hqn147.jpg

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2018 Claudia Velasco

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Nosotros y el destino, n.º 147 - febrero 2018

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQN y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Dreamstime.com.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-575-8

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Dedicatoria

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

 

 

Para el magnífico personal de la Fundación Jiménez Díaz de Madrid, para el maravilloso equipo del doctor Rey.

Gracias por salvarme la vida y por cuidar tan bien de mí.

Prólogo

 

Marzo y en Madrid el calor se notaba claramente. En Estocolmo las noches aún eran frescas, pero en España las temperaturas ya eran bastante suaves, y pensar en el verano que le tocaría pasar allí, en plena ciudad y con tanto trabajo, le preocupaba un poco.

Respiró hondo mirando hacia el parque de El Retiro y luego se lanzó a caminar a buen ritmo hacia la Puerta de Alcalá. Sus nuevos colegas habían quedado a tomar una copa en un sitio llamado Ramsés y, como era viernes y no tenía que viajar, había decidido pasarse un rato para ir relacionándose y conociendo un poco el ambiente local.

Llegó a la calle Alcalá y miró a su izquierda, esa era una de las vistas más bonitas de Madrid, con la Cibeles y la Gran Vía en el mismo plano, y las observó un rato hasta que cruzó la calle y divisó la terraza del Ramsés. Buen sitio, pensó, dejando de prestarle atención de inmediato al notar la presencia de una chica espectacular llegando allí por su derecha, entornó los ojos y la observó con calma y a gusto varios minutos. Ella, que tenía el pelo largo y oscuro, iba hablando por el móvil y se detuvo a dos metros de él para acabar la charla, a saber: vestido corto en tonos marrones, sandalias con pulsera y una mochila al hombro. Preciosas piernas, tobillos finos y torneados, hombros estrechos. Se metió las manos en los bolsillos para seguir espiándola sin ninguna prisa, hasta que ella levantó la cabeza y lo enfocó con unos enormes ojazos negros, almendrados, que casi lo hicieron retroceder. No le gustó sentirse observada y le sostuvo la mirada un segundo con el ceño fruncido antes de darle la espalda para meterse en el Ramsés de dos zancadas.

Perfecto, al parecer compartían destino y eso le venía de perlas. Esperó a que se alejara un poco y la siguió recreándose en la imagen inmejorable que regalaba también por detrás, era un bellezón y se acordó de su amigo Chris, que le había advertido que las españolas eran especialmente guapas.

—¡¿Has venido?! —le dijo alguien en inglés cortándole el paso—. Qué bien, Marcus.

—Sí, una copa nunca viene mal.

—Genial, pasa y te presento a la gente.

—Vale —buscó a la chica del pelo oscuro y la vio charlando con dos personas que le sonaban mucho de la empresa—, ¿conoces a esa chica tan guapa?

—¿A quién? —siguió sus ojos y asintió en el preciso instante en que ella se giraba para pillarlo mirándola otra vez—. Olvídate.

—¿Por qué? —preguntó sin apartar la vista—. ¿Casada?, ¿no le van los tíos?

—Nada de eso. Madre soltera un poco fanática, solo vive para su hijo.

—¿No trabajará con nosotros?

—Redactora jefe de Cinefilia.

—¿En serio? —soltó una carcajada y miró a su colega a los ojos—, qué interesante.

—Yo que tú no perdería el tiempo, macho, es tan guapa como distante, aunque… —lo miró de arriba abajo y se echó a reír— igual tienes suerte.

—Ya veremos —se giró buscándola otra vez, pero ya había desaparecido.

Capítulo 1

 

Madrid. Marzo, 2016

 

—Se ha despertado varias veces esta noche, mi cuñada cree que solo es alguna muela, pero…

—No te preocupes, si llora o le da fiebre te llamamos.

—Aunque sean unas décimas, es que… —miró primero la hora y luego a su precioso hijo, respiró hondo y se lo entregó a su maestra, resignada— lamentablemente tengo que subir a una reunión, si no, nos hubiésemos quedado en casa, pero…

—Irene —Flor la miró con autoridad y luego le indicó la puerta con la cabeza—, sube a trabajar, cualquier cosa te llamamos, como siempre.

—Vale, gracias.

—De nada, buen día. Sammy dile adiós a mamá, venga.

—Adiós, Chumichurri —se acercó y le dio un último besito en la frente comprobando que no tenía fiebre, luego se giró y salió corriendo hacia el ascensor.

Desde que Samuel había nacido, su vida era una carrera constante. Cumplía tres años en septiembre y ella llevaba dos años y medio en un continuo estado de alerta. Cuando era un recién nacido por las tomas, los pañales, los cólicos o la dermatitis, cuando cumplió seis meses por los dientes, la comida sólida o los primeros días de guardería, al año porque gateaba, se ponía de pie y lo tocaba todo, desde el año y medio porque caminaba y no paraba quieto, se metía a la boca cualquier cosa, tenía de vez en cuando alguna fiebre inexplicable o se pillaba todos los virus de la guardería. Era un no parar, sin embargo, un no parar que luego compensaba sobradamente cuando lo abrazaba y se lo comía a besos.

