jul1676.jpg

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2006 Olivia M. Hall

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Cielo de otoño, n.º 1676- febrero 2018

Título original: Under the Western Sky

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-782-0

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

JULIANNE Martin comprobó la dirección que aparecía en la etiqueta de la caja de cerámica que estaba a punto de entregar y vio que estaba en el lugar adecuado.

Quizá fuera el mal estado en que se encontraba el edificio lo que le indicaba que tenía que tener cierta precaución.

Aquella no era la mejor zona de la ciudad para tratar de vender recuerdos turísticos. Chaco Trading Company era un lugar mucho mejor, al que acudían muchos viajeros que se dirigían al Grand Canyon y a otros parques naturales, y también residentes en la costa oeste que se dirigían al este a visitar a sus familiares o a hacer turismo en Four Corners o en Mesa Verde.

Pero eso no era asunto suyo. Al fin y al cabo, ella no era más que la encargada del reparto.

Su trabajo real consistía en ayudar a traer niños al mundo. Era a lo que se había dedicado durante los tres últimos años. Al pensar en ello, sonrió. Trabajar como matrona le resultaba gratificante y maravilloso.

Dos días antes, cerca de Hosta Butte, había ayudado a nacer al hijo de una pareja indio-americana El padre le había pedido que llevara su cerámica a la ciudad y la dejara en una tienda situada en una calle de Gallup, Nuevo México. Y ella había aceptado, puesto que vivía muy cerca de la ciudad.

En aquella parte del país la gente se ayudaba entre sí todo lo que podía. Era sábado, uno de octubre, y el primer momento que ella tenía libre para poder cumplir su promesa. Se detuvo junto a la puerta entreabierta de la tienda y dijo:

—¿Hola? —entró y esperó un instante, para que sus ojos se acostumbraran a la penumbra.

El lugar estaba lleno de mantas indias, cestas y artesanía. Todo lleno de polvo y un poco desordenado.

—¡Uf! —exclamó al dejar en el suelo la caja pesada—. ¿Hay alguien aquí?

—Por supuesto.

Un hombre apareció detrás del mostrador. Parecía tener más o menos su edad. Veintiséis.

«Un poco mayor», decidió cuando él se acercó un poco más. Tenía el cabello oscuro y los ojos negros. El rostro de facciones marcadas y el cuerpo atlético y musculoso. Vestía pantalones vaqueros y una camiseta con la publicidad de un bar de la zona.

—¿Puedo ayudarte? —preguntó él, y la miró de arriba abajo.

Se fijó en su blusa blanca de algodón, en los pantalones cortos, y en las sandalias de cuero que llevaba. Ella notó que se le aceleraba el corazón y que también aumentaba su inquietud. Él la ponía nerviosa y no sabía muy bien por qué.

Entonces, él sonrió.

Asombrosa fue la palabra que apareció en su mente. Su dentadura blanca contrastaba con su piel bronceada. La sonrisa hacía que le brillaran los ojos y la expresión de su rostro se relajara.

El hombre arqueó las cejas y miró la caja que ella había dejado en el suelo.

—Tengo una caja de objetos de cerámica para usted. ¿De Josiah Pareo? —añadió al ver que él no respondía.

—Ya veo.

Ella percibió algo extraño en su tono de voz. No sabía qué era, pero hizo que mirara a su alrededor. No había nada extraño. Cuando él rodeó el mostrador y frunció el ceño al mirar la caja, ella dio un paso atrás.

—Estaba esperando el envío, ¿no es así?

—Sí —dijo él—. Vamos a llevarlo al despacho. Allí podemos hacer el inventario, y le pagaré.

Ella asintió y esperó a que levantara la caja. Después, miró el reloj. Eran las doce del mediodía pasadas. Estaba cansada y necesitaba dormir una siesta, puesto que la habían llamado para atender un parto a las cinco de la mañana.

Los niños siempre elegían los peores momentos para nacer, pero todo había salido bien. Deseaba irse a casa. Comer y dormir. No pudo evitar un bostezo.

