en Fool’s Gold y os habla Gideon. Esta noche voy a dedicar la primera canción a una mujer encantadora con la que me he encontrado hoy. Tú sabes a quién me refiero.

Apretó el botón y comenzó a sonar Wild Thing, de los Troggs.

Se sonrió. No sabía si Felicia estaba escuchando o no, pero le gustaba la idea de dedicarle una canción.

En la pared se encendió una luz roja. La miró, consciente de que alguien estaba llamando al timbre. Qué hora tan extraña para recibir visitas. Se acercó a la parte delantera de la emisora y abrió la puerta. Ford Hendrix estaba al otro lado, con una cerveza en cada mano. Gideon sonrió y le indicó a su amigo que entrara.

—He oído que estabas por aquí.

—Sí, volví hace dos días y ya me arrepiento de mi decisión.

Gideon tomó la cerveza que le ofrecía.

—¿Demos la bienvenida a casa al héroe conquistador?

—Algo así.

Gideon conocía a Ford desde hacía años. Aunque Ford era un SEAL, habían servido juntos en una fuerza conjunta y, más adelante, cuando Gideon se estaba pudriendo en una prisión de los talibanes, Ford había sido uno de los hombres que habían arriesgado su vida para rescatarlo.

—Ven, vamos atrás. Tengo que poner la siguiente canción.

Caminaron por el largo pasillo.

—No puedo creer que esto sea tuyo —comentó Ford cuando entraron en la sala de controles—. Es una emisora de radio.

—Sí. Eso explica que haya tanta música.

Ford se sentó frente a él. Gideon se puso los auriculares y pulsó un interruptor.

—Esta es la noche de las dedicatorias —dijo—. Aquí va otra: bienvenido a casa, Ford.

Comenzó a sonar Born to be wild.

—Eres un auténtico capullo —dijo Ford tranquilamente.

—Yo me considero bastante simpático.

Ford era más o menos del tamaño de Gideon. Fuerte y campechano en apariencia. Pero Gideon sabía que cualquiera que hubiera estado en los sitios donde habían estado ellos y hubiera hecho las cosas que habían hecho ellos acarreaba sus fantasmas.

—¿Qué te trae por aquí a estas horas de la noche? —preguntó.

Ford hizo una mueca.

—Me he despertado y me he encontrado a mi madre en mi habitación. Menos mal que me he dado cuenta de que era ella antes de reaccionar. Necesito salir de allí.

—Pues búscate un apartamento.

—Voy a ponerme a buscarlo a primera hora de la mañana, te lo aseguro. Mi madre me pidió que esperara y pensé que volver a casa no estaría tan mal. Ya sabes, conectar con la familia.

Gideon lo había intentado una vez. No había salido bien.

—Con mis hermanos no tengo problema —continuó Ford—. Pero mi madre y mis hermanas me agobian.

—Se alegran de que estés en casa. Has pasado fuera mucho tiempo.

Gideon no conocía todos los detalles, pero había oído contar que Ford se había ido de Fool’s Gold a los veinte años y que apenas había vuelto en los últimos catorce años.

Ford dio un largo trago a su cerveza.

—Mi madre ya me está preguntando si he pensado en sentar la cabeza —se estremeció.

—¿No estás preparado para casarte y escuchar el tamborileo de unos piececitos en el suelo?

—No, aunque no me importaría echar un polvo —Ford lo miró—. Tienes problemas, por cierto.

—Siempre los tengo.

Su amigo se rio.

—Felicia le ha echado la bronca a Justice esta tarde. Le ha dicho que no tenía derecho a decirte que no te acercaras a ella. Cuando se enfada, es todo un espectáculo. Ella sí que sabe manejar bien las palabras.

—¿La conoces?

—No mucho. La primera vez que la vi fue en Tailandia.

Cuando Justice y él habían interrumpido su noche con Felicia. O, mejor dicho, a la mañana siguiente. Una forma cortés de decir que habían echado la puerta abajo y que Justice se había empeñado en llevarse a Felicia. Gideon había intentado ir tras ella, pero Ford se lo había impedido.

Gideon no había vuelto a verla hasta esa mañana, cuando se la había encontrado luchando con las arañas.

—¿Estaba enfadada con Justice? —preguntó.

