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HarperCollins 200 años. Désde 1817.

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2006 Olivia M. Hall

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

La familia soñada, n.º 1668- enero 2018

Título original: Second-Time Lucky

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-9170-776-9

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

JEFFERSON Aquilon colocaba una caja dentro del armario mientras se preguntaba por centésima vez en la última hora si estaría haciendo lo correcto.

Aunque, a decir verdad, ya era un poco tarde para eso. Todas sus pertenencias habían sido enviadas desde Boise hasta aquella pequeña vivienda unifamiliar estilo rancho cerca de Council, Idaho. Ahora, todos sus esfuerzos giraban en torno a hacer de aquel lugar su hogar.

La preocupación seguía acosándolo, sin embargo. Se había mudado hasta allí por los chicos que tenía a su cargo. Jeremy, su sobrino, había adquirido con dieciocho años las responsabilidades de un hombre a pesar de ser sólo un niño. Tony, de trece años, que casi había olvidado lo que era reír y Krista, de diez años aunque parecía mayor, no tenían relación sanguínea con él, sino que eran los hijastros de su hermano y él era el único pariente vivo que les quedaba.

Sus dos hermanos habían muerto jóvenes. Lincoln, el padre de Jeremy, y el mayor de los hermanos Aquilon, había muerto de un ataque al corazón con treinta y nueve años. Una conmoción para todos.

Seis meses antes, Washington, el hermano mediano, había fallecido en un accidente de carretera. Se había casado con la madre de Tony y Krista cuando éstos eran sólo unos bebés.

Jeff hizo una mueca. Por aquella misma época, él había perdido el pie izquierdo con una mina anti-personas en una patrulla de reconocimiento en Afganistán.

Pero la vida no parecía querer dar tregua a los Aquilon. Dos años atrás, los bienintencionados trabajadores de la Secretaría de Servicios Sociales le habían quitado a los dos pequeños, aduciendo que la caravana de dos habitaciones en la que vivían no era lo suficientemente grande y los niños habían terminado con una familia de acogida.

El padre de acogida los pegó hasta que los niños acudieron a Jeremy en busca de ayuda. Los tres huyeron y se ocultaron en Lost Valley. Los encontró la familia Dalton, que tenía un rancho en la zona.

Jeff apretó los puños mientras soportaba un nuevo ataque de furia. Se obligó a relajarse y desembalar la caja de las herramientas.

Trató de convencerse de que las cosas iban saliendo. Aunque su apellido no había tenido suficiente peso para convencer al juez del juzgado de menores de que los chicos estarían bien a su cargo, el de los Dalton, una familia importante de Idaho, sí, y les estaba muy agradecido por haber acudido en su rescate.

Además, una de las hermanas Dalton, dirigía una fundación benéfica y había convencido a los demás participantes para aportar la cantidad correspondiente al pago inicial del nuevo y moderno hogar tipo rancho, con una habitación para cada niño tal y como habían exigido los Servicios Sociales. Eso unido a lo que había ahorrado trabajando en el ejército, le había permitido el cambio.

Aprovechando la gran demanda de tierras que había en la ciudad de Boise, había vendido su parcela por una enorme cantidad de dinero con la que había comprado veinticuatro hectáreas de terreno colindante con la autopista que dirigía a uno de los destinos vacacionales de la zona más solicitados. Los Dalton le habían ayudado a embalar y cargar sus enseres en un camión alquilado. También habían reparado el viejo granero y lo habían transformado en un taller para instalar su negocio de reciclaje, con el que se ganaba la vida, y sus esculturas, con las que no.

Así que, ahí estaban, su pequeña familia y él, menos de un año después del juicio por la custodia, instalándose en su nuevo hogar. Los niños ya estaban matriculados en su nuevo colegio y el brote de los narcisos daba la bienvenida a la primavera.

Notó que se le aceleraba el pulso y una extraña emoción lo embargaba. Se detuvo en el proceso de descargar una caja llena de ojivas antiguas que había adquirido recientemente y analizó el sentimiento repentino. La sorpresa lo llevó a sonreír.