—¿Qué sabemos del sueco?

—Buenos días —saludó a Vicen, su compañero de faenas, y se encogió de hombros—, yo nada, hemos tenido un fin de semana movidito y no he tenido tiempo de mirar absolutamente nada.

—¿Mucha juerga?

—Claro, un cumpleaños, dos quedadas en el parque y una noche toledana con algo de fiebre.

—Te oigo y me deprimo.

—Ya te llegará.

—Seguro, pero yo no pienso ser padre soltero.

—No te lo aconsejo —llegaron a la última planta, la de la gerencia, y Vicen le enseñó la tablet disimuladamente.

—Marcus Olofsson. Licenciado por la London Business School. Un hijo de papá, supongo. Se hizo cargo de la sede de Olofsson Media Nueva York hasta el año pasado, momento en que asumió toda la fusión con nosotros. Ahora viene a Madrid para poner orden y echar a andar la nueva Olofsson Media Península Ibérica.

—Genial.

—Y todas opinan que está como un queso.

—Un sueco —miró de reojo la fotografía de ese tipo alto, rubio y de ojos claros, posando tras la firma de la dichosa fusión, y pasó olímpicamente. Lo único que le preocupaba de ese individuo eran sus verdaderas intenciones en Madrid, concretamente en la editorial donde trabajaba desde hacía diez años y donde esperaba seguir haciéndolo si a él no le daba por reducir plantilla y mandarlos a todos a la calle.

—Y todo el mundo de gala, qué paletos que somos.

—Es verdad.

Entraron en la enorme sala de reuniones y observaron a los jefazos de administración y a los redactores jefes de todas las revistas de punta en blanco. Ellos de corbata y ellas de peluquería, esperando al nuevo gran jefe con aire inquieto y sonrisas nerviosas. Aquella fusión entre la segunda editorial de Mass Media más grande del mundo, Olofsson Media S.A., y la suya, que era una de las más sólidas de España, había ocupado muchas páginas de periódicos, había llenado los bolsillos de mucha gente, hecho subir acciones y alimentado muchas expectativas, sin embargo, los trabajadores de a pie, la plantilla en general, no tenía ni idea de lo que iba a pasar cuando esa gente aterrizara en España con todo el poder en sus manos, así que por mucho que se intentara disimular la inquietud, la tensión se podía masticar en el ambiente y la mayoría se miraba con cara de preocupación y en silencio.

Irene sacó el móvil para comprobar que no tenía mensajes de la guardería, que estaba en la primera planta del edificio, y luego abrió el correo para enterarse de alguna novedad estrictamente laboral. Había mucho que hacer, así que esperaba que el encuentro con Mr. Olofsson durara poco y pudieran bajar a la redacción de una vez por todas y con algo de tranquilidad. Llevaban meses especulando sobre esa familia, esa empresa y su futuro, y estaba ya bastante harta.

—¡Señores! —Felipe Hernando, director adjunto y maestro de ceremonias, entró a la sala aplaudiendo y animando a la gente a ponerse de pie para dar la bienvenida a la visita. Ella obvió la necesidad de levantarse y como otros muchos compañeros permaneció en su silla observando la entrada triunfal de ese tipo altísimo, de casi dos metros de estatura, cuerpazo de atleta y pelo rubio y largo al viento, que llegó con vaqueros desteñidos, chanclas y una camisa de lino blanca, arrugadísima, a la cabecera de la mesa, dejando claro que lo habían arrancado de una juerga en Ibiza o de una playa de Hawái para acudir a la dichosa presentación.

Vicen y ella se miraron sonriendo porque el contraste con la plana mayor española era brutal y el sueco, con la piel tostada y varias pulseras étnicas en las muñecas, tomó la palabra pidiéndoles disculpas por no dominar aún el castellano.

—Buenas tardes —dijo es español—, me han dicho que todos nos entendemos en inglés, así que continuaré con la lengua de Shakespeare. Lo primero es daros las gracias por la bienvenida y lo segundo es dar respuesta inmediata a la pregunta que flota en el ambiente para no haceros perder más el tiempo: no, no habrá despidos, Olofsson Media Península Ibérica va a mantener los ciento veinte puestos de trabajo directos, los otros tantos indirectos, las veinte cabeceras que sacamos cada mes con vuestra ayuda e intentaremos seguir creciendo, que para eso hemos venido.

—¡Bravo! —gritó alguien e Irene miró a Vicen con los ojos muy abiertos.