Ford meneó la cabeza.

—No quiero meterme en esto. No estamos en el instituto, y no voy a pasarle notitas en clase ni a preguntarle si le gustas. Tendrás que hacerlo tú solito.

A Gideon le dieron tentaciones. Aquella noche había sido memorable. Felicia era al mismo tiempo empollona, decidida y sexy, una mezcla muy extraña y atrayente. Pero Gideon sabía que no era su tipo: no era el tipo de nadie. A simple vista parecía curado, pero él sabía lo que había debajo. No tenía madera de novio. Pero, naturalmente, si lo que Felicia buscaba era un ligue pasajero, estaría encantado de ofrecerse voluntario.

Ford se acabó su cerveza.

—¿Te importa si me acuesto en algún despacho vacío?

—Hay un futón en la sala de descanso.

—Gracias.

Gideon no se molestó en mencionarle que no era muy cómodo. Para un tipo como Ford, un futón desvencijado era tan cómodo como la cama de un hotel de cuatro estrellas. En su oficio, uno aprendía a conformarse.

Ford tiró la botella a la papelera azul de reciclaje. Luego se fue por el pasillo. Gideon puso un CD y buscó el tema que le interesaba.

Comenzó a sonar You keep me hanging on.

 

 

Felicia iba a toda prisa hacia Brew-haha. Llegaba tarde, cosa que no pasaba nunca. Le gustaba que su vida fuera tranquila y ordenada. Estructurada. Lo que significaba que siempre sabía dónde iba a estar y qué iba a hacer. Llegar tarde no entraba en sus planes.

Pero desde que había visto a Gideon el día anterior estaba como aturdida. Aquel hombre la desconcertaba. No, pensó mientras pasaba por el parque, era su propia reacción la que la desconcertaba.

Estaba acostumbrada a estar rodeada de hombres físicamente fuertes. Había trabajado con militares durante años. Pero Gideon era distinto. Lo cual solo podía ser resultado de su encuentro sexual, pensó. Una sola noche era una parte muy pequeña de la vida de una persona, porcentualmente hablando, y sin embargo podía tener un efecto muy duradero. Un trauma, del tipo que fuera, podía durar toda una vida. Pero el tiempo que había pasado con Gideon había sido maravilloso, no traumático. El recuerdo de aquella noche, junto con su encuentro del día anterior, daban vueltas en su cabeza como un torbellino. Y ella, a la que le gustaba que su cabeza estuviera tan ordenada como su vida, no estaba preparada para aquel estado de nerviosismo.

Esperó a que cambiara el semáforo para cruzar la calle. Mientras estaba allí, vio a una madre joven con dos niños pequeños. Tenían dos y cuatro años, quizá, y el pequeño todavía se tambaleaba ligeramente al correr por la hierba. Se paró, se dio la vuelta, miró a su madre y a su hermano y sonrió de oreja a oreja.

Felicia observó con avidez el puro gozo de aquel instante, la espontaneidad y la alegría del pequeño. Por eso había vuelto a Fool’s Gold, se recordó. Para estar en un sitio normal. Para intentar ser como todos los demás. Tal vez incluso para enamorarse y tener familia. Para echar raíces en alguna parte.

A alguien como ella, una niña prodigio que se había criado en un campus universitario, lo normal le sonaba a gloria. Anhelaba lo que otras personas daban por descontado.

Cambió el semáforo y cruzó a toda prisa, consciente de que llegaba tarde. La alcaldesa Marsha no le había dicho por qué quería verla y Felicia no se lo había preguntado. Imaginaba que la necesitaban para algún proyecto. Tal vez para crear un sistema municipal de inventario.

Cruzó la puerta abierta de la cafetería. Brew-haha había abierto hacía un par de meses. Los suelos de tarima relucían, y el sol entraba a raudales por las grandes ventanas. Había numerosas mesas, una rica selección de pasteles y deliciosa cafeína en todas sus formas.

Patience, la propietaria y amiga de Felicia, sonrió.

—Llegas tarde —dijo alegremente—. Es emocionante para mí saber que tienes defectos. Todavía hay esperanzas para el resto de la humanidad.

Felicia gruñó mientras su amiga señalaba una mesa hacia la parte de atrás. Efectivamente, la alcaldesa Marsha Tilson y Pia Moreno ya estaban allí.