Esperanza. Ilusión. La expectación de que todo, por fin, estuviera saliendo bien en su mundo. Claro que su lado desconfiado seguía preguntándose en que planeta estaría ese paraíso.

Entonces le vino a la mente algo que su madre les dijera una vez a él y a sus hermanos mientras los ocultaba de su padre alcohólico y maltratador.

Jeff salió al soleado exterior recordando su determinación a crearse una vida digna. Tras terminar la enseñanza secundaria se había unido al ejército y se había hecho soldado profesional. Sin embargo, las cosas no habían salido según lo planeado.

Un coche enfiló el sendero de entrada hacia la casa sacándolo de sus reflexiones. Conducía una mujer. Dejando a un lado momentáneamente las preocupaciones, salió del taller y se dirigió a la casa. La mujer había aparcado el coche y se acercaba a la puerta de entrada.

Se detuvo en medio del sendero hecho de losetas de un tono rosado flanqueado a ambos lados por flores que habían plantado los chicos, parecía observarlo todo, como si fuera a comprar la casa.

La familiar sensación de desconfianza lo hizo detenerse.

Iba vestida con estilo muy formal, pero había un matiz juvenil, incluso agraciado en la manera en que se detuvo a oler una rosa particularmente aromática.

Jeff supuso que estaba allí por negocios, probablemente algo relacionado con los constructores locales o los diseñadores de interiores que utilizaban los servicios de su empresa dedicada al reciclaje, pero por un instante deseó que estuviera allí por él.

Frunció el ceño ante la extraña sensación y la atribuyó a la fiebre primaveral.

—Hola —dijo en voz alta.

La mujer se irguió y se giró en redondo hacia él. Era mayor de lo que había imaginado en un principio, probablemente de su edad, pensó conforme se acercaba a ella, notando las líneas de expresión que se dibujaban en el rabillo de sus ojos.

—¿Busca a alguien? —preguntó educadamente.

La mujer se quitó las gafas de sol y lo miró. Tenía los ojos de un color verde claro salpicado de motas doradas alrededor de las pupilas. Durante un extraño segundo, sintió como si le estuviera viendo el alma misma… y vio que lo que estaba viendo no la impresionaba.

 

 

Caileen Peters consultó su cuaderno.

—¿Jefferson Aquilon? —preguntó, mirando al hombre que se aproximaba a ella con una ligera cojera. Coincidía con la descripción que le habían dado de él.

Excepto que en su informe no constaba que parecía un hombre sacado de una novela de las hermanas Brontë: moreno y meditabundo; desconfiado y cauteloso; interesante como sólo un hombre experimentado y seguro de su lugar en el mundo podía serlo.

Una extraña sensación le recorrió la piel, erizándole el vello.

Al instante, Caileen trató de tranquilizarse, controlar su imaginación y concentrarse en lo que había ido a hacer allí. Alzó las cejas al notar el silencio que se había apoderado de la situación.

—Lo ha encontrado —dijo él con un gesto interrogativo en los ojos y ni rastro de una sonrisa de bienvenida en su anguloso y atractivo rostro.

Medía algo más de un metro noventa, amplios hombros y constitución musculosa. Las líneas de expresión que se dibujaban a ambos lados de sus ojos equilibraban suavemente el ceño de la frente.

Tenía el pelo castaño oscuro, casi negro, al igual que los ojos. Mirarlos era como perderse en un pozo sin fondo. El hombre desprendía una cualidad hermética, como si no permitiera a nadie la entrada en sus pensamientos.

Un año mayor que ella, que tenía cuarenta, era un ex militar que había perdido un pie al estallarle una mina anti-persona en Afganistán. Había tenido problemas con los Servicios Sociales de Boise el año anterior, por lo que dudaba si decirle cuál era el motivo de su visita. A nadie le gustaba que un extraño se inmiscuyera en su vida.

—Juega usted con ventaja —dijo Jeff finalmente—. ¿Va a decirme quién es?

Caileen se presentó.

—Trabajo para el condado. Servicios Sociales —añadió.

—¿Qué quiere? —preguntó él, acentuando el frunce del ceño.

—«Una nueva vida no estaría mal». Me han asignado su caso.