—Siéntese —dijo él, interrumpiéndole el bostezo y mirándola fijamente.

—Lo siento —se disculpó ella—. He madrugado mucho —añadió, sin poder evitar bostezar otra vez.

El hombre la miró de arriba abajo una vez más y después comenzó a abrir la caja. Sacó el contenido y dejó las vasijas sobre el escritorio.

Julianne se fijó en sus manos. Tenía los dedos delgados pero fuertes. Hábiles. También se notaba sensibilidad en su forma de tratar las vasijas, como si fuera consciente de que estaba ante una creación producto de la mente y del corazón de otra persona, de algo que había que tratar con sumo cuidado.

Observaba cada pieza como si fuera única. Había seis en total.

Ella miró la mercancía con más atención. Eran piezas negras con muchos detalles grabados, algo que ya no se hacía porque llevaba mucho tiempo.

—¿Cuánto quiere por esto? —preguntó él.

—No lo sé —ella pensaba que eso ya estaba acordado. Josiah no le había mencionado ningún precio—. ¿Cuánto cree que valen?

—Mil.

—¿De veras? Me parece mucho. Pero en realidad, no lo sé —añadió. No quería poner en duda el trabajo de Josiah.

No había imaginado que él pudiera cobrar esas cantidades, y menos en un lugar como aquel. Miró a su alrededor y se encogió de hombros. El negocio de los souvenir debía ser más lucrativo de lo que ella imaginaba.

—¿Te hago un cheque o te pago en metálico?

Se quedó pensativa un momento. Estaba casi segura de que la pareja no tenía cuenta bancaria. A ella le habían estado pagando veinticinco dólares al mes durante ocho meses para que atendiera su parto.

—En metálico.

Él contó los billetes y se los entregó. Cuando ella se disponía a tomar el dinero, él adelantó la otra mano y le colocó una esposa en la muñeca.

Ella se quedó helada. Imágenes de una película de terror invadieron su cabeza. Al momento, recordó todo lo que había aprendido en un curso de autodefensa y superó el miedo. En lugar de tratar de liberarse, se lanzó contra el hombre y le dio un cabezazo en la barbilla.

Ella giró la mano, y le retorció el brazo, de forma que a él no le quedó más remedio que soltar el otro extremo de las esposas. Con el talón de la mano izquierda, le golpeó en la nariz y notó el crujido del cartílago.

—¡Ay! —exclamó él, y dejó caer el dinero.

Cuando trató de agarrarle la mano otra vez, ella le dio una fuerte patada en la espinilla y salió corriendo.

 

 

Tony Aquilon blasfemó al sentir que le salía sangre por la nariz y salió corriendo tras la mujer. Podía oír que iba gritando por la calle.

—¡Fuego! ¡Fuego!

Un mecánico apareció en la puerta de su taller y una pareja se asomó por la puerta de una tienda de muebles, pero nadie hizo nada.

Tony hizo una mueca al ver cuál era la intención de aquella mujer y continuó corriendo tras ella.

—Llamad al servicio de emergencias —gritó.

Nadie se inmutó.

—Detente. ¡Es una orden! —gritó él.

Ella volvió la cabeza para mirarlo un instante y siguió corriendo.

Él la alcanzó justo cuando estaba a punto de subirse a un coche.

—Te tengo —murmuró, agarrándola del brazo.

Una vez más, ella se resistió y se abalanzó contra él, tratando de soltarse.

—Sabes muchos trucos, ¿no? —dijo él, agarrándola con fuerza.

Le dio la vuelta, de forma que quedara de espaldas a él y así poder reducirla.

Tuvo un instante para fijarse en cómo su trasero encajaba en su entrepierna, antes de que ella levantara los brazos y tratara de estrangularlo con las esposas.

Él la agarró por las muñecas y le obligó a bajar los brazos, apresándoselos al rodearla a la altura de la cintura. La sujetó mientras ella se retorcía.