—Te llevo un café con leche —añadió Patience, que ya estaba echando mano de una taza grande.

—Gracias.

Felicia avanzó entre las mesas. Marsha, la alcaldesa con más años en el cargo de toda California, era una mujer bien vestida de setenta y pocos años. Prefería los trajes chaqueta y, cuando estaba trabajando, llevaba el cabello blanco recogido en un moño clásico. Era competente y al mismo tiempo maternal, la combinación perfecta, pensó Felicia con nostalgia.

Pia, una morena esbelta, de pelo rizado y sonrisa rauda, se levantó de un salto al verla acercarse.

—Ya has llegado. Gracias por venir. Es verano y parece que hay un festival cada quince minutos. Me alegro de estar fuera del despacho, aunque sea para una reunión de trabajo.

Dio a Felicia un rápido abrazo. Ella también la abrazó, pese a su sorpresa. Solo había visto a Pia un par de veces y no creía que fueran tan íntimas. Aun así, el contacto físico era agradable y daba a entender que congeniaban.

Patience le llevó el café con leche y un plato de galletitas.

—Hoy tenemos degustación —dijo con una sonrisa—. De la pastelería. Son fabulosas —empujó el plato hacia el centro de la mesa con la mano izquierda. Su anillo de diamantes brilló.

La alcaldesa Marsha tocó su dedo anular.

—Qué engarce tan bonito —comentó—. Justice ha elegido muy bien el anillo.

Patience suspiró y miró su sortija de compromiso.

—Lo sé. No paro de mirarlo cuando debería estar trabajando. Pero no puedo remediarlo.

Regresó a la barra. Pia la miró alejarse.

—El amor juvenil —comentó con un suspiro.

—Tú todavía eres joven y estás muy enamorada —le recordó la alcaldesa.

—Todavía estoy enamorada —repuso Pia y se rio—. Pero la mayoría de los días no me siento tan joven. De todos modos estoy de acuerdo en lo del anillo. Es impresionante.

Marsha se volvió a Felicia y levantó las cejas.

—¿No te gustan mucho los diamantes?

—No les veo el atractivo —reconoció—. Brillan, pero son simples minerales presurizados.

—Rocas carísimas —bromeó Pia.

—Porque nosotros les asignamos ese valor. Tienen poco valor intrínseco, salvo por su dureza. En algunas aplicaciones industriales... —se detuvo, consciente de que no solo estaba hablando demasiado, sino de que se estaba metiendo en un tema que cualquier otra persona consideraría aburrido—. Los fósiles sí son interesantes —murmuró—. Su formación me parece mucho más atrayente.

Las otras dos mujeres se miraron y luego la miraron a ella. Tenían una expresión amable, pero Felicia reconoció las señales: estaban pensando que era un bicho raro. Y, por desgracia, tenían razón.

Momentos como aquel eran una de las razones principales por las que le preocupaba tener la familia que tanto deseaba. ¿Y si no podía tener hijos? Biológicamente no, claro. No había motivos para sospechar que fuera estéril. Pero ¿estaba capacitada emocionalmente? ¿Era capaz de aprender lo que ignoraba? Confiaba de manera implícita en su intelecto, pero estaba mucho menos segura de su instinto, y quizá también de su corazón.

De pequeña nunca había encajado en ningún sitio, y no quería transmitirles eso a sus hijos.

—El ámbar es resina de árbol, ¿verdad? —preguntó Pia—. ¿No se basa en eso esa película, la de los dinosaurios?

Parque jurásico —dijo la alcaldesa.

—Exacto. A Raúl le encanta esa película. La ve con Peter. Pero no dejo que los gemelos se acerquen a la habitación. Se pasarían semanas sin dormir si vieran a un tiranosaurio comiéndose a un hombre.

Felicia se dispuso a hablarles de las incongruencias científicas de la película, pero al final apretó los labios y guardó silencio. La alcaldesa Marsha bebió un sorbo de su café.

—Felicia, seguro que te estás preguntando por qué queríamos verte.

Pia sacudió la cabeza.

—Sí, claro, la reunión —sonrió—. Estoy embarazada.

—Enhorabuena.