—Me gusta este tío, directo y sin dramas.

—Y todas babeando por él —opinó él, mirando las caras de bobas de la mayoría de sus compañeras.

—Es que está muy bueno —sonrió, situándolo de repente en la puerta del Ramsés, hacía tres días, cuando lo pilló observándola con descaro.

—Estupendo, ¿preguntas o dudas? —continuó Olofsson con una sonrisa—. Estamos a vuestra entera disposición —estiró el brazo y lo pasó por encima del hombro de una mujer de mediana edad, rubia y muy guapa, que llevaba un ordenador y una tablet en la mano—, mi ayudante, Hanna, y yo, estamos aquí para resolver dudas y mi despacho estará siempre abierto para lo que necesitéis. Muchas gracias.

Ahora sí aplausos sinceros y muchos suspiros de alivio mientras los jefazos se intercambiaban apretones de mano y palmaditas en la espalda con Mr. Olofsson, que pidió una botella de agua y se apoyó en la mesa para charlar con algunas personas que se le acercaron para saludarlo.

—Parece que tienen buenas intenciones, pero a saber…

—Yo no me fio ni de mi padre —susurró una compañera y luego la agarró del brazo—. Mira, te llaman. Te lo quieren presentar.

—Irene, Irene, ven —divisó a su director llamándola con la mano, así que se alisó la falda y se acercó a él con paso firme—, te quiero presentar al señor Olofsson. Es cinéfilo de pro y le interesa mucho nuestra revista, la ha estado mirando y dice que le gusta mucho.

—Me alegra oír eso.

—Marcus, te presento a la señorita Irene Guzmán, la redactora jefe de Cinefilia. Irene, este es el señor Marcus Olofsson.

—Encantada, señor Olofsson —dijo ella observando cómo él hojeaba su revista muy atento, con la cabeza gacha, el pelo rubio y largo cubriéndole un poco la cara. Los hombros de ese tipo eran inmensos, el cuello igualmente varonil y tenía los antebrazos cubiertos por un vello doradito de lo más saludable.

—Marcus, llámame Marcus —dijo al fin con esa voz profunda y modulada, subió la cabeza lentamente y le clavó los ojos verdes con una sonrisa—. Creo que ya nos habíamos visto, el viernes pasado en la puerta del Ramsés. La revista es estupenda —continuó—, pero queremos ampliar el número de páginas y revisar a fondo la versión digital, según mis informes no termina de arrancar.

—Ah… —ella lo miró con atención y asintió sin poder apartar los ojos de los suyos. Se quedó muda y dio un paso atrás.

—¿Irene? —preguntó su jefe—, ¿estás bien?

—Sí —carraspeó y forzó una sonrisa— perfectamente, gracias. Y sí, tiene usted razón, la versión digital tiene muchas deficiencias y el principal problema tiene que ver con la inmediatez. Creo que habría que actualizar contenido todos los días, varias veces durante el día, pero no disponemos de presupuesto para agencias, ni personal suficiente y…

—Muy bien. Hanna fija una reunión para mañana, para hablar de Cinefilia, por favor. Nosotros traemos ideas y me gustaría discutirlo con todo vuestro equipo.

—Estupendo.

—¿Mañana a las doce? —preguntó Hanna e Irene asintió mirando con mucha atención los ojos de ese hombre.

—Sí, claro, citaremos a todo el equipo mañana.

—Perfecto, os espero aquí a las doce en punto.

—Muy bien, gracias. Hasta mañana.

—Irene —llamó él y ella se detuvo y se giró despacio para mirarlo a la cara—, y tutéame por favor, no soy tan mayor.

—Claro —bajó la cabeza y salió caminando a toda velocidad hacia el hall, miró a Vicen, que la estaba esperando junto al ascensor y le hizo un gesto para que bajaran por las escaleras.

—¿Qué ha pasado?, ¿te han despedido?

—No, no, ¿por qué?

—Porque estás blanca como el papel, ¿qué te ha dicho?

—Nada, mañana tenemos una reunión para hablar de la revista, dice que le gusta mucho.

—Fenomenal, ¿entonces? —la detuvo y la miró con los ojos entornados—. ¿Qué pasa? Parece que hayas visto un fantasma.

—Nada, cosas mías. Ahora a currar, hay que preparar la reunión de mañana para dejar a esa gente con la boca abierta.

Capítulo 2

 

—Eso es imposible.

—¿Por qué?

—Hay una probabilidad entre un millón, jamás ha pasado. Relájate y respira, Irene.

—Podría pasar y, como yo tengo tanta suerte, seguro que me ha tocado la china.

—Imposible.

—No me digas eso sin ver a ese tipo de cerca.

—Estoy mirando las fotos en Internet, es muy común, muy sueco. Tu hijo tiene un padre biológico escandinavo, pueden tener un aire familiar, es bastante lógico.