Ambos jadeaban mientras trataban de pensar. Ella en cómo escapar, él en cómo sujetarla para que no pudiera hacerle más daño, ni en la nariz, ni en su orgullo, ni en otras zonas vulnerables.

—De acuerdo —dijo él—. Voy a soltarte. No quiero trucos —le advirtió y se separó de ella un poco, fijándose en las curvas femeninas de su cuerpo. La tenía atrapada entre el coche, su cuerpo y la puerta abierta.

Ella se giró y trató de meterle los dedos en los ojos.

—Eso no es de señoritas —dijo él. Agarró las esposas y le ató ambas manos.

—Por favor, llamad a la policía —gritó ella, dirigiéndose a unos hombres que estaban en la terraza de un bar.

—Por el amor de Dios —dijo Tony—. La policía soy yo.

—¿Cree que voy a creérmelo?

—Está detenida.

—¿Por qué?

—Por un lado, por resistirse a la autoridad. Por otro, por vender bienes robados. Agredir a un agente, abandonar el lugar del delito… —sonrió—. Le caerán entre veinte años y cadena perpetua, bonita.

—Resistencia… Bienes robados… Agresión… —dijo con incredulidad—. Fue usted quien me agredió. Yo sólo me defendía. Además, no tiene aspecto de policía.

Con la otra mano, Tony sacó la placa y se la mostró.

Anthony Aquilon, Inspector de policía, Servicio de Parques Nacionales.

Julianne leyó en voz alta y dijo:

—No estamos en un parque nacional. No tiene autoridad para detener a nadie.

—Seguro. Esas eran piezas robadas del nuevo yacimiento que se ha encontrado en Chaco Canyon. Son de los indios americanos —sonrió y guardó la placa. Después presionó un pañuelo contra su nariz.

Sacó el teléfono y pidió refuerzos a través de Chuck Diaz, su homólogo en la policía local.

Chuck era uno de los buenos. Tenía cuarenta y seis años. Fumaba a escondidas cuando creía que nadie lo estaba mirando. Le preocupaba que su mujer lo abandonara y que su hija adolescente se mezclara con gente problemática. Y hacía su trabajo a conciencia.

Tony suspiró. Con aquella mujer, podía necesitar todo el ejército de caballería.

Después de realizar la llamada, miró a un lado y a otro de la calle. Una vez que el peligro había pasado, los vecinos observaban lo que sucedía desde sus casas.

Suspiró de nuevo. Era sábado, y esa noche tenía una cita con una atractiva mujer que le había presentado un amigo. Tendría que cancelarla, o le causaría muy mala impresión si acudía a la cita con los ojos y la nariz hinchada.

Miró a Julianne fijamente y ella lo miró de igual manera.

El sonido de las sirenas interrumpió el intercambio sensual de miradas que se estaba produciendo entre ellos. Ambos estaban acalorados, y las gotas de sudor rodaban por sus rostros, mojando la camiseta de él y la blusa de ella. Tony mantuvo una mano sobre la espalda de ella por si decidía hacer un movimiento inesperado.

Intensificado por el calor de ambos, el aroma de la loción de afeitar que llevaba él, se mezcló con el perfume que se había puesto ella. El olor hizo que él inhalara con fuerza. El refuerzo llegó antes de que pudiera controlar las imágenes que se formaron en su cabeza y que, desde luego, eran completamente inapropiadas para la situación.

—Menos mal —murmuró la prisionera—. La policía de verdad. Ahora lo aclararemos todo.

—Eh, ¿qué pasa aquí? —preguntó Chuck al bajar del coche. Había aparcado bloqueando al otro vehículo para que no pudiera salir.

—Este inspector cabezón se ha confundido. Cree que he intentado venderle piezas robadas. Se equivoca, pero no quiere escucharme.

Chuck la miró con los ojos bien abiertos y se volvió hacia su amigo.

Tony se encogió de hombros y suspiró. Agarró a Julianne del brazo para que no intentara escapar. Al momento, dos agentes más se colocaron detrás de su vehículo.

—Por lo que me has dicho por teléfono, parecía que necesitabas refuerzos —explicó Chuck—. Veo que has detenido a la sospechosa.