La respuesta que cabía esperar, pensó Felicia, sin saber muy bien por qué le había dicho aquello Pia. Claro que se habían abrazado, así que tal vez Pia pensaba que eran mejores amigas de lo que creía ella. A veces le costaba interpretar situaciones como aquella.

Pia se rio.

—Gracias. No sabía qué me pasaba. Pregúntale a la pobre Patience. Hace poco me dio un ataque de llanto delante de ella. Llevaba una temporada muy despistada, todo se me olvidaba. Y entonces me enteré de que estaba embarazada. Fue agradable saber que mi despiste tenía una causa física y no tener que preocuparme por si estaba perdiendo la cabeza —rodeó su taza de té con las manos—. Ya tengo tres hijos. Peter y los gemelos. Me encanta mi trabajo, pero, con un cuarto hijo en camino, no puedo mantenerme al corriente de todo lo que pasa. Estoy intentando hacerme a la idea de que ya no puedo ocuparme de los festivales.

Felicia asintió educadamente con la cabeza. Dudaba de que fueran a pedirle consejo sobre quién podía ocupar el puesto de Pia. Lo sabrían mejor que ella. Pero tal vez quisieran que las ayudara a buscar. Podía redactar una lista de requisitos y...

Marsha le sonrió por encima de su taza.

—Estábamos pensando en ti.

Felicia abrió la boca y volvió a cerrarla. Le faltaron las palabras, cosa que rara vez le sucedía.

—¿Para el puesto?

—Sí. Tienes una formación muy poco corriente. Has trabajado en el ejército y tienes mucha experiencia tratando con la burocracia. Aunque me gusta pensar que aquí hay menos papeleo que en la mayoría de los gobiernos municipales, la verdad es que aun así va todo muy despacio y hay un impreso para todo. La logística es tu especialidad, y los festivales son sobre todo logística. Contigo veremos las cosas desde una perspectiva nueva y distinta —se detuvo para mirar a Pia—. Aunque tú lo hayas hecho de maravilla.

Pia se rio.

—No te preocupes por herir mis sentimientos. Felicia puede hacerlo mejor que yo. Y así no me sentiré culpable.

—No entiendo —susurró Felicia—. ¿Queréis que me ocupe de los festivales?

—Sí —dijo la alcaldesa firmemente.

—Pero son muy importantes para el pueblo. Sé que hay otras industrias, pero imagino que el turismo es la fuente principal de ingresos. La universidad y el hospital serán los que den más puestos de trabajo, pero el verdadero dinero procede de los turistas.

—Tienes razón —dijo Pia—. Y no me hagas hablar sobre hasta qué punto, porque podría decirte casi con toda exactitud los ingresos per cápita procedentes del turismo.

Felicia pensó en decirles que a ella le encantaban las matemáticas, pero se dijo que no venía a cuento.

—Pero ¿por qué queréis confiarme a mí los festivales? —preguntó, consciente de que era la única pregunta importante.

—Porque tú te asegurarás de que salgan bien —le dijo la alcaldesa—. Porque defiendes aquello en lo que crees. Pero, sobre todo, porque te esforzarás tanto como nosotras.

—De eso no podéis estar seguras —repuso Felicia.

La alcaldesa sonrió.

—Claro que sí, querida.

Capítulo 2

 

Felicia conducía montaña arriba. Había salido del pueblo hacía un par de kilómetros y se hallaba en una carretera de dos carriles con anchos arcenes y suave pendiente. Tomaba las curvas despacio porque no quería encontrarse de frente con algún animal salvaje que hubiera salido a forrajear aquella cálida noche de verano. Allá arriba, el cielo era un amasijo de estrellas, y la luna solo se veía a medias entre el dosel de hojas.

Eran más de las dos de la madrugada. Se había acostado a su hora de siempre, pero no había podido pegar ojo. Había estado inquieta todo el día. Desde su reunión, en realidad. No lograba tomar una decisión acerca de lo que le habían propuesto la alcaldesa y Pia. Que ella dirigiera los festivales.

Cuando encaraba un problema difícil, solía reaccionar con una tormenta de soluciones. Solo que aquello no era exactamente un problema. Era una cuestión de personas, de tradiciones y de algo intangible que no lograba identificar. Estaba al mismo tiempo emocionada por aquella oportunidad y asustada. Nunca antes había rehuido las responsabilidades, pero aquello era distinto, y no sabía qué hacer.