—En la foto no se aprecian los ojos. Enormes, claritos, con ese verde tan peculiar y, por supuesto, la manchita marrón en el ojo izquierdo que tú siempre has dicho que es genética y que a mí, hoy, casi me provoca un infarto.

—Irene…

—¿Tú confías en mí?

—Sabes que sí.

—Entonces no me trates como si fuera idiota. Necesito que compruebes los datos del banco de esperma, repasemos el historial del donante y descartemos que ese individuo, o alguien de su familia, pueda ser el padre biológico de Samuel.

—Los Olofsson son una familia de empresarios bastante conocida aquí en Suecia, gente hecha a sí misma, muy currantes y muy ricos desde hace dos generaciones, ¿te imaginas a uno de ellos siendo donante de esperma?

—¿Por qué no?

—Porque normalmente los donantes son estudiantes tiesos que lo hacen por pasta.

—Podría ser una excepción.

—Ay, amiga, estamos entrando en un bucle sin retorno. No creo que pueda ser el padre biológico de Sammy, es imposible tanta coincidencia.

—Se parecen mucho y los ojos…

—Casualidad, conozco a más personas con manchas de ese tipo.

—Se parecen mucho, te lo juro por Dios —se pasó la mano por el pelo y se sentó en el suelo, junto a la cama de su hijo, que dormía plácidamente desde hacía una hora—. Necesito comprobar la ficha del donante.

—Eso va a ser muy complicado y, en todo caso, si fuera el padre biológico, ¿qué más da? No tiene ningún derecho sobre él, renunció a todos sus privilegios como padre en el momento de la donación y seguro que ni se acuerda de que un día donó… ¿qué edad tiene?

—En Internet pone treinta y nueve.

—Vale, treinta y nueve años, si donó, si lo hizo, fue hace al menos quince años porque, si no recuerdo mal, tu donante tenía veinticuatro.

—¿Y pueden haberme inseminado con una muestra de hace tanto tiempo?, ¿no las van destruyendo?

—No, están ahí el tiempo necesario, nada estipula que se hagan viejas y haya que destruirlas.

—Vale.

—Cariño, no pasa nada. Estás haciendo una montaña de un granito de arena. Has conocido a un sueco de ojos verdes que se parece a Sammy, vaya novedad, te encontrarás a miles a lo largo de tu vida, su padre biológico es nórdico. No hagamos un drama de todo esto y olvídate ya del tema.

—No es tan fácil.

—Y lo entiendo, pero es un miedo absurdo y, por otra parte, bastante natural. Cuando te decidiste por la inseminación con un donante anónimo te advertimos que te pasarías el resto de tu vida haciéndote preguntas sobre él o viendo parecidos por la calle. Es habitual, sobre todo los primeros años, por esa misma razón quisiste hacerlo en Suecia y no en España, para distanciarte aún más del posible padre biológico, Irene… que no se te olvide.

—Sí.

—Vale, pues respira hondo y a otra cosa.

—Lo intentaré, pero me quedaría más tranquila si pudieras revisar la ficha del donante y comprobar que todo esto solo son paranoias mías.

—Los datos son anónimos.

—Eres la subdirectora de ese departamento, no me fastidies, Ingrid, por favor te lo pido. Podrás echar un vistazo sin cometer un delito.

—Es un delito.

—Yo no pienso demandarte y si no es un Olofsson, no te preguntaré nada más, en absoluto, sobre su nombre real. Te lo prometo, de verdad que no diré nada más, solo quiero salir de la duda. Tú eres la madrina de Samuel, tienes que ayudarme.

—Eso es chantaje.

—Por favor.

—Veré qué puedo hacer, pero no te prometo nada.

—Gracias. Mil gracias.

Dejó el teléfono en la alfombra y estiró la mano para acariciar el pelo suave y rubio del pequeñajo que dormía a pierna suelta abrazado a su inseparable Bubu. Lo volvían loco los animales, especialmente los perros, y estaba enamorado de ese perro salchicha de peluche que le habían regalado cuando era un bebé.

Se incorporó, le dio un besito en la frente y se fue a la cocina a prepararse una tila para poder dormir un poco. Eran días duros en la oficina y ella se había pasado toda la puñetera jornada con angustia y muy nerviosa, sin poder quitarse los ojos de su nuevo jefe de la cabeza. Muy mala suerte tenía que ser encontrarse con el padre biológico de tu hijo en el trabajo, pero esas cosas pasaban y, si era así, pensaba escribir un libro.

Se metió en la cama, encendió la tele y rememoró el momento exacto en que había decidido someterse a una inseminación artificial con un donante anónimo. Tenía por entonces veintinueve años y hacía cuatro que el amor de su vida, el novio de siempre, la había dejado con un pie en el altar, literalmente, para casarse con otra.