—¡No soy sospechosa! No he hecho nada malo. Quiero hablar con el responsable de este hombre.

Tony ignoró sus comentarios y respiró hondo. Dio un paso atrás y dijo:

—Vigiladla. Es tremenda.

Los policías lo miraron. Después, a ella.

—Sí. Tremenda —dijo Chuck y contuvo una carcajada.

 

 

Mientras los dos agentes vigilaban la tienda, a Julianne le leyeron sus derechos, la sentaron en la parte trasera del coche patrulla y la llevaron a la comisaría más cercana. Nadie escuchó sus airadas protestas.

—Guárdatelas para el juez —le dijo Tony.

La metieron en el edificio sin quitarle las esposas, como si fuera peligrosa. No podía creer que estuviera arrestada por haberle hecho un favor a alguien.

Sintió un escalofrío. Trató de convencerse de que en cuanto Josiah se acercara y aclarara lo sucedido, se podría ir a casa.

Se le ocurrió otra idea. Debía informar al líder de su tribu de lo que había sucedido.

—Tengo que llamar a mi jefe —le informó al detective del parque nacional.

—Enseguida —dijo él.

Primero tuvo que responder a un montón de preguntas sobre sí misma. Nombre, fecha de nacimiento, ocupación, dirección, etc. Y después, le tomaron las huellas como si fuera un delincuente de verdad.

—Esto es ridículo —le dijo al hombre que la había detenido y que, al parecer, era bastante conocido entre los policías.

Aquilon. El apellido le resultaba familiar, pero no sabía por qué. Los otros agentes actuaban como si hubiera hecho algo heroico.

—Todo es un error —añadió.

—Eso es lo que dicen todos, pequeña —el agente le entregó una toalla de papel para que se limpiara los dedos. Después hizo un inventario de las piezas, las numeró y le entregó un recibo al inspector del parque natural. A ella le quitó el bolso, los pendientes y el reloj, y también le entregó un recibo.

—Buen trabajo —le dijo a Aquilon, para sorpresa de Julianne.

El sargento la guió hasta la sala de interrogatorios.

—Retirarán los cargos en cuanto llegue mi jefe —le dijo a su captor, quien la observaba apoyado en el cerco de una puerta. Tenía que permanecer tranquila hasta que se aclarara la situación.

—¿Quién es tu jefe? —le preguntó el inspector.

—Windover. Él puede responder por mí. Es el líder del Consejo tribal. Tengo un contrato para proporcionar atención médica a su gente —se sentó junto a la mesa.

—¿Eres hopi? —le preguntó Aquilon, y miró al sargento.

Ella se dio cuenta de que si respondía afirmativamente, probablemente la entregarían a la tribu para que ellos solucionaran el delito. Sin embargo, aunque tenía sangre india por el lado materno, no pertenecía a la tribu local.

—No, pero como matrona y enfermera, atiendo a las mujeres de la tribu durante el embarazo y el parto. También tengo consulta tres días a la semana y hago visitas a domicilio en casos especiales.

Después de su explicación, el sargento hizo un gesto al inspector y se marchó. El interrogatorio continuó.

—¿Por qué transportabas y vendías esas piezas?

—No. Esas piezas son de Josiah.

—Son antigüedades robadas del yacimiento del cañón.

—Sí, de Chaco Canyon, ya lo dijo antes. Pero estoy segura de que está equivocado. Josiah no…

—¿Cuánto sacabas tú? —preguntó él, apoyándose sobre la mesa y mirándola muy de cerca.

—Nada. ¿Me has oído? Esto es un malentendido. Esas piezas no tienen valor —se cruzó de brazos—. Traed a un experto. El señor Jones, del museo, lo aclarará todo.

El sargento mayor entró en la sala y dejó una taza de café frente a Julianne.

—Lo siento, pero no tenemos ni leche ni azúcar.

—Gracias —bebió un sorbo. El café estaba malísimo, pero no se quejó.