—Creí entender que ya teníamos asignado un trabajador social.

—No en este condado. He hablado con su consejera en Boise y con Lyric Dalton aquí, lo que me lleva a pensar que tengo una idea bastante clara de la situación.

—¿De veras?

El tono empleado fue bastante cínico, envuelto en una capa de sarcasmo y suspicacia. Exactamente igual que el resto de sus casos en el primer encuentro, aunque más intenso.

La trabajadora social de Boise, la señora Greyling, no era más que una mujer amargada y tediosa que debería haberse jubilado mucho antes de quemarse con su trabajo como lo había hecho. Había apoyado la idea de apartar a los niños de aquel hombre terminando finalmente humillada cuando éstos huyeron del hogar de acogida que ella había recomendado.

Caileen sonrió al hombre que había tomado a los huérfanos a su cargo. Que los niños hubieran mostrado el deseo de irse con él jugaba en su favor y Lyric le había asegurado que era una persona muy cariñosa. La actitud que le estaba mostrando en ese momento no influiría en su opinión. Sólo el tiempo podría hacerlo y tenía mucho tiempo para conocerlo a él y a su familia.

—Me alegro de que su casa esté terminada —dijo ella, concentrándose en el silencioso hombre—. Los niños se han adaptado muy bien al colegio según todos los informes.

—Veo que ya se ha ocupado de ver qué tal lo están haciendo ellos y ahora piensa hacer lo mismo conmigo —dijo él.

—Sí. Tengo que ver la casa, si no le importa —dijo ella sin borrar la sonrisa.

—¿Serviría de algo que me importara? —su inesperada sonrisa estaba cargada de ironía, pero embellecía su rostro.

—No si quiere quedarse con los niños —dijo ella sin intención de evadir el asunto.

—Dejemos una cosa clara desde el principio —dijo él, avanzando un paso hacia ella—. Ya se ha jugado con esos niños suficiente. El juez dijo que podían vivir conmigo y aquí se quedarán.

—Yo también creo que sería lo mejor —dijo ella con la voz más serena que pudo conseguir.

Inspiró profundamente. El aroma a tomillo silvestre la inundó, así como el olor a jabón y loción de afeitado. Un aroma puramente varonil que le recordó tiempos pasados, cuando era joven y estaba enamorada.

Caileen inspiró fatigosamente y se obligó a volver al presente.

—¿Se encuentra bien? —preguntó él, entornando los ojos color chocolate mientras la estudiaba.

—Sí, sí, por supuesto.

Caileen tomó nota de las flores, el césped pulcramente cortado a ambos lados de la entrada y las rocas que habían utilizado para separar cada espacio. Más allá del césped, la tierra estaba cubierta de grava y mantillo para un fácil mantenimiento y que exigía poco agua.

Sabía por lo que había leído en los informes que era escultor aparte de experto en reciclaje. Sintiendo la necesidad de encontrar un terreno neutral, preguntó:

—¿Lo ha hecho usted? —señaló hacia una fuente decorativa cubierta de brillantes piezas cerámicas que sostenían dos esculturas hechas de hilo de cobre.

Jeff le siguió la mirada y asintió.

La hermosa composición artística estaba colocada en el centro de un círculo cubierto de grava. En un acogedor rincón bajo la arboleda formada por un grupo de plateados abedules, había colocado un bonito banco de madera. Y como perfecto telón de fondo, el cielo azul salpicado de esponjosas nubes blancas.

Caileen se imaginó sentada allí en una tarde de verano esperando a que salieran las estrellas.

—¿Podemos pasar dentro? —sugirió entonces, olvidando la ridícula idea.

Él asintió y la condujo hacia la puerta de entrada. Tras abrirla, le hizo un gesto para que entrara. Ésta avanzó hacia el interior de la modesta vivienda y se detuvo en seco. La preciosa y acogedora decoración del salón, el calor que desprendía, la pillaron desprevenida.

Jeff apoyó las manos en los hombros de ella para sujetarla después de chocar con ella. A través de su oscuro traje de chaqueta, sintió un hormigueo en la piel, muy consciente de la cercanía de aquel cuerpo, y se obligó a separarse, a alejarse de su perturbadora masculinidad.