Conocía a Álvaro de toda la vida, se habían hecho novios cuando ella tenía quince años y él dieciocho, y siempre, desde el minuto uno, supo que se quería casar con él. Lástima que él no estaba tan seguro de su amor y a pesar de seguir el camino que ella marcaba, prometerse y planear la boda de sus sueños sin rechistar, al final había reculado y la había dejado tirada, sola, sin explicaciones, a veinticuatro horas del enlace religioso en la iglesia de su colegio.

Un tipo celoso, controlador y muy dependiente que de pronto conoce a una chica argentina en una fiesta, se enamora perdidamente de ella, se lía la manta a la cabeza y manda todo al carajo (familia, amigos, novia y planes de futuro) sin dar la cara y escondiéndose como la rata cobarde que era. Lo último que sabía de él era que estaba en Buenos Aires viviendo como un pachá, ejerciendo de ingeniero, casado y con dos hijos.

Se habían pasado toda la carrera, la suya de periodismo y la de él de ingeniería de caminos, soñando con su vida de casados, con todos los hijos que iban a tener y los animales domésticos que iban a adoptar. Querían vivir en el campo, ella dedicada a escribir y a los hijos, mientras él se dedicaba a las obras públicas que lo harían rico… muchos planes que se quedaron en papel mojado aquella triste tarde en que apareció su hermano en la peluquería, donde le hacían la última prueba del peinado de novia, para contarle entre lagrimones que Álvaro se había largado asegurando que no se casaba y que se fueran todos a la mierda porque él estaba muy feliz con su decisión y no quería mirar atrás.

Cabrón cobarde y pusilánime. Ya habían pasado siete años desde aquello y aún seguía teniendo impulsos asesinos contra él cuando se acordaba del marrón.

Con el tiempo, por supuesto, agradecía no haberse casado con semejante imbécil, que se la iba a liar antes o después, lo que le dolía no era haber anulado la boda, sino no haberlo hecho con tiempo y como personas adultas y que, se suponía, se apreciaban y respetaban un poco.

Tras el drama y con veinticinco años recién cumplidos, se sumió en una depresión bastante severa, dejó de comer y se centró con toda el alma en el trabajo, en la editorial y en la revista Cinefilia, donde había entrado como becaria antes de acabar la carrera y donde aún continuaba diez años después.

El trabajo la salvó del agujero y la distrajo durante unos años, pero no olvidó sus planes iniciales de ser madre joven y tener una familia grande. Salió con algunos tipos y trató de abrirse al amor, como le decía todo el mundo, pero pronto asimiló que ella no estaba dispuesta a aguantar a nadie, menos a enamorarse y a entregar nuevamente su confianza y su amor a ningún hombre, así que empezó a investigar las opciones de la inseminación artificial para una mujer soltera como ella.

Como se suele decir: «Cuando una puerta se cierra, Dios abre una ventana», y que su mejor amiga acabara la carrera de medicina y se especializara en ginecología fue su ventana abierta. Ingrid, sueca de madre española, se fue a Suecia a trabajar en un centro de reproducción asistida y se ocupó de orientarla en los pro y los contra del proceso, le facilitó toda la información necesaria y la ayudó a elegir un donante adecuado, uno escandinavo, para asegurarse una distancia geográfica y permanente con él. Se lo pensó durante un año entero y finalmente, en contra de la opinión de toda su familia y los amigos, tiró de sus ahorros, se fue a pasar un mes de vacaciones a Estocolmo y se sometió a la inseminación.

Por aquel entonces tenía treinta años, trabajo estable, ganaba un sueldo decente, vivía sola, era madura y estaba cuerda. Quería ser madre y estaba dispuesta a asumir una maternidad en solitario con la mayor responsabilidad, sin contar con nadie y siendo perfectamente consciente del paso que daba y de la vida que se le planteaba a partir de ese momento.

Afortunadamente, se quedó embarazada al primer intento y su precioso bebé, Samuel, nació diez días antes de que cumpliera los treinta y un años, y desde entonces, el catorce de septiembre del año dos mil trece, era la mujer más feliz del universo. Cansada y algo paranoica a veces, pero profundamente agradecida de la decisión que había tomado y del precioso bebé que Dios le había mandado.

Adoraba a su hijo, él era su vida entera. Le había costado mucho esfuerzo y sacrificio organizar una buena existencia para los dos, un hogar, y no estaba dispuesta a que ahora su temor más recurrente, ese que a veces le provocaba pesadillas, el que un buen día apareciera el padre biológico de Sammy reclamando algo, le estropeara sus vidas. No estaba preparada para hacer frente a algo semejante. Algo objetivamente improbable, pero en su cabeza posible, que había comentado alguna vez con otras mamás en su situación, y que era un miedo bastante extendido entre la mayoría.