—Tony, es un experto en arte indio-americano, incluidas las antigüedades —dijo el hombre mayor, y se sentó frente a ella con otra taza de café.

—¿Él? —dijo ella con escepticismo.

—Así es —aseguró el hombre que se llamaba Chuck—. Es casi un catedrático.

Ambos miraron al hombre que estaba apoyado contra la pared.

—No tanto —dijo él, como enfadado. Parecía que Chuck hubiera contado secretos que él no quería revelar—. Todavía me falta leer la tesis.

—¿Para el doctorado? —preguntó ella con incredulidad.

—Sí —la miró a los ojos.

—Estoy asombrada —dijo ella con cierta ironía en la voz.

Trató de imaginarlo como catedrático de antigüedades. Era una imagen demasiado formal como para asociarla con el hombre dinámico que la había detenido y que la observaba como si sus protestas no lo afectaran en absoluto.

Tony Aquilon. ¿Dónde había oído ese nombre?

Ella suspiró.

—No sé nada acerca de lo que se ha encontrado en Chaco Canyon ni en ningún otro sitio. La pareja necesitaba dinero y me pidieron que trajera las piezas a la ciudad. Les dije que lo haría, puesto que viven a una hora de aquí y acaban de tener su primer hijo. Él tenía que quedarse con la madre y el bebé. Es el niño más lindo…

El inspector más joven se rió y la interrumpió.

A ella le encantaban los bebés y solía enrollarse al hablar de ellos. Pero eran unas criaturas tan dulces y confiadas, algo que ella había dejado de ser hacía mucho tiempo.

Desde que tenía diez años.

Por aquel entonces, dos hombres entraron a su casa y violaron y asesinaron a su madre. Ella llegó de la escuela y se encontró con lo sucedido en la casa. Desde ese día, su padre se aseguró de que ella y sus dos hermanos aprendieran autodefensa y, cada año, los enviaba a un curso. Había muchas tácticas diferentes para escapar del enemigo.

Aunque su entrenamiento no había evitado que la detuvieran. Al recordar la fuerza con la que él la había agarrado, se sorprendió de que no le hubiera hecho daño durante el forcejeo.

Se miró la muñeca. No tenía ni una marca de las esposas. Tenía que reconocer que aquel hombre era un enigma… un hombre capaz de utilizar su fuerza con cuidado, en lugar de a lo bruto.

—Si eres inocente, ¿por qué saliste corriendo? —preguntó el inspector, y se tocó la nariz con cautela.

—Porque eso es lo que hace cualquier persona normal cuando un extraño trata de atraparlo —le dijo—. Deberías ponerte hielo en la nariz para que no se te hinche más.

Él la miró y salió de la sala.

—Debería meterla en hielo —murmuró justo antes de salir.

—Creo que le has herido el orgullo —dijo el sargento—. ¿A quién decías que debíamos llamar?

—Al jefe Windover. Tengo su número —se lo facilitó.

Cuando vieran sus credenciales, se darían cuenta de que habían cometido un error y la dejarían marchar.

—De acuerdo. Veré si podemos solucionar esto.

Cuando se marchó, Julianne se recostó en la silla. Aunque no estaba herida, le dolía el cuerpo y estaba agotada. No era de extrañar, después de todo lo que había corrido y peleado con el superhéroe.

Estaba bien, era un inspector del parque nacional y el resto de los policías lo conocían y lo respetaban. Que fuera un experto en piezas antiguas y un hombre muy atractivo era intrigante.

¿Y?

Y no sabía, pero había algo que la hacía sentir extraña. Se miró la muñeca y admitió que no había empleado más fuerza de la necesaria para reducirla. Sin embargo, ella había empleado todas las técnicas que conocía para escapar.

—¡Oh! —exclamó al recordar lo que había hecho. Probablemente la condenaran por haberle roto la nariz.

Pero se lo merecía por haberla asustado y haberla esposado sin avisar. Si él se lo hubiera advertido, ella podría haberle explicado cuál era su papel en el supuesto delito y todo se habría aclarado.