De ahí que se hubiera puesto a conducir montaña arriba.

Tomó un pequeño camino asfaltado en el que una señal avisaba de que era privado. Medio kilómetro después vio la casa entre los árboles. La casa de Gideon.

No sabía con quién más hablar. Había empezado a hacer amigos en el pueblo, mujeres que intentaban comprenderla y que valoraban el esfuerzo que hacía por trabar amistad con ellas. Mujeres simpáticas y encantadoras que estaban muy integradas en el pueblo. Y ese era el problema: el pueblo. Necesitaba una opinión externa.

Normalmente habría recurrido a Justice, pero hacía poco que se había prometido con Patience. Felicia no tenía muy claro lo que implicaba enamorarse, pero estaba segura de que guardar un secreto equivalía a quebrantar una regla fundamental. Lo que significaba que Justice se lo contaría a Patience. En resumidas cuentas, que necesitaba una opinión externa.

Aparcó en la ancha explanada circular y salió del coche. Había un porche largo y grandes ventanas que dejarían entrar mucha luz. Imaginaba que la luz y el cielo eran importantes para un hombre como Gideon.

Se acercó al porche y se sentó en los escalones a esperar. El turno de Gideon acababa a las dos, así que suponía que no tardaría en llegar. No le parecía de los que se paraban en un bar antes de volver a casa, aunque no sabía muy bien por qué tenía esa impresión.

La poca información que tenía sobre Gideon era, como mucho, esquemática. Su encuentro de hacia cuatro años había sido físico, sobre todo. Apenas habían hablado. Sabía que había estado en el ejército, que le habían asignado a operaciones secretas y que había estado en sitios adonde ningún hombre debería haber ido. Sabía que su equipo y él habían estado prisioneros casi dos años. Eso había sido antes de que se conocieran.

Nunca había descubierto los pormenores de su cautiverio, sobre todo porque era información clasificada a la que, dado su rango en el ejército, ella no tenía acceso. Técnicamente, podría haberse metido en el archivo, pero le preocupaba lo que podía encontrar. Sabía que Gideon había participado en misiones de esas que parecían tan emocionantes en las películas y que eran tan mortíferas en la vida real. La clase de misiones en las que, si el agente caía en manos enemigas, nadie iba en su auxilio. Debido a ello, Gideon había pasado veintidós meses en manos de los talibanes. Imaginaba que había sido torturado y maltratado hasta el punto de que la muerte le habría parecido la mejor solución. Después, lo habían rescatado. Sus compañeros, en cambio, no habían logrado salir con vida.

La luz de unos faros apareció entre los matorrales. Felicia vio detenerse la camioneta de Gideon detrás de su coche. Él apagó el motor, salió y caminó hacia ella.

Era alto, de anchos hombros. A la luz de las estrellas no se veía ningún detalle: solo su silueta. Un escalofrío recorrió a Felicia. Pero no era de temor, se dijo. Sino de expectación. Su cuerpo recordaba lo que había hecho Gideon, la mezcla de ternura y frenesí con que la había tocado. Su ansia había ahuyentado el nerviosismo de Felicia.

Aunque había estudiado el tema de las relaciones sexuales, conocerlo intelectualmente y experimentarlo en persona eran dos cosas muy distintas. Leer acerca del estado de excitación no era nada comparado con sentirlo en carne propia. Saber por qué la caricia de una lengua sobre un pezón podía producir sensaciones agradables no la había preparado para el húmedo ardor de la boca de Gideon sobre su pecho. Y conocer la progresión del orgasmo no se parecía ni de lejos a sentir aquella descarga estremecedora que se había apoderado de ella.

—No te esperaba —dijo él, deteniéndose al pie de los peldaños.

A la luz de las estrellas, Felicia no pudo ver su semblante. No supo si él también estaba recordando.

—Necesito hablar con alguien —reconoció—. Y se me ha ocurrido hablar contigo.

Levantó las cejas.

—Está bien. Es una novedad. ¿Hace cuatro años que no nos vemos y has pensado en mí?

—Técnicamente, nos vimos en el almacén.