Desde hacía unos cuatro años participaba en foros de madres inseminadas artificialmente a través de un banco de esperma, incluso en Suecia había acudido a varios grupos de apoyo antes de dar el paso y sabía que, lo mismo que muchos huérfanos sueñan con que un buen día aparezcan sus padres biológicos a buscarlos, muchas madres temen que un buen día aparezca el donante anónimo reclamando a sus hijos, y ella era de esas.

Si había dado el paso de ser madre soltera a través de ese sistema era precisamente para no contar con ningún hombre real y de carne y hueso en el proceso. Solo necesitaba el material biológico de un varón para engendrar a su bebé, no a un padre que se hiciera presente, empezara a intervenir o, peor aún, le diera por pedir custodias, derechos de visitas y demás… eso jamás, antes cogía a Samuel y se iba a vivir a Australia.

En todo ese tiempo había conocido solo dos casos de donantes que dejaron de ser anónimos y los dos tenían que ver con un riesgo de muerte para el niño, lo que había provocado la búsqueda urgente del padre biológico para pedirle ayuda con un trasplante o similar. Aparte de eso, nada más, se podía decir que el proceso era absolutamente seguro y hermético, no corrían ningún peligro, muy mala suerte tenía que tener para que de pronto ese tipo, su nuevo gran jefe, tuviera algo que ver con Samuel. No podía ser y si lo era, tampoco tenía por qué saberlo.

Aun así, prefería asegurarse y descartar cualquier resquicio de duda comprobando la ficha privada de su donante o, conociéndose, no volvería a dormir tranquila en lo que le restara de vida.

Capítulo 3

 

—¡Buenos días! —dijo alto y claro Marcus Olofsson entrando a la pequeña redacción y ella saltó de la silla, miró el marco con la foto de Sammy y la puso bocabajo instintivamente—. Ya sé que habíamos quedado en la sala de reuniones, pero he preferido bajar e ir conociendo las revistas más directamente.

—Hola, Marcus —se apresuró a decir el director con un apretón de manos y pasando con una gran sonrisa a presentarle a los redactores, cuatro en total, que se mataban a trabajar para sacar Cinefilia adelante cada treinta días. Ella se puso de pie y esperó su turno mirando al sueco con atención. Nuevamente iba en chanclas, con unos vaqueros que daban pena y una camisa de lino, esta vez morada, chulísima, que resaltaba su pelo rubio, su tez tostada y, sobre todo, esos ojazos verdes idénticos a los de su hijo—, de Irene te acordarás…

—Claro, por supuesto. Hola, Irene.

—Hola, buenos días.

—¿Dónde podemos hablar?

—No tenemos sala de reuniones, normalmente juntamos las sillas aquí mismo —susurró Pepe y los animó a sentarse junto a Olofsson, que agarró un taburete y se acomodó con una libreta y un bolígrafo en la mano mientras Hanna, su asistente, abría el portátil.

—Ayer os comenté lo de la web. Para nosotros es fundamental posicionar la revista en el mundo digital y, como me dijo ayer Irene, creo que una buena idea sería actualizar contenidos varias veces al día y mantener las redes sociales activas todo el tiempo. ¿Qué necesitamos para eso?

—Al menos un comunity manager que se haga cargo de las redes y actualice el contenido que nosotros generaríamos sin problemas —habló ella muy seria a pesar de la inquietud que le despertaba mirarlo a los ojos.

—Perfecto ¿y para ampliar contenido en los kioskos?

—Un redactor más, o dos, apenas damos abasto con el equipo que tenemos.

—¿Becarios?

—Tenemos uno.

—Nosotros os proponemos contratar un comunity manager exclusivo para Cinefilia, al menos durante un año, para posicionarla en las redes, y un redactor a tiempo completo, pero es necesario que fichéis a un becario más. En Reino Unido, Suecia y los Estados Unidos nos funciona este sistema de alumnos en práctica que, además, es muy interesante para encontrar jóvenes talentos.

—Estupendo.

—El equipo de marketing está trabajando para daros más páginas de publicidad y hablaremos con los distribuidores de cine y las salas para crear algún tipo de concurso, sorteo y ese tipo de chorradas que siempre dan visibilidad. Os llamarán para que les propongáis ideas y os informen de los avances en este terreno.

—Genial.

La gente se movió muy animada en sus sillas y ella aprovechó para mirar de soslayo a Marcus Olofsson, que era altísimo, muy fuerte, con un cuerpazo estupendo que no lucía con camisetas o camisas ajustadas (de esas que a ella le daban grima porque le parecía lo menos varonil del universo). Tenía la piel ligeramente tostada por la vida al aire libre, se imaginó, y prestaba atención a los comentarios de sus compañeros con esos ojos enormes un poco entornados. La barbilla partida, una boca preciosa, dientes perfectos, bien afeitado. El aspecto de un tipo sano, deportista y recién duchado. Bajó los ojos hasta sus vaqueros y siguió hasta sus pies enormes que jugueteaban con las chanclas, al parecer se hacía la pedicura y eso le hizo gracia, divisó un poco de vello rubio en sus pantorrillas y deslizó nuevamente los ojos hacia su cara y directo al pelo rubio, brillante y lacio que se le ondulaba un poco a la altura del cuello… igual que a Samuel.