—Es preciosa —dijo con absoluta sinceridad.

—Krista se encargó de la decoración. Consultó con las hermanas Dalton —dijo él, devolviéndole la sonrisa, esta vez una sonrisa sincera.

Caileen pasó la página de su cuaderno de anotaciones y tomó nota de la limpieza, el confortable mobiliario y la existencia de juegos apropiados para la edad de los menores, libros y una televisión.

Un jarrón con lirios dorados daba color a la habitación y múltiples macetas adornaban el alfeizar de las ventanas de la cocina así como varios rincones de la amplia zona que conformaba el cuarto de estar. Las paredes estaban pintadas de un tono amarillo claro con un barniz color tierra que le conferían textura. También de colores, amarillo, verde y rosa, era la alfombra oval que delimitaba la zona del salón para sentarse.

Una escultura de cobre de un buzón delante de una granja decoraba una enorme pared. En otra, colgaban dos retratos a carboncillo de sendos niños. Se trataba de caricaturas divertidas y tiernas al mismo tiempo. Vio que las iniciales coincidían con las de su nombre.

—¿Es obra suya también? —preguntó ella, tomando nota de que sus habilidades superaban los indicados en los informes del caso.

Había oído que muchos constructores y diseñadores acudían de él a la hora de hacer remodelaciones. Él compraba muebles viejos, incluso casas, y se quedaba con todas aquellas partes que pudieran ser reutilizadas; como las repisas de las chimeneas, dinteles, pomos y molduras decorativas.

El expediente hablaba de sus esculturas, pero no mencionaba sus otras habilidades artísticas, como lo de los dibujos.

—Sí.

La respuesta fue apenas un gruñido. Pero no lo apuntó.

—Son muy buenos. Es bueno que los niños vean retratos de sí mismos. Sentirse importantes para alguien les dará confianza en sí mismos.

Al no recibir respuesta, continuó con la visita. En cada dormitorio había un escritorio y una librería. En cada mesa había un diccionario. Las librerías estaban llenas de material de referencia y novelas que reflejaban los gustos personales de sus ocupantes. Tomó nota de ello con total aprobación.

—Excelente —dijo, haciendo un gesto de asentimiento, cerrando el cuaderno cuando terminó su inspección.

—La última habitación está por aquí.

Ella lo siguió hacia el lado opuesto de la casa, aunque no había necesidad de ver su dormitorio realmente.

Pero sentía curiosidad.

Era una habitación grande aunque un poco estrecha. En un extremo vio una cama de dos metros por dos con una mesilla y una lámpara a cada lado. También vio una alcoba donde había colocado un sillón, una mecedora y una librería; un rincón que invitaba a sentarse tranquilamente a leer. Junto a la alcoba, había un amplio cuarto de baño decorado en un suave azul ahumado, con toques tostados y malvas.

Sintió un pinchazo de envidia.

—Tiene una casa preciosa —consiguió decir—. Será un lugar perfecto para que crezcan los niños.

—Si los adultos les dejan —dijo él impulsivamente—. ¿Quiere una taza de café?

Debió notarse en su cara la sorpresa por lo que añadió:

—Me gustaría hacerle unas cuantas preguntas.

—Me apetece un café, sí.

Una vez acomodados en la mesa del comedor con una taza de café humeante recién hecho, Jeff miró por la ventana hacia los lirios que se mecían con la brisa de marzo.

—¿Cuánto tiempo necesitará para convencerse de que los chicos están bien aquí?

—Los niños adoptados están bajo el cuidado del estado hasta que se hacen adultos.

—¿Dieciocho o veintiuno?

—Dieciocho.

—Entonces estaremos bajo su vigilancia varios años —dijo él, frunciendo el ceño.

—Hasta que Krista cumpla dieciocho.

—Siete años y un día. ¿Podrían apartarlos de mí si usted lo dijera?

—No es tan fácil. Tendría que presentar pruebas que lo justificaran.

—¿Qué tipo de pruebas?

—Maltrato físico…

—¿Cómo el que obligó a Tony y a Krista a salir huyendo de aquel hogar de acogida? —interrumpió él.