Él esbozó una sonrisa.

—Sí, y para mí también fue un encuentro trascendental —su casi sonrisa se desvaneció—. ¿De qué quieres hablar?

—Es un asunto de trabajo, pero si no quieres que hablemos, puedo marcharme.

La observó unos segundos.

—Pasa. Después de trabajar estoy demasiado tenso para dormir. Normalmente hago taichí para relajarme, pero mantener una conversión también funciona.

Pasó a su lado. Felicia se levantó y lo siguió al interior de la casa.

Era una casa amplia y despejada, con mucha madera y techos altos. Gideon encendió la luz al cruzar un salón con una chimenea al fondo. Había ventanales que llegaban desde el suelo hasta el techo, y aunque Felicia no pudo distinguir lo que había más allá, debido a que ya era de noche, tuvo la impresión de que sería un vasto panorama.

—¿La casa está al borde de un barranco? —preguntó.

—En la ladera de un monte.

Él entró en la cocina. Había montones de armarios, una gran encimera de granito y electrodomésticos de acero inoxidable. Sacó dos cervezas de la nevera y le dio una.

—Creía que me estabas evitando —comentó.

—Sí, pero ya hemos hablado, así que he pensado que era absurdo seguir así.

—Ya.

Su mirada oscura era firme, pero insondable. Felicia ignoraba qué estaba pensando. Su voz era atrayente, pero más por una cuestión de fisiología que porque tuviera algún interés en ella. Tenía una de esas voces graves y retumbantes que suenan tan bien por la radio.

Apagó las luces de la cocina. La súbita oscuridad hizo pestañear a Felicia. Luego notó que él cruzaba la habitación y abría una puerta corredera de cristal. La luz de la luna alumbró su sombra cuando desapareció en la terraza trasera de la casa. Felicia lo siguió.

Había varias tumbonas y un par de mesitas. Más allá de la barandilla se extendía el bosque. Los árboles descendían en picado: Gideon no estaba de broma al decir que la casa estaba en la ladera de un monte.

Felicia se acomodó en una silla, cerca de la suya, con una mesa entre los dos. Apoyó la cabeza en los cojines y se quedó mirando el cielo estrellado. La media luna iluminaba el bosque silencioso y el monte quieto. El aire era fresco, pero no frío. Oyó a lo lejos el tenue ulular de un búho. De vez en cuando, un murmullo de hojas.

—Ya veo por qué te gusta esto —comentó, tomando su cerveza—. Es muy apacible. Estás cerca del pueblo, pero lo bastante lejos para no tener que soportar demasiadas visitas inesperadas —sonrió—. Excluyéndome a mí, claro.

—Me gusta esto, sí.

—¿Nieve en invierno?

—El año pasado, no. Apenas hubo nieve. Pero nevará —se encogió de hombros—. Estoy preparado.

Lo estaría, pensó ella, gracias a su entrenamiento militar. Había notado que Justice y ella a menudo encaraban de manera distinta un problema, pero siempre con el mismo objetivo. Y hablando de su amigo...

—No podía hablar de Justice sobre esto —dijo.

Gideon levantó una ceja.

—Muy bien.

—He pensado que querrías saber por qué. Porque él y yo somos familia —se volvió en la tumbona, girándose hacia él.

Gideon era de nuevo una silueta. Un hombre fuerte y poderoso, momentáneamente domesticado. Felicia miró sus manos. Era alta, pero al lado de Gideon se sentía delicada. Durante unas pocas horas, estando en su cama, no se había sentido espantosamente inteligente, ni horriblemente cuadriculada. Había sido una mujer como todas las demás.

—Bueno, ¿cuál es el problema?

Pensó por un momento que se refería a cómo estaba mirando sus manos, y a los recuerdos que despertaban.

—Es el pueblo.

—¿No te gusta vivir aquí?

—Me gusta mucho —respiró hondo—. La alcaldesa me ha pedido que me encargue de organizar los festivales. Pia Moreno lleva varios años haciéndolo, pero ya tiene tres hijos y está embarazada del cuarto. Es demasiado para ella.

Gideon se encogió de hombros.

—Eres perfecta para el trabajo.

—En apariencia. La logística será bastante fácil, pero esa no es la cuestión. Es la trascendencia.