Sintió un escalofrío y decidió sobre la marcha llevar al niño ese fin de semana a la peluquería. Desde que había nacido no le había querido cortar su pelito rubio porque era precioso. Al principio era casi albino, pero con el paso del tiempo se le había ido dorando y se veía guapísimo porque se le ondulaba un poco a la altura de las orejitas y estaba para comérselo.

Siempre había sido muy guapo, todo el mundo se lo decía, lo paraban en todas partes para saludarlo y por eso era muy sociable y risueño. En cuanto pisaban la calle empezaban los piropos y él siempre respondía con una sonrisa. Era delicioso su bebé y ya había aprendido a aceptar que no se parecía en nada a ella, solo tenía sus pies y su sonrisa, o eso creía, porque observando a su jefe con calma estaba claro que también sonreían igual, o eso le pareció esa mañana, y aquella evidencia acabó por matarla de la preocupación.

—Muy bien, es una gran noticia, Marcus —dijo Pepe en voz alta e Irene salió de sus ensoñaciones muy incómoda—, llevamos una etapa muy parada y los blogs y páginas dedicadas al cine nos van comiendo mucho terreno.

—Y no podemos permitirlo, no vais a comparar a periodistas de verdad, especialistas, con frikis que se dedican a alabar películas sin ton ni son a cambio de que les dejen entrar en una rueda de prensa o les manden merchandising gratis a sus casas.

—Y que se hacen selfies con las estrellas de cine —soltó Vicen, que odiaba a ese tipo de gente que plagaba últimamente los estrenos y los pases de prensa.

—Exacto, hay que devolver la cordura al negocio e intentar regresar a los tiempos de los cinéfilos de verdad, que leen prensa especializada de verdad, escrita por profesionales de verdad.

—Amén —dijo alguien y aplaudieron mientras Irene empezó a calibrar la clara posibilidad de que estaba entrando en una paranoia absurda que no la llevaba a ninguna parte. Samuel tenía dos años y medio, podía tener la sonrisa, los ojos y el pelo de cualquiera, por el amor de Dios, qué idiota.

—Queremos dar a Cinefilia toda la pompa que necesite para posicionarse en el mercado —siguió hablando Marcus Olofsson y ella asintió.

—¿Tendremos anuncios en televisión y radio? —preguntó Vicen.

—Por supuesto, el plan de marketing es potente y exacto a lo que hacemos fuera de España —suspiró—. En fin, ¿preguntas?

—¿Nos vais a subir los sueldos? —bromeó alguien y él se puso de pie sonriendo.

—A mejores resultados, mejores sueldos. Ya sabéis cómo va esto.

—Muchas gracias, Marcus —Pepe se levantó para acompañarlo al ascensor y de pronto él se volvió y la miró fijamente.

—¿Y tú, Irene?

—¿Qué? —levantó la mirada y se cruzó de brazos, sonrojándose hasta las orejas.

—¿No tienes nada que decir?

—Las agencias, necesitamos presupuesto.

—¿No trabaja ya la editorial con agencias?

—Con EFE, Reuter, France Press y AP, pero necesitamos poder comprar material a otras nacionales o a alguna internacional más pequeña. Generan material gráfico de estrenos, eventos, rodajes o paseos de estrellas de cine por Madrid, por ejemplo, que podrían actualizar contenido en la Web y darnos un poco de frescura.

—¿Y eso es muy caro?

—No, actualmente podemos comprar material de competencia a cien euros la foto o…

—¿Competencia?

—Fotografías que hacen varias agencias y nos suben al FTP a diario. De ahí podemos elegir alguna que nos interese, se factura y en paz. Las revistas del corazón de la editorial trabajan habitualmente con ellas.

—Me parece bien, cuenta con ello. Vais facturando y lo vais pasando a contabilidad, les mandaremos un memorándum informándoles de esta nueva actividad.

—Gracias.

—Estupendo —le guiñó un ojo y ella se pegó al respaldo de la silla—, ¿algo más?

—No, gracias, de momento todo me parece perfecto, nos pondremos de inmediato a buscar un nuevo compañero, un becario, y a trabajar, que es lo que tenemos que hacer.

—Eso es —Marcus suspiró y se dio la vuelta para salir hacia los ascensores—. Seguiremos en contacto, adiós a todos.

—¿Qué te pasa? —Vicen se acercó a Irene y chascó los dedos delante de su cara—. ¿Te mola el sueco?