Caileen extendió la mano por encima de la mesa y la apoyó en el brazo de él.

—Lamento muchísimo lo que ocurrió. De verdad nos esforzamos mucho por evitar que ocurran cosas como ésa.

Jeff se quedó mirando la mano de Caileen hasta que ésta la apartó y entonces la miró a los ojos.

—¿Qué más?

—Maltrato psicológico, alcoholismo. Uno de los principales motivos que nos llevan a apartar a los niños de sus familias de acogida es que se gaste en artículos personales la prestación destinada a la comida y la ropa de los niños.

—Eso no será un problema en este caso.

—No pensé que lo fuera. Otro motivo que disgusta al juzgado de menores es la falta de supervisión.

—Entiendo —dijo él, mirando de nuevo por la ventana. Caileen dio un sorbo de café notando lo sorprendentemente bueno que era, y esperó la siguiente pregunta.

—¿Abusaron físicamente de Krista? Quiero decir… aparte de las palizas.

Caileen negó con la cabeza.

—No. ¿Por qué lo pregunta?

—A veces se asusta. No le gusta que los dos chicos estén fuera al mismo tiempo.

—Podría tratarse de la ansiedad tras la separación —contestó Caileen tras considerar los hechos—. Dependió sólo de Jeremy y Tony durante el tiempo que estuvieron ocultándose. Puede asustar mucho necesitar tanto a otra persona, saber que sin ella, podría tener que regresar al hogar de acogida y enfrentarse de nuevo con la misma situación pero sola esta vez.

—¿Por qué no acude a mí? Yo nunca les he hecho daño.

—Puede que no sepa con seguridad que usted la quiere —Caileen miró la hora. Llevaba allí casi una hora y aún le quedaban otras dos visitas. Se levantó y tomó el bolso y el cuaderno—. Creo que deberíamos darle tiempo para que se dé cuenta de que su vida no cambiará súbitamente de nuevo.

—Necesita recuperar la confianza en las personas —concluyó él con tono cínico.

—Sí. No le meta prisa. Simplemente, muéstrese disponible si quiere hablar. Los cuentos ayudan a veces a que los niños se abran. Tengo varios libros muy buenos que podrían ser adecuados para Krista. Se los traeré. Podría leerle un capítulo cada noche y hacer que ella le lea a usted también. Hemos comprobado que mejora la capacidad lectora.

—Está bien. ¿Cuándo puedo tener los libros?

Era evidente que aquél no era hombre que perdiera el tiempo.

—Se los traeré mañana por la mañana —dijo ella, consultando su agenda—. Hacia el mediodía. Es el único hueco que tengo libre.

—Perfecto. Al mediodía entonces.

Jeff se dirigió hacia la puerta principal dando por concluida la entrevista. A Caileen le divertía y emocionaba el comportamiento del hombre y su evidente preocupación por los huérfanos que tenía a su cargo.

—Señor Aquilon…

—Jeff —interrumpió él—. Ya que vamos a comenzar una relación de siete años, más vale que nos tuteemos.

—Jeff —repitió ella—. Sólo quiero que sepas que estamos del mismo lado en lo que a los niños se refiere.

La miró como si fuera a discutírselo, pero finalmente asintió, con tanta solemnidad que despertó un sentimiento largo tiempo dormido en ella.

Unos minutos después, salía en su coche a la calle en dirección a su oficina. Sería fácil redactar las conclusiones que había alcanzado. El hogar era perfectamente aceptable. El hombre era…

Consideró varios adjetivos mientras avanzaba por la carretera flanqueada por una hilera de árboles a cada lado. Fuerte. Cínico. Mordaz. Amable. Protector. Responsable.

Si su marido hubiera sido como Jefferson Aquilon, tal vez todavía siguieran juntos. Tal vez la vida habría sido más fácil para su hija si su padre no la hubiera abandonado en los momentos difíciles.

Pero en su lugar, Brendon, su héroe surfero de veintiséis años, se había largado tras cinco años de felicidad conyugal. Aunque tampoco podía decirse que las cosas hubieran ido muy bien los últimos cuatro años de matrimonio. Con su hija llegaron las responsabilidades. Zia necesitaba un hogar, no una furgoneta, en la que vivir. Además de tratamiento médico contra el asma.