—¿De los festivales?

Ella asintió con la cabeza.

—Son el latido del corazón de la ciudad. El tiempo se mide por los festivales. Cuando salgo con mis amigos, hablan a menudo de los festivales de otros años, o de los próximos. ¿Por qué la alcaldesa Marsha quiere confiármelos?

—Porque cree que vas a hacer un buen trabajo.

—Cumpliré con mi trabajo, claro. Pero no se trata solo de eso.

—Estás asustada.

Felicia respiró hondo.

—Yo no diría «asustada».

Él bebió un sorbo de cerveza.

—Puedes escoger una palabra más altisonante si quieres, pero estás asustada. No quieres defraudarles y te da miedo hacerlo.

—Y yo que me creía la persona más directa del mundo —masculló ella.

 

 

Gideon se recostó en su silla y cerró los ojos. Era preferible a mirar a Felicia, sobre todo a la luz de la luna. Con sus grandes ojos verdes y su pelo rojo, era una belleza clásica. ¿Cómo se describiría ella? Etérea, quizá. Gideon sonrió.

—Esto no tiene gracia —le dijo ella.

—Para mí sí —pero no por lo que ella pensaba. Su situación era más irónica.

Había construido su casa y diseñado su vida para poder elegir si se relacionaba con los demás y cuándo. La noche anterior, Ford se había presentado por sorpresa en la emisora. Y esta noche era Felicia. La diferencia era que con su amigo se sentía a gusto. Con la mujer sentada a escasos centímetros de él, no tanto.

No era que se sintiera incómodo, sino más bien que estaba absolutamente pendiente de ella. Del suave sonido de su respiración. De cómo le caía el cabello sobre los hombros. De cómo lo miraba de cuando en cuando como si estuviera recordando su único encuentro.

Se agitó el deseo. Llevaba tanto tiempo dormido que el hecho físico de que se le agolpara la sangre en la entrepierna le resultó doloroso. Tener pensamientos puros no ayudaba, sobre todo porque no tenía ningún pensamiento puro relacionado con Felicia. Y ahora tenía una erección y no sabía dónde meterla, por así decirlo.

Miró a Felicia y se preguntó qué diría ella si le decía que la deseaba. Cualquier otra mujer se azoraría, o se avergonzaría. Algunas empezarían a quitarse la ropa como forma de decirle que sí. Pero ¿qué haría Felicia?

Dedujo que había una posibilidad del cincuenta por ciento de que se pusiera a hablar del proceso biológico de la erección en términos tan científicos que la sangre se retiraría en defensa propia, resolviendo de ese modo el problema. Pero, por otro lado, tal vez hiciera lo que había hecho cuando se habían conocido en Tailandia: mirarlo directamente a los ojos y preguntarle si quería acostarse con ella.

—Eras la mujer más guapa de aquel bar —le dijo—. Me sorprendió que te acercaras a hablar conmigo.

—Me pareciste simpático.

—Hacía mucho tiempo que nadie me decía eso.

Ella sonrió.

—En aquel momento yo todavía estaba en el ejército y trabajaba con chicos de las Fuerzas Especiales. Me sentía a gusto rodeada de hombres peligrosos. Pero no puedo explicar por qué te elegí a ti. Me pareciste atractivo, claro. Supongo que también fue una reacción química. A tus feromonas, quizá. La atracción no es una ciencia exacta.

Agachó la cabeza y volvió a mirarlo.

—Fue mi primera vez.

—¿La primera vez que intentabas ligar con un tío? Pues lo hiciste muy bien. Enseguida me interesaste.

—Llevaba un vestido de verano muy escotado. La mayoría de los hombres se sienten atraídos por los pechos. Además, había estado corriendo unos minutos antes de entrar en el bar. El olor del sudor femenino también es muy atractivo para los hombres, sexualmente hablando.

—Me siento utilizado.

Ella se rio.

—No, qué va.

—Tienes razón —había sido una gran noche—. Quería verte otra vez, pero no pude encontrarte.

Ella arrugó la nariz.

—Volvieron a enviarme a Estados Unidos. Estoy seguro de que Justice tuvo algo que ver con eso —hizo una pausa—. No me refería a que nunca hubiera intentado ligar con un hombre en un bar, Gideon. Me refería a que fue mi primera vez. Era virgen.