—No, ¿qué dices?

—No le quitas los ojos de encima, como todas. Tendrás que ponerte a la cola.

—Está muy bueno, pero no es mi tipo —comentó regresando a su mesa—, solo le presto atención. Es una pasada todo lo que nos ofrece y tan rápido.

—Una pasada, y por eso yo me ofrezco a compensarlo con un buen polvo o dos —comentó muerta de la risa Mamen, la secretaria, tocándole la espalda—, pero, de momento, vete al Ritz donde Matt Damon te espera a las dos en punto.

—Madre mía, qué tarde, porfa llama a Sergio y dile que me espere abajo.

—Ya te está esperando, bonita. ¡Vamos, corre!

Capítulo 4

 

Dos semanas y no había vuelto a ver en persona a Marcus Olofsson. Afortunadamente, después de cinco días pululando por el edificio para familiarizarse con las revistas, había cogido sus cosas y se había largado de vuelta a su mundo. Un alivio y, aunque hacía una semana les había mandado un email colectivo a los redactores jefes y a los directores de todas las publicaciones para invitarlos a una barbacoa familiar en una casa de la exclusiva urbanización La Finca, estaba claro que poco tiempo pensaba quedarse en Madrid y eso la tranquilizaba bastante, tanto, que dejó de presionar a Ingrid para que le consiguiera los datos secretos de su donante.

Después del shock inicial de conocerlo, empezó a relajarse, sacó la ficha «oficial» del padre biológico de Samuel y volvió a repasar lo que ya sabía de él: Sueco, de padres, abuelos y bisabuelos escandinavos, nacido en Estocolmo, un metro noventa y cinco centímetros de estatura, grupo sanguíneo 0 Rh negativo (como ella), piel blanca, pelo rubio, ojos verdes. Complexión física: atlética. Licenciado en Matemáticas (no en Finanzas por la London Business School como su jefe) con un expediente académico de sobresaliente. Aficiones: El deporte, la lectura, las ciencias, los animales domésticos y el cine. Perfil genético normal. Historial clínico impoluto.

Cuando lo había elegido se habían reído mucho porque, según le comentó Ingrid, era un donante perfecto a ojos del banco de esperma, sin embargo, al que no elegían las suecas porque ellas preferían a donantes morenos, de pelo y ojos oscuros, más mediterráneos o exóticos, mestizos, así que el pobre sueco de ojos verdes estaba relegado en la nevera desde hacía tiempo.

A ella le daba un poco igual el aspecto físico, pero como siempre le habían gustado los rubios, le pareció bien que su hijo pudiera contar con esa información genética, aunque, lo que de verdad le llamó la atención del donante fue su licenciatura en Matemáticas. Estaba claro que era un cerebrito en ciencias, nada menos que en mates, a las que ella no podía ver ni en pintura, así que era estupendo poder dotar a su hijo de aquel talento potencial. Al menos una parte de Samuel estaría abierta a entender ese mundo matemático que para su madre siempre había representado, y seguía haciéndolo, un misterio horroroso.

—Esta tarde nos vamos de compras para la barbacoa del sábado.

—¿Qué? —levantó los ojos oscuros del ordenador y miró a Olga, redactora jefe de una revista de moda y amiga desde la facultad, con curiosidad—. ¿Hay que llevar algo?

—No, boba —se echó a reír y se desplomó en una silla mirando la fotografía de Sammy que tenía Irene sobre la mesa—, vamos a comprar ropa, vente.

—No puedo, tengo que poner una lavadora, planchar algo de la semana pasada y…

—Tía, es que eres muy aburrida. ¿Y qué te vas a poner?

—Nada, yo paso. No pienso ir a una barbacoa con la gente del curro, me parece una idiotez.

—¡¿Qué?!, ¿me estás insultando?

—Ya sabes a qué me refiero. Es una americanada absurda, lo que falta es que nos hagan jugar al béisbol o a las carreras de sacos.

—Es una forma de hacer piña, de conocernos, el macho man escandinavo está empeñado en confraternizar con la plebe.

—Pues que nos lleve de cañas a La Latina, y a todos, no solo a los jefes y medio jefes.

—Por alguna parte tiene que empezar. Van a poner gimnasio en la última planta, ¿sabes?

—Para ellos, claro.

—No, para todo el mundo. Qué mal pensada eres —bufó y cogió el marco con la foto—. Tu Chumichurri está para comérselo…

—¿A qué sí?

—Pero no se parece en nada a ti, tía, cuando crezca tendrás muchas cosas que explicar.

—¿A quién?

—A él.

—Bah, chorradas. Cuando crezca le contaré la verdad y punto.

—Y a mí que me recuerda al sueco… —soltó sin ninguna maldad y a Irene el estómago se le subió a la garganta.