Se hizo evidente que era necesario tener unos ingresos estables, mucho más de lo que Caileen podía conseguir como auxiliar de clínica mientras estudiaba para sacarse el título de trabajadora social. Sus padres, furiosos con ella por su matrimonio, no le habían ofrecido su ayuda ni antes ni después del divorcio.

Desgraciadamente, ahora sabía exactamente cómo se habían sentido. La experiencia era el mejor maestro. Dejando en suspenso los recuerdos del pasado, se ocupó de las dos citas restantes y se fue a casa.

Hacía frío en la casa cuando entró. Su hija aún tardaría en volver de su clase de la tarde una o dos horas. Encendió el termostato, se puso ropa cómoda y cenó las sobras que había en el frigorífico, acompañadas de ensalada.

Más tarde, delante de una taza de té caliente, calibró la visita al hogar de los Aquilon.

Las múltiples habilidades de Jeff la habían dejado asombrada. Era evidente que era mucho más que un habilidoso gestor de una empresa de reciclaje. Tras la visita, había tenido que cambiar su opinión sobre él.

No era que no hubiera estado preparada para encontrar a una persona agradable. Lyric Dalton le había asegurado que lo era. Pero es que también era muchas más cosas que lo que daban a entender las notas apuntadas en el informe por la anterior trabajadora social encargada de su caso.

Le había dado la impresión de que se tomaba la vida como venía y se enfrentaba a los problemas de frente. Su preocupación y las preguntas que le había formulado se habían referido por completo a los huérfanos que tenía a su cargo. Después de que le quitaran a los dos más pequeños sin razón, al menos según él, tenía todo el derecho a mostrarse cínico y a no confiar en lo que ella representaba. La mayoría lo hacía.

Suspiró mientras escuchaba el viento que agitaba los álamos de Virginia que había fuera del pareado que comprara doce años atrás con la intención de dar a su hija un hogar estable. El alquiler que cobraba por la casa adosada a la suya había servido para pagar el aparato dental y la ropa de marca imprescindible para los adolescentes de hoy en día.

Su guapo, musculoso y joven marido había abandonado el confortable nido cuando su hija tenía cuatro años. Zia no había imaginado nunca lo caro que resultaba pagar una cuidadora diariamente, los gastos de la universidad y todo lo que su cuerpo y su mente necesitaron a lo largo de los siguientes tres años. Caileen no había querido que lo supiera.

Había vivido del alquiler que facilitaba la universidad y había acordado junto a otras estudiantes que también tenían hijos un sistema para cuidar a los bebés. Trabajaba por las tardes en el departamento de psicología y los fines de semana fregando platos en un restaurante al que le dejaban llevar a la niña. La experiencia le había enseñado que podía vivir con un corazón que se sentía como si lo hubieran pisoteado.

Tras obtener su título y una oferta de empleo de la oficina de Servicios Sociales del condado, se había mudado a Council, donde compró el pareado.

Esperaba por el bien de Jeff Aquilon que le resultara más fácil sacar adelante a tres chicos de lo que le había resultado a ella con una sola. Y hablando de hija, ¿dónde estaba Zia?

Ella sola se respondió: con Sammy Steele. Su preciosa hija estaba enamorada… de un joven que tenía la misma pinta que su encantador, risueño, pero poco fiable padre.

¿Cómo podría proteger a la vulnerable y testaruda Zia de la tentación de un chico que le prometía la luna y las estrellas, pero que sólo le rompería el corazón?

Hizo una mueca de dolor al darse cuenta de que su hija confiaba tan ciegamente en el futuro como ella lo había hecho. ¿Cómo podía uno aprender cuál era la elección correcta?

Ella todavía no sabía la respuesta correcta, así que ¿cómo podría esperar que una niña de diecinueve años lo supiera? Después de todo, se suponía que ella era la experta en problemas de familia y en cómo solucionarlos.

Tan pronto como encontrara una bola de cristal fiable solucionaría los problemas del mundo.