Gideon se quedó mirándola con la cerveza a medio camino de la boca. La dejó en la mesa. Recuerdos de aquella noche brillaron como fogonazos en su cabeza: Felicia explorando su cuerpo como si no pudiera saciarse, sus gritos ansiosos de «más» y «más fuerte»... Parecía tener tan claro lo que quería que había dado por sentado que... Nadie habría adivinado que...

—Mierda.

—No te enfades —le dijo ella—. Por favor. Esa noche no te dije nada porque temía que me rechazaras. O que dificultara las cosas. Que tuvieras demasiado cuidado o que dudaras.

—¿Cuántos años tenías? —preguntó él.

—Veinticuatro —suspiró—. Ese era en parte el problema. Nadie quería acostarse conmigo. Estaba cansada de no saber. De ser distinta. No digo que sea malo ser virgen. Supongo que en un mundo perfecto habría esperado a enamorarme. Pero ¿cómo iba a pasar eso? —se incorporó y lo miró de frente—. Crecí en un campus universitario. Utilizaban palabras muy cultas para describir mi situación, pero en el fondo no era más que un experimento de laboratorio. Ingresé en el ejército y enseguida me trasladaron a logística de las Fuerzas Especiales. Tíos por todas partes, ¿comprendes? Pero yo era tan torpe relacionándome con los demás que creo que les asustaba. O me veían como a una hermana, igual que Justice. Seguía esperando conocer a alguien. Para ese primer beso, esa primera vez. Pero ese día no llegaba —retorció los dedos—. Fui tres noches al bar antes de verte a ti. En cuanto te vi, decidí que serías tú.

Gideon no sabía qué debía hacer con aquella información.

—¿Estás enfadado? —preguntó Felicia.

—Estoy confuso. Me engañaste por completo. Parecías saber perfectamente lo que hacías.

Ella sonrió.

—Se me da muy bien investigar.

—Aun así, debería haberlo notado.

—Tenías una mujer increíblemente bella en tu cama. Estabas distraído —contestó, riendo como si fuera una broma, y sin embargo era completamente cierto.

—Hacía bastante tiempo que no me acostaba con nadie —reconoció Gideon—. Fuiste la primera, después de mi cautiverio.

Su risa se disipó.

—No lo sabía.

—No hablamos mucho. En cuanto me di cuenta de lo que querías, no pude decirte que no. Me había pasado dos años en aquel agujero en el suelo, y luego otro año y medio en Bali.

—En Bali hay mujeres muy hermosas.

—Puede que sí, pero mi maestro insistía en que la abstinencia era el camino hacia la curación.

—¿De ahí el viaje a Tailandia?

—Fue en parte la razón de que quisiera tomarme un respiro, sí —consiguió beber un sorbo de cerveza—. No esperaba encontrarte.

—No me encontraste. Te encontré yo a ti.

—Las cosas no acabaron como yo hubiera querido —repuso él.

—Para mí tampoco.

Estaban tumbados en la cama cuando dos tíos habían echado literalmente la puerta abajo. Gideon no conocía a Justice en aquel momento, pero enseguida había reconocido a Ford. Su compañero se había encogido de hombros a modo de disculpa, pero no se había quedado a hablar.

—Debí reaccionar más deprisa —dijo.

—Fue una suerte que no lo hicieras. Si no, te habrías peleado con Justice y alguien habría salido herido.

A Gideon le gustaba pensar que habría sido Justice quien saliera malparado, pero tal vez se hubiera llevado él la peor parte. En aquel momento llevaba varios años fuera de juego. Estaba en buena forma, pero no tanto como Justice. Dudaba de que Ford hubiera tomado partido, pero seguramente habría impedido que se mataran. Un triste consuelo, se dijo.

—Ahora estamos aquí —dijo.

—Pero no es ninguna coincidencia. Justice y tú conocéis a Ford. Justice lo conoció cuando era un adolescente y vivió aquí una temporada.

Gideon había oído aquella historia. Justice, que formaba parte del programa de protección de testigos, había sido trasladado a Fool’s Gold. Un lugar perfecto para esconderse, pensó Gideon. A nadie se le ocurriría buscarlo en un pueblo idílico.